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Dominación Mujeres, Fantasías / Parodias, Heterosexual

Mi vecinito y yo.

Yo una estudiante de universidad que no tenía idea de lo que un niño de 7 años provocaría en mi .
Me llamo Némesis, tengo 22 años.

Soy una chica con muchas curvas, eso es lo primero. Mi piel es morena, de un tono… pues, claro, y se ve lisa. Mi pelo es largo, oscuro y lo llevo suelto, me cae sobre los hombros.

Mis brazos, que se ven enteros, son suaves, ¿sabes? Tienen una forma redondeada, no son para nada delgados.

El vestido este rosa pálido me queda… ufff, pegadísimo. Se ciñe por completo a mi cuerpo. Me marca un montón la cintura, la aprieta bastante. Y justo después, la tela se tiene que estirar muchísimo para poder cubrir mis caderas, que son anchas y muy redondas. Se nota mucho la curva de la cadera.

Mis piernas… pues son gruesas. Son fuertes, tengo los muslos gruesos y torneadas. Y como el vestido es tan, tan corto, pues se me ven casi enteras.

Y ahora… mi pecho. A ver si puedo explicarlo para que te lo imagines bien.

El tamaño. Es… muy, muy grande. No es solo «grande,» es… muy voluminoso. Es un pecho súper lleno, muy abundante. Se ve pesado, ¿sabes? muy duro y firme. Es, sin duda, la parte más… prominente de todo mi cuerpo.

Luego, la forma. La forma es lo que más se nota, creo. Es increíblemente redonda. Es una curva muy, completa y definida. No es… no sé, no tiene ángulos. Es una forma redonda y suave. Por arriba, donde empieza el escote, la línea de la piel es una curva muy clara, muy lisa. No es plana y luego empieza la curva, no… es una curva continua que sube y se redondea desde la base.

Y la textura… la piel ahí se ve muy lisa, ¿sabes? Se ve suave, uniforme. No se ven marcas ni nada, solo la piel lisa y estirada.

Y la tela del vestido… bueno. Es rosa pálido y muy finita. Y me queda… pues, súper, súper apretada. La tela está totalmente tensa sobre toda la superficie. Se estira al máximo para poder cubrir todo ese volumen. Está tan tensa que dibuja perfectamente cada contorno. Y como es tan voluminoso y el vestido me aprieta tanto, se junta todo en el centro con mucha firmeza. Se presionan uno contra el otro. Esto hace que el pecho sea muy, muy visible. Pero más que el escote, lo que se ve es el volumen de cada lado, esa masa redonda y llena que empuja la tela hacia afuera.

…Y aquí estoy, sentada en este banco azul, con los ojos cerrados. La verdad es que no me he puesto este vestido por casualidad.

Hoy decidí que quería sentirme así. Quería sentir el sol en la piel y… no sé. Sentirme yo. Este vestido siempre me hace sentir poderosa, aunque es tan… tan obvio. Sé que la gente me mira; siempre lo hacen cuando lo uso. A veces es molesto, pero hoy…

Hoy es diferente. Con el calorcito del sol dándome de lleno en la cara, la verdad es que no me importa. Por eso he cerrado los ojos, para que no me importe nada más. Solo estoy… disfrutando. Disfrutando de cómo me queda la ropa, del aire fresco en mis piernas, de la sensación de la tela apretada.

Solo unos minutos más, antes de que tenga que levantarme y seguir. Solo yo y este sol.

Estaba tan metida en mis pensamientos, en la calidez del momento, que no me di cuenta de nada hasta que escuché una vocecita aguda.

—¡Mami, mira! —dijo la vocecita, con un tono de pura curiosidad infantil.

Abrí los ojos y ladeé un poco la cabeza. A unos metros de mí, había una señora de quizás 50 años, con un carrito de bebé y, de la mano, un niño pequeño, no más de siete años, con unos ojos enormes y redondos. Él me estaba señalando, con el dedo índice bien extendido hacia mí, y su mamá lo miraba con una expresión un poco avergonzada.

El niño no paraba. Se había quedado clavado, con la boca un poco abierta, mirando mi vestido. O, bueno, mirando cómo me quedaba el vestido, más bien. No era una mirada… no sé, nada malo, solo pura, inocente y descarada curiosidad. Como si nunca hubiera visto nada igual. Su mamá tiró suavemente de su brazo, intentando que siguiera caminando.

—Jesus, no se señala —le susurró la señora, aunque lo suficientemente alto como para que yo la escuchara.

Pero Jesus ni caso. Seguía pegado a su sitio, con los ojos fijos en mí. Luego, sin quitarme la vista de encima, le preguntó a su mamá, con la misma voz inocente y fuerte:

—¿Por qué tiene la ropa tan apretada, mami?

La señora se puso roja. Me miró a mí con una disculpa silenciosa, y yo no pude evitar una pequeña sonrisa. Me daba un poco de vergüenza, sí, pero también era… gracioso. ¿Qué le iba a decir su madre? No tenía ni idea. Me encogí de hombros, divertida, mientras el niño seguía con su interrogatorio. Su mamá, ya totalmente roja, lo agarró del brazo con más firmeza y lo apartó, casi arrastrándolo.

—¡Ven, Jesus, tenemos prisa! —dijo, intentando sonar severa mientras el niño seguía volteándose para mirarme hasta que doblaron la esquina.

Cerré los ojos de nuevo, y esta vez la sonrisa fue mucho más grande. Bueno, eso sí que fue algo diferente. A veces, la inocencia de los niños te pone en tu lugar de una forma muy divertida. El sol seguía cálido, pero ahora se sentía… diferente.

Apenas había vuelto a cerrar los ojos, todavía con esa sonrisa tonta en la cara, cuando sentí… no sé, una sombrita. Y luego unos pasitos rápidos, muy ligeros.

Abrí los ojos de golpe.

¡El niño! ¡El tal Jesus! Se las había arreglado para soltarse de su mamá. Estaba de pie, justo enfrente de mis rodillas, a menos de un metro. Su mamá ya no estaba, seguro que había seguido caminando sin darse cuenta.

Me quedé helada. Él estaba ahí, súper serio, con la cabeza echada un poco hacia atrás para poder verme bien. Y sus ojos enormes iban… bueno, de mi cara a mi pecho, y de mi pecho a mis piernas. Sin ningún filtro. Solo… analizando. Como si yo fuera un objeto.

—Hola —le dije, porque, ¿qué más iba a decir?

Él no dijo «hola». Solo se acercó un pasito más, frunciendo el ceño. Seguía mirando mi pecho, donde el vestido estaba tan, tan apretado.

—¿Por qué? —preguntó, con esa voz finita.

—¿Por qué… qué? —pregunté yo, un poco nerviosa.

Él levantó su dedito otra vez, pero no me señaló, solo lo usó para gesticular.

—¿Por qué está así? —insistió, apuntando a mi busto—.

Tuve que morderme el labio para no soltar una carcajada.

—Me gusta vestirme asi… —intenté decirle, sonriendo—. Creo que es mi estilo. Es solo… un vestido.

Él ladeó la cabeza, sin estar muy convencido. Se quedó callado un segundo más, mirándome fijamente, y yo ya no sabía si reírme o taparme.

—¡Jesús!

La voz de su madre sonó como un grito de guerra. La señora apareció corriendo, con la cara roja de pánico.

—¡Ay, Dios mío, perdón, perdón! —me dijo, sin aliento, mientras agarraba al niño por el brazo como si fuera un saco de papas—. ¡Te dije que no te soltaras! ¡Qué vergüenza!

—No, no, tranquila, no pasa nada —le dije yo, intentando aguantar la risa.

—¡Vámonos, Jesús, ahora sí me vas a oír! —le regañó al niño, y se lo llevó casi a rastras, esta vez sin mirar atrás.

Pero, la verdad, de camino a casa, la risa se me fue pasando.

Me sentí… no sé, observada. Por un segundo, me dio un bochorno terrible. Pensé en el vestido, en cómo se me pegaba. «Igual… igual es demasiado», pensé. Incluso llegué a casa y, al abrir el armario, lo primero que pensé fue en agarrar algo… pues, más suelto para el día siguiente.

Pero luego, mientras me quitaba el vestido rosa, me quedé mirándolo.

¿Y por qué?

¿Iba a dejar de ponerme la ropa que me gusta… por un niño de siete años que no sabe lo que dice? ¿O por su mamá, que se puso roja de pena?

No. La verdad es que a mí me gusta este vestido. Me gusta cómo se me ve. Me gusta sentirme así, con mis curvas. Me gusta la tela.

Y de repente, ese bochorno se convirtió en… no sé, un poco de desafío, de excitación.

Así que no, no guardé el vestido al fondo del armario. Fue como un clic. En lugar de esconderme, me sentí más… yo.

Al día siguiente, me puse un top rojo que también es bastante ajustado y con una falda cortita que me marca un montón la cintura. No lo hacía por nadie, que quede claro. No lo hacía por el niño, ¡por Dios! Lo hacía por mí. Porque me harté de sentirme rara por cómo se me ve la ropa.

Y sí, volví al parque y, claro, me los volví a encontrar.

Jesús y su mamá venían caminando. Los vi primero. La mamá me vio, abrió los ojos como platos y ¡literalmente! cambió de dirección, cruzando el parque por el otro lado.

Así que, bueno, ya se había vuelto nuestra rutina. Yo llegaba a mi banco azul, y al rato, llegaban Jesús y su mamá.

Ese día, la verdad, hacía bastante calor. Yo me había puesto un top amarillo, de un amarillo súper brillante, de esos que resaltan un montón con mi piel morena. Es… bueno, es de mi estilo. Es un top de tirantes, muy, muy ceñido, y la tela es finita, así que se estira y se pega a mi cuerpo. La verdad es que me marca perfectamente todo el busto y los pezones. Se nota un montón la forma redonda y llena de mi pecho, ya que no me gusta usar brasieres. Y abajo, llevaba unos shorts de mezclilla, también cortos y bastante ajustados, que me marcan las caderas anchas y el principio de mis muslos.

Total, que ahí estaba yo.

Veo que llegan al parque. Pero esta vez, la señora, en lugar de irse a los columpios, se sentó en una banca… pero una que estaba más lejos. Estaba con el carrito del bebé y, al segundo, sacó el teléfono. Se puso a hablar, súper metida en su conversación.

Jesús, mientras tanto, se quedó de pie en el pasto, como a medio camino. Lo vi dudar. Me miró a mí. Miró a su mamá, que estaba de espaldas a él, gesticulando mientras hablaba por teléfono.

Y entonces, el niño… tomó una decisión.

Empezó a caminar hacia mí. Despacio, pero súper decidido. Cruzó el caminito de piedra y no paró hasta que llegó justo enfrente de mis zapatillas.

Yo me quité las gafas de sol, sorprendida.

—Hola, Jesús —le dije, sonriendo.

Él se quedó ahí parado, muy serio, como la primera vez. Con la cabeza echada para atrás para poder verme bien la cara. Estaba tan cerca que casi podía oírle respirar.

Sus ojazos enormes me miraron fijamente. Recorrieron mi cara, bajaron a mi top amarillo, subieron otra vez a mis ojos.

Se quedó callado un segundo, como si estuviera tomando aire. Y entonces, lo soltó. Con esa vocecita aguda, pero súper seria:

—Me gustas.

Me quedé helada. Parpadeé un par de veces.

—¿Qué… qué dijiste?

Él frunció el ceño, como si yo fuera un poco lenta.

—Que me gustas —repitió, más fuerte—. Eres muy bonita.

Y entonces, señaló mi pecho, mi top amarillo.

—Y me gusta tu ropa. Es… brillante.

No pude evitarlo. Solté una carcajada. Una carcajada de pura ternura.

—Ay, Jesús… —le dije, tapándome la boca—. Pues… muchas gracias. Tú también eres muy guapo, ¿sabes?

Él asintió, muy solemne, como si acabáramos de cerrar un trato de negocios.

—¡JESÚS! ¿¡DÓNDE ESTÁS!? —El grito de su madre (que por fin había colgado) rompió el momento. Jesús se giró. Vio a su mamá buscándolo con la mirada como loca. Me miró una última vez, asintió de nuevo, y salió corriendo hacia ella como si nada hubiera pasado.

Me quedé sola en el banco. Esta vez, la sonrisa no se me quitó de la cara en toda la tarde. Qué niño…

 

Era otro día, creo que un martes, y el sol pegaba con ganas. Así que me fui a mi banco azul de siempre.

Hoy me había puesto un vestido azul rey. Es uno de mis favoritos. Es de tirantes finos y la tela es de esa que es súper elástica, como de algodón grueso. Y sí, es… pues, de mi estilo. O sea, me queda súper, súper ceñido. Se pega a mí como si fuera pintura.

La tela azul se estira al máximo sobre mi pecho, que como te dije, es muy grande y redondo, así que marca la forma perfectamente. Luego, me ciñe la cintura y se vuelve a estirar para cubrir mis caderas anchas. Es un vestido corto, termina a mitad de mi muslo, así que mis piernas gruesas y torneadas están casi todas al descubierto.

Estaba yo ahí, con mis gafas de sol puestas, de lo más tranquila.

En eso, veo que llegan al parque. Jesús y su mamá. Y, como si fuera una escena repetida, la señora se fue directo a una banca lejana, sacó el teléfono y se puso a hablar, súper concentrada y dándome la espalda.

Jesús, por supuesto, me vio.

Se quedó parado un segundo en el pasto, mirándome. Yo le sonreí por encima de mis gafas.

Él no sonrió. Solo empezó a caminar. Despacio, pero directo hacia mí. Sin dudarlo. Cruzó el caminito y se paró justo enfrente de mis zapatillas.

—Hola otra vez, Jesús —le dije, bajándome un poco las gafas para mirarlo.

Él, súper serio, se quedó mirando. Sus ojazos recorrieron el vestido azul. Se detuvo un segundo en mi pecho, donde la tela estaba más tensa. Luego bajó la mirada por mis piernas desnudas, que estaban justo enfrente de él.

Yo me quedé quieta. Ya me esperaba cualquier cosa de él.

Entonces, dio un paso más. Se puso tan cerca que su cabeza casi rozaba mis rodillas. Y levantó su manita.

Pensé que iba a tocar el vestido. Pero no. Con su dedito índice, muy despacio, me tocó. Rozó la piel de mi muslo, justo donde terminaba el vestido. Fue un toque… no sé, curioso. Como si estuviera comprobando si era de verdad. Un roce suave, pero súper directo.

Yo contuve la respiración. Fue… rarísimo y excitante.

Él retiró el dedo, igual de despacio. Subió la mirada, muy serio, y me miró a los ojos.

—Es suave —dijo, en voz baja.

Y sin más, antes de que yo pudiera decir «gracias» o… o cualquier cosa, se dio media vuelta y se fue caminando tranquilamente de vuelta con su mamá, que seguía en su llamada, ajena a todo.

Me quedé ahí, con la sensación de su dedo en mi pierna. Miré mi vestido azul. Solté el aire en una risita nerviosa. Este niño… este niño me va a volver loca.

Pasaron un par de días. Era viernes, y el calor apretaba de verdad. Así que, ¿dónde más iba a estar? En mi banco azul.

Hoy me había puesto un vestido blanco. Es de esos de punto, ¿sabes? Como de encaje, muy fino. Es de tirantes y, la verdad… creo que es el vestido más ceñido y transparente que tengo. El blanco se pega a mi piel morena y no deja nada a la imaginación.

La tela es tan delgada y elástica que se estira al máximo sobre mi pecho, marcando cada centímetro de su forma. Se ve… pues, muy prominente. Luego, me aprieta la cintura y se estira de nuevo sobre mis caderas anchas y mis muslos, que son gruesos. Es corto, muy corto. Me sentía… bueno, me sentía sexy.

Estaba escuchando música, con la cabeza un poco echada para atrás, disfrutando del sol.

Y, como un reloj, los veo llegar. Jesús y su mamá.

La señora, fiel a su costumbre, se fue directo a la banca más lejana del parque, se sentó de espaldas a mí y se perdió en el teléfono. Ni siquiera miró dónde se había quedado el niño.

Jesús, por supuesto, me vio.

Se quedó parado en el pasto, mirándome. Esta vez, ni siquiera dudó. Empezó a caminar hacia mí, con esa seriedad de hombrecito que tiene.

Cruzó el camino y se paró justo enfrente de mis rodillas. Más cerca que la última vez.

Me quité las gafas.

—Hola, Jesús —le dije, con una sonrisita.

Él no dijo «hola». Se quedó mirando el vestido blanco. Sus ojos fueron de mi pecho a mis piernas y de vuelta.

—Hoy es blanco —dijo, como si estuviera tomando nota.

—Sí, hoy es blanco —confirmé, divertida.

Entonces, miró el espacio vacío en el banco, justo a mi lado. Luego me miró a mí.

Y antes de que yo pudiera decir o hacer nada, puso sus dos manitas en el borde metálico del banco y se intentó subir. Era muy chiquito, así que le costó.

—¡Oye! —le dije, sorprendida—. ¿Qué haces?

Se impulsó y puso una rodilla en el banco, justo al lado de mi cadera. ¡Estaba súper cerca! O sea, casi se me sube encima. Se tambaleó un poco, y yo instintivamente puse mi mano en su espalda para que no se cayera.

Él usó mi brazo de apoyo y, ¡hop!, se subió.

Se sentó. Justo a mi lado. Tan cerca que su piernita rozaba mi muslo. Se acomodó, con sus piernitas colgando, y se quedó mirando al frente, muy serio, como si fuera lo más normal del mundo.

Yo me quedé… helada. ¿Y ahora qué?

—…¿Estás cómodo? —fue lo único que se me ocurrió preguntar.

Él asintió muy serio, sin mirarme.

Pasaron unos segundos en silencio. Yo no sabía si reírme o qué hacer. Entonces, él giró su cabecita.

Estaba sentado tan cerca y tan abajo, que su cara quedó justo a la altura de mi pecho.

Y se quedó… mirando. Fijamente. Con esa curiosidad infantil que tenía. Yo me sentí… no sé, como en un microscopio.

—Jesús… —le dije, un poco nerviosa.

Él levantó la mirada a mis ojos.

—Mi mamá dice que eres… mala —dijo, en voz baja.

—¿Mala? ¿Yo? —pregunté, ofendida.

—Dice que no te mire. Pero yo sí quiero.

Y entonces, el colmo del atrevimiento. Levantó su manita, muy despacio. Yo pensé que iba a tocar el vestido otra vez.

Pero no.

Puso su mano… sobre mi muslo. Mi pierna descubierta. No fue un roce, no. Puso su palma entera, ahí, quieta. Sintiendo la piel.

—Es caliente —susurró, mirándome a los ojos.

No supe qué decir. Estaba totalmente en shock.

—¡JESÚS! ¡JESÚS, HIJO, ¿DÓNDE ESTÁS?! —el grito de su madre sonó histérico. Por fin se había dado cuenta.

Jesús ni se inmutó. Quitó su mano de mi pierna, muy despacio. Me dio una última mirada seria.

—Me gusta más el blanco —dijo.

Y antes de que su mamá llegara, saltó del banco y salió corriendo hacia ella como un rayo.

Me quedé ahí… con la sensación de su manita en mi pierna. «Me gusta más el blanco». Este niño…

La señora lo agarró del brazo, con la cara roja de furia. Y empezó a caminar hacia mí, arrastrando al niño. Venía echando chispas.

—¡Mira, tú…! —empezó a gritarme, señalándome—. ¡Te dije que…!

Pero se calló. En seco. Su cara cambió de rojo furia a… verde pálido. Hizo una mueca de asco y se tapó la nariz.

—¡Ay, no… no otra vez! —murmuró, mirando al carrito del bebé.

Parece que el bebé había decidido que ESE era el momento de una… bueno, de una «emergencia» de pañal. Y por la cara de la señora, era una emergencia nivel… desastre total.

Se quedó paralizada. Miró el baño público, que estaba lejísimos, al otro lado del parque. Miró a Jesús, que no podía dejar solo. Y me miró a mí.

Estaba atrapada.

—Mira… —me dijo, tragando saliva, todo su enojo reemplazado por pura desesperación—. Yo… ¡tengo que ir! ¡Ya!

Señaló el baño con la cabeza.

—Por favor… ¿puedes… puedes solo… vigilarlo? ¡Un minuto! ¡Dos! ¡No te muevas de aquí, por favor!

Yo me quedé… alucinando. Hace un segundo quería matarme y ahora me estaba pidiendo de niñera.

—Eh… sí, claro —le dije, intentando no sonreír—. No te preocupes.

—¡Jesús! —le ordenó al niño, soltándolo—. ¡Te quedas ahí! ¡No te muevas!

Y sin decir más, agarró el carrito y salió corriendo hacia los baños, dejándome… a solas con mi pequeño admirador.

Apenas su mamá desapareció, Jesús se giró.

Se acercó. Y, como si nada, se subió al banco otra vez. ¡Pum! Se sentó justo a mi lado. Tan cerca como antes, su piernita rozando mi muslo, donde terminaba mi vestido blanco.

Yo seguía ahí, con el vestido súper ceñido marcando todas mis curvas, mi pecho lleno bajo la tela tensa, mis piernas al descubierto. Y ahora tenía a este niño sentado al lado como si fuéramos amigos de toda la vida.

—Bueno… —le dije, acomodándome un poco—. ¿Así que… te gusta el blanco?

Él asintió muy serio, mirando al frente.

—Mi mamá dice que no te hable —dijo, en voz baja.

—Ya… ya me di cuenta —respondí—. Y te dijo que yo era «mala», ¿no?

Él asintió de nuevo.

—¿Y tú crees que soy mala? —le pregunté.

Jesús se giró y me miró. Me miró de arriba abajo. Mi cara, mi pelo, mi vestido blanco que se pegaba a mi cuerpo.

—No —dijo, muy seguro—. Hueles a… —se acercó un poquito más, olfateando el aire cerca de mi hombro— …hueles a flores.

Me reí.

—¿Ves? No soy mala. Solo me gustan los vestidos bonitos… y oler a flores.

Él pareció pensarlo mucho. Luego, muy despacio, extendió su mano.

Esta vez, no fue a mi muslo. Su mano se dirigió a la tela blanca de mi vestido, justo sobre mi pecho. La curiosidad brillaba en sus ojos.

Con sus pequeños dedos, empezó a palpar la tela. La estiró un poquito. La apretó suavemente. Fue muy delicado, como si estuviera… explorando una textura nueva.

Tocaba la tela tensa, y con ella empezó a tocar mis pechos, sintiendo la forma redonda debajo.

Luego, movió sus dedos un poco hacia un lado, luego hacia el otro, siguiendo la curva del volumen. Se quedó un rato así, con la mano muy quieta, simplemente sintiendo la tela estirada sobre mi piel.

—Es suave —susurró, sin quitar la vista de su mano.

Luego, movió su mano hacia abajo. Con el mismo toque suave, siguió la línea del vestido por mi costado. Apretó un poquito la tela donde se ajustaba a mi cintura.

—Aquí está flaquita —dijo, mirando su mano que exploraba la tela ceñida.

Después, su mano bajó un poco más, por la tela que se ensanchaba sobre mi cadera. Y de nuevo, apretó suavemente, como si estuviera comprobando algo.

—Y aquí es… grande —añadió, muy serio, sin levantar la vista de sus dedos que seguían explorando la forma de mi cuerpo bajo el vestido blanco.

Yo me quedé totalmente quieta, sin saber qué hacer. Su toque era puramente inocente, de pura curiosidad infantil. Pero era… intenso.

—Jesús… —dije, en voz baja, casi sin aliento. —Sigue por favor…—dije sintiéndolo recorrer mi cuerpo con sus pequeñas manitas

 

57 Lecturas/11 noviembre, 2025/0 Comentarios/por NinfaDeAgua
Etiquetas: amigos, baño, hijo, madre, niñera, parque, universidad, vecinito
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