Mi hermanita Daniela y su virginidad
Daniela respiró hondo cuando mi mano subió por su muslo, encontrando el borde de sus braguitas de algodón..
«Daniela, cierra la puerta,» murmuré mientras ella entraba en mi habitación con ese vestido corto que siempre usaba. Olía a jabón de coco y a esa inocencia que aún no había sido tocada. El ventilador giraba despacio, moviendo el aire caliente de la tarde entre nosotros. Ella se sentó al borde de mi cama, jugueteando con el dobladillo de su falda sin sospechar nada.
Mi mirada se detuvo en sus piernas delgadas, todavía marcadas por esas rodillas raspadas de cuando jugaba en el parque. «¿Qué pasa, Rodrigo?» preguntó con esa voz aguda que me hacía sentir cosas que no debía. Me acerqué lentamente, sintiendo cómo mis pantalones ya apretaban. El corazón me latía fuerte contra las costillas, como si quisiera escapar de lo que estaba por hacer.
La habitación olía a sudor y madera vieja. La luz del atardecer entraba por la ventana, iluminando motas de polvo que flotaban entre nosotros. Extendí la mano y toqué su rodilla, sintiendo cómo ella se tensaba bajo mis dedos. «No tengas miedo,» mentí, sabiendo perfectamente que el miedo era lo único sensato en ese momento. Su piel estaba tibia, casi eléctrica contra la mía.
Daniela respiró hondo cuando mi mano subió por su muslo, encontrando el borde de sus braguitas de algodón Podía oír el trago que se dio, el sonido húmedo de sus labios separándose. «¿Qué estás haciendo?» susurró, pero no se movió. Yo ya estaba demasiado cerca para detenerme, demasiado duro para pensar. El elástico de su ropa interior cedió bajo mis dedos con un crujido casi imperceptible.
Al deslizar la tela hacia abajo, el aire entre nosotros se cargó con el aroma dulzón de su excitación. Sus labios estaban húmedos, hinchados de una manera que no podía ignorar. «Mírame,» ordené mientras pasaba un dedo por su entrada, sintiendo cómo temblaba bajo mi toque. Su respiración se volvió entrecortada, las manos apretando las sábanas como si el colchón pudiera salvarla de lo que venía.
El primer roce de mi pulgar contra su clítoris la hizo arquearse, un gemido escapándosele entre los dientes apretados. La humedad se acumulaba en mis dedos, pegajosa y caliente, mientras yo exploraba ese lugar que nadie más había tocado. «Duele,» murmuró, pero sus caderas se movieron hacia mi mano como si su cuerpo supiera más que su mente. Podía sentir cada pliegue, cada contracción involuntaria mientras la abría lentamente.
Mi polla palpitaba contra el cierre de mis pantalones, imaginando cómo se sentiría dentro de esa humedad virgen. «Vas a aprender algo nuevo hoy,» le dije, usando mis dedos para dibujar círculos en su clítoris mientras con el otro mano me desabrochaba el cinturón. Ella gimió de nuevo, más fuerte esta vez, las piernas separándose un poco más como si algo en ella ya supiera que la resistencia era inútil.
«Rodrigo, ¿esto… está bien?» preguntó entre jadeos, sus pequeños pechos subiendo y bajando bajo el ajustado vestido. Le quité los dedos mojados de entre las piernas y se los llevé a la boca, chupando sus jugos con un gruñido de aprobación. «Mira cómo sabe tu coñito,» le contesté, mostrándole mis dedos brillantes antes de empujarlos otra vez dentro de ella, más profundo esta vez. Sus uñas se clavaron en mis brazos cuando sintió el ardor del estiramiento.
«No vas a llorar,» ordené mientras la empujaba hacia atrás sobre la cama, su falda subiéndose hasta la cintura. La punta de mi verga ya asomaba, roja y goteando sobre su pubis infantil. Ella sollozó al verla, pero cuando intentó cerrar las piernas, mis rodillas las separaron con facilidad. «Duele…» volvió a decir, pero el gemido que salió después era distinto, mezclado con algo que olía a curiosidad perversa. Sus muslos temblaban contra los míos.
Sentí su virginidad romperse en el primer empujón, su garganta liberando un grito ahogado mientras yo enterraba cada centímetro en esa carne apretada. La sangre se mezcló con sus jugos, pintándome el vientre de rosa pálido. «Mira cómo te lleno,» gruñí, agarrando sus caderas diminutas para clavar más fuerte. Sus ojos se rodearon de lágrimas que nunca cayeron, la boca abierta en una mueca entre el dolor y la sorpresa de su primer orgasmo.
«Ahora en cuatro,» ordené tirando de su pelo mientras ella jadeaba, obediente como un animalito asustado. La posición arqueó su espalda, exponiendo ese coñito rosa ahora brillante de mi semen y su sangre. Le pasé la mano por los muslos temblorosos, sintiendo los escalofríos que le recorrían cada vez que mi polla rozaba su interior sensible. «Así te gusta, ¿verdad? Tu hermano mayor abriéndote como una putita,» susurré mordiendo su oreja, sintiendo cómo se estremecía al escuchar las palabras.
Sus gemidos se volvieron más agudos cuando empecé a follar ese culito virgen, usando su propia humedad para lubricar cada embestida. Las palabras sucias salían solas ahora: «Mira cómo tu hermano te usa, Daniela. Esto es lo que querías desde que empezaste a mirarme en la ducha.» Sus uñas arañaban las sábanas, el cuerpo empapado en sudor mientras yo marcaba el ritmo con palmadas sonoras contra sus nalgas infantiles. El sonido húmedo de nuestra piel chocando llenaba la habitación junto al olor a sexo y adolescencia violada.
Sentí cómo se apretaba alrededor de mí cuando vino por segunda vez, su cuerpo traicionándola al derramarse sobre mi verga como si estuviera hecha para esto. «P…para,» balbuceó inútilmente mientras yo aceleraba, los dedos hundidos en sus caderas hasta dejar marcas. El gemido que soltó al sentir mi semen caliente llenándola era puro instinto, su útero adolescente palpitando alrededor de mi punta como si quisiera chuparme hasta la última gota.


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