Privacidad Cero (Julián 30 años, Elena 15 años) Elena descubre que en la casa de su tío la privacidad no existe.
Elena encuentra en su habitación un vibrador de cristal dejado por Julián junto a una nota que indica que será observada a través del ventanal-espejo mientras lo usa. Obligada a decidir entre la sumisión o las consecuencias de desobedecer.
«Hola a todos. Bienvenidos a esta historia de tensiones prohibidas y vigilancia extrema. Aquí conocerán a Julián, un arquitecto obsesivo que ha convertido su casa en una trampa de cristal para Elena, su sobrina de 18 años. Si les gusta el voyerismo, el control total y el morbo de lo prohibido, están en el lugar correcto. Prepárense para una atmósfera cargada de cámaras ocultas y juegos de poder. ¡Espero sus comentarios!
Julián la observaba desde el umbral mientras ella dejaba caer su bolso. Elena tenía esa juventud que parecía emitir su propio calor, una vitalidad que se sentía fuera de lugar entre las paredes de concreto pulido. Al quitarse la chaqueta de mezclilla, reveló unos hombros pequeños y redondeados, de una piel que bajo las luces LED de la casa parecía de seda.
—Instálate, Elena. Estás en tu casa —dijo Julián. Su voz era una caricia profesional, pero sus ojos estaban haciendo un escaneo milimétrico.
Notó cómo el top de algodón blanco que ella llevaba apenas contenía el relieve de sus pechos y unos pezones marcados, firmes y desafiantes, que subían y bajaban con una respiración algo agitada por la mudanza. Cuando ella se giró para agradecerle, el movimiento acentuó la curva de su cintura, una línea sinuosa que se ensanchaba en unas caderas que, a sus 15 años, ya reclamaban una madurez peligrosa.
—Gracias, tío. Es todo tan… perfecto —respondió ella con una sonrisa inocente, sin saber que para Julián, la perfección era ella ocupando el vacío de su diseño.
Minutos después, Julián se encerró en su santuario. En la oscuridad de su despacho, el ventanal unidireccional le devolvía una imagen en alta definición que ningún monitor podría igualar.
Elena estaba a centímetros del vidrio. Creía estar sola. Con un movimiento fluido, se llevó las manos a la espalda y se desabrochó el sujetador. Julián contuvo el aliento. Vio cómo la tela caía, liberando los pequeños bustos en desarrollo de una niña, que osciló levemente con la libertad del movimiento. La piel de Elena era de un tono canela claro, salpicada por un par de lunares que Julián ya estaba memorizando como si fueran coordenadas en un plano.
Él activó los micrófonos ambientales. El sonido era tan nítido que podía escuchar el fricción de la palma de la mano de Elena sobre su propio vientre plano, bajando hacia el borde de sus jeans ajustados.
—Tan cálida… —murmuró Julián, apoyando su mano sobre el cristal frío, justo a la altura de donde ella tenía el pecho—. Tan llena de vida.
Desde su ángulo, podía ver la curva de sus glúteos tensarse mientras ella se empinaba para mirarse los labios en el espejo. Elena pasó la lengua por su labio inferior, dejando un rastro de brillo que, en la mente de Julián, ya no era solo saliva, sino una invitación al pecado que él mismo había construido. El arquitecto sintió una presión creciente en su entrepierna; la casa entera parecía vibrar con el pulso de la chica, y él era el único dueño de ese espectáculo privado.
Elena se despojó de los jeans, quedando solo en ropa interior de niña que tenia ositos dibujados que contrastaban violentamente con la blancura de sus muslos, unos muslos largos y torneados que terminaban en unos pies pequeños que caminaban sobre el piso frío. Julián cerró los ojos un segundo, imaginando el sabor de esa piel que ahora tenía a su alcance.
Elena entro a ducharse y Julián cambió la entrada de video en su monitor principal. El baño de Elena no tenía azulejos comunes; estaba revestido de un microcemento oscuro que hacía que la piel clara de la chica resaltara como una joya. La cabina de ducha era un cilindro de cristal templado en el centro de la estancia.
Él vio cómo ella se despojaba de la última prenda. La imagen era hipnótica: la línea de sus hombros bajando hacia la curva perfecta de su espalda, que terminaba en la firmeza de unos glúteos que se movían con la naturalidad de sus quince años. Julián ajustó el zoom de la cámara oculta tras el espejo del lavabo; podía ver hasta el vello fino de su nuca.
Elena abrió el grifo. El sonido del agua golpeando el suelo fue amplificado por los altavoces del despacho de Julián, envolviéndolo.
El agua comenzó a correr y el vapor empezó a empañar los vidrios, pero para Julián eso no era ningún obstáculo. Las cámaras térmicas de última generación le permitían ver el espectáculo completo: el agua descendiendo por su espalda como ríos de mercurio líquido, los chorros golpeando esos hombros frágiles que él quería marcar con sus dientes. Cada gota que resbalaba entre sus pechos, pezones, cada curva que el vapor acariciaba mejor que cualquier amante, era suya para observar, estudiar, diseccionar.
Ella giró bajo el chorro, arqueándose levemente cuando el agua caliente encontró su entrepierna. Julián observó cómo ella pasaba sus manos enjabonadas por su cuerpo, deslizándolas por sus costados, siguiendo la curva de su cintura hasta llegar a la parte interna de sus muslos. El arquitecto sentía que el aire en su despacho se volvía denso, casi irrespirable.
Mientras el sonido del agua continuaba retumbando en el baño, Julián se puso de pie. Se movió con la precisión de quien conoce cada ángulo muerto de su propia creación. No necesitaba encender luces; el brillo azulado de los monitores de su despacho era suficiente para guiarlo por el pasillo de servicio que conectaba directamente con la suite de Elena.
Abrió la puerta de madera de nogal con un clic casi inaudible. El aire en la habitación de su sobrina era distinto: olía a su perfume de vainilla, a ropa limpia y a esa calidez humana que él tanto despreciaba y ansiaba.
En el baño, a través de la puerta entreabierta, la silueta de Elena seguía moviéndose tras el cristal empañado. Julián se quedó inmóvil un segundo, observando la sombra de sus curvas recortadas por la luz del baño. Estaba a menos de tres metros de ella. Podría entrar, descorrer el cristal y tomarla allí mismo, bajo el agua. Pero Julián prefería el juego largo. El placer de la anticipación.
Se acercó a la cama deshecha. Con manos enguantadas para no dejar rastro, dejó sobre la almohada un paquete envuelto en papel de seda negro. Dentro había un camisón de seda roja, tan fino que era prácticamente transparente, y una pequeña nota escrita con una caligrafía impecable:
«Para que el frío de esta casa no te moleste durante la noche. Te queda mejor que el blanco.»
El detalle del color blanco era el golpe final: Julián sabía que ella llevaba un top blanco al llegar. Era el mensaje directo de que él lo veía todo.
Justo cuando escuchó que el grifo de la ducha se cerraba, Julián retrocedió hacia las sombras. Salió de la habitación justo a tiempo para escuchar el sonido de la puerta del baño abriéndose.
Allí estaba el paquete.
Sus manos temblaron mientras rompía el papel de seda. Cuando vio el camisón rojo y leyó la nota, sintió un escalofrío que le recorrió toda la columna vertebral. Miró hacia el gran ventanal que daba al jardín oscuro. Se vio reflejada a sí misma: una chica de 15 años, casi desnuda, sosteniendo una prenda prohibida en una casa que de repente se sentía demasiado pequeña.
—¿Tío Julián? —susurró, pero solo el silencio absoluto de la casa Valdemar le respondió.
Desde su despacho, sentado de nuevo frente a los monitores, Julián la vio apretar el camisón contra su pecho. Vio cómo ella miraba a su alrededor, buscando una cámara que no podía encontrar, y cómo, finalmente, cedía a la curiosidad y empezaba a quitarse la toalla para probarse el regalo de su observador. Julián sonrió. La presa había aceptado el primer cebo.
Los sensores de movimiento registraron el cambio en su respiración cuando la seda roja rozó sus pezones todavía sensibles por el agua caliente. Julián ajustó el contraste de la pantalla: podía distinguir cada gota que se deslizaba por su clavícula, el momento exacto en que la tela se adhería a las puntas erectas y se transparentaba contra su piel. Elena giró frente al espejo, evaluándose con una mezcla de vergüenza y fascinación que le hizo morderse el labio inferior.
El arquitecto abrió un cajón oculto bajo su escritorio. Dentro, un segundo paquete idéntico —esta vez en papel dorado— esperaba con una nueva nota y otro juguete: un vibrador de cristal tallado con forma de llave inglesa, un guiño obsceno a su profesión. Pero ese sería para más tarde. Primero necesitaba que ella se acostumbrara al ritual, que asociara el rubor en sus mejillas con la promesa de un nuevo regalo al amanecer.
En la pantalla, Elena comenzaba a retorcerse levemente, como si la propia tela le quemara. Sus manos bajaron instintivamente hacia el bajo del camisón, deteniéndose justo antes de tocar el triángulo de seda que ahora cubría su pubis. Julián apretó los puños. Quería ver esos dedos adolescentes explorando lo que él ya conocía mejor que ella. Pero no hoy. Hoy solo era la semilla. Mañana sería el riego.
Desde la cama, el celular de Elena emitió un leve resplandor azulado. Ella lo tomó con dedos que temblaban de excitación nerviosa, abriendo una ventana de incógnito antes de teclear. Julián ajustó el zoom de la cámara oculta en el techo. Podía leer perfectamente cada búsqueda torpe: «chicas mi edad primera vez», «cómo saber si te gusta alguien», «por qué me palpita aquí abajo». Cada clic era una confesión escrita en tiempo real.
Cuando el primer video apareció —dos cuerpos jóvenes enredados en una cama de dormitorio adolescente— Julián contuvo la respiración. Vio cómo la mano de Elena abandonaba el celular para deslizarse bajo la seda roja. Sus muslos se separaron casi imperceptiblemente, y en los altavoces ultrasensibles, Julián captó el primer gemido ahogado cuando su dedo índice encontró el pequeño nudo de nervios que ahora latía al unísono con las imágenes en la pantalla.
Era una coreografía imperfecta, de dedos demasiado rápidos al principio, luego más lentos, siguiendo el ritmo de los amantes en el video. Julián observó cómo la otra mano de Elena pellizcaba distraídamente su pezón derecho a través de la tela, dibujando un pequeño círculo húmedo donde la seda se pegaba a su piel. El celular comenzó a resbalar sobre su vientre cuando su respiración se hizo más profunda, más urgente.
El arquitecto no necesitaba ver la humedad acumulándose entre sus piernas; el cambio en su postura lo delataba. Elena arqueó la espalda, llevando el talón de su pie derecho contra el borde de la cama para abrirse más. El gemido que escapó de sus labios fue tan genuino que Julián tuvo que ajustarse el pantalón. En ese momento, ella era pura animalidad descarada, completamente ajena a los dieciocho megapíxeles que capturaban cada espasmo, cada gota de sudor en su clavícula, cada contracción de sus abdominales cuando llegó al clímax.
Al terminar, Elena se dejó caer sobre las sábanas como un pelele, con el camisón arrugado y manchado. Su pecho subía y bajaba rápidamente mientras miraba el techo con ojos vidriosos. Julián sabía exactamente lo que pasaba por su mente en ese momento: la culpa mezclada con la curiosidad por repetir la experiencia.
SUMMARY^1: Julián sigue observando cómo Elena se masturba hasta el orgasmo frente al espejo, registrando cada detalle de su cuerpo y sus reacciones con meticulosidad. Tras alcanzar el clímax, Elena queda tendida en la cama, confundida entre la culpa y el deseo de repetir la experiencia, mientras Julián planea sus próximos movimientos para mantener el control sobre ella.
Apagó los monitores uno por uno, dejando solo el de audio activo. Escuchó cómo ella se levantaba tambaleante hacia el baño, cómo el agua corría para limpiar sus muslos pegajosos. Cuando regresó a la cama, el celular ya estaba apagado, pero Julián sabía que mañana buscaría más. Y él estaría allí, seleccionando cuidadosamente qué videos aparecerían primero en sus recomendaciones.
El sol apenas asomaba cuando Julián se colocó frente al espejo del baño ejecutivo. Ajustó el nudo de su corbata con movimientos quirúrgicos mientras revisaba las cámaras en su reloj. Elena dormía boca abajo, el camisón subido hasta la cintura, revelando las marcas rosadas que sus propias uñas habían dejado en sus nalgas. Julián pasó el pulgar por su labio inferior—siempre el mismo gesto—y activó el sistema de climatización de su habitación. Subiría la temperatura dos grados exactamente a las 6:45 am, justo cuando su alarma sonara. Quería verla despertarse sudando, confundida, con las sábanas pegadas a su piel.
El aroma del café colombiano recién molido llenó la cocina cuando Julián escuchó el primer sonido de sus pasos en las escaleras. Más lentos que ayer, más conscientes. Se detuvo en el umbral, como si dudara. El arquitecto no se volvió, pero sonrió ante el leve crujido de la seda roja cuando ella finalmente entró.
—Buenos días, tío—su voz era más grave hoy, con un rastro de vergüenza que le daba un matiz delicioso. Julián giró lentamente la silla de diseño italiano hacia ella. Elena estaba frente al ventanal, bañada en luz matinal que convertía el camisón casi en una segunda piel. Cada contorno, cada curva de adolescente quedaba expuesta en esa transparencia dorada. Notó cómo ella mantenía los brazos ligeramente separados del cuerpo, como si intentara ventilarse, pero el gesto solo acentuaba el relieve de sus pezones erectos contra la tela.
Julián alzó lentamente su taza de porcelana blanca—una línea perfecta sin asa, diseñada para sostenerla con ambas manos como una ofrenda—y bebió sin apartar la mirada del triángulo oscuro entre sus piernas. El silencio se volvió tan denso como el vapor de la ducha de anoche. Elena respiró hondo y se acercó a la isla de cocina, deslizando las palmas sobre el mármol pulido como buscando equilibrio. Cuando alzó la vista, Julián ya estaba de pie junto a ella, llenando otra taza idéntica. Los nudillos de sus manos grandes rozaron deliberadamente los pechos de Elena al pasarle el café. Ella contuvo el aire. Ninguno de los dos mencionó el contacto. Ninguno necesitaba hacerlo.
—La secundaria no puede esperar —Julián dijo mientras apretaba un botón en su reloj de titanio—.
Elena sintió cómo el sistema de climatización aumentaba la temperatura exactamente cuando Julián se inclinaba sobre su hombro para alcanzar la azucarera. El calor del cuerpo de él—controlado, preciso—contrastaba con el sudor que empezaba a formar perlas entre sus pechos. Las cámaras de seguridad en el extractor de humos captaron el momento exacto en que la seda roja se pegó a sus pezones duros. Julián lo notó, claro. Notaba todo.
El golpe de la taza de Elena contra el mármol resonó como un disparo. El café derramado formó un charco que se extendió hacia el borde, amenazando con caer sobre el camisón rojo.
—Interesante. Bueno, espero que hoy tengas más energía. He dejado el coche en la entrada para llevarte a la facultad. Pero antes… —Julián bajó la mirada hacia la mancha casi imperceptible en la seda roja—. Deberías cambiarte. Ese camisón parece haber tenido una noche muy difícil.
El coche de Julián era, como su casa, una extensión de su obsesión por el control: un sedán de alta gama, con interiores de cuero negro y una insonorización que aislaba el habitáculo del resto del mundo. Elena se sentó en el asiento del copiloto, vistiendo su ropa para la secundaria—un jumper azul marino ajustado a la cintura, medias blancas hasta la rodilla y unos zapatos de charol que brillaban como espejos—, pero todavía sintiendo el eco del camisón rojo sobre su piel. Cada roce del tejido contra sus pezones aún sensibles la hacía contener el aliento.
—¿Tienes todo lo que necesitas para tus clases, Elena? —preguntó él, rompiendo el silencio con una cortesía gélida.
—Sí, gracias —respondió ella, mirando por la ventana, tratando de calmar el latido acelerado de su corazón.
—Me alegra. Porque para aprender, primero hay que saber escuchar. Hay sonidos que revelan mucho más que las palabras.
Julián pulsó un comando en la pantalla táctil del salpicadero.
—He estado editando unas pruebas de sonido ambiente de la casa —continuó él, sin mirarla—. La acústica del dormitorio principal es… fascinante. Escucha la pureza del registro.
De los altavoces de alta fidelidad, diseñados para envolver a los ocupantes en una burbuja de sonido perfecto, empezó a brotar un ruido de fondo: el siseo del aire acondicionado de la habitación de Elena. De repente, un jadeo. Corto, agudo, cargado de una urgencia eléctrica.
Elena se quedó petrificada. Era su propia voz.
El audio continuó. Se escuchaba el roce rítmico de la seda contra la piel, el sonido de las sábanas de hilo siendo estrujadas por manos desesperadas, schlick schlick y, por encima de todo, los gemidos crecientes de una chica que se creía sola en la oscuridad. En el audio, ella susurraba un nombre, casi imperceptible, entrecortado por el clímax: «…Julián».
—La calidad de grabación es impecable, ¿no crees? —comentó Julián, aumentando ligeramente el volumen mientras se detenían en un semáforo en rojo—. Se puede percibir exactamente el momento en que la fricción se vuelve insoportable. Es una composición orgánica… casi arquitectónica.
Elena sentía que el coche se volvía pequeño. El calor en su rostro era abrasador. Sus manos se aferraban a su mochila, sus nudillos blancos. No podía mirar a su tío, pero podía sentir la mirada de él de reojo, disfrutando de verla temblar mientras su propia intimidad retumbaba en el habitáculo.
—Apágalo… por favor —susurró ella, con la voz quebrada.
Julián estiró su mano derecha. En lugar de apagar el audio, la posó sobre el muslo de Elena, sus dedos se deslizaron bajo el dobladillo de la faldita, encontrando la piel tibia de su muslo interno.
—¿Apagarlo, Por qué? Es una interpretación magnífica, Elena. Anoche parecías muy orgullosa de esos sonidos. ¿O es que prefieres la versión en vivo? —La presión aumentó cuando en el audio se escuchó el gemido más agudo de la noche anterior, ese momento en que los dedos de Elena habían penetrado su humedad con brusquedad adolescente. El contraste era increíble: la mano profesional de arquitecto midiendo cada centímetro de su piel mientras el coche avanzaba por la avenida, y los sonidos de su masturbación llenando el espacio entre ellos como un tercer pasajero obsceno.—. Porque si esta noche decides usar el regalo que te espera en el despacho… el audio será mucho más complejo.
El semáforo cambió a verde. Julián retiró la mano y apagó el sonido con un toque elegante, dejando que el silencio súbito pesara más que el ruido.
—Hemos llegado. Que tengas un buen primer día en la secundaria, sobrina. Te estaré esperando para… revisar tus apuntes.
Regresando a clases
Elena entró en la casa casi sin aliento, evitando mirar hacia el despacho de Julián. El corazón le latía con una fuerza sorda en los oídos, todavía aturdida por la humillación eléctrica del viaje en coche. No podía ir a su cuarto; la idea de la cama, de los espejos y de ese ventanal que la observaba le resultaba insoportable.
—¿Tío? —llamó con voz temblorosa. El silencio absoluto de la casa Valdemar fue su única respuesta—. Voy a estar en la biblioteca… tengo mucha tarea.
Subió las escaleras y se encerró en la biblioteca, un espacio de techos altos forrado de libros y con una mesa de roble macizo en el centro. Era el lugar más «clásico» de la casa, el que parecía menos infectado por la tecnología de Julián. Se sentó, esparció sus cuadernos y libros de arte, intentando concentrarse en los dibujos mientras se frotaba los muslos, todavía sintiendo la presión de los dedos de su tío a través de la ropa.
Durante veinte minutos, el silencio fue su aliado. Pero entonces, la casa cobró vida.
Sin previo aviso, el gran monitor de pared se encendió. Elena dio un salto en la silla, soltando los crayones.
Era una toma aérea, grabada en 4K HD, de una nitidez aterradora. Elena se vio a sí misma, unas horas antes, retorciéndose entre las sábanas de hilo. El video no tenía censura; mostraba cómo el camisón rojo se le subía hasta la cintura, revelando la palidez de su piel bajo la seda y la forma en que sus piernas se abrían y cerraban en un ritmo desesperado. No habían editado el sonido tampoco. Sus gemidos, quebrados y agudos, llenaron la biblioteca como si fueran un coro de espectros. El enfoque se ajustó para mostrar, en primer plano, cómo sus dedos adolescentes se hundían en sí misma, tan diferentes de las manos profesionales de Julián.
El ángulo de la cámara capturaba el momento exacto en que el squirt brotaba de ella, proyectando un arco translúcido contra la luz del monitor. Elena sintió una humedad instantánea entre sus piernas, como si su cuerpo recordara la sensación al ver la prueba en pantalla. El video cortó abruptamente al momento del clímax, cuando ella arqueó la espalda y gritó el nombre de Julián con una voz que no reconocía como propia. La pantalla se puso en negro, dejando solo su reflejo pálido y tembloroso.
De repente, el video se detuvo en una imagen fija: el momento exacto de su clímax. Sobre su rostro distorsionado por el orgasmo, empezaron a aparecer letras blancas, mecánicas:
«Tu capacidad de respuesta táctil es fascinante, Elena. Pero tus manos son herramientas limitadas para la arquitectura de este placer.»
Un segundo después, el texto cambió:
«Te dejé otro regalo en tu cama. Es de cristal, como esta casa. Úsalo ahora, o iré yo mismo a enseñarte cómo encaja.»
Elena sintió que las piernas se le volvían de gelatina. La amenaza —o promesa— de que Julián fuera a la biblioteca a «enseñarle» la hizo temblar. Miró hacia la cámara de seguridad en la esquina del techo, cuya lente pareció brillar con una luz roja más intensa, como si Julián estuviera detrás del monitor en ese preciso instante, esperando ver su reacción.
Sintió un tirón de deseo tan fuerte en su vientre que la humedeció al instante. El miedo y la sumisión se mezclaban en un cóctel tóxico. No tenía escapatoria. Si se quedaba, él vendría. Si subía a la habitación, aceptaba sus reglas.
Recogió sus libros con manos torpes y, casi corriendo, se dirigió a su dormitorio. Al abrir la puerta, el olor a su propio perfume y el aire viciado de la noche anterior la recibieron. Y allí, sobre la almohada, brillando bajo un rayo de sol que entraba por el ventanal, estaba el paquete dorado.
Elena lo abrió con dedos febriles. El vibrador de cristal tallado era una obra de arte: pesado, frío y con esa forma de llave inglesa que parecía una burla y un sello de propiedad al mismo tiempo. Junto a él, una última nota:
«Pruébalo frente al espejo. Quiero ver cómo el cristal desaparece dentro de ti.»
Elena se quedó de pie en el centro de la habitación, sosteniendo la llave de cristal tallado. El peso del objeto era real, frío y firme, un contraste absoluto con el temblor de sus manos. Sabía que, detrás del ventanal que ella veía como un espejo, Julián estaba sentado en su trono de cuero, con las pupilas dilatadas, esperando el inicio de la función.
Se despojó de su ropa escolar con movimientos mecánicos, dejando que las prendas cayeran al suelo hasta quedar completamente desnuda bajo la luz cenital que Julián había ajustado desde su despacho para resaltar cada curva de su anatomía.
—Acércate al cristal, Elena —la voz de Julián surgió de los altavoces ocultos, envolvente y profunda, con un tono de autoridad que no admitía réplica—. Quiero ver el contraste del cristal contra tu piel.
Ella obedeció, caminando hasta que sus pezones casi rozaron la superficie fría del espejo unidireccional. Se veía a sí misma: una joven de 15 años, vulnerable y excitada, con el rostro encendido por una mezcla de vergüenza y deseo devorador.
—Ahora, usa el regalo —ordenó la voz—. Despacio. Quiero ver cómo la luz se refracta en el cristal mientras te abres para mí.
Elena cerró los ojos, pero la voz la corrigió de inmediato:
—No cierres los ojos. Mírame. Aunque no me veas, sabes exactamente dónde estoy. Mira al cristal mientras la llave entra en tu santuario.
Con un gemido entrecortado, Elena separó las piernas y comenzó a explorar su propia humedad con la punta fría del juguete. El contacto inicial la hizo saltar, un choque eléctrico entre el frío del cristal y el calor abrasador de su cuerpo. Siguiendo las instrucciones que Julián le susurraba por el audio —instrucciones precisas sobre el ángulo, la presión y el ritmo—, comenzó a introducir el objeto tallado. En el monitor del despacho, Julián contuvo la respiración al ver cómo el cristal transparente se empañaba al entrar en contacto con su humedad, cómo sus labios temblaban alrededor del tallado geométrico del juguete. Cada centímetro que penetraba quedaba registrado en las cámaras térmicas, mostrando la temperatura exacta de su interior en tiempo real.
—Eso es… —murmuró Julián a través del sistema, su respiración ahora claramente audible y pesada—. Mira cómo el cristal desaparece. Eres perfecta, Elena. Estás diseñada para ser poseída por mi arquitectura.
Elena empezó a moverse con una urgencia frenética, perdiendo el sentido de la realidad. El sonido del cristal chocando suavemente con su interior se mezclaba con sus propios jadeos, que Julián grababa y procesaba en tiempo real. Ella se aferraba al ventanal con una mano, dejando la marca de sus dedos en el vidrio, justo donde, al otro lado, la mano de Julián estaba apoyada, fingiendo que solo unos milímetros de cristal los separaban.
—Más rápido —le exigió él, su voz rompiéndose por primera vez—. Quiero ver el momento exacto en que te rompes.
El clímax la golpeó como una ola, mucho más violento que el de la noche anterior, porque esta vez sabía que su tío estaba consumiendo cada espasmo, cada contracción de sus muslos. El cristal tallado penetró hasta el fondo en un ángulo calculado por Julián, activando zonas que sus dedos adolescentes nunca habían encontrado. Sus labios mayores, hinchados y brillantes, se abrían como pétalos alrededor del tallado geométrico del juguete, mientras los menores palpitaban, rojos y sensibles, contra la base helada. El clítoris, erecto y dolorosamente expuesto, latía al ritmo de sus gemidos, cada sacudida enviando corrientes eléctricas que la hacían arquearse contra el espejo.
El squirt brotó sin control, un chorro cálido que golpeó el cristal con un sonido líquido, empañándolo hasta que su reflejo se volvió una silueta borrosa. Entre jadeos, Elena sintió cómo el juguete se deslizaba aún más profundo, sus paredes internas contrayéndose alrededor del objeto como si intentaran absorberlo. Las gotas de sudor corrían por su pecho, pasando entre sus pezones erectos como puntas de alfiler, y seguían el camino de su torso hasta mezclarse con los fluidos que chorreaban por sus muslos temblorosos.
En el despacho, Julián se mordió el labio inferior hasta sangrar. Las cámaras térmicas mostraban cómo la temperatura interna de Elena subía exactamente 2,3 grados en el clímax, cómo su útero se contraía en ondas perfectamente sincronizadas con los sonidos que emitía. El audio captó el momento en que el cristal se atascó brevemente dentro de ella, cuando sus músculos vaginales se cerraron en un espasmo tan fuerte que casi lo expulsaron, antes de que un segundo chorro de squirt lubricara el camino para una penetración aún más profunda.
Cuando finalmente se derrumbó contra el cristal, exhausta y temblando, la voz de Julián volvió a sonar, esta vez mucho más cerca, como si estuviera justo detrás de su oreja: —Así… así es como se diseña el éxtasis —susurró Julián,
—Buen trabajo, Elena. Descansa. Mañana… mañana usaremos el tercer regalo. El que requiere que yo esté en la habitación para guiarte personalmente.
Elena aún estaba recuperando el aliento, apoyada contra el espejo unidireccional. El rastro de su respiración empañaba el vidrio y el juguete de cristal descansaba a sus pies, brillando bajo las luces que Julián aún no había apagado. El silencio que siguió al audio de los altavoces fue absoluto, denso, casi doloroso.
Entonces, escuchó el sonido que había temido y deseado durante todo el día: el clic metálico de la cerradura electrónica de su habitación.
Julián entró. No llevaba su chaqueta, solo la camisa gris con las mangas remangadas hasta los codos y el cuello desabrochado. Sus ojos no eran los del tío serio y distante; eran los del hombre que acababa de ver cada rincón de la intimidad de Elena en alta definición. La miró desde la puerta, recorriendo con la vista su cuerpo desnudo y tembloroso en el suelo.
—Te dije que el cristal desaparecía dentro de ti —dijo con una voz que vibraba con una intensidad peligrosa—. Pero el cristal no tiene manos. No tiene voluntad.
Él cruzó la habitación con pasos lentos y pesados. Elena intentó cubrirse instintivamente, pero él la tomó de las muñecas con una fuerza firme, obligándola a ponerse de pie. La empujó suavemente contra el ventanal, el mismo que la había observado todo el tiempo. El frío del vidrio en su espalda contrastó violentamente con el calor del pecho de Julián cuando él se pegó a ella.
—¿Sabes cuántas horas he pasado diseñando este ángulo, Elena? —susurró él, hundiendo su rostro en el hueco de su cuello, aspirando el aroma a sudor y excitación que ella desprendía—. Cada centímetro de esta habitación fue hecho para este momento. Para que pudieras verte reflejada mientras yo te tomo.
Julián bajó una de sus manos, recorriendo el vientre plano de su sobrina hasta encontrar la humedad que el juguete de cristal había provocado. Elena soltó un jadeo ahogado, cerrando los ojos.
—Mírame —le ordenó él, su voz era un látigo de terciopelo—. Mira el espejo. Mira lo que le estás haciendo a tu tío.
Elena abrió los ojos y vio la imagen en el cristal: la figura imponente de Julián rodeándola, sus manos grandes y expertas reclamando cada curva de su cuerpo joven. La diferencia de edad, el tabú de la sangre y la tecnología que los rodeaba se fundieron en una sola sensación de entrega total.
Él la giró, obligándola a apoyarse contra el vidrio de espaldas al despacho, y en ese momento, Julián ya no necesitó cámaras ni micrófonos. La tomó con una urgencia que rompió toda su compostura profesional, mientras Elena gritaba su nombre contra el cristal empañado, sabiendo que, aunque no hubiera nadie más en la casa, cada uno de sus movimientos estaba siendo inmortalizado por los servidores silenciosos que Julián había programado para su eterno placer.
Julián la tomó de las muñecas con un gesto brusco que hizo que Elena soltara un gemido de sorpresa. La levantó del suelo como si fuera una muñeca de trapo y la arrojó sobre la cama, donde el camisón rojo aún conservaba las arrugas de la noche anterior. Se quitó la camisa con movimientos precisos, revelando un torso cincelado por años de disciplina: pectorales definidos, un abdomen marcado en bloques perfectos, brazos musculosos sin exceso. Cada músculo estaba en su lugar, como si hubiera sido tallado en mármol por un escultor obsesivo. Su piel, bronceada y lisa, olía a jabón caro y a ese aroma masculino que hacía que Elena tragara saliva sin querer. Las piernas largas y musculosas se tensaban bajo el tejido de sus pantalones mientras se desabrochaba el cinturón con dedos expertos.
Julián bajó los pantalones junto con la ropa interior, revelando un vello púbico meticulosamente recortado —casi inexistente— que dejaba al descubierto su erección, palpitante y amenazante. Elena nunca había visto un cuerpo así, tan calculado, tan deliberadamente perfecto. No había un solo pelo fuera de lugar, no había una curva que no cumpliera una función estética o práctica. Incluso el modo en que se movía —dominando el espacio entre ellos con tres pasos exactos— parecía coreografiado para maximizar el impacto visual de su desnudez.
Se inclinó sobre ella, posando una rodilla en el colchón, y Elena pudo sentir el calor irradiando de su piel contra la suya. Julian tomó sus manos y las colocó sobre su pecho.
—Toca —ordenó—. Aprende la diferencia entre un cuerpo de niña y uno de hombre.
Elena sintió bajo sus dedos el latido acelerado de Julián, la firmeza de sus músculos, el contraste entre su propia piel suave y la rugosidad controlada de la de él. Cuando Julián se acomodó entre sus piernas, el contacto de sus muslos contra los de ella fue como una descarga eléctrica: calor contra calor, humedad contra presión, promesa contra amenaza.
—Ahora mírame —susurró Julián, acercando su rostro al de ella—. Quiero que veas exactamente lo que me provocas.
Elena obedeció, incapaz de resistirse. Sus pupilas dilatadas reflejaban la imagen de Julián desnudo bajo la luz cenital: cada músculo abdominal marcado como escalones de mármol, el pecho ancho que se elevaba con una respiración controlada pero acelerada. Sin pensarlo, sus dedos adolescentes trazaron el mapa de su torso, explorando los surcos entre los abdominales, la dureza de sus pectorales, deteniéndose en los pezones oscuros que se endurecieron al contacto. Pero fue más abajo donde su atención se clavó: ese pene erecto, grueso y palpitante, con venas que dibujaban caminos de deseo bajo la piel. Nunca había visto uno así—no en la vida real, solo en esas películas que veía a escondidas—.
—Es… demasiado —murmuró Elena, tragando saliva. Sus muslos se cerraron instintivamente, pero Julián separó sus piernas con un empuje suave de su rodilla.
—No para ti —respondió él, guiando su mano hacia su erección—. Tu cuerpo está hecho para esto. Lo demostraste anoche con el cristal. —La piel de su miembro estaba caliente, casi abrasadora al tacto. Elena sintió cómo latía bajo sus dedos, cómo una gota de líquido perlaba en el glande—. Tócalo. Aprende su forma. Es tu nueva llave, Elena. Abrirá puertas que ni siquiera sabías que tenías.
Ella lo rodeó con los dedos, asombrada por el contraste entre su suavidad y su firmeza. Cuando Julián emitió un gruñido gutural, Elena sintió una oleada de poder mezclada con sumisión. Él la observaba con esa mirada de arquitecto: calculando ángulos, midiendo reacciones, planeando cada milímetro de lo que vendría después.
—Así… —murmuró Julián mientras su mano cubría la de ella, aumentando la presión—. Así es como se sostiene una herramienta. Con respeto, pero con dominio. —Su respiración se quebró cuando Elena, movida por un instinto recién descubierto, deslizó su pulgar sobre el frenillo, provocando que su cuerpo entero se tensara—. Exactamente. Ahora gira. Quiero que veas en el espejo cómo te preparo.
Elena lo miró, desconcertada, pero Julián ya la estaba volteando con la fuerza calculada de un maestro de ajedrez moviendo su pieza más valiosa. La colocó de rodillas frente al ventanal, donde su reflejo mostraba la escena completa: Julián de pie, imponente, con su erección apenas rozando la curva de su espalda; ella, arrodillada, con los labios entreabiertos y los ojos brillantes de anticipación y terror.
—Antes que probarlo con tus labios inferiores —susurró él, acariciando su mejilla con el dorso de los dedos—, pruébalo con tus dulces labios de niña. Chúpamelo como si fuera la última comida de tu vida. Como si cada milímetro de piel que toques con esa lengua curiosa pudiera salvarte.
Elena inclinó la cabeza, sintiendo el peso del miembro de Julián contra sus labios. El primer contacto fue una caricia de piel ardiente, salada por el precum que ya manchaba su barbilla. Cuando abrió la boca para recibirlo, el sabor la sorprendió: masculino, terroso, con un regusto a hierbas amargas que hacía que su lengua se moviera instintivamente, buscando más. Julián emitió un sonido gutural, casi animal, cuando ella envolvió su glande con los labios, aplicando la misma presión que usaba para chupar los helados de fresa que tanto le gustaban.
—Más hondo —ordenó él, mientras sus manos se entrelazaban en su pelo, guiando el ritmo—. Quiero sentir tu garganta ajustándose alrededor de mí como esos músculos que apretaban el cristal.
Elena tragó saliva antes de permitir que Julián avanzara, llenando su boca hasta el punto donde la nariz se hundía en el vello púbico. Las lágrimas asomaron cuando la punta rozó su paladar blando, pero Julián no se detuvo. La sostuvo allí, inmóvil, mientras con el pulgar trazaba el contorno de sus labios estirados alrededor de su grosor.
—Lamélo como paleta —susurró—. La lengua arriba del frenillo. Así, exactamente. —Elena obedeció, la punta rosada de su lengua dibujando círculos húmedos bajo el prepucio de Julián, donde el sabor se concentraba más salado, más intenso. Cada vez que retraía la piel, un gemido escapaba de él, las venas de su cuello marcándose bajo el esfuerzo de contenerse.
La segunda vez que Julián empujó hacia su garganta, Elena se preparó mejor. Relajó la mandíbula, dejó que la saliva acumulada lubricara el camino, y cuando sintió el primer contacto con su úvula, tragó en lugar de resistirse. El gruñido que salió de Julián vibró en su cráneo. Los dedos de él se cerraron en su pelo, tirando con una fuerza medida—nunca suficiente para lastimar, solo para dirigir—mientras su cadera comenzaba un vaivén hipnótico. Cada empuje hacia adentro dejaba menos aire en sus pulmones, cada retirada dejaba su boca brillante y entreabierta, los labios inflamados por la fricción.
Cuando Julián finalmente perdía el control—los músculos de su abdomen contrayéndose en espasmos, los dedos enterrándose en las raíces del pelo de Elena—ella mantuvo los ojos abiertos, viendo en el espejo cómo su rostro se distorsionaba en éxtasis. El primer chorro fue directo a su garganta, caliente y espeso. Tragó por instinto, pero el segundo y tercer disparo alcanzaron su paladar, su lengua, la punta de su nariz. Julián no apartó la mirada del reflejo mientras su semen goteaba entre los labios hinchados de ella, trazando líneas blancas sobre su piel enrojecida.
—No has terminado —dijo él con voz ronca al verla intentar limpiarse con el dorso de la mano. Le agarró la muñeca y llevó sus dedos ensuciados a su propia boca—. Todavía estoy duro, Elena. Y ahora sabes exactamente qué hacer.
Julián se sentó en el borde de la cama, las piernas abiertas, su erección aún palpitante sobre el vientre marcado. Con un gesto, la hizo arrodillarse entre sus muslos. Esta vez no hubo instrucciones. Cuando Elena inclinó la cabeza hacia él, ya sabía que cada caricia, cada succión, cada movimiento de lengua debía ser una declaración de sumisión. Los dedos de Julián acariciaron su cuello mientras ella trabajaba, contando los latidos de su arteria bajo la piel.
—Más lento ahora —murmuró—. Tómalo todo otra vez. Pero esta vez… haz que dure. —Sus pulgares dibujaron círculos en las sienes de Elena mientras ella obedecía, aprendiendo el ritmo que lo llevaría al borde sin dejarlo caer—. Eso es. Ahora entiendes. El arte está en la demora. En saber exactamente… cuándo… —un gemido entrecortado— …romperla.
Pero mientras los labios de Elena seguían trabajando, Julián deslizó una mano entre sus muslos, encontrando el calor húmedo que había estado ignorando deliberadamente. El primer contacto de sus dedos largos contra sus labios menores hizo que Elena se estremeciera, interrumpiendo la succión por un segundo. Julián aprovechó para empujar dos dedos dentro de ella sin previo aviso, midiendo con precisión clínica cómo su interior se ajustaba alrededor de sus nudillos.
«Tan estrecha», murmuró mientras retorciéndola los dedos hacia arriba, buscando ese punto esponjoso que había estudiado en sus grabaciones nocturnas. El movimiento era calculado: pulgar en el clítoris, índice y medio bombeando en ese ángulo exacto que hacía que las caderas de Elena se sacudieran involuntariamente contra su mano, mezclando el dolor de la penetración brusca con el placer de la fricción perfecta. Cada gemido ahogado que escapaba de ella vibraba alrededor de su erección.
Julián observaba el reflejo distorsionado en el ventanal: las pantorrillas blancas de Elena apretando involuntariamente sus costillas, los dedos de sus pies retorciéndose cerca de su clavícula cada vez que sus nudillos rozaban ese punto interno que la hacía convulsionar. Era una ecuación exacta—la presión de su lengua contra el frenillo de su miembro equivalía a tres dedos moviéndose en círculos dentro de ella—cada variable medida para producir el máximo rendimiento.
—Mira cómo tiemblas— susurró Julián, sacando los dedos brillantes para pintar sus labios menores con el mismo líquido que chorreaba de su boca—. Tus músculos memorizan mi geometría.
Las muñecas finas de Elena encajaron en sus palmas como piezas de un mecanismo predestinado. Julián las elevó sobre su cabeza en un arco perfecto mientras su rodilla derecha separaba sus muslos adolescentes. La velocidad del movimiento hizo que el aire se escapara de sus pulmones en un gemido ahogado—piernas blancas, lampiñas, que habían corrido descalzas por la casa ahora dobladas contra el pecho cincelado de Julián como alas de mariposa clavadas en un cuadro. La presión de sus pantorrillas contra sus pectorales marcó la temperatura exacta: 36.7 grados registrados por los sensores de la cama.
Sin previo aviso—sin el ceremonial sadismo de antes—Julián hundió su erección en el núcleo palpitante que sus dedos habían dejado húmedo y dilatado. El grito de Elena se partió en dos: agudo como cristal roto al inicio, después convertido en un quejido gutural cuando las paredes internas de su vagina se ajustaron alrededor del miembro de Julián con un espasmo líquido. Sus uñas adolescentes se clavaron en sus antebrazos, dejando diez medias lunas rosadas que él registraría después como trofeos.
El ventanal reflejaba cada detalle obsceno: la vagina de Elena—rosada como la concha de un molusco recién abierto—abriéndose y cerrándose alrededor de la piel tirante del pene de Julián. Cada embestida producía un sonido húmedo («plap-plap-plap») que los micrófonos de techo amplificaban hasta convertirlo en un ritmo hipnótico. Las cámaras térmicas captaban el gradiente de color: el morado intenso del glande de Julián contra el rosa translúcido de los labios menores de Elena, la fricción generando un calor que distorsionaba el aire en pantalla.
El clítoris de ella—un botón hinchado del tamaño de una uva pasa—brillaba bajo los focos LED como una gota de mercurio. Julián lo rodeó con el pulgar, aplicando presión ascendente en sincronía con sus embestidas. «Ahí… ahí… AHÍ—», gritó Elena cuando el punto de contacto se volvió insoportable, la piel tan sensible que cada roce enviaba relámpagos de dolor-placer a sus rodillas temblorosas. Sus pezones—duros como piedritas de río—frotaban contra el vello pectoral de Julián con cada movimiento, dejando rastros diminutos de humedad que las cámaras macro registraban en tiempo real.
Con un movimiento fluido, Julián la volteó como a un animalito asustado, posicionándola en cuatro puntos sobre las sábanas arrugadas. La cachetada en la nalga derecha resonó como un disparo—una mano grande marcando en carne blanca un pentagrama rojo que palpitaba al compás del aire acondicionado. Elena gimió más por la sorpresa que por el dolor, pero Julián ya escupía en el hoyuelo anal que dividía sus glúteos adolescentes. La saliva cálida resbaló por el surco interglúteo como mercurio, deteniéndose en el orificio anal—pequeño, rosado y nunca tocado—que se contrajo instintivamente ante el contacto extraño.
«Es más virgen que tu boca cuando llegaste», murmuró Julián mientras el pulgar rodeaba el anillo muscular con precisión arquitectónica. La presión inicial fue mínima—solo el peso de la yema contra la estrella nerviosa—pero suficiente para que la espalda de Elena se arqueara en dos direcciones contradictorias: las caderas empujando hacia atrás para escapar, mientras los hombros se hundían en el colchón en sumisión. Julián contrarrestó el movimiento con su rodilla izquierda, que se clavó entre sus muslos para separarlos aún más, exponiendo el trío de orificios brillantes—vagina hinchada, ano palpitante, el hilo de saliva que los unía—a la luz fría de los focos.
El sonido que salió de Elena cuando el pulgar entró fue algo entre un grito ahogado y un gemido roto—una octava que Julián registró mentalmente para reproducirla después en los altavoces de la ducha. La resistencia del esfínter era exactamente como la había calculado: tensa al principio, luego cediendo en espasmos rítmicos que coincidieron con las contracciones vaginales que apretaban su pene aún enterrado en ella. Cada milímetro que avanzaba su pulgar (meticulosamente lubricado con su propia saliva mezclada con los fluidos vaginales de Elena) producía una reacción en cadena: los dedos de ella arañando las sábanas, los músculos abdominales marcándose bajo la piel traslúcida, el clítoris palpitando como un corazón diminuto.
Cuando el nudillo de Julián rompió el último anillo de resistencia, Elena convulsionó como un animal electrocutado—su espalda se arqueó tanto que las vértebras parecían querer separarse, mientras un chorro transparente brotaba de su vagina empalada, mojando el vientre de Julián y las sábanas en un arco perfecto que los sensores de humedad registraron como 37.8 mililitros exactos. El orgasmo no fue una ola, sino un terremoto: empezó en sus dedos de los pies (que se crisparon como garras), ascendió por las pantorrillas (donde los músculos bailaron bajo la piel), y explotó en el útero con contracciones tan violentas que Julián sintió cómo su pene era masajeado en pulsaciones sincronizadas con los gritos entrecortados de ella.
El pulgar anal de Julián se convirtió en un pistón—cada empuje hacia adentro coincidía con una embestida más profunda de su pelvis, comprimiendo los puntos de placer de Elena en un circuito cerrado donde el dolor y el éxtasis se fundían. Su ano, ahora rojo e hinchado como una flor tropical, se ajustaba alrededor de la falange con espasmos que Julián midió mentalmente: 0.8 segundos de contracción, 1.2 de relajación, precisión orgásmica. El sonido era obsceno—un chasquido húmedo mezclado con el llanto gutural de Elena, cuyas lágrimas salpicaban el reflejo distorsionado en el ventanal donde se veían sus nalgas levantadas, marcadas por los dedos morados de Julián.
Cuando el semen brotó en pulsaciones largas dentro de su útero adolescente, Julián mantuvo sus caderas pegadas a las de ella, sellando la salida como un tapón de cera. Cada chorro caliente—registrado por sensores internos a 37.3°C—provocaba una convulsión inversa en Elena: primero un gemido ahogado, luego las pantorrillas temblando como aspas de ventilador, finalmente los dedos de los pies retorciéndose en espasmos que dibujaban arcos en el aire. La domótica de la cama captaba las frecuencias musculares—7.8 Hz en los abdominales, 12.3 Hz en los esfínteres—mientras Julián murmuraba ecuaciones al oído de ella: «La densidad de tus fluidos dividida por la velocidad de mis embestidas iguala exactamente… esto».
El segundo orgasmo la alcanzó cuando Julián retiró su pulgar del ano con un *pop* audible, dejando el esfínter palpitando como la garganta de un sapo. Elena quedó desparramada en diagonal sobre las sábanas arrugadas, las piernas abiertas en un ángulo obtuso que mostraba el brillo mezclado de sus fluidos y los de él. Los espasmos la sacudían secuencialmente, como choques eléctricos enviados a intervalos precisos: primero un estremecimiento en los labios menores (captado en infrarrojo como un destello rosa), luego una contracción en el útero (registrada por el sensor intrauterino como onda sinusoidal), finalmente un temblor en los párpados que dejaba las pestañas pegajosas de lágrimas.
Julián observaba el espectáculo con las manos apoyadas en el marco del ventanal, donde las huellas digitales de Elena aún marcaban el cristal en arcos de desesperación. Su espalda—una topografía de músculos definidos por años de disciplina—se arqueó ligeramente cuando otro espasmo recorrió el cuerpo de ella, esta vez provocado por el aire acondicionado que repentinamente bajó a 18°C sobre su piel sensible. Los pezones de Elena, ya dolorosamente erectos, se crispaban aún más contra el frío calculado, mientras entre sus muslos una gota de semen mezclado con fluido vaginal resbalaba en cámara lenta hacia el hoyuelo sacro.
Sin apartar los ojos de las pantallas que rodeaban la cama—mostrando en tiempo real las reacciones fisiológicas de Elena desde ángulos imposibles—Julián tomó el vibrador de cristal tallado que yacía abandonado en la mesilla. Lo encendió en su nivel más bajo (187 Hz) y lo deslizó por la espina dorsal de ella, desde el cuello hasta el coxis, deteniéndose en cada vértebra para medir el tiempo de reacción. Cuando alcanzó el ano todavía distendido, Elena gimió como un cachorro herido, pero su cuerpo traicionero arqueó la pelvis hacia el estímulo, frotando el clítoris hinchado contra la sábana húmeda. «Tu sistema nervioso autónomo sigue respondiendo a mis órdenes», musitó Julián mientras el vibrador dibujaba círculos concéntricos alrededor del esfínter abusado. «Incluso cuando tu mente cree que ya terminó».
Julián se terminó de abrochar la camisa frente al ventanal. No hubo caricias de despedida ni palabras de afecto. Elena permanecía inmóvil en la cama, con la piel aún encendida y los ojos fijos en la nuca de su tío; una mirada que no buscaba amor, sino la próxima orden.
Él llegó a la puerta y se detuvo con la mano en el pomo. Solo entonces la miró de reojo, con una frialdad que la hizo estremecer.
—Límpiate, Elena. El sensor de la cama detecta humedad y no quiero que el sistema dé un error de limpieza —hizo una pausa breve, bajando la voz—. Mañana abre el paquete dorado que dejé en el escritorio de la biblioteca. Es hora de ver si puedes seguir mis instrucciones sin que yo esté presente.
Julián salió y cerró la puerta. Elena se quedó sola en la penumbra, escuchando el zumbido casi imperceptible de la cámara de la esquina que, de repente, giró su lente para enfocarla directamente a la cara.


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