Relato de terror: La abuela sádica. Parte 2
elato sadomasoquista donde iréis conociendo a la abuela Remedios. Una abuela sádica que disfruta castigando y humillando. Historia de como me convertí en un esclavo masoquista. El final promete no defraudar..
Cuando la abuela Remedios se enfadaba, nada podía contener su ira. Era como si una fuerza oscura se apoderara de ella, transformándola en algo más que una persona: un monstruo lleno de rencor y sed de venganza. No castigaba de golpe, sino poco a poco, con precisión metódica, disfrutando de cada instante en que su víctima se quebraba. No se detenía hasta ver la voluntad hecha añicos, hasta que uno aprendía la lección a la fuerza.
En aquel momento yo aún no lo comprendía, pero hoy lo sé muy bien: cuando la abuela Remedios se enfadaba, lo único inteligente era volverse invisible… porque, de no hacerlo, toda su furia podía caer sobre ti sin piedad.
Mi castigo no había terminado aquella noche. Al día siguiente, la abuela Remedios me condujo hasta la cocina y me colocó en un rincón, de rodillas, aún amordazado y con las manos esposadas a la espalda.
—No quiero escuchar una sola palabra —me dijo con su voz seca y dominante—. Y no te muevas de ahí.
Su orden era innecesaria: no podía hablar. La mordaza seguía incrustada en mi boca, y el sabor apestoso de sus bragas sucias aún se aferraba a mi lengua como una condena.
Permanecía con los pantalones bajados, el trasero al descubierto, marcado por las huellas del castigo. El dolor era constante, sobre todo en la zona donde había apagado el cigarrillo. La piel quemada palpitaba, y cada respiración era un recordatorio de la humillación. Me sentía completamente reducido a nada, un objeto a merced de su voluntad.
No pestañeé ni un instante. No me moví. Obedecí de forma absoluta, no solo por miedo, sino porque la abuela Remedios había despertado en mí algo que no comprendía: una mezcla de sumisión, terror y extraña fascinación. Nunca una mujer me había tratado así… y menos una que me doblaba o triplicaba la edad. Su dominio era absoluto, y en aquel momento, supe que estaba a su merced, incapaz de escapar de la red de poder que había tejido a mí alrededor.
Ella continuó con sus tareas domésticas como si yo no existiera. Escuchaba el ruido de los platos al chocar, el arrastre de sillas, y aquel sonido que me estremecía cada vez más: el choc, choc de sus botas de goma resonando en el suelo húmedo de la cocina. Cada paso suyo era un recordatorio de su presencia opresiva, una amenaza constante que me mantenía en un estado de alerta perpetua.
Iba de un lado a otro de la casa con total tranquilidad, sin dirigirme una sola palabra. Y aun así, podía sentir su presencia detrás de mí, vigilándome. No me atreví a girar la cabeza; el simple pensamiento de hacerlo me helaba la sangre. Su silencio era más aterrador que cualquier grito, y cada movimiento suyo, aunque lejano, me hacía temblar de miedo.
Permanecí de rodillas en el rincón, con la vista fija en la pared, completamente inmóvil. Cada segundo era una eternidad, y la sensación de estar bajo su mirada, aunque no la viera, me mantenía en un estado de terror absoluto. El tiempo se volvía elástico, cada tic-tac del reloj un martilleo en mis sienes, y la humillación de mi posición, una marca indeleble en mi alma.
A media mañana se acercó a mí. Sus botas sonaban pesadas contra el suelo, y cuando se detuvieron a mi lado, sentí su sombra cubrirme por completo. Me tomó del brazo con fuerza y me levantó del suelo. Las rodillas me temblaban tras tantas horas en el mismo sitio. Luego me empujó hasta la mesa y me obligó a sentarme en una de las sillas, el impacto contra la madera resonando en mis huesos.
Con un gesto seco, retiró la mordaza. Respiré con desesperación, llenando mis pulmones de aire limpio, casi temblando de alivio. Sentí felicidad por algo tan simple como poder abrir la boca y no saborear aquellas bragas con sabor a caca inmundo que aún me dejaban un rastro amargo en la lengua. El alivio era efímero, sabiendo que cualquier momento podría volver a ser amordazado.
No me liberó las manos; seguían esposadas a la espalda, apretadas contra la madera del respaldo, recordándome constantemente mi impotencia. La observé mientras se acercaba a la encimera de la cocina. Sirvió un plato rebosante de uno de sus guisos grasientos, de esos que impregnaban toda la casa con su olor pesado y nauseabundo. Cada movimiento suyo era calculado, una coreografía de crueldad.
Encendió la batidora. El ruido fue ensordecedor, un zumbido que me taladraba los tímpanos. La vi triturar la comida con movimientos lentos, metódicos, agarrando la trituradora entre sus guantes, hasta convertirla en una masa espesa y nauseabunda. El sonido del motor mezclado con el gorgoteo del puré me revolvía el estómago, y supe que nada bueno saldría de aquello. Colocó el plato en la mesa, justo frente a mí. El vapor que desprendía aquel puré espeso me golpeó el rostro con un olor agrio, mezcla de grasa recalentada y verduras trituradas. Ella se sentó a mi lado, tan cerca que podía sentir el roce del caucho de sus botas contra mis piernas, una presencia opresiva y constante.
Abrió las piernas lentamente y quedé justo entre ellas, atrapado en aquel espacio estrecho del que no podía escapar. El sonido del chac seco de su guante de goma ajustándose resonó en la cocina como una amenaza. Lo hacía siempre, ese gesto suyo era casi un ritual antes de cualquier acto de dominio, una señal de que lo que venía no sería agradable.
Tomó la cuchara con calma, la hundió en el plato y la levantó rebosante de aquella mezcla espesa . El puré goteó un poco sobre la mesa, dejando un rastro pegajoso y repulsivo. Luego me miró fijamente, con esa mirada fría, recta, que parecía perforarte por dentro, y con voz grave y autoritaria me dijo:
—Ahora vas a lamentar haber tirado a la basura el plato que había cocinado. En esta casa se come lo que hay en la mesa, y si desobedeces, se tritura y te lo doy de comer con mis propias manos hasta que acabes el plato. —dijo, y sin vacilar acercó la cuchara a mi boca.
Sentí el puré, espeso y frío, chocando contra mi lengua; un sabor agrio y grasiento que me revolvió el estómago. No tuve más remedio que tragar, una y otra vez, mientras ella me miraba con esa calma brutal. Cada bocado era una humillación más, y cada vez que tragaba comprendía que cualquier rastro de rebeldía se estaba consumiendo dentro de mí, reemplazado por una sumisión amarga y forzada.
La abuela Remedios continuó dándome cucharada tras cucharada, con una paciencia escalofriante. Yo abría la boca, obediente, tragando aquel puré que se volvía cada vez más repugnante. El tiempo se estiró hasta parecer infinito, y la sensación de asco me subía por la garganta, amenazando con hacerme vomitar en cualquier momento.
En un instante de debilidad, intenté apartar la cabeza y un poco de comida cayó al suelo. Su reacción fue inmediata: recibí una fuerte bofetada, el impacto del guante de goma chocó contra mi mejilla con dureza, y su voz áspera, tan cerca que casi podía oír su respiración. El silencio posterior pesó más que el propio golpe, un recordatorio brutal de mi impotencia. Comprendí que ni siquiera un gesto de rechazo le sería tolerado, y que cualquier intento de rebelión sería castigado con una crueldad implacable.
- Vuelve a escupir la comida y te abofeteo hasta que me duelen las manos y con guantes creo que eso va a ser largo – Me recriminó por escupir la comida.
Sin perder un segundo, se agachó y recogió el trozo de comida del suelo con su guante de goma. Acercó su guante, lleno de grasa y suciedad, sentí una oleada de repulsión y sin vacilar, lo introdujo en mi boca con un gesto brusco. El sabor a goma rancia y grasa se mezcló con la comida, creando una combinación aún más repulsiva
La abuela Remedios continuó dándome cucharada tras cucharada, con una paciencia escalofriante. Yo abría la boca, obediente, tragando aquel puré que se volvía cada vez más repugnante
Me sentí humillado, forzado a tragar aquello que había caído al suelo, un recordatorio más de mi completa sumisión y de su poder absoluto sobre mí
Así, poco a poco, fui terminando el plato sin rechistar. Cucharada tras cucharada, tragaba a un ritmo que apenas podía seguir. Ella no me dejaba descansar; su mano, firme y constante, marcaba el compás de mi humillación. Odiaba aquella comida, su olor, su textura, el modo en que parecía no acabarse nunca. Cada bocado era una tortura, una lucha interna contra las náuseas que amenazaban con vencerme. La abuela Remedios, con su calma implacable, me observaba sin piedad, asegurándose de que no dejara ni un rastro de aquella mezcla nauseabunda en el plato.
—No vuelvas a faltarme al respeto —dijo ella, clavando en mí esa voz cortante—. Todo cuanto ponga en tu plato lo comerás sin rechistar… y si tengo que repetírtelo, quizás no te guste cómo lo haga. Lo puedo mezclar con mi caca y tú lo tragarás. —Tras dedicarme sus palabras intimidatorias, agarró un trozo de puré que se había caído sobre la mesa y, sin darme opción, lo introdujo con su mano enguantada hasta el fondo de mi boca, rozando mi garganta. No pude escupirlo; allí estaba, al final de mi boca, y tuve que tragarlo obligado. Ella sonrió, complacida, y dijo: «Así de fácil me resultaría darte de comer el guiso lleno de mi caca y tú solo tragarías.» Quedé aterrado por sus palabras; nunca debía dejar nada sobre la mesa, y esa lección se grabó a fuego en mi mente. Desconocía si sería capaz de cumplir su amenaza, pero no iba a averiguarlo. La abuela Remedios me acompañó de nuevo hasta el rincón y me hizo arrodillar otra vez; todavía debía permanecer allí mucho tiempo. Me dolían las rodillas, pero no protesté: no quería enfadarla más.
Por la tarde, me esperaba un interminable catálogo de tareas domésticas. La abuela me explicaba cada detalle con paciencia forzada, pero yo, torpe y sin experiencia, no hacía más que estropearlo todo. Cada tarea que realizaba mal era una nueva bofetada, una marca de mi incompetencia que se grababa en mi piel. Sus guantes de goma impactaban con fuerza sobre mi rostro, las bofetadas eran duras, constantes, un castigo que quemaba y escocía más allá de lo soportable. El dolor se extendía por mi cara, y la piel enrojecida ardía como si hubiera sido marcada con fuego.
Intentaba concentrarme, esforzarme, pero era imposible no fallar bajo su mirada severa y su constante vigilancia. Cada descuido, cada movimiento torpe, provocaba otra bofetada; mi cara se volvió un mapa de dolor y humillación, roja y adolorida, y a ella no le importaba ni un ápice. Los guantes de goma resbalaban y golpeaban con un sonido que resonaba en la habitación “ PLAAAFF “ . La sensación de impotencia me aplastaba: no podía defenderme, no podía escapar, y cada bofetada me recordaba que estaba completamente a su merced. Sus bofetadas no cesaban, estrellándose contra mi cara interminable veces por mi estupidez, una humillación que se grababa a fuego en mi mente. Estaba harto de tantas bofetadas, pero seguía recibiendo más cada vez que lo volvía a hacer mal, un ciclo interminable de dolor y vergüenza.
Aquella noche, antes de dormir, sabía que tendría que aplicar crema en mi rostro y en mis nalgas, donde el ardor de los correazos aún persistía; las marcas del castigo permanecían y el dolor me recordaba cada humillación sufrida, cada bofetada brutal que la abuela me había propinado sin piedad.
Su control sobre mí era absoluto, tanto que hizo algo que me dejó completamente sorprendido. Mi vida ya no sería como antes; cada movimiento, cada pensamiento, iba a estar bajo su supervisión, y yo no tendría ninguna posibilidad de escapar ni de decidir por mí mismo. Creí que había terminado su castigo, pero estaba muy equivocado. Regresó agarrando una pequeña jaula de metal; la sostuvo entre los dedos enguantados como si fuera un insecto precioso. La acercó a mi pene y un alambre rodeó mis testículos, apretándolos con fuerza. El frío del metal me atravesó y un dolor seco y agudo me recorrió todo el cuerpo. Me quedé inmóvil, con la respiración contenida, notando cómo la jaula tiraba y rozaba mis huevos, convirtiendo un sonido mínimo en un tormento permanente. Ella sonrió, satisfecha, y me dijo: «He notado cada mañana al hacer tu habitación que las sábanas están manchadas de restos de tu semen… te gusta masturbarte…. Eso en mi casa ha terminado… olvídate de cualquier placer.»
Ella cerró la jaula con llave, y de inmediato sentí cómo el metal apretaba mi pene y testículos, clavándose y tirando con fuerza, provocándome un dolor agudo y constante. Sin prisa, se guardó la llave dentro de su sujetador, por debajo del vestido, completamente fuera de mi alcance. Su sonrisa se amplió con satisfacción; aquella llave nunca podría conseguirla. El control que ejercía sobre mí era total: cada movimiento, cada intento de liberarme, estaba condenado al fracaso, y el frío y pesado metal me recordaba que ahora mi obediencia no tenía escapatoria. Me sentía muy controlado con esa jaula de castidad, un recordatorio constante de mi sumisión y de su dominio absoluto.
Tras un día interminable, estaba agotado y con el cuerpo completamente dolorido. La vieja Abuela Remedios me indicó que, esa noche, cuando regresara mi madre del trabajo, debía decirle que ambos habíamos hablado y que habíamos solucionado nuestros problemas, que de ahora en adelante todo iría bien. La abuela añadió que debía pedir perdón ante mi madre y ante ella por mi comportamiento, y comprometerme a ser educado de ahora en adelante. Aquella noche así lo hice, sin tener otra opción, bajo la atenta y severa mirada de la abuela. Mi madre se sintió orgullosa y sonrió; fue la primera vez que la vi sonreír desde que llegamos a esa casa. Ella ignoraba por completo el tormento y la humillación que había soportado durante todo el día en manos de la Abuela Remedios.
Desde aquel día, mi abuela tomó el control absoluto sobre mí. Su poder sobre mi vida aumentaba con cada amanecer; día tras día surgían nuevas normas, obligaciones interminables y pequeñas reglas que debía cumplir al pie de la letra. Pobre de mí sí me equivocaba o si no obedecía con precisión, porque sus castigos eran inmediatos y siempre despiadados. Había perdido toda libertad: no había rincón de la casa donde pudiera moverme sin su vigilancia, ni instante en el que pudiera pensar sin sentir su presencia intimidante. Ahora era mi abuela quien mandaba sobre mí, quien decidía mí día a día, mis acciones, incluso mis pensamientos, y yo no podía hacer nada para impedirlo. La vida que conocía había desaparecido por completo; cada gesto mío debía someterse a su autoridad, y la sensación de estar atrapado bajo su dominio era constante, sofocante y absoluta.
En el siguiente capítulo os narraré las normas y lo humillantes que eran; algunas os parecerán imposibles de soportar. Seguramente os preguntaréis por qué no había huido de aquella casa. La respuesta es inquietante: cada vez me atraía más la Abuela Remedios. Para mí era como una diosa; deseaba ser castigado y humillado por ella, y aquella sensación me confundía profundamente. No lograba entender por qué me sucedía, pero cuanto más me dominaba y controlaba, más la adoraba. Su poder sobre mí no solo me sometía, sino que despertaba una mezcla de miedo y fascinación que me mantenía completamente atrapado bajo su influencia.
Para cualquier comentario pueden dirigirse a : [email protected]
Continuará en el capitulo 3…



Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!