Nina destronada (Capítulo 12: El Jefe vuelve)
Tras unas tórridas vacaciones en las Antillas, el Jefe vuelve con una mulatita de 13, decidido a destronar a Nina y venderla o matarla. Pero primero le causará las últimas humillaciones.
El Jefe volvió de Cuba con un bronceado rojo furioso, rejuvenecido en la maldad y con una mulatita de trece años alta, tetona, culona y de ojos verdes que se había desvirgado durante sus vacaciones. La había comprado a los padres por unos pocos dólares y estaba llegando al país en próximos días dentro de un baúl en un vuelo privado. Me contó con una mueca perversa que la había tratado tan bien que ella se puso contenta cuando supo que iba a ser la esclavita de él en otro país. La iba a seguir tratando como a una reina durante un tiempo, porque estaba muy emputecida y una mera violación salvaje no iba a bastar para empezar a romperla anímicamente como era su gusto. Pero primero tenía que sacarse de encima a Nina, agregó.
A continuación, me explicó sus planes y lo oí temblando de deseo en medio de mi desolación: me la entregaba; por fin me la entregaba por tres días, pero sólo el primero para lo que yo quisiera. Luego debía encerrarme con ella en la Habitación 1 durante dos días y grabar variados videos de sadomasoquismo, incluido romperle (literalmente: soy muy dotado) el orto a gajos.
Me negué a esto último con la excusa menos débil que se me ocurrió en el momento: ‘Es una mercancía de primera, Jefe. ¿Para qué romperla? El jeque ofreció dos palos verdes más gastos de envío para quedársela’.
Por el momento recapacitó, aunque con reticencia. ‘Tenés razón. Es la mejor solución. Pero el operativo para sacarla tiene que ser perfecto’, me remarcó. Le garanticé que había perfeccionado el operativo para sacarla del país en tres horas con un hidroavión hasta un barco en altamar, y que necesitábamos como máximo una semana antelación para asegurar que el barco estuviese allí esperando su livianísima pero emputecible carga.
Eso (quiero decir: la codicia) le hizo modificar sus planes de corto plazo, que inicialmente incluían una fiesta de coronación de la nueva reina (la mulatita) con Nina como yegua de sus compinches más íntimos para que se la cogieran sin forro por donde quisieran. Modificó: ‘Hacemos la fiesta, pero la ponemos con máscara y bozal, dopada, cabeza arriba y piernas abiertas y se la pueden coger con forro y por adelante. Que ella oiga, vea y entienda todo, pero su cuerpo no pueda reaccionar. Y en el orto ponele una cola de perra así estos hijos de puta no se zarpan’.
Llegó al cuarto día, se abrió la puerta y un bronceadísimo Jefe con una valija en la mano entró y contempló a una Nina hambreada, desnuda, envuelta en el edredón, friolenta y drogada con poco Gotecx en las tres jarras de agua que habían sido su único alimento durante las últimas 24 horas.
Le gritó ‘Hola, reina. Te extrañé mucho’.
‘Hola, abu. Yo también’, replicó ella débilmente.
El viejo tenía la valija llena de ropita nueva (todas putifaldas y puticalzas hechas a medida para su cuerpito cada día más turgente y emputecido). Le dijo ‘Después las mirás, primero ponete una calza térmica para el frío’. Gritó ‘¡Mayordomo, poné la losa radiante! ¡Es una heladera, esto!’. A Nina ‘¿Comiste?’.
‘No’.
‘Este boludo se va a hacer otros trabajos y se olvida de darte de comer, seguro’, comentó el Jefe con todo cinismo. No pretendía engañar a la nena, sólo boludearla: era consciente de que ella se daba perfectamente cuenta de la secuencia hambre > cogida salvaje de sus ya clásicos encuentros. Volvió a gritarme que les bajara el almuerzo. Luego la hizo ponerse la calza enteriza más abrigada (más un nuevo tapadito de piel, más largo, para la espalda y los hombros descubiertos), se la sentó en la falda y la dejó admirar su nuevo vestuario. Entre ellos le llamó la atención (aunque como siempre, lo disimuló de manera casi perfecta, incluso para las cámaras) un atuendo enterizo de cuero (sadomaso, claro). Supongo que empezó adivinar en qué derivaría la secuencia ‘sexo salvaje y cariño > tortura artera y sexo salvaje’ de las próximas horas.
El Jefe le dio de comer la mitad del plato de tortilla y chuleta que bajé por el servicio, mientras le comentaba generalidades (publicables) de su estadía en Cuba y le preguntaba sobre sus avatares en la Habitación 1. Muy sutilmente, Nina le dijo que le encantaría seguir comunicada con Joaquín, que si podía alcanzarle una carta suya. Secamente, aunque sin acritud, el Jefe acotó ‘Ya lo vendí. No sé dónde está’. Los ojos de Nina brillaron; los bajó instantáneamente para disimular, mientras comentaba ‘Entiendo’, dando por cerrado el tema.
Habían terminado de comer. El Jefe se la sentó sobre la verga y de la nada le mordió fuertemente el cuello y los hombritos, como tanto le gustaba. La sorpresa le arrancó un grito a la ninfa. Después le dio tres chupones cariñosos y le ordenó ‘Ponete los tacos aguja que te traje y haceme un desfile. En el medio, te sacás el tapado, que ya hace mucho que no te miro el culo’.
La nena caminó hasta el lavabo, se paró allí mirando al Jefe, y luego caminó hacia él con el tapado puesto. Volvió a caminar lo más modelito que pudo (al Jefe le calentaba ver a la diminuta putita tambalearse como una bebé en tacos aguja, nunca los había dominado) hacia el lavabo, mientras se sacaba el tapado, se dejaba mirar el culo y volvía a caminar muy seria hacia él; en el trayecto, arrojó el tapado sobre la colchoneta. Finalmente, se paró frente al viejo verde con los puñitos apoyados en la cintura y mirándolo seria de muy cerca con sus ojazos ambarinos.
El Jefe no pudo más y la aferró de la cintura, la atrajo entre sus piernas, la apoyó contra su verga parada bajo el pantalón color vino tinto y le comió la boca mientras empezaba a amasarle el culazo. Después de un par de minutos, le mordió fuerte la boca, le fue bajando la calza enteriza y recorriendo a tarascones el mentón, los pómulos, el cuello, los hombros, el pecho, las tetitas cada día más apetitosas, el vientre translúcido y escueto, hasta llegar al clítoris, cuya envoltura mordió más fuerte todavía. La nena se retorcía de dolor y de susto, y daba alariditos que fingían placer. Pero cuando el viejo verde le mordió fuerte el capuchón del clítoris, lanzó un ruido ronco y sorprendido.
El Jefe no la dejó descansar. Le hizo dar medio giro y empezó a morderle las nalgas como a ella le calentaba tanto: metiéndose una entera en la boca y chuponeándola hasta convertir la nalga en un gran chupón. Todo mientras lengüeteaba el ano tantas veces hollado. La drogada nena empezó a gemir de verdad.
El Jefe le dio un gran chirlo en la cola, se desprendió el cinto, se bajó el pantalón (arrastrando el calzoncillo) hasta las rodillas, se sentó en la ínfima silla y le ordenó, mientras cabeceaba indicando su verga parada, ‘Bueno. Ahora podés hacer lo que estabas deseando’.
La nena miró la verga enhiesta y no pudo evitar una expresión de arrobo sagrado. El Jefe exclamó sinceramente ‘Me encanta la cara de puta que ponés cuando me ves la verga. Por eso siempre vas a ser mi reina’.
La ya destronada se arrojó de rodillas, levantó la verga con su mano izquierda mientras acariciaba suavemente los huevos con la derecha y aspiraba el olor a bolas sin el menor pudor. Después empezó a dar besitos de nena en los huevos y en el tronco, que se fueron trocando por lengüetazos y finalmente, por una chupada de huevos fenomenal que le arrancó los primeros gemidos y exclamaciones al Jefe del tenor de ‘¡Ah! Sos la mejor puta que he tenido!’.
La impertérrita mamadora fue subiendo por el tronco hasta llegar a la gran ciruela jugosa cuyo sabor saladito tanto anhelaba. Se chupó todo el precum como si fuera dulce de leche, mirándolo seria a los ojos. Luego se metió toda la verga hasta los huevos, sin dejar de mirarlo, y la mantuvo así casi un minuto mientras el viejo le cogía la boca y ella seguía mirándolo inmutable. Al cabo, se sacó la verga de la boca, se apartó rápido tapándose y escupió guasca bien lejos de los sensibles tobillos del Jefe, que no recibieron ni una gota de la viscosa sustancia.
El Jefe observó complacido la secuencia. Le iba a costar dejarla ir: era la putita más bonita, más putita y mejor educada en la putez que hubiéramos conocido; era inteligentísima (las putas en general son muy huecas); no tenía enfermedades venéreas; no podía quedar embarazada (le ligué las trompas de falopio en una de mis primeras revisiones). Era un minón de trece años; no valía dos millones: valía 20. Nunca nadie había comprado una mujer por esa cifra; nunca había existido una hembra fungible del calibre de Nina, pensé observándola tragarse la verga otra vez hasta los huevos.
Después de un rato de dejarse saborear, el viejo la levantó con la misma facilidad que a una almohada, enrolló las piernitas alrededor de él, le arrancó a tirones la calza de las caderas para tener la conchita a tiro de verga pero sin dejarla abrir mucho las piernas, la apoyó de espalditas contra la pared y la ensartó por primera vez en casi un mes.
‘Ay, qué rico’, admitió la emputecida víctima.
‘Qué pedazo de puta. ¿Te gusta mi verga?’
‘Me encanta’
‘¿Más que la de Mandinga?’
La nena dudó. Al final dijo lo que, creo, ella creía que él creía: ‘No. Pero vos tenés otras virtudes como amante, sos más variado. Mandinga me destruye demasiado’.
‘¿Y yo te destruyo bien?’
‘Sí’, fingió la nena.
‘Qué pedazo de puta. Te adoro’, comentó el amo, que había llegado embalurdado de un asado, y asqueaba a la nena con sus chupones de sabor vino tinto. Después empezó a chuponearla toda y a cogerla fuerte contra la pared con las rodillitas dobladas sobre su blanco vientre. Al final la tiró culo para arriba sobre la colchoneta, le puso la ya inmunda almohada bajo la pancita, se le subió por el lomo y le ensartó la concha así, con la calza por las rodillas, para cogerla afirmado en la colchoneta hasta lechearla a fondo cuando notó que ella estaba acabando. ‘Acabamos juntos, mi amor. Cada vez nos llevamos mejor en la cama’, elogió el amo.
‘Es como digo’, comentó la sudada y agotada nena con no total hipocresía.
Pasaron el resto del día conversando como nunca entre polvo y polvo, cogiendo como amantes, no como amo y esclavita. Bebieron, fumaron, comieron y cogieron. Si bien el Jefe la cogía rudamente, no la había golpeado ni humillado en todo el día. Por la expresión de miedo que tenía cuando se durmió, creo que Nina (envuelta en los gordos y velludos brazos del Jefe) pensaba en el traje de cuero de la valija.
Del siguiente día tengo un video que comienza con el Jefe a media mañana, envolviendo la nariz y la boca de Nina dormida en un pañuelo empapado en cloroformo. El siguiente plano es con Nina colgada de las muñecas unidas sobre su cabeza a sendas esposas afelpadas enganchadas a cadenas pendientes del techo, con los tobillitos separados por una barra de fierro, los piecitos en el aire, los ojos vendados y una correa sosteniendo una pelota roja dentro de su boca.
El Jefe estaba en bolas, con la pija medio parada y un largo látigo en la mano. Comenzó a azotarla lenta y metódicamente, hasta que la nena se despertó. Entonces se fue a acomodar la sillita delante de la TV para quedarse mirando una película de acción a sus espaldas.
Durante treinta minutos, Nina se bamboleó hasta el acalambramiento. El Jefe, cuando se acordaba, le tiraba así de sentado un latigazo aislado y seguía mirando la TV. Al final, Nina transpiraba y jadeaba, medio asfixiada. El viejo verde se paró, la bajó hasta dejarle apoyar los pies separados por la barra de fierro a la que estaban anillados sus tobillos y agarró una alpargata de hule con la que empezó a azotar duramente la concha desde atrás. Nina se agitó un poco, más sorprendida e intrigada que dolorida. Los alpargatazos se cebaron en su ojete y en sus muslos; le picaban más que le dolían, pero el objetivo del Jefe era rebajarla, no meramente castigarla físicamente.
Después el Jefe se fue tranquilamente a buscar el termo y el equipo de mate que yo le acababa de bajar. Se cebó el primero en la mesa y lo escupió en la inerme espaldita de la atada. La nena, que estaba medio desmayada por el ahogo de estar con los brazos levantados tanto tiempo, se despertó abruptamente y emitió un borborigmo asordinado por la pelota dentro de su boca.
Después el viejo se tomó cuatro o cinco mates seguidos y, desde atrás de la nena, acercó la bombilla ardiente a la conchita, provocándole unos saltitos instintivos a la casi desmayada. Entonces le soltó de golpe la cadena que la sostenía y la nena cayó de trompa con las piernas separadas sobre la dura losa de la Habitación 1. Sus acalambrados brazos seguían unidos por encima de la melenita carré.
El Jefe se tomó un mate más y el siguiente lo sorbió y lo escupió sobre la conchita de la destronada, haciéndola revivir un poco. Finalmente, le echó un chorrito de agua del termo al dedo gordo del piecito derecho, causando un gemido tembloroso de la nena. Y se fue a seguir viendo películas.
Ya era hora de comer y Nina seguía tirada en el piso con los brazos un poco acalambrados, sin atreverse a moverse y con un poco de sangre seca en los orificios nasales y la boquita por el golpazo reciente. Sus piernas seguían separadas por la barra de fierro. El Jefe manipuló sus brazos para engancharlos por atrás a las argollas centrales de la misma barra a cuyos extremos estaban atados los tobillitos de la víctima. Mientras Nina aprovechaba para respirar espasmódicamente por primera vez en varias horas, el viejo la izó y la dejó a medio metro del piso. Después salió de la mazmorra con destino incierto.
La nena no bebía nada desde la noche anterior y no había comido nada en los tres días anteriores a la llegada del Jefe, ni ese día. Ya eran casi las dos de la tarde y su languidez era evidente. Guardaba sus pocas energías para no desmayarse quizá definitivamente.
El Jefe volvió con un plato de mi bazofia afrodisíaca; la enderezó con las poleas, le bajó la pelota hasta el cuellito y le dio de comer con la mano y en la boca, sin dirigirle la palabra ni la mirada. De pronto y fugazmente, la sopapeó así cerquita como la tenía. Siguió alimentándola. Con la misma mano libre (y sucia) le retorció un pezón hasta sacarle un alarido y unas lágrimas. Volvió a sopapearla, esta vez al derecho y al revés. Y le puso la pelota en la boca de nuevo.
Después volvió a manipular las poleas para dejarla boca abajo a unos 25 o 30 centímetros del piso y embadurnó bien la conchita con los restos de la bazofia. Le insertó un plug anal con cola de perra y salió de nuevo. La destronada todavía no había bebido agua en todo el día, y la bazofia afrodisíaca no había hecho más que enloquecer su sed; sudaba profusamente y miraba para la puerta, temiendo como siempre lo peor.
El Jefe volvió a entrar. Llenó de agua el vaso de papel y le dio a beber a Nina tras sacarle la pelota. Tras dejarla beber, le puso la pelota de nuevo en la boca. Mientras le acariciaba la cabeza como a una mascota, le dijo ‘Para que veas cómo te quiero y te respeto, te voy a bajar’. La depositó suavemente en el piso manipulando las poleas y la dejó así, con tobillos y muñecas atados atrás, a los que que había sumado una soga tironeando el cabello para obligarla a tener la cabeza levantada. Así la dejó hasta las cinco de la tarde, más o menos. Cada tanto, el plub empezaba a vibrar y la sacaba un poco de su sopor. Y nada más.
Cuando soltó, primero su cabello, luego sus tobillos, finalmente sus muñecas, Nina simplemente se quedó, con todas las extremidades entumecidas, tirada boca abajo en el piso. El Jefe le dio cinco minutos de recuperación. Luego se puso de pie, sacando el cinto del pantalón mientras comentaba ‘Bueno, como veo que no le estás poniendo mucha onda a nuestro reencuentro, te voy a estimular’, y empezó a azotar con la fina cinta de cuero curtido las partes posteriores de la pobre nena, que, exhausta y desolada, casi ni se cubrió.
El Jefe siguió hasta quedarse sin resuello. Entonces, jadeante, dejó el cinto, se acuclilló sobre la espalda de la nena y defecó sobre ella. Al final se paró y le meó largamente toda la cara, que se torcía, apenas despierta, en gestos de llanto silencioso. Cuando terminó de mearla, se limpió la pija y el culo con papel higiénico, arrojó los restos de lejos a la letrina y abandonó la Habitación 1 dejando el vibrador prendido un buen rato en el orto de la nena.
Eran las 9 de la noche cuando bajó la comida, con un mensaje escrito a máquina. Iba a ser la última comunicación en días. Cuando sintió el ruido del servicio, Nina se levantó molida más anímica que físicamente (y estaba físicamente exhausta por las palizas, el hambre y la sed) y se arrastró como una sombra hasta la ducha. Abrió las canillas y se apoyó contra la pared para no caerse mientras el agua le sacaba el meo de su cara y la mierda de su espalda. En el medio bebió largamente el agua que caía y luego se quedó llorando bajo la ducha, incluso cuando le dejé el agua fría, y no salió de ahí hasta que le corté el agua. Recién entonces notó que la habitación había quedado prácticamente vacía: sólo la mesita y la silla; ni ropa ni edredón ni colchoneta ni nada para secarse.
Hasta allí temblaba de hambre. En ese momento comenzó a temblar de frío y caminó, trastabillando, hasta la charola, temiendo que no hubiera comida. Encontró dos muslos de pollo a la portuguesa con puré de papas y un pan, más tres jarras de un litro y medio de agua, tapadas (y con Gotexc). Al costado de la campana de comida vio el mensaje escrito a máquina, que leyó: “Bañate rápido porque el Jefe está enojado y te quiere cortar el agua. Te dejo doble cena y tres jarras de agua; racioná todo” (sin firma).
Estaba tan débil por el hambre, el frío y las palizas que se devoró allí mismo, de parada, temblando, la mitad de un muslo. Recién entonces se limpió con un pedazo de diario que le había bajado a modo de servilleta y se llevó un poco de puré para terminar de cenar el resto del muslo. Para que no le llevaran el resto de la comida, primero puso en el piso las demás jarras y la bandeja con el resto del pollo.
Cuando se puso a comer el puré con el resto del pollo (con los dedos; no le había bajado cubiertos), se apagaron totalmente las luces. Hizo silencio un minuto y después comenzó a llorar a los gritos, sin dejar de comer. Cuando terminó de cenar el primer muslo (sin la pata) y el primer cuarto de puré, fue a aporrear la puerta insultándonos y diciendo que nos odiaba. Gritó y berreó hasta quedarse sin aliento, y finalmente se fue a tirar, muerta de frío, en el rincón donde antes estaba la colchoneta. Siguió llorando sin consuelo hasta que logró dormirse, castañeteando los dientes de frío.
Finalmente había perdido el control y toda esperanza. Me partía el corazón verla así, y más saber que todavía faltaba mucho hasta que su ordalía mutase (ojalá) en un amo menos sádico (el buque había sido encargado ese mismo día y estaría a cincuenta kilómetros de la costa en una semana), y más todavía saber que yo sería parte de esa inagotable coreografía de torturas. Sólo esperaba que tanta maldad no terminase de apagar ese corazoncito guerrero que la había sostenido hasta allí.
La tuvimos también todo el día siguiente en la oscuridad, comiendo y bebiendo de a puchitos lo que le había dejado yo la noche anterior, sin atreverse a emitir palabra, lloriqueando cada tanto, caminando en la penumbra para no aburrirse. Ni la bici fija le habíamos dejado. La temperatura no subió en todo el día de los 7 grados, y bajó de cero en las horas más frías (yo mantenía la Habitación 1 estrictamente en 3 grados, para evitar la congelación). Los burletes no dejaban adivinar ni una línea de luz a través de la gran puerta de fierro pintada de verde.
A espaldas del Jefe, le subía un poquito la losa radiante; quince minutos y la bajaba. El poco de Gotexc en el agua también se lo puse dequerusa: una hipótesis secundaria que tengo (y que oculto al Jefe, porque si no se los quitaría) es que también cumple funciones antidepresivas. Así, terminó haciéndose tres pajazos a lo largo de otras tantas horas, que le sacaron un poco el frío atroz.
Al atardecer, dormitaba tiritante en el rincón donde antes estaba la colchoneta cuando la puerta chirrió, hubo una hendija de luz y alguien entró a la Habitación 1. El Jefe acababa de hacer su ingreso desnudo, oliendo a vino blanco para atemorizar más a la nena (yo mismo le había regado la botella tres cuartos en todo el torso; el último cuarto se lo tomó el mismo a fondo blanco), con un cinto en la mano y lentes infrarrojas.
La puerta se cerró y Nina miró para todos lados en la oscuridad, sintiendo pasos. El primer cintazo (en el hombrito y el bracito izquierdos) la sorprendió hasta el alarido. De inmediato el Jefe desató una tormenta de cintazos sobre la aterrorizada nena, que fue tropezando por la mazmorra hasta chocarse con la pared y ser azotada hecha un ovillo en el rincón. Cuando se aburrió de torturarla, el Jefe abandonó raudamente la mazmorra.
En ese silencio transcurrió el día siguiente. Hacia las 22, cuando Nina dormía tiritando en el suelo al reparo de la parecita, el servicio empezó a bajar. Cuando el ruido acabó, se prendieron las luces a todo culo. Nina se espabiló sobresaltada y achinando los ojos. Tenía todo el cuerpo y la cara llenos de tierra, y el pelo apelotonado; temblaba salvajemente. Así y todo, seguía siendo la hembrita más sexy que yo hubiese visto jamás.
Todavía atontada, tropezó hasta la ducha y se bañó extasiada con el agua abundante y caliente que bajaba. Se desenredó el pelo todo lo que pudo con los dedos y fue a la charola. Había desde una muda de calza enteriza con pies y todo hasta un toallón, pasando por una bolsa de dormir que tiré al final, ya mientras se bañaba.
Se secó y se vistió lo más rápido que pudo, todavía temblando por el frío pavoroso de los últimos días. Todavía no abría mucho los ojos (la luz estaba al máximo). Bajó todo del servicio y enseguida subí la bandeja para darle una sustanciosa cena (con un exquisito cóctel de poderosísimos somníferos y afrodisíacos).
Cuando la cena y el agua bajaron, la nena ya había armado la mesa de tijera y la silla ídem en el lugar donde antes estaban sus respectivas predecesoras. Se devoró un platazo de gulash hasta reventar, y le pasó el pancito al plato hasta que no quedaba nada. No sólo tenía hambre: tenía muchísimas ganas de comer.
Se quedó un buen rato agarrándose la panza antes de limpiarse la boca con un pedazo de diario, detalle que no dejó de observar lo más disimuladamente que pudo: tras el colapso nervioso de hacía pocos días, ya estaba en control de sí misma. Es admirable, pensé: ninguna víctima le había durado al Jefe tantos meses de encierro y torturas sádicas sin terminar de romperse.
Después se bebió dos vasos de agua y terminó de explotar. No tenía nada más que hacer (cero libros, cero TV, cero música, no bici fija), así que se puso a caminar, angustiada y pensativa, abrazándose a sí misma como en los primeros días. Conociéndola como la conocía tras tantos meses, me daba cuenta de que estaba angustiadísima. Creo que entendía que algo había cambiado, que las torturas de los últimos días no eran las de siempre, y presentía lo peor (fuera lo que fuese).
Como a la hora y media, los somníferos de efecto retardado (potenciados por su paulatina ingesta en la comida y luego en la bebida) empezaron a hacer efecto, y friolenta ninfa se decidió a abrir la bolsa de dormir para meterse como pudo en ella. Fue un momento divertido para el Jefe: la nena estuvo quince minutos hasta que logró embutirse en el ingenio, elegido entre los más pequeños e incómodos a propósito.
Sin embargo, la bolsa cumplió acabadamente su propósito final. En cuanto la noté respirando profundamente (pese a las luces en estado cegador), entré a la Habitación 1, terminé de cerrar la bolsa alrededor de su cuello, me puse las correas de la bolsa a modo mochila y me la llevé sobre mis espaldas para la Habitación 3. Ahora me pertenecía.
Detesto 100% la roñosa dictadura castrista, pero fuera de eso qué se yo, bien.