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Dominación Mujeres, Fetichismo, Sado Bondage Mujer

Relato de terror: La abuela sádica. Parte 1

Relato sadomasoquista donde iréis conociendo a la abuela Remedios. Una abuela sádica que disfruta castigando y humillando. Historia de como me convertí en un esclavo masoquista. El final promete no defraudar..
Tuvimos que regresar, mi madre y yo, a  vivir a la casa de mi abuela. Mi madre se llamaba Marta, y su madre —mi abuela— era la abuela Remedios. Volvimos porque ya no podíamos subsistir solos. Mi padre nos había abandonado hacía tiempo, apenas conservaba algún gesto cariñoso suyo. Era un hombre sin escrúpulos, un vividor y borracho incapaz de sostener una familia. Aguantó lo justo antes de marcharse con otra mujer, dejando a mi madre destrozada y sola.

Durante un tiempo, mi madre trató de salir adelante. Consiguió trabajo, pero la crisis económica la alcanzó y la despidieron. No tuvo más remedio que recurrir a su madre. Aquel día la vi llorar, marcó el número de la abuela en el teléfono, suplicando que nos permitiera vivir en su casa “solo una temporada”. La abuela aceptó, aunque de mala gana. Hacía años que no se hablaban.

Su ruptura venía de lejos, desde que mi madre decidió marcharse con mi padre. La abuela, con su severidad de hierro, le había advertido que aquel hombre no traería más que desgracias. Y así fue. Mi madre, ahora humillada y sin recursos, sabía que su madre había tenido razón.

Me contó que en su infancia la disciplina era una ley sagrada. Tanto el abuelo ya fallecido  como la abuela imponían orden con una rigidez que rozaba lo inhumano. Castigos, gritos, silencio, obediencia. Todo formaba parte de su educación. Mi madre había querido huir de aquello, rompiendo las cadenas, pero al final el destino la arrastraba de nuevo a ese mismo lugar del que había escapado.

Yo no conocía a mi abuela. Apenas había visto alguna foto antigua en la que aparecía con el ceño fruncido, vestida de oscuro, con la mirada severa y el gesto implacable. Pero pronto la conocería. Y nunca, jamás, la olvidaría.

No he conocido a ninguna mujer tan estricta, tan perversa, tan malvada y cruel como ella. Fue mi abuela quien me convirtió en lo que soy hoy: un hombre obediente… un esclavo  servil y masoquista.

Durante el trayecto en autobús, mi madre me hizo muchas advertencias, aunque confieso que apenas le presté atención. Hablaba en voz baja, con ese tono tembloroso que usa cuando intenta que algo parezca una súplica más que una orden. Me repitió una y otra vez que debía comportarme, que respetara siempre a la abuela Remedios, que la obedeciera en todo y, sobre todo, que nunca la hiciera enfadar.

La segunda advertencia me pareció todavía más extraña: «No mires sus guantes —me dijo—, ni digas nada sobre ellos. Nunca. Es muy importante». Según me explicó, la abuela tenía una especie de fobia a tocar las cosas con las manos desnudas y por eso siempre las llevaba cubiertas con guantes. No le di demasiada importancia; sonaba a una de esas rarezas de ancianos que dan más risa que miedo.

Hasta hacía poco vivíamos en un piso pequeño en la ciudad, con el ruido de los autos, las luces de los escaparates y mis amigos del barrio. Ahora, en cambio, nos mudábamos a un pueblo del que jamás había oído hablar. Mi madre dijo su nombre con un tono resignado, como si pronunciarlo le pesara. A mí me daba igual cómo se llamara; lo odiaba antes de conocerlo.

Estaba enfadado con todo: con mi padre por habernos abandonado, con mi madre por arrastrarme a aquel rincón perdido, y con el mundo entero por hacerme pagar las consecuencias de sus errores. Miraba por la ventanilla del autobús las colinas vacías y los campos sin fin, sintiendo que cada kilómetro me alejaba más de mi vida anterior. Pero nada podía hacer. El destino ya estaba decidido.

Cargando con las maletas, mi madre y yo caminamos hasta la puerta. Allí estaba ella, esperándonos. Fue la primera vez que la vi, y su imagen me dejó sin palabras. Era una mujer de unos  sesenta y cinco años de edad  —quizás bastante más—, de cuerpo corpulento y presencia arrolladora. Pesaba, sin duda, más de cien kilos. Sus brazos eran voluptuosos, de piel firme y curtida, y sus piernas anchas y poderosas, sostenidas sobre unas botas altas de goma. Llevaba una bata corta y ajustada que marcaba su figura y la hacía parecer aún más gorda. Los hombros y los brazos los dejaba completamente al aire: el vestido era de tirantes, algo que en ella resultaba tan extraño como inquietante. Su rostro, severo y pétreo, estaba cubierto de arrugas profundas, curtidas por la edad y los años de trabajo, con una expresión de cansancio eterno que no admitía ternura. La mirada de sus ojos, grandes y penetrantes, parecía taladrarme, llena de un desprecio que me hizo sentir incómodo y vulnerable. Su presencia imponente y su apariencia descuidada, con esos guantes de goma sucios y desgastados, me hicieron comprender que estábamos entrando en un territorio desconocido y peligroso.

Bajo la bata se distinguían unas medias negras, ceñidas a sus piernas fuertes y voluptuosas ,  las botas negras de goma le llegaban casi hasta las rodillas. En aquel lugar, lluvioso  y siempre cubierto de nubes, el barro era parte del paisaje. En una mano llevaba puesto un guante de goma viejo, sucio y grasiento; en la otra, sostenía el guante compañero, agarrado por el extremo sin enfundar. Aquella visión, mitad grotesca y mitad hipnótica, me dejó helado. Me pregunté su tamaño,  su manera de imponerse sin decir una palabra. Era enorme, tres veces mi tamaño, pero se movía con una agilidad que no parecía propia de su peso. No había nada atractivo en ella; Era una mujer que nunca me follaría, una abuela cuyo aspecto y presencia solo inspiraban repulsión y miedo.

Apenas nos saludó. Su mirada, fría y calculadora, nos recorrió de arriba abajo como si evaluara el grado de inconveniencia que representábamos. No deseaba nuestra presencia, eso se notaba, pero tampoco iba a dejar a su hija en la calle, su conciencia se lo impedía. Nos indicó con un gesto seco que pasáramos. Su presencia imponente y su actitud distante me hicieron sentir como un intruso en la que iba a ser mi propia casa. Cada detalle de su apariencia, desde sus guantes sucios hasta su bata ajustada, solo reforzaba la idea de que era una mujer dura y despiadada.

Nada más entrar, la abuela señaló con la mano nuestras habitaciones, sin molestarse en ayudarnos con las maletas. Mientras caminaba por el pasillo, el sonido de sus botas de goma resonaba en cada baldosa: choc, choc, choc. Aquellas pisadas pesadas parecían marcar el ritmo de la casa misma, un recordatorio constante de su dominio y control. El eco de sus pasos se mezclaba con el olor a cerrado y a algo más… algo indescriptiblemente perturbador. La casa, al igual que su dueña, parecía observarnos, esperando el momento adecuado para revelar sus secretos más oscuros. No había nada en aquel lugar que sugiriera calor o acogida; solo una sensación de frío y desolación que se adhería a cada rincón. El chasquido de sus botas me producía un miedo inexplicable, un repelús que recorría mi espalda cada vez que resonaba en el suelo. Era como si cada paso suyo anunciara una amenaza inminente, una promesa de algo terrible por venir. Aquella casa, con su dueña al mando, se convertía en un lugar donde el miedo y la incertidumbre se entrelazaban, creando una atmósfera asfixiante de la que no podríamos escapar fácilmente.

Me sorprendí que, al repartir las habitaciones, mandara a mi madre a una pequeña estancia en la planta baja junto a su habitación  y a mí me apartara  a una del piso superior. Lo dijo sin mirarme ni siquiera: “No quiero hombres merodeando por la casa”, murmuró con desprecio. En ese instante comprendí que me odiaba. En mis rasgos, en mi forma de estar de pie, veía el reflejo de mi padre, el hombre que le había arrebatado a su hija y manchado su orgullo. Yo era, para ella, una extensión de aquel pecado. Su mirada, fría y penetrante, me taladraba, y supe que mi presencia en aquella casa sería una constante fuente de conflicto y sufrimiento.

Aquellas palabras fueron el presagio de lo que vendría. Apenas habíamos entrado, y ya sabía que seríamos infelices allí. Odié la casa, su olor a humedad, el silencio denso que la llenaba… y sobre todo, odié a la abuela Remedios. Deseaba marcharme cuanto antes, aunque en el fondo intuía que no sería tan fácil escapar de ella. Cada rincón de la casa parecía susurrar secretos oscuros, y la presencia de mi abuela, como una sombra imponente, se cernía sobre nosotros, recordándonos constantemente nuestro lugar.

Esa primera noche no logré dormir. La madera del techo crujía con cada ráfaga de viento, y el reloj del pasillo marcaba las horas con un tic-tac metálico que me perforaba los oídos. Desde abajo, se oían pasos lentos, acompañados, y el inconfundible sonido de las botas de goma golpeando el suelo: choc, choc, choc. Era ella. Caminaba por la casa a oscuras, sin razón aparente. A veces se detenía justo bajo mi habitación, y el silencio que seguía era tan profundo que me atrevía apenas a respirar. El miedo me paralizaba, y cada crujido, cada sombra, se convertía en una amenaza potencial. Sabía que, si bajaba, encontraría a mi abuela, vigilante y severa.

La primera semana fue terrible. Desde el primer día, la convivencia con la abuela Remedios se convirtió en una guerra silenciosa que cada jornada acababa en gritos y reproches. Ella me odiaba, y yo a ella. No había espacio en aquella casa para la calma ni para el perdón. Cada palabra suya era una orden, cada mirada, una amenaza. Su presencia imponente y su voz autoritaria llenaban cada rincón, dejando claro que ella era la dueña y señora de todo lo que nos rodeaba. El miedo a su reacción constante me mantenía en vilo, y cada interacción se convertía en un campo de batalla donde la victoria siempre era suya.

La vieja abuela Remedios decía que era un maleducado, una sinvergüenza igual que mi padre. Que tenía la misma forma de mirar, el mismo gesto arrogante y el mismo aire de desobediencia. Sus insultos se mezclaban con sermones interminables sobre disciplina, respeto y obediencia. Yo la escuchaba con los brazos cruzados, fingiendo indiferencia, pero por dentro hervía de rabia. Me daba igual lo que dijera, y cuando me hablaba con ese tono autoritario, la contestaba sin pensar, faltándole al respeto de todas las maneras posibles. Cada confrontación era una prueba de voluntad, y aunque intentaba mantenerme firme, su dominio siempre me dejaba exhausto y derrotado.

En respuesta, ella apretaba los labios, los ojos le brillaban de furia y sus manos, enfundadas en aquellos guantes mugrientos, se crispaban como si contuviera las ganas de golpearme. Me llamaba inútil, perezoso, malcriado. Decía que la casa se había vuelto  un estercolero conmigo dentro. Y tenía parte de razón: yo ensuciaba a propósito, dejaba los platos sin fregar, tiraba la ropa en cualquier sitio y evitaba cualquier tarea que me mandara. Era mi forma de rebelarme, aunque cada acto de desobediencia solo la enfurecía más. Su mirada, fría y penetrante, me taladraba, pero yo me esforzaba por mantener una fachada de indiferencia, aunque por dentro sentía un miedo constante y una rabia que no podía controlar.

Así transcurrió esa primera semana: entre gritos, puertas cerradas y un silencio cargado de odio. Mi madre, agotada por el trabajo en el campo, trabajo que la había buscado la abuela remedios,  intentaba mediar, pero su voz apenas contaba. La abuela Remedios dominaba la casa, y su presencia lo impregnaba todo. Yo aún no lo sabía, pero aquellos enfrentamientos serían el principio de algo mucho peor. Cada noche, mientras intentaba dormir, el sonido de sus botas de goma resonaba en mi mente, un recordatorio constante de su dominio y control. El miedo a lo que podría pasarme mantenía en vilo, y cada crujido, cada sombra, se convertiría en una amenaza potencial.

Odiaba las comidas que preparaba la abuela. Eran guisos grasientos, espesos, llenos de hortalizas y de todo tipo de ingredientes que parecían sacados del huerto o del fondo del armario. El simple olor me revolvía el estómago. Día tras día servía el mismo plato, con esa insistencia suya que no admitía réplica, y yo me negaba a comerlo. Al final, mi madre terminaba preparándome algo distinto, bajo la mirada furiosa de la abuela, que no dejaba de repetir que me tenía muy malcriado y sin educación. Su voz, llena de desprecio, me hacía sentir aún más rebelde, y cada bocado que rechazaba era una pequeña victoria en mi guerra personal contra ella.

La abuela me miró enfadada, los ojos chispeando de ira mientras apretaba el guante contra su palma. —Te aseguro que si yo fuera tu madre   te haría comer hasta el último bocado de tu plato, te metería el guante hasta la garganta si hiciese falta— dijo con voz grave y contenida mirando su guante. Sus palabras me helaron por dentro durante un instante, pero enseguida reaccioné con el descaro que me caracterizaba. Me burlé de ella, sin medir las consecuencias. Le dije que la maleducada y grosera era ella, por comer en la mesa con esos guantes puestos y tan sucios. Su expresión se volvió aún más severa, y supe que había cruzado una línea peligrosa. Pero en ese momento, la satisfacción de haberla desafiado superaba cualquier miedo que pudiera sentir.

Mi madre ya me había advertido, durante el viaje, que jamás mencionara los guantes de la abuela. Pero no hice caso. Aquella burla mía fue como encender una cerilla en una habitación llena de gas: bastó una chispa para que la mirada de la abuela se volviera algo más que furia; era odio, un odio contenido que supe, en ese momento, que algún día encontraría la forma de desatarse. Su expresión se volvió pétrea, y el aire a nuestro alrededor se cargó de una tensión palpable. En ese instante, comprendí que había cometido un error fatal, pero ya era demasiado tarde para retroceder.

Entonces cogí el plato con desprecio y lo tiré a la basura delante de los ojos de la abuela. Lo hice como un gesto final, un desafío visible que selló mi condena. Ella me observó en silencio, la respiración apenas perceptible, y su expresión no era ya solo enfado: era la certeza de haber cruzado un límite. Aquel día dictó mi sentencia. Aunque en ese instante no sabía que ya había llegado al punto más bajo, todo empeoró después con lo que ocurrió más tarde. Sabía que había desatado algo terrible, y que las consecuencias de mi desafío serían devastadoras

La última discusión —la peor de todas— llegó a finales de aquella primera semana. Todo comenzó por mi culpa, aunque en ese momento no quise admitirlo. Una tarde, aburrido y resentido, revolvía entre las cosas de la cocina buscando algo de comer cuando descubrí un viejo tarro de cristal escondido en lo alto del armario. Dentro había un fajo de billetes perfectamente doblados y sujetos con una goma. Era dinero que la abuela guardaba con celo, seguramente sus ahorros de años. La tentación fue demasiado grande, y sin pensar en las consecuencias, tomé uno de los billetes y lo metí en el bolsillo.

No lo pensé demasiado. Tomé uno de los billetes, lo metí en el bolsillo y me marché al bar del pueblo. Necesitaba escapar de aquella casa, aunque solo fuera por unas horas. Allí bebí, reí con desconocidos y por un momento sentí que recuperaba algo de mi libertad perdida. La sensación de libertad, aunque efímera, me embriagó, haciendo que me olvidara por completo de las posibles consecuencias. Cuando regresé, el cielo ya estaba oscuro y la lluvia golpeaba los cristales, creando un ambiente aún más opresivo y amenazante.

La abuela me esperaba en el salón, sentada en su viejo sillón de terciopelo, con el tarro sobre las rodillas. No dijo nada al principio. Solo me observaba, inmóvil, con sus guantes puestos y la mirada fija. Entonces supe que lo sabía. Ella contaba cada céntimo con una precisión enfermiza; bastaba un solo billete menos para que lo notara. Su silencio era más aterrador que cualquier grito, y la tensión en el aire era palpable, como si el mismo aire estuviera cargado de electricidad.

—Has robado en mi casa —dijo finalmente, levantando la voz   cargada de veneno. Cada palabra resonaba en la habitación, llenando el espacio de una amenaza inminente. Su tono era calmado, pero la furia contenida en sus ojos era evidente. Sabía que había cruzado una línea, y que las consecuencias serían devastadoras.

Negué todo, la insulté, le grité que se metiera su dinero donde quisiera. Dije cosas horribles, cosas que ahora me cuesta recordar y hoy jamás la faltaría al respeto de aquella manera. Ella volvió a levantar la voz recriminando mis modales e insultos. La discusión fue creciendo, como una tormenta contenida, hasta que de pronto se levantó. Su sombra se proyectó enorme contra la pared, y me miró con una seriedad que me heló la sangre. En ese momento, supe que había desencadenado algo terrible, algo de lo que no podría escapar fácilmente.

Me sostuvo la mirada unos segundos, sin pestañear, y entonces dijo:

—Da gracias que no sea tu madre porque si no ahora mismo te rompía el culo a correazos hasta dejarte sin lágrimas – .

Mi madre sobresaltada por las voces  trató de interponerse entre nosotros, tirando de mi brazo, con la voz rota por el miedo y la vergüenza. —Basta ya, Remedios, por favor —susurró, intentando alejarme—. No hace falta… —pero la abuela no la escuchó. Me empujó con un gesto seco y despectivo, como quien aparta un mueble que estorba, y mi madre se quedó de pie, temblando, incapaz de hacer nada más.

La abuela se volvió hacia la habitación de arriba sin una palabra más. Al subir, sus pasos resonaban pesados y medidos, y la puerta se cerró con un portazo  que sonó como un compás definitivo. Mi madre me miró con ojos suplicantes; yo, con la cabeza todavía ardiendo por la vergüenza y el alcohol, la devolví una mueca insolente que solo aumentó su desasosiego. Ella es quien nos había traído a esta casa, era la culpable.

Dentro de su cuarto, la vieja abuela Remedios comenzó a tramar en silencio. No era una mujer de impulsos: sus venganzas se cocían con paciencia, con la meticulosidad de quien sabe que la humillación prolongada resulta más eficaz que cualquier golpe.

Se hizo el silencio en la casa. La abuela, encerrada en su habitación, tramaba su venganza con la calma fría de quien ya sabe exactamente qué hará. No necesitaba pensar demasiado: tenía clara la lección que iba a darme, una que jamás olvidaría. Mi chulería desaparecería de golpe, y yo acabaría convertido en lo que ella deseaba: un corderito manso, sumiso, sin fuerzas para desafiarla nunca más.

Su venganza llegó la noche siguiente. Durante el día, apenas me dirigió la palabra; solo me observaba con aquella mirada cargada de odio y desprecio, una mirada que me seguía a cada paso y que parecía atravesarme sin emitir un sonido. Yo fingía indiferencia, pero algo en su silencio me incomodaba, como si la calma que se respiraba en la casa fuese demasiado densa, demasiado falsa.

Sin que yo lo supiera, la abuela había pasado el día preparando todo lo necesario para su venganza. Se movía por la casa con un sigilo extraño.

Aquella noche, de madrugada  donde el silencio cubría el pueblo entero, la abuela decidió que había llegado su momento. Iba a ejecutar su venganza, lenta y precisa, contra mí. Y yo, ignorante de todo, dormía en la habitación de arriba, completamente ajeno al castigo que estaba a punto de comenzar. El silencio de la noche, normalmente tranquilizador, se sentía ahora como una amenaza inminente, un presagio de lo que estaba por venir.

La abuela Remedios subió las escaleras en silencio, con una lentitud casi inhumana. Cada peldaño crujía apenas bajo el peso de su cuerpo y sus grandes botas de goma, y aun así, su avance era tan sigiloso que ni los perros del vecino se atrevieron a ladrar. Mi madre dormía en la planta baja, ajena a todo; yo, en la de arriba, descansaba con un sueño inquieto, enredado aún en la resaca y el mal humor del día anterior. La casa, que normalmente parecía un refugio, se había convertido en un campo de batalla, y yo era el objetivo principal. Cada paso de la abuela resonaba en mi mente, aunque aún no fuera consciente de su presencia. El miedo, aunque latente, comenzaba a despertar, preparándome para lo inevitable.

La puerta de mi habitación se abrió despacio, tan despacio que el chirrido del marco pareció un susurro siniestro. La  voluptuosa abuela  Remedios se asomó al interior, con el rostro inmóvil, los ojos fijos en mí, brillando con una mezcla de odio y satisfacción. La luz de la luna, filtrándose por la ventana, bañaba el cuarto con un resplandor pálido que la recortaba en la penumbra: su silueta corpulenta, los hombros carnosos  gruesos descubiertos, los guantes brillando como piel húmeda bajo el reflejo blanquecino. Su presencia llenaba el espacio, opresiva y amenazante, como una sombra que se cernía sobre mí.

Se acercó a mi cama con pasos medidos, el choc, choc de sus botas amortiguado por la madera vieja del suelo. En su mirada no había prisa, solo una calma escalofriante, la de quien sabe que el momento ha llegado. Yo seguía dormido, acostado boca abajo en mi almohada, sin sospechar que la oscuridad de aquella noche no provenía del cielo, sino de la presencia que avanzaba hacia mí. Su respiración, aunque contenida, era audible, un recordatorio constante de su presencia imponente y amenazante.

La abuela Remedios se detuvo junto a mi cama. En el silencio de la habitación, el leve chasquido del látex al tirar de su extremo para ajustarse los guantes a sus manos fue lo único que se oyó: tirando con fuerza de los extremos hasta que la goma marcó sus brazos gruesos. Los guantes le quedaban tan apretados que la goma del extremo se hundía en su brazo carnoso, dejando una marca visible. Cada movimiento suyo era calculado, deliberado, y el sonido de sus guantes ajustándose parecía el preludio de algo terrible.

Metió la mano por debajo de su bata corta y deslizó sus bragas por sus  grandes muslos y piernas hasta sacarlas por los pies. La abuela Remedios era estricta pero no muy pulcra; la suciedad de sus bragas  parecía acompañarla, incrustada en cada poro de su piel, en su olor rancio, en su forma de respirar. Sus bragas, sucias y llenas de restos marrones de excremento y manchas amarillentas, eran un testimonio de su descuido. Eran bragas de varios días, que no se habían cambiado, y el olor que desprendían era nauseabundo. Agarró sus bragas entre sus dedos enguantados, y el aroma agrio y rancio inundó la habitación, revolviéndome el estómago incluso en mi sueño.

No sé en qué momento mi cuerpo reaccionó, pero recuerdo haber sentido una sombra sobre mí, un peso en el aire que me oprimía el pecho y me dejaba sin aliento. La abuela Remedios se abalanzo  sobre mí, rápidamente se sentó en mi espalda, dejando caer todo su peso. Su corpulencia me aplastaba, y cada respiración mía se volvía un esfuerzo agonizante. El miedo me paralizaba, y cada intento de moverme solo aumentaba la presión insoportable de su presencia

Intenté moverme, pero no pude. Era como si el aire mismo me aplastara, como si la oscuridad se hubiera materializado sobre mi cuerpo. No comprendí lo que pasaba, solo que el miedo me invadió de golpe, clavándome al colchón. La abuela no decía nada, solo respiraba despacio, observándome, dueña absoluta de la situación. Sentí cómo agarraba mis manos bruscamente y rápidamente las colocaba en mi espalda. Me esposó las manos a la espalda con unas esposas de metal, dejando las esposas tan apretadas que el metal se clavaba en mi piel, causándome un dolor punzante. Las marcas que dejarían aquellas esposas tan apretadas serían un recordatorio constante de su crueldad y dominio. Su silencio era más aterrador que cualquier grito, y su respiración, aunque contenida, era un recordatorio constante de su presencia imponente y amenazante.

De pronto, algo rozó mis labios. Olfatee un olor fuerte y repugnante. La abuela remedios apretujaba  sus sucias bragas entre su guante de goma y las acercó a mi boca. Introdujo la tela de su ropa interior dentro de mi boca fuertemente empujando con su mano enguantada.

Intenté gritar, pero mi voz se perdió en la oscuridad. Apenas un hilo de aire salió de mi garganta antes de que algo sucio  inflara mi boca. El sabor  era nauseabundo, como a trapo viejo lleno de suciedad. Me estremecí, con las arcadas subiéndome hasta los ojos. Todo mi cuerpo se tensó, incapaz de reaccionar mientras el pánico me paralizaba.

Sentí el gusto amargo del miedo, mezclado con aquel sabor  insoportable que me envolvía. Quise pedir ayuda, pero solo salieron sonidos ahogados. La abuela no hablaba, solo observaba, impasible, con esa frialdad que me heló la sangre. Era como si disfrutara de mi desconcierto, como si cada respiración mía formara parte de una lección cuidadosamente planeada. Sus bragas apestaban, el sabor era fétido repletas de  restos de orina y caca impregnada.

Segundos después, sentí el roce áspero de una tela tensándose contra mi piel, y el aire se volvió más denso, pesado, como si la noche misma me envolviera. Me colocó una medias de nylon de color negro en la cabeza, descendiendo la tela de las medias sobre mi rostro de tal forma que la media me oprimía la cara, impidiéndome escupir la sucia mordaza. La tela, apretada con crueldad,   cada respiración se volvía un esfuerzo agonizante. La claustrofobia me invadió, y la sensación de asfixia era abrumadora. La mordaza, empapada de su sudor y suciedad, sabía a restos de caca y orina secos que se deshacían en mi boca, provocando arcadas incontrolables. Cada intento de respirar a través de la tela me llenaba de asco, y el pánico se apoderaba de mí, paralizándome por completo. En ese momento, comprendí que estaba completamente a su merced, atrapado en una pesadilla de la que no podía escapar. La goma de la media se ajustaba a mi cuello apretando mi piel. Ahora no podía escupir mi mordaza con la media apretada a mi rostro cubriendo mi cabeza.

Luego, con una calculadora frialdad, la abuela me ató los pies a los barrotes del cabecero opuesto de la cama. Apretó fuertemente la cuerda alrededor de mis tobillos, hasta que el dolor punzante me hizo morder la mordaza con más fuerza. Para terminar, colocó un collar de perro grueso alrededor de mi cuello y lo ancló al cabecero, impidiendo que pudiera mover la cabeza. Colocó un pequeño candado entre el barrote y la hebilla del collar de tal forma que fuera imposible desprenderse.  Estaba completamente inmovilizado, incapaz de escapar o moverme. El terror me consumía, y cada intento de liberarme solo aumentaba la desesperación. Quería escapar, moverme, pero solo podía degustar el sabor sucio de sus bragas sucias con sabor a su culo, incapaz de escupir la repugnante mordaza.

La oscuridad, la opresión y el miedo se entrelazaban, creando una atmósfera de pánico y desesperación de la que no podía escapar

Quise incorporarme, pero mis ataduras y el collar me lo impedían. Un peso invisible me mantenía hundido en el colchón. Intenté moverme, pero el miedo me paralizaba. Mi corazón golpeaba con fuerza. Quise gritar, pedir ayuda, pero solo salieron sonidos apagados. El aire era denso e irrespirable, y el olor agrio me hacía sentir nauseas.

La abuela Remedios se  levantó de mi cuerpo,  encendió la luz con un chasquido. La bombilla parpadeó antes de iluminar la habitación con un resplandor amarillento.

Su mirada, fría y sin compasión, se clavó en mí. Cada respiración suya parecía medida, y su sombra en la pared parecía la de una figura monstruosa, tan real como el miedo que me consumía.

Su respiración era pausada, firme. Desde tan cerca pude ver sus ojos, grandes y duros como piedras, observándome sin un atisbo de duda. En aquel instante entendí que nada podría cambiar lo que estaba por venir.

La abuela Remedios se inclinó sobre mí con un gesto brusco. Su rostro estaba tan cerca que podía oler su aliento. Noté cómo agarraba mi pelo entre su guante de goma y tiró de mi cabello con una brutalidad que me hizo creer que me arrancaba la cabeza. Aquella mujer era implacable, y no le importaba lo más mínimo causar todo el daño posible. El tirón fue salvaje, desgarrador, y el dolor me hizo humedecer los ojos, pero no pude  emitir un solo sonido, encerrándome en un silencio forzado. Agarrándome por el pelo bruscamente llena de odio  dirigió su voz áspera hacia mí:

—Intenta pedir ayuda a tu mamaíta ahora si puedes —me recriminó con voz estricta y amenazante.

Sus palabras me atravesaron como un golpe. Aquella voz, grave y segura, no necesitaba elevarse; bastaba con su firmeza para helar la sangre.

Sentí un dolor agudo que me recorrió el cuero cabelludo y me hizo cerrar los ojos con fuerza. Las lágrimas me ardieron, contenidas más por orgullo que por resistencia. La abuela seguía allí, mirándome con esa mezcla de desprecio y poder que me hacía temblar. Intenté avisar a mi madre, pero fue imposible tal como predijo. Me sentía completamente impotente, incapaz de moverme o de emitir un sonido, atrapado en un silencio que era tanto mi escudo como mi prisión.

No hacía falta que levantara la voz; su presencia bastaba. Cada palabra, cada gesto suyo, me reducía, me hacía sentir pequeño, insignificante. En su mirada comprendí que ya no había escapatoria: ella había decidido enseñarme lo que era el verdadero miedo.

La abuela, inclinada sobre mí, me dijo con su voz fría y áspera:  – Tu madre no te va a salvar esta noche. No te va a escuchar. Ahora vas a aprender modales y a respetarme.» Ella tenía razón; no podía pedir ayuda, solo tragar el sabor repugnante de sus bragas, con restos de caca y orines, que casi me producían arcadas y me mantenían en silencio.

Ella sonrió apenas, complacida, y sus botas resonaron con ese choc, choc que ya me helaba la sangre. Su sombra se alejó despacio, dejando tras de sí un silencio que pesaba más que el miedo.

La abuela Remedios  se dirigió al armario sin decir palabra. Escuché el sonido de algo pesado al ser movido, seguido de un silencio.

Intenté girar la cabeza, pero apenas logré moverme. Con esfuerzo, distinguí que sostenía algo entre las manos, un objeto oscuro y alargado que no pude identificar del todo, aunque la sola manera en que lo sujetaba bastó para entender que no traía buenas intenciones. Con un nuevo esfuerzo conseguí girar la cabeza y, entre la media oscura que oprimía mi rostro y visión, vi que sujetaba una correa  marrón de cuero gruesa entre su guante de goma.

Se colocó a mi lado y, con una voz helada y llena de odio, me anunció la sentencia: – Nunca antes nadie me ha faltado al respeto como tú. Te mereces un castigo apropiado. Serán cien correazos, y te aseguro que voy a ser más dura que nunca antes. Me dan igual tus lágrimas; ya te advertí que tu sonrisa se convertiría en lágrimas…-.

Aquellas palabras resonaron en la habitación como una sentencia definitiva. Sentí cómo todo mi mundo se estrechaba: la noche, la casa, su figura inmensa junto a mí. Ya no quedaba lugar para la burla; solo la certeza de que algo irreversible iba a ocurrir.

Alzó el guante mientras sujetaba la correa y el primer golpe cayó sobre mi piel. No fue solo dolor: fue una picadura que se incendiaba, como si mil agujas calientes me clavaran un dibujo en la carne; un estallido seco que me atravesó como una nota aguda, dejando después un zumbido persistente.

Me sentí arrastrado por una ola de fuego y hielo al mismo tiempo: el calor punzante del golpe y una frialdad subterránea que helaba la sangre. El mundo se volvió música rota —un gong desafinado— y mi respiración perdió ritmo, como si alguien hubiera pisado el compás de mi pecho. Intenté articular un sonido; solo salió algo bronco, ahogado, que se perdió en la habitación.

El primer impacto fue solo el comienzo. Después vinieron más, uno tras otro, medidos, crueles, como si marcara el ritmo de una lección.

Sentía que el mundo se había reducido a ese silencio tenso que dejó tras de sí. Recibí diez correazos seguidos. Solo diez, y aun así comprendí que lo que para mí era un tormento, para ella apenas era el principio.

Lentamente, la abuela se movía de un lado a otro por la habitación; Se tomó con calma su castigo y cada correazo, andando de un lado a otro de la habitación tras cada nuevo impacto en mi culo desnudo. el choc, choc de sus botas llenaba el aire como un metrónomo implacable. Notaba su presencia cercana en cada sombra; girar el rostro era un esfuerzo enorme por culpa del collar, y cada intento me dejaba exhausto y temblando.

Mientras caminaba, me habló con esa voz fría y áspera: «Te propinaré los correazos en tandas de diez; cada tanda será más severa que la anterior.» Lo dijo con absoluta calma, como si explicara una receta.

Volvió hacia mí y vino la siguiente tanda. Fue más dura que la anterior: cada impacto se clavaba en mi cuerpo con una intensidad que no esperaba, una sensación de fuego y electricidad que recorría la piel y me dejaba temblando. No era solo el dolor físico: era la humillación, la pérdida de control, la certeza de que mi orgullo se deshacía con cada latido.

Cuando por fin ella se apartó de nuevo al terminar la segunda tanda, me quedé vencido por la mezcla de dolor, vergüenza y miedo. Su objetivo parecía cumplido: mi rebeldía se iba deshaciendo, y en su calma implacable supe que aún quedaba más por aprender.

Tras esa tanda llegó otra, más cruel aún. El dolor aumentaba con cada golpe, como si cada correa encendiera una nueva llama sobre mi piel. Sentía cómo el ardor se extendía y mi cuerpo temblaba, incapaz de anticipar el siguiente azote.

La abuela Remedios comenzó a burlarse de mí, disfrutando de mi impotencia. Se acercó, inclinándose lo suficiente para que pudiera sentir su aliento, y me dijo con una sonrisa cruel: «¿Qué te apuestas a que antes de la mitad de correazos ya estás llorando?»

Continuó azotándome sin descanso, cada golpe más seco y certero. Y tuvo razón: tras la cuarta tanda comencé a llorar. El dolor era cada vez más profundo, como si mi piel se abriera bajo cada latigazo. La abuela Remedios se volvía más dura, más bruta, una fuerza imparable que descargaba toda su furia sobre mí.

–          Solo tienes que avisar a tu mamaíta y vendrá a ayudarte… oh… no puedes amordazado… es una lástima no te va a escuchar – Se burló de mi con un  tono condescendiente. Intenté de nuevo realizar el esfuerzo de gritar para pedirla ayuda pero deguste más caca de sus bragas sucias.

Me propinó la quinta tanda y sentí que su castigo se volvía cada vez más intenso, más cruel. No creía poder soportar hasta los cien, pero en aquella situación no tenía elección.

Al llegar a la tanda cincuenta, las lágrimas resbalaron  por mi mejilla. La abuela Remedios decidió entonces darme un descanso. Se sentó en una silla junto a la ventana la cual abrió de par en par.

Con esfuerzo, giré la cabeza para mirarla. La vi encendiendo uno de mis cigarrillos que estaban sobre la mesilla que había comprado con el dinero que le había robado. Aspirando lentamente y exhalando el humo por la ventana con una calma que me heló la sangre.

Pensé que aquella era mi oportunidad, que tal vez si gritaba alguien podría oírme desde fuera por la ventana… pero fue inútil. Intenté hacerlo, y solo conseguí saborear otra vez sus bragas sucias y apestosas que me llenaban la boca. No podía emitir sonido alguno, ni escupirlo, solo tragar aquella repugnante mezcla de caca reseca  y suciedad que me asfixiaba. Me sentía inútil e indefenso.

Con esfuerzo, giré la cabeza para mirarla. La abuela estaba sentada en una silla, abierta de piernas, sin bragas, ya que me había amordazado con ellas. Al no llevar nada debajo, pude ver un enorme coño lleno de pelos, un espectáculo aterrador y repugnante. Lamer aquel coño sería una tarea ardua y sucia, algo que me revolvía el estómago solo de imaginarlo. Su piel, flácida y llena de pliegues, parecía un mapa de arrugas. La abuela sujetaba el cigarrillo entre sus guantes de goma, aspirando lentamente y exhalando el humo por la ventana con una calma que me heló la sangre. Cada movimiento suyo, cada gesto, parecía medido, calculado para aumentar mi incomodidad y mi miedo.

Tras terminar de fumar, se levantó y apagó el cigarrillo en mi culo. Sentí un dolor terrible, quise gritar con todas mis fuerzas por el dolor pero no pude por la mordaza. Me miró fijamente, sin prisa, como quien anuncia un decreto.

Tiró del extremo de sus guantes nuevamente, quería asegurarse de que los guantes estuvieran bien ajustados a sus dedos. Observaba cómo la goma de los guantes apretaba la piel flácida de sus brazos dejando una leve marca de opresión .Ajustarse los guantes era para mí  un recordatorio de su fuerza y su control, una demostración de poder que me hacía sentir aún más pequeño e insignificante.

–          Ahora viene lo peor, restan 50 correazos  —dijo, con la voz fría—. – Voy a aumentar la dureza; tu culo va a sentir un dolor insoportable.-.

Aquellas palabras cayeron sobre mí como una losa. No hubo gritos, solo el temblor contenido de mi cuerpo y el latido sordo en las sienes. Su calma convertía la amenaza en algo inevitable; solo me quedaba aguantar, imaginar y aceptar lo que sabía que vendría.

Volvió a alzar la correa y me propinó varias tandas más. Cada golpe era más seco, más preciso; el repetido impacto encendía una llama que no sabía cómo apagar.

El dolor se volvió insoportable, inaguantable; sentía que se me iba la fuerza de las piernas, que la cabeza me daba vueltas. Pensé que iba a desmayarme en cualquier momento.

Junto al dolor había una humillación profunda, una impotencia completa: no podía moverme, no podía gritar, solo recibía. El miedo me anclaba al suelo como una losa.

Con cada correazo mi cuerpo y mi voluntad se iban rompiendo poco a poco. Estaba completamente asustado; aquello superaba todo lo que había imaginado posible.

Cuando llegó a los noventa correazos, ya no podía contenerme: lloraba desconsoladamente, con las lágrimas corriéndome por las mejillas y empapando la media que cubría mi rostro

Solo deseaba que todo terminara, que aquel tormento acabase de una vez.

Llevábamos más de una hora en aquella habitación, el eco de los correazos resonando entre las paredes, mezclado con mis sollozos ahogados y el sonido rítmico de las botas de la abuela moviéndose sobre el suelo.

Los últimos diez correazos fueron inaguantables, el tiempo infinito  que duraron esos últimos diez  correazos me hicieron comprender lo que se siente en el infierno. Me gire forzando la cabeza entre el collar y observé el rostro de la abuela Remedios con una felicidad y placer palpable, estaba disfrutando cada segundo de mi castigo con los ojos llenos de fuego y una sonrisa despiadada.

La abuela Remedios finalmente terminó  el castigo. Cien  contó en voz alta. Tras el último correazo  el silencio era espeso, solo se oía mi respiración entrecortada y el crujido del cuero en su mano.

Se acercó a mí lentamente, y de pronto sentí cómo me agarraba del pelo con aquella brutalidad que la caracterizaba. El tirón me arrancó un gemido mudo, mis lágrimas brotaron con más fuerza.

Con su voz grave y seca, me dijo: «A partir de ahora vas a tratarme con respeto. Me llamarás señora Remedios y tendrás mucho cuidado con tus modales. Me obedecerás en todo sin rechistar; si digo que hagas algo, lo haces de inmediato… Si vuelves a faltarme al respeto o desobedecer una orden mía, vas a tener que dormir con los ojos abiertos, porque la próxima visita nocturna que te haga no seré tan amable… Quizás, en lugar de la correa, utilice mi látigo, y te aseguro que cada latigazo desgarrará lo que haga falta sin compasión.»

Soltó mi pelo con un gesto de desprecio, dejándome la nuca temblando, y se marchó de la habitación sin mirar atrás. Por un instante pensé que al fin me iba a liberar, pero la verdad era otra: su abandono fue intencionado. Había decidido dejarme así toda la noche, inmóvil en la cama, sujeto por el collar, las ataduras y la mordaza humillante que me llenaba la boca.

La noche fue interminable. El dolor en mi cuerpo no me dejó cerrar los ojos, y la impotencia de no poder moverme ni deshacerme de aquella humillación me consumía. Cada ruido del pasillo, cada choc, choc de sus botas, me arrancaba un sobresalto nuevo. Fue una noche larga, larga como un castigo sin fin.

Cuando amaneció y los primeros rayos del sol se colaron por la ventana despertándome de un pequeño sueño que alcance tras mi cansancio , escuché las voces de mi madre y de la abuela Remedios en la cocina. Mi madre tomaba su taza de café antes de marcharse a su duro trabajo de jornalera.

Intenté pedirla ayuda, pero era imposible: no podía moverme ni gritar. Mi boca era un estercolero, un pozo inmundo donde el sabor de sus bragas sucias fermentaba mi boca. Nunca antes había sentido algo tan fétido en la garganta, y cada intento de articular sonido solo hacía que el sabor se esparciera más.

Escuché cómo la puerta se cerraba cuando mi madre salió. Segundos después, el choc, choc de las botas de goma de la abuela resonó subiendo lentamente las escaleras. Entró en mi habitación con su serenidad habitual y me observó en silencio. Luego, con voz fría, me dijo que me dejaría así hasta que aprendiera.

A media mañana regresó. Desabrochó el collar que me sujetaba al barrote y liberó mis pies de las ataduras, pero no me quitó las esposas ni la mordaza.

De pronto, sentí una mano enguantada aferrarse a mis huevos con una fuerza brutal. La abuela me cogía de los huevos con fuerza entre sus guantes, apretando con una intensidad que me hizo ver estrellas. Me obligaba a ir a la cocina, pero el dolor era insoportable; sentía que mis huevos iban a reventar en cualquier momento. A duras penas podía avanzar, cada paso era una agonía, y la abuela, detrás de mí, me agarraba de los huevos por detrás, entre mis muslos, guiándome con una crueldad implacable. El dolor era tan intenso que las lágrimas brotaban de mis ojos.

Desde aquel día comprendí que nunca debía desobedecer a la abuela Remedios. Había pagado con creces mi osadía, mi insolencia y mis faltas de respeto. Su castigo me había dejado marcado por dentro y por fuera, pero lo peor era que sabía, en lo más profundo de mi alma, que aquello no había terminado.

Esa mañana descubrí una faceta de la abuela que hasta entonces no creía posible: su crueldad era ilimitada, su mente, retorcida, y su capacidad para imponer miedo, absoluta. Aquel brillo en sus ojos, al contemplar mi sumisión, me persiguió durante días, como una sombra que no se despega del cuerpo. Sabía que lo que vendría después sería aún peor… y tenía razón.

Así concluye este primer capítulo. Aquella noche empezó todo, recuerdo perfectamente cuanto ocurrió. Fue el principio de mi transformación, hasta que terminaría siendo un verdadero esclavo masoquista. Pero para llegar a eso, todavía queda mucho que contar.

Continuará en capítulo 2.

Agradeceré sus comentarios en : [email protected]

7 Lecturas/11 noviembre, 2025/0 Comentarios/por scatgummi
Etiquetas: amigos, follar, hija, madre, mama, padre, vecino, viaje
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