Nat (20) y el excampeón de box (35)
El peso pesado más violento de la historia se apodera de la nena en el jet privado de Harvey y nadie se atreve a quitársela. La joven actriz hollywoodense cumplirá su fantasía más oculta: ser cogida salvajemente por un afro feo, pijudo y violento. .
En cuanto entró al living room, lo primero que vio fueron los cien kilos de músculos repartidos en un metro setenta y ocho de estatura de Mike, el boxeador. Harvey, teniéndola de la cintura como a una pareja, fue presentando a una cohibida pero sonriente y plácida Nat a Pat y Oprah (en un sofá de dos cuerpos), Stephen, Layla (acomodados en el otro sofá de dos cuerpos), y Mike (en el sofá de un cuerpo). Todos contemplaron azorados su cuerpito semidesnudo y lleno de chupones, sin poder creer que fuera ella, salvo el campeón, que no la reconoció pero tuvo una erección instantánea.
Cuando el boxeador la miró a pocos centímetros, Nat sintió cómo todo su campo visual era llenado por los músculos encamisados; lo saludó temblando, sin dejar de sonreír y mirándolo a los ojos hipnotizada, sin pestañear, advirtiendo la pija gigantesca y erecta bajo el chupín mientras los dos viejos que le acababa de presentar Harvey (e incluso las dos minas) la morboseaban sin tapujos. El campeón (como lo llamaban todos en el camarote, entre la adulación y el terror) tenía fama de violento, drogadicto, golpeador y adicto al sexo; su cuello, sus brazos y espalda ya daban miedo; su rostro le daba escalofríos. La nena tembló como un animal salvaje, excitada: presintió que Harvey la iba a entregar al boxeador, y su conchita expelió un breve pero pujante chorro sobre el hotpant casi transparente que estaba usando como ropa interior. Rogó que la mancha de humedad no fuera evidente.
Mientras tanto, Harvey le comentaba por lo bajo con cinismo a Mike (que sonrió sin dejar de galvanizarla con su mirada) ‘Es un flechazo’. Luego el viejo se sentó y le ordenó a Nat ‘Amorcito, ahora nos falta un asiento. Sentate en la falda de Mike, que es el más grande, así te entretenés mientras charlo un poco con Stephen’.
Sin levantarse de su sofá, Mike la extirpó de las ‘débiles’ manos de Harvey, la levantó como a una plumita y se la sentó en su muslo izquierdo, bien pegada a la verga durísima. En tanto, el dignísimo senador estaba aspirando una rayita de merca, mientras Oprah esperaba su turno mirándolo complacida y ya Harvey conversaba concentrado con Stephen, que distraídamente acariciaba a su asistente de un modo más cariñoso que morboso.
Nat temblaba de miedo sentada en la falda del monstruoso boxeador. Acariciándole los muslitos con las dos manazas, Mike le dijo ‘Sos tímida, tomate una raya así te aflojás’.
La nena se negó ‘Nunca tomé esas cosas’.
‘Bueno, pero hoy es una noche especial. Hacelo por mí’, la conminó Mike empujándole con una manaza la carita sonriente y desencajada hacia el vidrio donde ya habían servido dos rayitas para ellos, mientras con la otra la sostenía firmemente de la pancita, apretándola contra la increíble verga.
Nat no tuvo más opción que aspirar la primera raya de su vida. La otra la tomó Mike, sin dejar de sobarla de un modo que él creyó disimulado.
Con los otros cinco repartidos en dos grupos de charla, Mike tuvo margen para iniciar una conversación aparte con la nena. Intercambiaron detalles sobre su vida y actualidad mientras Mike no dejaba de sobar, cada vez más caliente, la excitable piel de la drogada nena con sus cutículas. Nat miró a los otros cinco: nadie se daba por aludido de los largos dedos del campeón en ella, ni de cómo la apretaba contra su pija, generando una especie de ronroneo desencajado de la nena. Nat no paraba de mover sus rodillitas, desesperada, sin dejar de sonreír ni de temblar. Nerviosa, sentía la verga de Mike cabeceando justo en su zanja, mientras hablaban boludeces.
En un momento la amarró con sus brazos (Nat casi desapareció entre el par de bíceps), la apretó contra su glande hinchado de un modo que incomodó a todos (se hicieron los boludos y se enfrascaron en sus conversaciones grupales, mientras de reojo contemplaban la morbosa y potencialmente explosiva escena) y le preguntó bajito ‘¿Alguna vez cogiste con un negro?’.
La nena se quedó dura, mirándolo con su sempiterna sonrisa de Gioconda, y tartamudamente mintió ‘Una vez, con un chico en la universidad’.
‘¿La tenía grande?’.
‘Más o menos’, replicó la nena lo más bajo que pudo.
‘Yo la tengo bastante grande, sentila’, replicó Mike y la sentó sobre su pija erecta: la longitud de la verga era mayor que el diámetro mayor de las caderas.
Nat se quedó más dura todavía, espantada, excitada, humillada, complacida, avergonzada, sonriente, y miró a Harvey como pidiendo auxilio. Harvey fingió no mirarla, tenso, y siguió conversando. El campeón, ya de la manera más desvergonzada, se había acomodado la chota para arriba, y aferraba de las caderitas a la nena para apretarla contra su pija, refregándose. Nat también había perdido el control y paraba firme la cola para ser mejor gozada; mientras miraba al centro de la mesita ratona, con la cara coloradísima de vergüenza, le calculó, mínimo, 20 centímetros de poronga. Si la del operario afro no le había entrado ni siquiera con violencia, a éste en el avión no iban a poder pararlo y le iba a romper literalmente la concha, pensó desesperada sin dejar de sonreír, de temblar ni de refregarse, sin darse cuenta, contra la pijaa. Pensó todo eso frenéticamente, mientras su conchita expelía un chorro fuerte de squirt, seguido de otros dos más espaciados y débiles. Todos los ojos miraron disimuladamente a un tiempo hacia su entrepierna y supo que el lamparón de jugo vaginal ya era evidente para todos.
En ese momento, Mike simplemente se levantó con la nena en brazos y caminó hacia la puerta. La nena se colgó del cuello de Mike para no caerse, y miró desesperada a Harvey, a Stephen (que manoseaba distraídamente a Layla), a Oprah y Pat (que hablaban bajito, de muy cerca, con las manos entrelazadas, la conductora un poco temblorosa y sudando del morbo). Nadie le prestó atención, como para pedirle socorro.
El orangután cerró la puerta con un pie, caminó hacia la cama y arrojó a la nena sobre el colchón sin sábanas. La nena interpuso sus manitos contra el ancho pecho del campeón, intentando patéticamente detenerlo. Mike la tomó con fuerza de los hombritos para inmovilizarla, la levantó y le comió la boca.
La nena casi desfalleció de excitación entre los brazos de ese monstruo. Sus bíceps tenían mayor circunferencia que la cinturita de ella. Se abandonó al momento, pensando fugazmente que iba a ser el séptimo tipo que se la cogía (aunque uno no pudo penetrarla, y éste estaba por verse) en menos de 24 horas, y que se la habían cogido más tipos en las últimas horas que en todo el resto de su casta vida.
El monstruo ordenó ‘Desprendeme la camisa’. La nena desprendió la camisa temblando, sin poder dejar de sonreír, y acarició azorada los gigantescos y pétreos pectorales, el cuerpo literalmente de ebúrneo mármol y cubierto de tatuajes. ‘¿Te gusta?’, preguntó Mike.
Ella tembló y sin pensarlo musitó, mirándolo a los ojos, ‘Sí’.
‘Entonces dale besitos’, le ordenó él con su voz aguda.
Ella le dio besitos tímidos, tan excitada cuan cohibida ante el monumental y pétreo cuerpo del boxeador. Fue bajando por el pecho y arrodillándose. Cuando terminó de arrodillarse, Mike, excitado, le refregó la carita contra el pantalón, con la chota al palo. Se estremeció de placer pensando que podía romperle el cuello con sólo apretar una mano, romperle varias costillas de una piña o abofetearla y azotarla impunemente. Rio de gula ‘Mmmh, ja ja ja’, le dio un sopapo suave en la cabeza, encima de la oreja izquierda, y le ordenó sonriente ‘Pelala y dale besitos, dale’.
El corazón de Nat se aceleró a 200 pulsaciones por minuto. Acarició la monstruosa verga por sobre la tela, la apretó con una manito, mirándola hiptonizada. Con la otra, bajó la bragueta y volvió a usar la derecha para introducir la mano en el pantalón. A través del slip parecía incluso más gruesa, o quizá todavía se le estaba parando.
Mike se desprendió los pantalones, se sacó los zapatos con los pies y se quedó en medias y slip. Nat acarició y amasó los enormes huevos con una manito, apretó una y otra vez la verga parada con la otra, siempre a través de la tela: sus deditos no alcanzaban ni por lejos a darle toda la vuelta al cilindro de carne.
A Nat no le quedó otra que tironear el slip hacia abajo. La poronga saltó, erecta y elástica, casi le da en un ojo. Se quedó bizca mirando la chota negra desde muy cerca. Mike le apretó con brutalidad la muñeca de la manito derecha y le hizo aferrarle la verga. ‘Dale besitos, mami’, ordenó.
Su tierna putita de esa noche besó temblando de deseo los increíbles huevos de toro que se estaban llenando de leche para homenajearla. Se los metió de a uno en la boca (a gatas le entraba uno) y los chupó buscando excitar al macho que iba (no tenía dudas) a destruirle la concha, después de todo un día de maltrato.
Con sus inhibiciones habituales mitigadas por todo un día de droga y depravación, estaba temblando de deseo, a punto de tener lo que en lo más recóndito de su ser siempre había deseado y temido (lo comprendía ahora): un negro gigantesco bien pijudo y violento que se la recontragarchara hasta la extenuación sin darle cuartel y la rompiera.
Besuqueó la chota jadeando de excitación, con sus pequeños orificios nasales estremeciéndose para ir sintiendo el olorcito a glande antes de empezar a besuquearlo y saborearlo como una gourmet.
Mike gruñó de placer y exclamó con su voz de lata ‘Ah, qué bien me la saboreás. Sos muy tierna, como una nenita, me encanta’. Después de un par de minutos, agregó ‘Ahora te voy a enseñar un método para que no te duela cuando te la meta’. Acto seguido, la aferró tiernamente del cabello con las dos manos, le metió la poronga en la boquita y empezó a sacudir la cabeza de la nena para hacerse una paja de boca como si la cabeza de la nena no estuviera pegada a un cuerpo. Con sus fornidos biceps, la sacudió salvajemente sin reducir la velocidad durante diez minutos, ni siquiera cuando la nena, con su cerebelo hecho una pelota de ping pong y casi desmayada por el mareo y la escasez de aire, le vomitó toda la pija y las bolas con lo que le quedaba de jugo gástrico (porque no probaba bocado desde hacía unas quince horas). Al contrario, Mike aceleró más las sacudidas de cabeza, formando rápidamente una espuma hecha de guasca, saliva y vómito alrededor de la boca de la nena y de los genitales del campeón.
Recién a los diez minutos se detuvo jadeando, extrajo su gran poronga de la boquita de la ya completamente desmayada nena, la levantó como a una plumita de los hombros y la arrojó con todo contra la pared. La nena rebotó y cayó sobre la cama, todavía inerte. Entonces la acomodó boca arriba, le arrancó la ropa a tirones en un santiamén, le metió un bollo de tela en la boca, ató una tira de ropa alrededor de la boca, atada a su nuca, se arrojó sobre sus piernitas abiertas y la clavó.
El primer monstruoso pijazo fue tan fuerte que metió casi todo el enguascado glande en la conchita, haciendo tronar los dos órganos. Mike soltó un gemido de dolor, y la nena medio revivió de su desmayo, aunque seguía totalmente ida por el mareo. Sin desanimarse, el campeón siguió tirando rudos pijazos (y haciendo tronar su verga y la conchita de Nat) hasta que hizo tope: un tercio de su pija sobraba para ese tajito diminuto.
Ya acomodado como quería, dobló las piernitas de la nena sobre su pecho, como una navaja, se puso bien encima de ella y empezó a serrucharla con idéntico salvajismo al impreso en la reciente fellatio. La nena abría los ojos y daba asordinados alaridos, desesperada del dolor; los deditos de sus pies se estiraban a cada momento por la violencia de los pijazos que se revolvían dentro de su más íntimo rincón.
El boxeador la siguió cogiendo sin piedad, con la misma intensidad y violencia, sólo atento a su intensísimo placer, sin pensar en todo el dolor y el placer inimaginable que le estaba propinando a su amante, durante un cuarto de hora, y al final descargó una cantidad torrencial de semen en la ya ahíta concha de Nat.
Fueron siete larguísimos lechazos, cada uno más breve que el siguiente pero cada uno furioso y torrencial. La violencia del primero sorprendió completamente a Nat (que hasta hace horas jamás había sentido la lechita adentro), porque el orificio de salida del glande se clavó exactamente en la entrada de su útero, casi hollándolo violentamente, y sintió en el fondo de su útero como un golpe fuerte dado con un dedo grueso y firme. Los siguientes la encontraron preparada para recibirlos con el más apoteósico y gritón (y amordazado) orgasmo de la perra vida de la nena. Sus aplastados 51 kilos golpearon los 100 kilos de músculo del campeón, excitándola más al no moverlo mi un centímetro, potenciando el vaciado de huevos y dejando exhausto al portador de tan nobles, vigorosos, fértiles y gigantescos órganos.
Quedaron como muertos, jadeando (y Nat, aplastada por Mike y con sus muslos completamente acalambrados), durante casi diez minutos. Luego Mike fue al baño a orinar. Salió y se quedó oyendo tras la puerta: la conversación seguía, pero en tono más íntimo.
POSIBLE FINAL DEL POSTEO II
Con ganas de divertirse, le buscó una ropita a la nena todavía agonizante de placer, la vistió a los tirones con el hotpant y el topcito más putón que encontró en la mentada cajonera, se vistió, calzó a la nena en los monumentales tacos aguja y la llevó de la manito, medio tambaleándose por los tacos, renqueando por la salvaje cogida recibida y chorreando semen por sus muslitos, hacia el living.
La nena entró ruborizadísima, mirando para abajo, y quedó sentada sin consulta previa en el pétreo muslo izquierdo de Mike. La merca ayudó mucho a mitigar el dolor, pero el boxeador le había destrozado la conchita hasta sacarle sangre, que teñía levemente el semen que seguía chorreando y cayendo ahora de sus muslos al pantalón del campeón. Sentía toda la conchita magullada. Mike se reincorporó a la conversación con naturalidad, mientras la manoseaba sin intensidad pero sin disimulo. Ella no podía sostener la mirada de ninguno; especialmente, percibía las miradas azoradas y morbosas de Oprah.
Mientras tanto, Harvey pensaba, mientras seguían conversando y veía las enormes manos del boxeador amasando sin mucha sutileza a su putita nueva, que su plan de enfiestar a Nat con Steph antes del fin del viaje parecía archivado: ¿quién se iba a atrever a sacarle a la nena de las manos al campeón? Conociendo a Mike, con el furor de la merca tomada se iba a volver a entusiasmar y se la iba a llevar para la pieza una o dos veces antes de llegar a La Guardia.
Pat pensaba en el polvito rápido que le había echado a la nena en la pieza y en cómo se iba a poner Mr. President viera la foto de su verga y la carita de la nena, y más cuando se enterara de que Nat era la putita de Harvey, un adherente demócrata y tradicional facilitador de putas hollywoodenses para sus políticos amigos.
Stephen pensaba con envidia en todas las perras que se había cogido o incluso violado Harvey desde los 80 para acá. Esta nenita era una de las menos espectaculares físicamente y una de las más excitantes sexualmente: su gazmoñería y distancia daban más ganas de horadarle la conchita y emputecerla bien. Él también había tenido decenas de putas con mejores cuerpos que Nat (ahí estaba Layla como ejemplo, un minón), pero le envidiaba a Harvey la pericia y frialdad para envolver a esta clase de minitas veinteañeras desesperadas y aprovecharse de ellas, con su venia y contra su deseo en la casi totalidad de los casos.
Layla miraba con más ironía y morbo que compasión a la desencajada y desensamblada nena que las manos de Mike se estaban goloseando a ojos vista. Siempre la había despreciado como a una gurrumina pedante, gazmoña y malcogida, y la satisfacía (hasta humedecerle y estremecerle la conchita) verla manoseada públicamente por uno de los personajes públicos más sórdidos de los Estados Unidos adelante de un político, una conductora de TV y dos magnates de Hollywood. Percibía su humillación a través de las drogas que sin dudas le habían encajado, aunque ni siquiera imaginaba que otros cuatro machos se la habían montado sólo en el último mediodía (lo que la hubiera puesto al borde de un sádico orgasmo).
Oprah no podía dejar de observar, de reojo y por momentos mirándola con fijeza, a la veinteañera en brazos del orangután. Haber oído, igual que todos, haciéndose la desentendida, los ruidos amorosos de la fogosa cópula a la que había sido sometida hacía minutos la nena, saber que era ella a la que estaban sometiendo, le llenaba la conchita de alegría y morbo. Le encantaba enterarse de los detalles íntimos de los famosos; eso le daba poder sobre ellos, los ponía a su merced (para sus pedestres fines televisivos); casi nadie le decía que no a Oprah, y sus súbitas preguntas incisivas dentro de entrevistas en general amistosas eran célebres. A Oprah se le mojaba la conchita de pensar en invitarla a una entrevista de sofá y sostener una conversación ante las cámaras con la muchacha haciendo un esfuerzo ciclópeo para no bajar la vista ni hacerse cargo de la secreta burla en la permanente sonrisa de la conductora.
Mike pensaba, mientras manoseaba impunemente a la cohibida ninfa y pensaba (porque se lo habían dicho hacía un rato) que era la nena de aquella película, en cómo se la hubiera violado sin dudarlo a sus 12 añoitos durante su temprana adolescencia en el Bronx (como hizo a sus 12, 14 o 15 años con nenas de 12, 11 o incluso 10). Literalmente, había sentido estremecerse su conchita contra el muslo izquierdo cuando empezaron a conversar y él le dijo que era del Bronx.
Su verga ya estaba durísima de nuevo. Durante media hora de conversación careta, sobó y se refregó a la nena por la verga con creciente calentura, mientras los azorados interlocutores se hacían los desentendidos y seguían la charla. Nina los miraba (sus tetitas entre las manazas rudas e impunes del campeón) con una expresión que mezclaba asombro, desesperación, pedido de ayuda y putez.
El campeón estaba diciendo algo sobre la importancia de la familia y los valores cuando tranquilamente metió una mano bajo el topcito blanco, finísimo, casi translúcido y la otra bajo el hotpant ídem. La así manoseada y pajeada se resistió a gemir, incluso a retorcerse, pero fracasó en lo segundo y después en lo primero, y al final cerró los ojos y se resignó a gozar como una puta adelante de un senador, dos productores y una puta de Hollywood y una conductora de TV. El campeón la manoseaba lentamente, desesperándola; sus grititos perturbaban la vacua pero esforzada conversación cuando el campeón pellizcaba un pezoncito. La nena empezó medio a aullar con los dientes apretados cuando dos dedazos del campeón apretaron el pequeñísimo clítoris como si quisieran reventarlo.
Mike la dejó refregarse un rato contra su verga adelante de todos, gozó con las expresiones de temor, asombro, morbo y calentura de sus interlocutores y al final, en mitad de una frase de Harvey puso de pie a la nena. Le dijo ‘Mostrame bien la cocina, vos que ya conocés el avión’. Luego se puso de pie y medio empujó a la ya renqueante (por el dolor de concha) hasta la cocina. Todos pudieron notar fugazmente la verga paradísima bajo el chupín oscuro, antes de enfocarse en el ortito desbordando el hot pant y la entrepierna con semen ya un poco reseco. El grupo siguió conversando como si nada mientras Mike se llevaba a la nena a la cocina para echarle otro polvito.
Mike cerró la puerta de la estrecha cocina, en la que cabía sólo una persona como Harvey de pie con el espacio justo para abrir hornos y alacenas y preparar ingredientes. Apretó a la nena contra la mesada y la agarró del culito. Le dijo ‘Cómo me calentás. Me quiero casar con vos y hacerte diez hijos’.
La magullada conchita de Nat casi colapsa en un orgasmo súbito al oír las últimas palabras del campeón. Una parte recóndita de su cerebro se asombraba de que pudiera estar encerrada en la pequeña cocina de un avión con un bicho como Mike a punto de cogerla por segunda vez. Esa parte temía también por la integridad de su conchita: le había sacado sangre ya en la primera cogida. Sin embargo, la frase del campeón le pateó todos los más reprimidos ratones de su cabeza. Su conchita pulsaba frenéticamente, y estaba temblando de nuevo. Mientras Mike la manoseaba y chuponeaba groseramente, ante su aquiescencia de chetita aterrorizada, la nena miró las palmas sus manos: estaban sudando.
El campeón la empujó hacia abajo sin gentileza. ‘Chupamelá bien, mami, así la preparás’, le ordenó el monstruo. La nena bajó el zíper, extrajo la poronga con deditos temblorosos y se la metió a la boca sin preámbulos. Para que entrara nomás la cabeza tenía que abrir la mandíbula al máximo. Mike empujó hasta que la cabeza de Nat se apoyó contra la puertita de la alacena bajo la mesada y él sintió la campanilla de Nat en la punta del glande; literalmente, se le estremecieron los huevos. Las raspaduras de los dientitos de Nat en la primera fellatio todavía eran evidentes en la monstruosa verga del campeón.
Empujó de nuevo y la verga entró hasta el esófago. Nat no podía respirar e intentó, aplastada por los cien kilos de Mike contra su carita, sacudirse. Empezó a dar palmadas, luego bofetadas, al final patéticos puñetazos en los muslos y caderas del campeón.
Mike sonrió ‘Ah, ¿es con golpes? Me encantan los golpes’. Sacó la verga de la boca de la nena, la levantó de los pelos con la derecha y le dio con la mano izquierda una feroz bofetada que la desmayó.
Luego sostuvo de los pelos con las dos manos la cabeza inerte, la volvió a apoyar contra la cómoda, metió la verga en la desmayada boquita y empezó a cogerle la boca desenfrenadamente. Desde la otra habitación se podían oír los frenéticos golpes del cráneo de Nat contra la puerta de la alacena. Duraron por lo menos cuatro minutos.
Luego el campeón llenó la boquita de la nena con un repasador y lo asió alrededor de la nuca con un cordón de sus zapatos. Después dobló a una Nat todavía groggy sobre su antebrazo derecho, colgándola como un repasador en el brazo de un mozo, y le bajó los pantaloncitos a tirones. Los tiró sobre la mesada y, sosteniéndola con toda facilidad de la cinturita, le pegó una chupada de cajeta que estremeció el cuerpito medio desmayado de la starlette.
Aprovechando los tacos aguja de 15 centímetros, que prácticamente le dejaban la conchita a la altura de su pija, Mike apoyó a la semidesmayada Nat contra la alacena de cuerpo entero lindera a la mesada, le separó las rodillitas, le paró más la colita con las manos, le ensartó la punta de la chota en la conchita y empezó a metérsela. Al minuto de hacer tronar los dos sexos repetidamente, la tenía con los piecitos en el aire, ensartada hasta la mitad pero ya gozándosela.
Con la nena ensartada, caminó hacia atrás. El torso y la cabeza de Nat fueron cayendo de cualquier manera hasta que los cabellos quedaron a la altura de los tobillitos. Entonces Mike la levantó de la cinturita y empezó a hacerse la mejor paja de conchita de la historia con la livianísima y medio desmayada nena.
A los dos minutos de sacudirla, la chota ya golpeaba rudamente el fondo de la conchita, haciendo tope, y los labios mayores de la nena chorreaban una espuma abundante de guasca que se depositaba en el piso cada cinco segundos. La nena revivió lo suficiente como para empezar a rugir, rogar e insultar amordazadamente por la salvaje violación de la que estaba siendo objeto. Indiferente, el campeón la siguió serruchando sin bajar la velocidad ni la ferocidad hasta que se aburrió (unos nueve minutos). En ese lapso, la nena se cansó de rogar e insultar y se limitó a rugir y orgasmear; la droga de la sonrisa ya estaba saliendo de su primera fase (sonrisa y paz física) para entrar en la segunda (furibunda excitación genital).
Sin desensartarla (lo que le hubiera costado otros tres minutos de denodados esfuerzos para volver a entrar), Mike la depositó rudamente con la pancita sobre la mesada y la agarró de las caderitas para seguir cogiéndola con los piecitos en el aire. Nat quedó así con la mitad derecha de la carita hinchada casi pegada al espejo de fondo, amordazada con un repasador, y lloró sin dejar de orgasmear.
El campeón rio ‘¿Viste cómo te dejé la carita, mami? A mí no me tenés que pegar porque te respondo’, la aleccionó sin dejar de cogerla salvajemente.
Seguía, más bien, pajeándose con la liviana Nat. La levantaba y bajaba de las caderas contra su pija hasta hacer tope, golpeando duramente cada vez la entrada del útero y refregando también el sensible punto G de la nena, que sentía a cada instante cómo su cuerpito era desbordado y estallado por el placer y el dolor más intensos.
Después de diez minutos más dándole en esa posición, el campeón se salió de la nena y la soltó. Ella no cayó al piso sólo porque la mesada la sostuvo; sus piernitas temblaban en una mezcla de terror cerval y orgasmo perenne.
La arrastró de la manito hacia el pasillo mientras le anunciaba ‘Vamos a la zona de asientos. Te quiero coger mirando el paisaje por la ventanilla’.
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