Mi Socio del Secreto
Nunca imaginé que aquel acuerdo cambiaría mi vida. Todo comenzó una tarde de lluvia, cuando el sonido de las gotas golpeando el vidrio de mi oficina era interrumpido por el golpeteo insistente de unos nudillos en la puerta..
—Adelante —dije, sin levantar la vista de los documentos que tenía en el escritorio.
La puerta se abrió con un chirrido lento, y una figura alta y delgada se deslizó dentro. Vestía un abrigo oscuro empapado y llevaba un maletín de cuero que parecía haber soportado más viajes de los que uno podría contar. Pero lo que más llamaba la atención era su mirada: fría, calculadora, pero con un brillo de complicidad que me hizo sentir que ya nos conocíamos.
—Necesito un socio —dijo, dejando el maletín sobre mi escritorio con un golpe sordo.
Lo miré con cautela.
—¿De qué está hablando? ¿Quién es usted? —pregunté, cruzando los brazos.
El hombre sonrió levemente y abrió el maletín. Dentro, había solo un sobre sellado con lacre rojo.
—Uno en el que no puedes dar marcha atrás.
El ambiente en la habitación se tornó más pesado. Afuera, el sonido de la lluvia parecía atenuarse, como si la ciudad misma contuviera la respiración.
Extendió el sobre hacia mí. Mis manos vacilaron un instante antes de tomarlo. No sabía que, en ese momento, estaba aceptando más que una simple propuesta. Estaba abriendo la puerta a un mundo del que quizás nunca podría salir.
El sobre contenía una serie de fotos, pantallazos de conversaciones, que yo había tenido. Reconocí de inmediato los mensajes, las imágenes… pruebas irrefutables de algo que nunca debió salir a la luz. Mi pulso se aceleró.
—No es un chantaje, aclaro —dijo el hombre con voz serena.
Levanté la mirada, asustado. Si esto caía en las manos equivocadas, no solo podría llevarme a la cárcel… podría significar algo mucho peor.
—¿Quién eres? —pregunté con la garganta seca.
El hombre se recostó en la silla y entrelazó los dedos sobre su regazo.
—Digamos que se me da muy bien el manejo de la información y los sistemas. —Hizo una pausa y sonrió apenas—. No te asustes. He descubierto que eres muy parecido a mí.
No supe si eso era un halago o una amenaza. Me incliné hacia adelante, tratando de mantener la compostura, pero mis manos apretaban el sobre con tanta fuerza que los bordes empezaron a arrugarse.
—¿Qué quieres de mí? —Mi voz sonó más tensa de lo que esperaba.
El hombre giró lentamente el maletín hacia él y lo cerró con un chasquido metálico. Luego me miró directamente a los ojos, con una intensidad que me heló la sangre.
—Quiero que trabajemos juntos.
El silencio entre nosotros se prolongó. Afuera, la lluvia seguía cayendo, y el murmullo de la ciudad parecía lejano, como si estuviera a punto de quedar atrapado en una realidad distinta.
—Tienes talento, eso es innegable —continuó—. Pero eres descuidado. Te he estado observando, y aunque creas que eres inteligente, te han seguido la pista más de una vez. Lo único que te ha salvado hasta ahora es que las personas correctas no han sabido dónde mirar.
Tragué saliva. Sabía que tenía razón. Había creído estar un paso adelante, pero si él había reunido esta información sobre mí… ¿quién más podría haberlo hecho?
—¿Y si digo que no?
Su expresión no cambió, pero sus ojos parecieron oscurecerse.
—Créeme, no lo harás.
El peso de sus palabras cayó sobre mí como un bloque de concreto. No tenía elección.
Lo que relato sucedió hace tres años. Fue el día en que conocí a mi socio, K. Así lo llamaban, o al menos así se presentó. No supe hasta mucho después a qué correspondía la “K” pero en ese momento, poco importaba.
Hasta aquel día, yo había trabajado en mi propia compañía de bienes raíces. No era un imperio, pero me iba bien. Tenía clientes estables, contactos en el sector y un estilo de vida cómodo. Nada espectacular, pero suficiente para mantenerme tranquilo.
K, en cambio, no trabajaba.
—No en el sentido tradicional —aclaró con una sonrisa cuando se lo pregunté.
Su “negocio” era mucho más turbio. Se dedicaba a encontrar contenido en internet, rastrear conversaciones, correos electrónicos, documentos privados… y usarlos para chantajear a la gente. No con amenazas vacías, sino con información que podría destruir carreras, matrimonios, reputaciones.
Y le iba bien.
Demasiado bien.
Me lo hizo notar sin necesidad de presumir. Su reloj de lujo, su abrigo de diseñador, el maletín de cuero impecable… todo hablaba de alguien que tenía más dinero del que podía gastar. Y todo conseguido de la manera más discreta posible.
—El mundo es una red de secretos mal protegidos —me dijo esa noche, cuando ya había decidido quedarme a escuchar su propuesta—. Lo único que hago es darles un pequeño empujón.
Podría haberme levantado e irme en ese momento. Podría haberlo denunciado. Podría haber hecho mil cosas. Pero no lo hice.
Porque, aunque me aterraba admitirlo, en el fondo, algo de lo que decía tenía sentido.
Y lo peor de todo… es que también tenía razón sobre mí.
Las imágenes en mis manos eran de la cámara de mi computador. Me veía yo masturbándome, se veía la fecha y hora de las fotografías. Tenía miedo de lo que pasaría. Pero algo me hacía pensar que sus palabras tenían fundamento, es decir, vino hacia mí y no fue con la policía. En los pantallazos de las conversaciones se leía con claridad todo lo que había conversado con esas chicas, con esas niñas, se veían las fotos de ellas con la misma claridad con las que yo las recordaba, yo no había guardado evidencia de nada de eso, pero aquel hombre igual había encontrado todo.
—Las niñas, ¿las conseguías todas del colegio católico? ¿Por qué?
—Soy un hombre separado, mi hijo estudia en ese colegio y eso me ha dado la facilidad de estar en grupos de padres de familia, he ofrecido mi empresa para hacer negocio con algunos de ellos y eso me dio la facilidad de contactar con sus hijas. — Contesté
Estuvimos un rato conversando. K insistía con una mezcla de franqueza y pasividad inquietante. No intentaba presionarme, no me amenazaba… simplemente dejaba caer sus palabras como si ya supiera cuál sería mi respuesta.
Y yo, sin darme cuenta, me estaba abriendo a un mundo del que jamás podría salir luego.
—Quiero que vayas a casa, Santiago —dijo finalmente, levantándose de su asiento.
Escuchar mi nombre en su voz me hizo estremecer. Me recordaba que él sabía demasiado sobre mí.
—Piensa en lo que te he dicho bajo la ducha —continuó, acomodándose el abrigo—. Mañana nos veremos de nuevo.
Me quedé ahí, viendo cómo tomaba su maletín y salía de la oficina con la misma calma con la que había llegado. La puerta se cerró con un leve clic y el silencio se apoderó del lugar.
Miré el sobre aún en mis manos. No necesitaba abrirlo otra vez para saber lo que contenía. Sabía que, al aceptar siquiera escucharlo, ya había dado el primer paso.
Y lo más inquietante de todo… es que una parte de mí no sentía miedo.
Sentía curiosidad.
En casa, el eco de las palabras de K seguía resonando en mi cabeza.
Si aceptaba, debía seguir sus instrucciones. No había términos medios, no había espacio para la duda. Todo era confuso, pero una parte de mí —una que jamás habría admitido antes— sabía que si hacía lo que K pedía, las cosas podrían volverse… interesantes.
El morbo alimentaba mis pensamientos.
Me serví un trago y me recosté en el sofá, observando el sobre que había dejado sobre la mesa de centro. Podría haberlo quemado, podría haberlo destrozado y fingir que nunca existió. Pero no lo hice.
En su lugar, encendí la laptop y abrí mi correo.
K me había pedido que enviara mi hoja de vida a una dirección específica. Parecía un simple trámite, pero lo que me desconcertó fue el destinatario.
Era una postulación para un taller de ingeniería en el colegio de mi hijo. Me vinieron imágenes de los rostros de las niñas con las que había hablado, de aquellas a las que ya les había visto todo y habían alimentado mi morbo por tanto tiempo.
Mi estómago se tensó.
Esto no era solo una prueba. K quería que entrara en su mundo de manera meticulosa, que entendiera que no se trataba solo de información filtrada al azar. Se trataba de control. De acceso.
De poder.
Mis dedos vacilaron sobre el teclado, pero finalmente, adjunté el archivo y presioné «Enviar».
El mensaje salió con un sonido seco, y en ese instante supe que ya no había vuelta atrás.
El día siguiente trabajé como pude, tratando de concentrarme en mis labores diarias, pero mi mente estaba en otra parte. Estaba esperando el anunciado regreso de K.
Cuando finalmente golpeó la puerta de mi oficina, ya era entrada la tarde.
—Supe que enviaste el correo —dijo sin siquiera sentarse. Su tono era neutro, pero había un leve matiz de satisfacción en su voz—. Necesitábamos dejar trazabilidad de todo.
Me crucé de brazos, sin saber si debía sentirme aliviado o aún más atrapado.
—¿Y ahora qué sigue? —pregunté.
K sonrió levemente y dejó un sobre sobre mi escritorio.
—Es muy importante que vayas al colegio mañana. Pregunta por Raquel. Ella te hará una entrevista y firmarán un acta.
Tragué saliva. Esto iba más allá de lo que había imaginado.
—¿Por qué ese colegio? —solté, tratando de encontrar alguna pista en su rostro.
K inclinó la cabeza, como si la pregunta le divirtiera.
—Digamos que tiene… un valor estratégico.
No añadió más. No lo necesitaba.
Yo ya había dado el primer paso. Y ahora, no había vuelta atrás.
Al otro día llegué al colegio con una mezcla de ansiedad y expectación.
Había hablado con mi hijo la noche anterior, comentándole que tendría una entrevista allí, pero no pude verlo cuando ingresé. De alguna manera, eso me tranquilizó. No quería que me hiciera preguntas que no estaba listo para responder.
Me anuncié en la recepción, y en cuestión de minutos, la señora Raquel apareció. Era una mujer de unos cincuenta años, con una mirada perspicaz y una sonrisa medida, de esas que transmiten profesionalismo, pero no confianza.
—Acompáñeme, por favor —dijo, guiándome por los pasillos hasta su oficina.
El lugar era sobrio, con una biblioteca pequeña y un escritorio perfectamente ordenado. Me señaló una silla frente a ella y comenzó a hablar de inmediato sobre el taller de ingeniería.
—El programa está diseñado para los alumnos de los últimos tres años —explicó—. Su rol será impartir la clase una vez a la semana. Eso es todo.
Asentí, aunque sabía que había más detrás de esa fachada de normalidad.
—La paga es bastante buena para el tiempo invertido —añadió con una leve sonrisa.
No necesitaba el dinero, y ella lo sabía.
La entrevista fue rápida, casi un trámite. Raquel me entregó un acta para firmar, y en cuanto estampé mi firma, lo entendí: el puesto era mío desde antes de haber entrado a esa oficina.
Esto no era una entrevista. Era el siguiente paso en el camino que K había trazado para mí.
Antes de salir de la oficina de Raquel, ella cerró la carpeta con el acta firmada y me miró fijamente.
—Espero que esto sea suficiente —dijo con un tono medido, casi ensayado. Luego, añadió algo que me erizó la piel—: Por favor, dígale al señor K que he cumplido.
Sentí un escalofrío recorriéndome la espalda.
Mi mano aún estaba sobre el bolígrafo cuando la levanté lentamente. Traté de mantener el rostro neutro, pero mi mente iba a mil.
—Claro… —respondí con la voz más estable que pude reunir.
Ella sonrió de manera tenue y asintió, como si la conversación hubiera terminado. Como si yo no fuera más que un simple mensajero en todo esto.
Salí de la oficina con una sensación extraña en el pecho. Esto no era solo una oferta de trabajo.
Esto era algo mucho más grande.
Y yo estaba justo en el centro de ello.
No tuve más noticias de K por un tiempo.
Durante los siguientes dos meses, seguí con mis actividades con la normalidad que podía permitirme.
Mi negocio de bienes raíces continuó funcionando, y mi nueva función como profesor en el colegio se integró a mi rutina sin demasiados inconvenientes. Asistía solo un día a la semana, y aunque al principio me sentía fuera de lugar, con el tiempo me fui acostumbrando.
A veces, en los recreos, veía a mi hijo jugando fútbol con sus amigos. Lo observaba desde lejos, preguntándome si algún día entendería por qué yo estaba allí en realidad.
También veía a la señora Raquel.
Intenté, sin éxito, entablar alguna conversación normal con ella. Siempre respondía con frases cortas, medidas, como si su vida entera fuera un guion que debía seguir con precisión. No importaba el tema, siempre encontraba la manera de cerrar el diálogo antes de que pudiera profundizar en algo.
Había algo en ella que me intrigaba.
Pero no tanto como la ausencia de K.
Fue entonces cuando mi celular vibró y vi un número desconocido en la pantalla.
Al contestar, su voz resonó en mi oído, inconfundible, como si nunca hubiera desaparecido.
—Hola, Santiago. Me alegra que todo haya salido según lo esperado.
Tragué saliva. Habían pasado dos meses desde nuestra última conversación, pero no sonaba como si para él hubiera cambiado algo.
—Sabes, he estado un poco ocupado finiquitando detalles de nuestro próspero futuro negocio —continuó con calma—. Pero creo que es el momento de dar un paso adelante.
Me quedé en silencio, esperando lo que vendría después.
—Ahora que estás amañado en el colegio —prosiguió—, Raquel se pondrá en contacto contigo. Ha organizado un pequeño viaje, algo que en ese colegio llaman «convivencia». Asistirán los niños de primer año de primaria únicamente… y te recomendará a ti para que la acompañes como tutor.
Mi pulso se aceleró.
—¿A dónde iremos? —pregunté, tratando de mantener la voz firme.
Escuché su risa suave al otro lado de la línea.
—Bueno, yo los estaré esperando —respondió—. Van a venir a mi granja.
El aire se sintió pesado de repente.
—Despreocúpate —añadió, con ese tono despreocupado que ya empezaba a conocer bien—. Actúa con el profesionalismo con el que lo has hecho hasta ahora… y prepárate para disfrutar.
Luego, sin más, colgó la llamada.
Me quedé mirando la pantalla de mi teléfono.
Un viaje. Una granja. Niños de primer año.
¿Qué demonios estaba planeando K?
No fue complicado para Raquel incluirme como tutor en la convivencia.
Días después, sin demasiado trámite, me encontraba a su lado, dando indicaciones a los niños mientras subían al transporte escolar. Todo estaba perfectamente coordinado, como si mi presencia allí hubiera sido planeada desde el principio… lo cual, por supuesto, era cierto.
Los niños reían y charlaban emocionados, ajenos a cualquier trasfondo extraño en aquella salida pedagógica. Para ellos, era un día especial, una oportunidad para aprender sobre animales y plantas en un entorno diferente.
Para mí, en cambio, era algo más.
Me senté junto a la ventana del bus, observando cómo la ciudad iba quedando atrás. Raquel, a mi lado, repasaba una lista con los nombres de los niños, asegurándose de que todo estuviera en orden. No me miró ni una sola vez, pero su expresión permanecía inmutable, casi robótica.
El vehículo avanzaba, llevándonos hacia lo desconocido.
Hacia K.
Hacia su granja.
Y, aunque no quería admitirlo, una parte de mí ansiaba descubrir qué venía después.
Al llegar a la granja, fue K quien nos recibió.
Vestía como un granjero pueblerino: camisa de cuadros, jeans desgastados y botas de cuero. Pero su disfraz no podía ocultar lo que realmente era.
Los niños bajaron del autobús con entusiasmo, ajenos a la tensión que se respiraba en el aire. Mientras tanto, yo observaba a Raquel.
Por un instante, vi algo en sus ojos.
Terror.
Puro y absoluto terror.
Pero lo disimuló en cuestión de segundos, sonriendo y asintiendo mientras K hablaba frente a los niños, dándonos instrucciones sobre las primeras actividades. Su control sobre la situación era impecable, como si todo estuviera ensayado.
Luego, cuando nos apartamos del grupo, K puso una mano firme sobre mi hombro.
—Mira, ella —dijo, con voz tranquila pero autoritaria, señalando a una de las pequeñas niñas.
—Llévala a la habitación de allá.
Mi mirada siguió la dirección de su mano hasta una caseta apartada, en el extremo de la granja. La construcción era vieja y de madera oscura, con una única ventana cubierta por cortinas gruesas.
—Te espero en diez minutos.
Luego me soltó y se alejó como si nada, dejando su orden flotando en el aire.
Respiré hondo.
Miré a aquella niña.
Ella también me miró.
Me coloqué a su nivel, intentando que mi tono sonara natural.
—Pequeña, acompáñame —le dije—. Quiero mostrarte algo que te va a gustar.
Ella me miró fijamente por un instante.
Había algo en sus ojos, una mezcla de duda y resignación. Pero no dijo nada. Simplemente asintió y empezó a caminar a mi lado, siguiendo el camino de tierra que llevaba a la caseta apartada.
El sonido de los niños riendo y jugando se fue desvaneciendo a nuestras espaldas. Raquel se había quedado cuidándolos, junto a otros hombres que daban instrucciones a los niños.
La granja tenía un aire tranquilo, con el sol golpeando las extensas praderas y el sonido de los animales a lo lejos. Pero cada paso que dábamos hacia la caseta parecía arrastrarnos hacia otro mundo. Uno más oscuro. Más silencioso.
Cuando llegamos a la puerta, me detuve y la observé.
Ella no preguntó nada.
No intentó retroceder.
Solo esperó.
Tragué saliva y giré el picaporte.
La puerta crujió al abrirse.
El interior de la caseta era pequeño y apenas iluminado. Un viejo escritorio, una silla de madera y una lámpara en una esquina. No había ventanas abiertas, y el aire olía a polvo y encierro.
La niña entró primero.
Yo la seguí y cerré la puerta detrás de nosotros.
Por unos segundos, solo hubo silencio.
Hasta que escuchamos pasos acercándose desde afuera.
Y la voz de K.
—Bien, bien. Esto será rápido.
Mi corazón comenzó a latir con fuerza.
Porque, en ese momento, entendí que nada de esto era un simple juego.
K me indicó con un leve gesto que me pusiera a su lado.
La niña, sin hacer preguntas, se sentó en la única silla de la habitación.
El aire se sentía denso, cargado de algo que no podía nombrar.
K sacó una cámara de video de un pequeño maletín y la colocó sobre el escritorio. Encendió la grabación y, con una voz tranquila pero firme, comenzó a hacer preguntas.
—Nombre completo.
—Juliana Fernández Ramírez.
—Edad.
—Tengo 6 años.
—¿Con quién vives?
—Con mis papas y mi hermana.
K asintió lentamente y continuó.
—¿A qué has venido aquí?
—A aprender sobre los animales.
K miró la pantalla de la cámara, como si estuviera analizando cada expresión en su rostro.
—¿Qué te gusta hacer en tu tiempo libre, Juliana?
Ella dudó un segundo, antes de responder.
—Ver televisión… estar con mi hermana.
—¿Algo más?
Juliana tragó saliva.
—No… nada más.
K sonrió, como si estuviera satisfecho con sus respuestas.
—Muy bien —dijo mientras pausaba la grabación. —Es momento de entrar en acción campeón. —Dijo mirándome. —Diviértete y cumple tus fantasías, toda tuya.
Mire a Juliana con asombro, la niña se veía tensa pero aun así despreocupada, ignorante. Sabía que no tenía los medios para negarme y si los hubiese tenido, no se si quería negarme. Me acerque a Juliana, escuchando el leve pitido de la reanudación de la grabación. Coloqué una mano sobre su barbilla y ella alzo su rostro y me miró, estaba a su lado, por unos segundos solo la miré estudiándola, era una niña hermosa. Luego mire a K que detrás de la cámara me hacía señas de que continuara. Baje el cierre de mi cremallera con mi mano derecha y con mucho esfuerzo saque la verga de mi pantalón. Juliana abrió los ojos como platos, desconcertada no decía ni una palabra, pero miraba atentamente. Con una suavidad provocada, utilicé la punta de mi verga para frotarla por los labios de la niña que retrocedía instintivamente, pero no mucho, y me miraba, alzaba su mirada pidiendo explicaciones. Explicaciones que yo no le daba.
—Abre tu boquita princesa.
Ella obedeció sin rechistar. Le metí el glande entero, la sensación fue indescriptible, algo que había soñado y que K lo sabía, por eso me utilizó a mí. Sabía que no me negaría. Juliana se lo saco e hizo carita de asco.
—Se una buena niña, Juli. —Y colocando una mano en la parte posterior de su cabeza la volvía a cercar. Mi verga volvió a ingresar en su boca y comencé a moverme como si la follara, pero con suavidad, ella mantenía sus ojos abiertos, mirándome.
Sus diminutas manos empujan contra mis muslos, intentando generar distancia. Observo como unas pequeñas lagrimas comienzan a brotar de sus ojos pero no me detengo.
Juliana tose cuando la primera inyección de semen golpea el interior de su boca, el sabor amargo abruma su inocente paladar. Las lagrimas corren por sus mejillas mientras lucha por respirar, su pequeño cuerpo se convulsiona de disgusto y miedo. Intenta escupirlo, pero mi agarre en su cabeza le impide escapar. Ella grita con mi verga clavada en su boca. Sus manos golpean débilmente contra mis muslos, su fuerza se desvanece poco a poco a medida que comienza a tragar.
Cuando la solté había tragado la mayor parte, pero logro escupir al final restos de semen que quedaron en su barbilla. Me abalancé sobre ella y comencé a desnudarla con urgencia, ella intentaba apartarme con sus manitas y repetía constantemente “no, no, no”. Las lagrimas caen por sus mejillas.
—Debes ser una buena niña y obedecer. —Le digo.
Juliana me mira con sus ojos llenos de lágrimas, su rostro es una mezcla de miedo y resignación
—Seré buena. —Ella susurra, su voz apenas audible. Lentamente y estando completamente desnuda la siento de nuevo en la silla y le abro las piernas, colocándolas a cada lado. Mi verga había recuperado rápidamente su dureza, comencé a pasársela por su abertura vaginal.
Juliana cerraba sus ojos con fuerza, un grito apretado por sus dientes escapaba de su boca mientras sentía mi verga presionando contra su inocente vagina. Las lágrimas corren por su rostro mientras intenta prepararse para el dolor inminente.
—Duele, duele, duele. —Repite una y otra vez. Mientras sus manos nuevamente intentan apartarme sin excito. Ella solloza mientras comienzo a empujar dentro de ella, estirando sus delicados tejidos más allá de sus límites.
Su cara se contorsiona de agonía mientras continúo empujando, su pequeña vagina lucha por adaptarse a mi tamaño. Se muerde el labio con fuerza, tratando de reprimir sus gritos, pero un gemido escapa de su garganta.
—Duele, duele, duele. —Repite nuevamente. Ella jadea, sus ojos se ponen en blanco mientras el dolor se vuelve insoportable
—Duele, duele, duele. —Repite una y otra vez. Ella suplica, su voz es apenas un susurro.
Su cuerpo se queda inerte cuando finalmente rompo su himen, un agudo grito de dolor escapa de sus labios. La sangre gotea, me mira con ojos vidriosos que no ven, abrumada.
—Me duele mucho. —Dice dulcemente gimiendo. Entonces se la saqué. K hizo un primer plano del estado de su vagina. Juliana dócilmente no cerraba sus piernas aunque quería tocarse con sus manitas, se lo impedí. Luego me doy cuenta de que K finaliza la grabación, me da u palmoteo en la espalda y me felicita.
Entiendo con cabeza fría todo lo que acaba de pasar, me agacho al nivel de Juliana y le indico que pronto calmara su dolor. Sus sollozos disminuyen lentamente a medida que la conmoción y el dolor iniciales comienzan a desvanecerse. Ella yace allí, en la misma posición que la penetre, con los ojos fijos hacia el suelo.
—¿Por qué…? —Intenta articular una pregunta que explique lo que le acaba de pasar.
—Es lo que hacen los novios Juliana y ahora eres nuestra novia, siempre que queramos estarás disponible para tus novios, ahora tu vida será mucho más interesante. —Habló K.
Juliana mira a K que se acerca también. Se nota que su mente lucha por procesar la retorcida lógica que K intenta implantarle. Luego me mira a mí, esta confundida, con miedo y algo más.
—¿Novios? —Susurra ella. —Estoy muy pequeña para tener novio. Además dolió mucho. ¿Eso es malo?
—No lo es princesa. Solo la primera vez te dolerá así, luego de a poca ira doliendo menos. —Le digo dando un beso en su frente. Luego con mis manos y su propia ropa limpio sus lagrimas y el semen que aun tenía en su barbilla. Ella me mira dejándose hacer.
La ayude a vestirse sin molestarme en cubrir mi verga que aún permanecía erecta y con rastros de su sangre. Noto que ella me mira y un aire de excitación vuelve a dominarme.
—Es muy grande eso que me metiste. —Dice.
La siento en la misma silla y luego de haberla vestido me limpio la sangre de mi verga con su suéter que ya tenía puesto. Luego la dejo para que la mire y ella misma usa su mano para tocarla.
—Es momento de ir con tus compañeros. —Mencionó K.
Juliana se levantó lentamente de la silla, con el rostro pálido y las manos temblorosas. No dijo nada, pero sus ojos reflejaban el peso de algo que aún no terminaba de comprender. K abrió la puerta con calma, como si lo que acababa de ocurrir fuera apenas un trámite más en su retorcido juego. Luego me miró, con esa sonrisa fría que ya comenzaba a reconocer.
—Bien hecho, Santiago —susurró—. Ahora sí, estamos listos para lo que sigue.
El aire en la habitación se volvió aún más denso. Lo que fuera que K había planeado, apenas estaba comenzando.
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