Mi preciosa princesita (capitulo 13)
Seguimos nuestras aventuras en la playa.
Como hacia en Madrid, me levantaba muy temprano y a las 3:30h ya estaba conectado. Martina seguía durmiendo como una ceporrílla hasta que su móvil la despertaba a las 9:00. Se daba una ducha rápida, se ponía el bikini y envuelta en su pareo bajaba al comedor dónde me preparaba una bandeja con el desayuno. Una cafetera con café negro, zumo de naranja, algo de fruta, algo de jamón y churros: me encantan. Después, ayudándose con un carrito que la dejaban los del comedor del hotel me lo subía, me lo dejaba y cargaba el carrito con sus cosas de la piscina. Bajaba otra vez, devolvía el carrito y desayunaba. Después, se iba a la piscina dónde ocupaba dos tumbonas y me esperaba hasta que yo bajaba. Siempre lo tenía todo preparado para mi llegada. Su tumbona al sol y la mía con una sombrilla porque nada más llegar, la daba un casto beso de padre y me tumbaba a dormir algo menos de una hora.
En ocasiones, algún mozalbete de su edad, con las hormonas disparadas, la abordaba con ánimo de algo que es fácil de imaginar, pero la verdad es que Martina sabe ser muy borde y los espantaba sin darles la más mínima opción.
Esos días, nuestra actividad sexual se redujo bastante, más o menos como entre semana en Madrid. Sobre las dos, íbamos al comedor y cuando terminábamos subíamos a la habitación y después de una ducha rápida los dos juntos, nos tumbábamos en la cama y me tiraba un buen rato besándola y sobeteándola: soy un adicto no lo puedo remediar. Mi principal deporte es hacer que goce y que se retuerza en mis brazos con sus orgasmos. No interactúa conmigo y se deja hacer salvo cuando la doy una orden. Finalmente, la ofrezco la polla y rápidamente se pone a chupar mientras yo hago lo mismo con su precioso chochito. Cuando noto que la llega un nuevo orgasmo, la sujeto la cabeza para que no se saque la polla de la boca y sigo insistiendo hasta que finalmente eyaculo y se la lleno con mi esperma.
Después, damos una cabezada y a eso de las cinco, bajamos al coche y vamos a la playa hasta que el sol empieza a tumbarse en el horizonte.
Llevábamos casi dos semanas allí y un día, durante la cena, la dije—: ¿qué te parecería si seguimos aquí un poco más?
—Pero ¿no tienes que trabajar…?
—Puedo seguir desde aquí: ya lo he hablado con mi jefe y no ve inconveniente, —dio un chillido y se levantó de la mesa para abrazarme mientras me llenaba de besos la frente—. Ya veo que te parece bien.
—Sí, sí, sí, ¿pero el hotel…?
—También lo he hablado y podemos quedarnos en la habitación diez días más.
—¡Genial! —exclamó—. Ya veras cuando se lo diga a Bruna: que alegría se va a llevar.
—Pero el domingo que viene nos vamos de senderismo, —la avisé.
—Pero, aquí ¿por dónde? Solo están las salinas de los flamencos.
—Nos acercamos a Mojácar que está a quince o veinte kilómetros con el coche. Allí hay una ruta muy chula que va por el acantilado.
—¿Muy larga? —preguntó Martina con desconfianza.
—Eso es lo de menos. Nos vamos tempranito y para la hora de comer estamos de regreso.
—Bueno, vale, —dijo con la misma desconfianza.
Llegó el domingo y a las ocho de la mañana bajamos a desayunar ya preparados para salir. Cuando terminamos, bajamos al parking y en el coche emprendimos camino a Mojácar. Aparcamos en una zona que hay preparada para eso en la Playa de El Bancal que está próxima al sendero de la Mena. Este primer tramo de la ruta la encantó porque va por el acantilado y es muy espectacular. El sendero desembocó en la playa dónde se levanta el castillo de Macenas.
Antes de seguir tengo que decir que Martina iba preciosa. Es cierto que a mi siempre me lo parece y que siempre la miro con ojos de vaca enferma, pero es que está vez me lo parece más. Llevaba una malla corta y la parte de arriba del bikini, todo de color morado. En la cabeza se había puesto una de mis gorras y unas gafas de sol polarizadas. Incansablemente sacaba fotografías con su móvil que llevaba colgado en bandolera y yo hacia lo mismo con ella. Todo el tiempo, mientras andaba posaba para mi, aprovechando que el camino estaba poco concurrido. Estuvimos un rato en la zona del castillo y luego reemprendimos la marcha. Poco a poco la silueta de la Torre de El Pirulico se fue haciendo presente. Llegamos al comienzo del sendero que sube a la antigua torre vigía y empezamos a ascender. Mi amor iba por delante y yo como un zombi seguía su traserito redondeado por la malla. Su cuerpo brillaba un poco por el sudor del esfuerzo de la subida y porque el sol pegaba fuerte. Llegamos a la escalera final y atravesamos la torre para salir a la balconada exterior y Martina se apoyó en la barandilla extasiada por el panorama que se abría ante ella con la inmensidad del mar hasta dónde la vista se perdía.
Antes de entrar miré hacia el camino y comprobé que no se veía a nadie. Rápidamente la cogí por detrás y empecé a besuquearla el cuello y note el sabor saladito por el sudor. La bajé la malla y después de hacer yo lo mismo me saqué la polla y se la metí entre las piernas. Se dejó hacer en todo momento y cuando por fin se la introduje, la cruce sus bracitos por delante para sujetarlo con la izquierda mientras con la derecha la atacaba la vagina. No hubo preámbulos ni mucho tiempo, pero rápidamente empezó a jadear e instantes después la llegó el primer orgasmo, seguido de varios más. Al rato, me corrí yo también mientras escuchaba como gente había llegado al pie de la escalera de acceso. Rápidamente nos subimos las mallas e hicimos el paripé de sacarnos fotos.
—¿Seguimos o regresamos ya papa? —preguntó mientras bajábamos por la escalera hasta el camino.
—Si quieres podemos seguir, pero el camino ya no es tan interesante. Lo que quieras.
—Por mi regresamos que empiezo a tener hambre.
—Pues ala, vámonos, —dije y empezamos a desandar el camino. Martina no hizo el más mínimo comentario sobre lo que había pasado en el Pirulito. Era la primera vez que la follaba fuera de casa o del hotel y lo había aceptado con total naturalidad. Decidí que en el futuro exploraríamos más a menudo estas situaciones.
Mientras regresábamos no lo pude remediar y cada dos por tres la abrazaba y la sobeteaba. No veía el momento de llegar al hotel porque el camino empezaba a estar muy concurrido y no había posibilidad de mucho. Si hubiera podido la hubiera follado otra vez detrás de una piedra. Ella reía complacida y feliz sintiéndose deseada.
Llegamos al hotel un poco tarde y después de aparcar fuimos al comedor porque faltaba poco para que cerraran. Después subimos a la habitación y por supuesto, ya en el ascensor empecé a meterla mano. Decir que empecé es una licencia literaria porque desde que la cacé furtivamente en El Pirulico no había dejado de hacerlo. Rápidamente nos desnudamos y la levanté en brazos y la llevé a la bañera mientras la morreaba. Mientras se llenaba me tumbe y la coloque sobre mi dándome la espalda. Desde ahí tenía fácilmente al alcance su vaginita y la podía hacer disfrutar y llevarla a las estrellas. Cuando se terminó de llenar, ya había tenido un par de orgasmos y estuve tentado a metérsela por el culito, pero no quería hacerlo sin lubricante y debajo del agua es complicado. Finalmente, lo hice por la vagina y ahí la deje, dentro, pero sin hacer nada más, solo deje que intentara culear con frenesí cuando la dejaba porque la entorpecía todo lo que podía mientras la seguía sujetando las muñecas con mi mano izquierda y con la derecha la acariciaba la tetillas, los muslos y los pies. Por supuesto siguió orgasmando como la preciosa maquina que es, más fruto del deseo y del furor que de la acción de mi polla en su interior. Cuando estaba próximo a correrme, me levante, se la metí en la boca y descargue. Volví a mi posición anterior y cuando nos tranquilizamos procedí a enjabonarla concienzudamente para librarla de la más mínima mota de polvo del camino.
—¿Quieres bajar a la playa o estás cansada? —la pregunté mientras la secaba con la toalla y la morreaba incansable.
—Prefiero que nos echemos la siesta.
—Supongo que sabes que te voy a estar metiendo mano sin parar, —afirmé riendo.
—Lo se papa: cuento con ello.
Ya por la noche y después de cenar nos acercamos a un mercadillo artesano. En otra ocasión vimos que había una mujer que hacia tatuajes de henna y Martina se había empeñado en hacerse uno, que al final fueron dos: uno en el pie y otro en la mano.
—Papi, podía haberme hecho uno en el chochito, —me dijo riendo cuando regresamos al hotel.
—¿En el chochito? ¡Ni hablar!
—¿Por qué? Si no se iba a ver.
—Yo si lo iba a ver y me gusta como está, sin nada pintarrajeado. Además, te iba a durar poco y yo iba a terminar con el morro negro.
—¿De verdad que te gusta mi chochito? —preguntó riendo.
—¿Lo dudas? Ahora por lista, cuando lleguemos te vas a cagar.
—A ver si es verdad.
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