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Dominación Mujeres, Fetichismo, Sado Bondage Hombre

Relato de terror: La abuela sádica. Parte 3

Relato sadomasoquista donde iréis conociendo a la abuela Remedios. Una abuela sádica que disfruta castigando y humillando. Historia de como me convertí en un esclavo masoquista. El final promete no defraudar..
No sabría decir en qué momento ocurrió, pero la crueldad de la abuela Remedios comenzó a atraparme. No en el sentido común de la palabra, no como algo que uno disfruta con alegría o placer, sino como una sensación oscura que se enreda en el pecho, que duele y, aun así, se vuelve necesaria. Su voz me aterraba, y su mirada, fría y severa desde lo alto, me hacía sentir diminuto, expuesto, al borde del pánico. Y sin embargo… había algo en ella que me hipnotizaba.

El miedo que me mantenía sujeto, que me obligaba a estar alerta y a temblar ante cada gesto suyo, era una presencia constante, una sombra que se cernía sobre mí sin piedad. No era atracción, ni siquiera algo que pudiera nombrar; era algo más profundo y perturbador. Ella era una mujer vieja, gorda, con brazos enormes y piel áspera, y aun así imponía un dominio que no podía ignorar. Su cabello corto olía a jabón barato, y la bata que llevaba siempre mostraba manchas antiguas, resecas, como si el tiempo se hubiera quedado pegado al tejido.

Los guantes de goma sucios, casi marrones, emanaban un olor a grasa, humedad y algo indefinible que se quedaba flotando en el aire… y, aun así, me fascinaban. Cada detalle, cada señal de su cuerpo y de su presencia, me consumía y me mantenía atrapado. Incluso sus guantes, que deberían repelerme, tenían un poder sobre mí que no podía explicar.

 

Empecé a mirarla como algo más que una persona. Como si no perteneciera al mismo mundo que los demás. Como si su voz —esa voz grave, que parecía surgir desde algún pozo hondo— tuviera el poder de ordenar el aire mismo. En mi cabeza, se volvió una especie de diosa antigua, cruel y despiadada, de esas que exigen sacrificios ya las que nadie osa mirar directamente. Y yo, sin entender por qué, ya no quería resistirme.

Cada mañana, al despertar, sentía su presencia antes de verla. Era como si el aire a mí alrededor se volviera más denso, más opresivo. Su sombra se proyectaba sobre mí, y yo me sentía pequeño, insignificante. Pero también vivo, de una manera que nunca había experimentado antes. Era un miedo que me consumía, que me devoraba por dentro, y yo lo abrazaba con una intensidad que me asustaba.

Había empezado a notar algo más en la abuela Remedios. Su dureza no era solo una lección, ni su crueldad una simple herramienta para imponer disciplina. No. Ella disfrutaba. En cada reproche, en cada golpe seco de su voz, había una satisfacción oculta, un brillo casi imperceptible en sus ojos que me helaba la sangre. Era como si dentro de ella algo oscuro despertara cada vez que me veía temblar.

Con el tiempo, aprenderá a reconocer ese instante. Bastaba una palabra mía fuera de lugar o un gesto torpe para que su mirada se encendiera. Entonces sus labios se curvaban apenas, y en sus ojos aparecía algo que no era solo ira, sino un extraño placer, una sombra que se mezclaba con el odio y lo volvía aún más terrible. En esos momentos entendí que la abuela Remedios no castigaba solo por deber… lo hacía porque disfrutaba haciéndolo.

Cada mañana era igual. Un sinfín de tareas me guardaba desde el amanecer, todas impuestas por la abuela Remedios. Nada escapaba a su control. Tenía una lista interminable de cosas que debía hacer: fregar el suelo del porche, limpiar los cristales empañados de la galería, arrancar las malas hierbas del jardín, pulir los cubiertos hasta que pudiera verme reflejado en ellos. No importaba el frío, ni el cansancio, ni las horas de sueño. Su voz retumbaba por toda la casa, marcando el ritmo de mi día como una campana de castigo.

Ella me vigilaba sin descanso. Siempre estaba cerca, observando desde una ventana o de pie detrás de mí, inmóvil, con los brazos cruzados y los guantes de goma apretados hasta el codo. Bastaba una mirada suya para que el aire se volviera pesado. Si algo no quedaba como ella quería, si encontraba una mota de polvo o un cubo mal colocado, no dudaba en hacerme girar y soltarme un fuerte bofetón seco, rápido, sin una palabra.

El silencio en la casa era ensordecedor. Solo se rompía por el sonido de mis pasos, el roce de la escoba, o el chasquido de sus botas cuando se movía. Era como si el tiempo se hubiera detenido, atrapado en una burbuja de tensión y miedo. Cada tarea, por pequeña que fuera, se convertía en una prueba, una oportunidad para fallar y enfrentar su ira.

Cada mañana acababa exhausto, con los músculos doloridos y las manos en carne viva. Pero ni siquiera entonces me permitiría descansar. A veces, cuando el sol apenas asomaba entre los árboles, ya me sentía vencido, como si la casa misma me absorbiera la fuerza. Y aún quedaban horas, siempre más horas, siempre más tareas.

Después de aquellos días, no hubo más desobediencias en la mesa. Aprendí a comer en silencio, sin rechistar, sin mirar nada más que mi plato. Cada bocado era una prueba, y yo sabía que cualquier gesto de disgusto podía desatar su furia. Comía todo lo que me servía, sin preguntar, sin protestar.

Pero pronto comprendí que, incluso cuando obedecía, la abuela Remedios no quedaba satisfecha. Había en ella un deseo más profundo: no solo quería mi sumisión, quería verme humillado. A veces tomaba la licuadora, trituraba la comida hasta convertirla en una masa pastosa y, con una calma que me helaba, se sentaba frente a mí. Me daba de comer ella misma, sujetando la cuchara con sus guantes de goma manchados y mugrientos, acercándola lentamente a mi boca.

En esos momentos, el mundo se redujo a esa cuchara, a esa comida insípida ya la intensidad de su mirada. Sentía cómo cada bocado se convertía en una prueba de mi sumisión, una confirmación de su poder sobre mí. Y yo, incapaz de resistir, obedecía, tragando la humillación junto con la comida.

Las normas de la abuela Remedios se multiplicaban cada día. Ya no bastaba con obedecer: debía anticiparme, adivinar lo que quería antes de que lo pidiera. Cualquier error, por mínimo que fuera, era castigado con una mirada o con un silencio que pesaba más que un golpe.

Aquella mañana la encontré en su jardín, de rodillas sobre la tierra húmeda, plantando unas flores nuevas. Pronto llegaría la primavera, y ella hablaba de sus plantas como si fueran criaturas vivas que le debían respeto. El aire olía a barro y sudor, y los guantes de goma, cubiertos de tierra, parecían una extensión de sus manos.

De pronto me llamó por mi nombre. Su voz sonó firme: – Tráeme el objeto que hay en el cajón debajo del fregadero —ordenó sin mirarme.

 

Obedece al instante. Abrí el cajón y vi algo que no comprendí del todo: un utensilio extraño, con un embudo de plástico en un extremo y una goma hueca, larga, que se enroscaba como una serpiente. Lo sostuve con cuidado, intentando adivinar para qué podía servir. El olor a caucho y la humedad me provocaron un escalofrío.

Ella tomó el objeto con calma, como si lo hubiera estado esperando de forma ansiada. Me miró fijamente y, sin decir una palabra, me indicó que me tumbara en el suelo .Obedecí al instante, con el corazón golpeando en el pecho. La abuela Remedios sostenía el extraño utensilio con una solemnidad inquietante, como si se tratara de algo más que una simple herramienta doméstica.

Colocó el extremo de la goma en mi boca y el extremo que era un embudo lo colocó debajo de sus piernas abiertas. Deslizó sus bragas a un lado y orinó dentro del embudo, de tal forma que todo fue a parar a través de la goma en mi boca, sin desperdiciar una sola gota. Tuve que tragar todo. Descubrí que la orina de la abuela Remedios era muy fuerte y agria, y tuve arcadas. Ella me miró y me dijo..

—A partir de ahora, cuando te lo solicite, traerás el embudo hasta donde me encuentre, tragarás mi orina sin rechistar y sin derramar una sola gota… no tengo que desplazarme hasta el baño, para estás eso tú.

 

Tragué toda su orina, un sabor fuerte y agrio que me provocó arcadas, pero no derramé una gota. No entendía lo que esperaba de mí, pero sí comprendí una cosa: en ese instante, ella no era una mujer, era algo más. Una presencia que me superaba, que me dominaba por completo.

Tumbado bocabajo, pude observar una vez más su enorme coño peludo de abuela. Su coño, viejo, grande y peludo, me producía un profundo rechazo, y debía de ser bastante oloroso, lo que me provocaba una mezcla de repulsión y fascinación morbosa. Ella estaba de cuclillas en el jardín agarrando el embudo, su cuerpo encorvado y retorcido, adaptándose a la postura con una rigidez

Desconocía qué me ocurría, pero en medio de esa confusión,  pero se me ocurrió una brillante idea, aunque debía admitir que tuvo sus consecuencias.

Aquella mañana, la abuela Remedios regresó al interior de la casa. Sus pesadas botas de goma, completamente embarradas, golpearon el suelo al quitárselas, dejando un olor intenso a barro y humedad que impregnó el aire. Me miró con sus ojos fríos y dijo, con la voz firme que no admitía réplica: —A partir de ahora, tú te encargarás de limpiarlas. No quiero ver ni una mota de suciedad en ellas.

Desde ese instante supe que se trataba de otra de sus reglas, otra de sus pequeñas crueldades disfrazadas de deberes. Lo hice sin protestar, arrodillado frente a aquellas botas enormes, frotando cada surco, cada pliegue, hasta que relucían como si acabaran de salir de fábrica.

Pronto, la tarea se volvió rutinaria: limpiarlas a diario, ya fuera antes de que se las enfundara por la mañana o tras quitárselas al final del día. Cada vez que las tocaba, el olor pegajoso y la sensación de sumisión me recordaban quién mandaba, y lo vulnerable que era ante ella. Era un trabajo silencioso, pero con cada gesto, con cada movimiento, sentía cómo mi libertad se reducía un poco más, aplastada bajo su autoridad.

Una tarde, mientras la abuela Remedios estaba enfrascada en su jardín y no parecía necesitarme decidí poner en práctica mi idea, decidí aventurarme hacia su habitación. Sabía que, si regresaba, la delataría el choc-choc característico de sus botas de goma contra el suelo. El corazón me latía con fuerza mientras me adentraba por primera vez en aquel espacio prohibido.

Abrí varios cajones de su mesilla y me encontré con una gran cantidad de prendas personales: Bragas clásicas lisas de color marrón y blanco, medias de varias tonalidades, sujetadores grandes y otras cosas que habitualmente guardaba con cuidado. Al acercarlas a mi nariz, un olor intenso y peculiar me golpeó, un aroma que era inconfundiblemente suyo. No comprendía por qué me llamaba la atención de esa manera, pero había algo en ese olor que me atrapaba, que me hacía sentir una mezcla extraña de fascinación y temor.

De repente, la abuela Remedios apareció en la puerta. No había escuchado el choc-choc de sus botas; estaba descalza, así me había descubierto. Siempre parecía tener un sexto sentido, una habilidad sobrenatural para conocer mis intenciones incluso antes de que yo las tuviera.

Sus ojos se clavaron en los míos, duros y fulminantes. El aire se volvió pesado, y un escalofrío recorrió mi espalda. Levantó la voz con una fuerza que me hizo retroceder un paso y gritó:

¡Eres un cerdo repugnante ¡ -Me abofeteó duramente con su mano enguantada.

Su grito resonó por toda la habitación, llenando cada rincón con un miedo absoluto. Su presencia no era solo autoridad: era amenaza pura, implacable, y yo supe en ese instante que no habría escapatoria, que cada gesto mío estaba bajo su control total.

Se acercó a mí con paso firme y, sin decir palabra, retiró de mis manos todas sus prendas íntimas que había tocado. Luego se sentó en el borde de la cama, observándome con una calma que resultaba aterradora.

—Si tanto te gusta mi ropa interior… póntela ahora mismo que yo te vea —dijo con voz firme.

Me obligó a colocar sus medias y bragas en mi cuerpo. Sentía una humillación profunda al estar bajo su atenta mirada. Mientras me desnudaba, observé que ella miró la jaula de mi pene y testículos, cada vez más apretada. No poder eyacular inflaba mis huevos y los alambres se clavaban cada día más.

Me encontraba allí parado, vestido con sus prendas íntimas, bajé la mirada por la vergüenza. La abuela Remedios me tendió unos zapatos de tacón que me puse al instante, y mi humillación aumentó aún más.

—¡No eres más que una puta! —Me recriminó.

—A partir de hoy vas a vestir con medias y bragas. Mañana iremos a la tienda y compraremos varios pares. No quiero volverte a ver sin que lleves medias y bragas. Si decides no comportarte como un hombre, pues serás una puta —.

Os puedo asegurar que al día siguiente fuimos a la tienda, los dos juntos. La abuela Remedios caminaba delante de mí con paso firme, y yo la seguía, sintiendo un nudo en el estómago. Al llegar, se acercó a la dependienta y le dijo que quería ropa interior. Cuando mencionó la talla, la mujer se quedó extrañada. Por su tamaño , la quedaría pequeña. La abuela Remedios, con una calma inquietante, respondió:

—Son para él.

Un escalofrío recorrió mi espalda mientras sentía todas las miradas sobre mí. La dependienta no pudo contener una risa contenida, y yo me sentí expuesto, completamente humillado.

Aquella tarde (antes de ir a la tienda de ropa interior, volviendo al presente)  me había ganado un nuevo castigo por adentrarme en su habitación. La abuela Remedios me hizo acercarme y, con su mirada severa, me indicó que me tumbara sobre ella. Levantó su vestido y me mostró sus grandes y obesos muslos. Me indicó que me recostara sobre ella. Así lo hice; sus muslos y rodillas eran como piedras duras. Se despojó del cordón que anudaba su bata y me ató las manos a mi espalda. Apretó fuertemente, haciéndome daño, no se soltarían mis manos con aquella presión.

Agarró un cepillo de madera para peinar el cabello  que había en uno de sus cajones. Lo agarró entre su guante de goma y comenzó a azotar mi culo duramente. Comencé a quejarme por el dolor, pero ella extendió su mano y me tapó la boca con su guante maloliente. Mientras estaba sobre su regazo, atado y con la boca tapada por su guante, comenzó a descargar su cepillo en mi culo sin piedad, fuertemente.

Ya me había recuperado de las magulladuras de sus correazos, pero ahora comenzaron a volver a salir debido a su cepillo. Estaba predestinado a llevar siempre el culo marcado.

Ella, enfurecida, levantando la voz, me recriminaba:

—Eres un pervertido… a partir de ahora vas a tener el culo al rojo vivo cada día para que no se te olvide que ocurre al  desobedecerme. Si tengo que azotarte todos los días, lo haré. Eso te recordará cómo debes comportarte —.

Aquel castigo se convirtió en un tormento. Cada golpe del cepillo sobre mi culo era más doloroso que el anterior, y yo no podía moverme, atrapado sobre el regazo de la abuela Remedios. Su fuerza era abrumadora; cada golpe me recordaba lo pequeña y vulnerable que era mi posición frente a ella.

Mientras tanto, su guante nauseabundo oprimía mi boca, evitando que pudiera gritar del dolor. El aire se volvió pesado, casi irrespirable, y yo tragaba mi miedo como podía, con cada segundo alargando la agonía de no poder escapar.

Cuando la abuela Remedios se enfadaba, su ira no desaparecía de inmediato. Era un fuego lento, que consumía todo a su alrededor, y no descansaba hasta estar satisfecha con el castigo. En aquel momento lo comprendí por completo.

Con una firmeza aterradora, me agarró de la muñeca, atrapando mi mano entre su guante grueso, y me llevó hasta el baño de la casa. Cada paso que daba retumbaba en mis oídos, y yo sabía que cualquier intento de resistencia sería inútil.

El baño, habitualmente frío y silencioso, parecía haberse transformado en un lugar de juicio. Sus ojos me seguían con la misma intensidad que un depredador, y yo sentía cómo cada fibra de mi cuerpo se tensaba bajo su control. Allí, bajo su vigilancia absoluta, no había lugar para escapar ni para el error: todo estaba bajo la voluntad implacable de la abuela Remedios.

La abuela Remedios cerró la puerta del baño con un golpe seco y me indicó, con un gesto firme, que me metiera en la bañera. Mi corazón latía con fuerza, y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.

Abrió un cajón y sacó una bolsa hermética y un tubo de goma grueso. Al instante comprendí para qué servían: era un enema. El terror me atravesó de golpe, y sentí cómo el pánico se apoderaba de mí. No podía moverme, no podía escapar; cada orden suya era absoluta, y cualquier intento de resistencia sería inútil.

Me quedé quieto, atrapado, mientras la abuela Remedios se movía con calma a mí alrededor. Cada gesto suyo me recordaba que yo estaba completamente a su merced, y que aquel castigo, como todos los anteriores, duraría hasta que ella estuviera satisfecha. La impotencia y el miedo se mezclaban en mi pecho, dejando un peso insoportable que no me abandonaría durante mucho tiempo.

Llenó la bolsa hermética con agua tibia y colocó en su interior un pequeño sobre. Con cuidado, ancló la bolsa al tubo de goma grueso y se dirigió hacia mí. Cada paso que daba hacía que mi corazón latiera con fuerza en el pecho, y la sensación de impotencia me paralizaba.

Su voz, baja y firme, hizo que un escalofrío recorriera todo mi cuerpo:

—Prepárate… esto no será rápido, será un enema largo y doloroso.

Me preguntó si necesitaba que me amordazara  Negué con la cabeza, demasiado asustado para hablar. Su mirada se endureció, y su paciencia, ya corta, empezó a agotarse.

Acercó la punta del tubo de goma del enema hacia mi ano, y el solo hecho de tocarme provocó un dolor intenso. Un grito escapó de mí sin poder contenerlo, y de inmediato sentí la furia de la abuela Remedios: su rostro se tensó, los ojos le brillaron con ira contenida.

—Claro que tendré que amordazarte, no eras más que una puta llorica —me recriminó enfurecida.

La abuela Remedios abrió la lavadora que estaba dentro del baño. Sacó unas bragas muy sucias y las sostuvo frente a mí. Quedé paralizado, incapaz de moverme o de protestar. No era su ropa interior, no eran de su talla, eran más pequeñas,  eran las bragas sucias de mi madre que había dejado en la lavadora la noche anterior. Su sola presencia en mis manos me hizo comprender lo absoluto de su control.

Metió las bragas dentro de mi boca, me sentí humillado, aquellas bragas sucias eran de mi madre. La abuela sonrió, era consciente de mi humillación. Degusté el sabor sucio y personal de mi madre, aquello era completamente humillante. Era diferente a si hubieran sido suyas.

—Ya sé cómo te voy a llamar… serás “el comebragas”… ¿No te gustan tanto las bragas que entras a olerlas a habitaciones ajenas?,  ¡pues ahí las tienes¡ —comencé casi a llorar de la humillación.

Me dejó allí, inmóvil y amordazado, dentro de la bañera. El frío del esmalte me calaba la piel y el sonido del agua  a través del tubo de goma resonaba como un eco distante. Atado, amordazado, sin poder moverme, solo podía escuchar su respiración tranquila,  satisfecha, mientras me observaba desde la puerta.

—A partir de ahora te aplicaré un enema una vez a la semana, te mantendrá relajado y evitarás los pensamientos pervertidos —.

 

Cerró la puerta del baño y me dejó dentro del baño encerrado , rodeado del goteo constante y del eco de mis propios pensamientos. Fue entonces cuando comprendí que la abuela Remedios no castigaba por corregir… sino por disfrutar del sufrimiento ajeno.

Desde aquella tarde, por mi desobediencia y por haberme adentrado en su habitación, me había ganado dos nuevas normas: vestir siempre con prendas de mujer y someterme a su enema una vez a la semana. Cada vez me sentía más oprimido, sin la menor libertad, completamente subordinado a su voluntad.

Daba igual si llovía o tronaba, o si algo terrible hubiese ocurrido fuera: aquel día tenía un peso sagrado para ella. No importaban las circunstancias, el ritual del enema debía cumplirse. Yo sabía lo que significaba; debía acudir al baño y esperar, quieto, dentro de la bañera en cuclillas. Cualquier intento de protesta solo empeoraba las cosas. Ella me introduciría la goma de una forma más abrupta  sin delicadeza alguna si protestaba, provocándome un dolor terrible.

Sin embargo, algo extraño ocurría dentro de mí. Cuanto más restrictivas eran sus órdenes, cuanto más pesado se volvía el control que ejercía sobre mí, más intensa se hacía mi fascinación hacia ella. No era atracción física: la abuela Remedios no era hermosa ni agradable a la vista. Era vieja, gorda, descuidada en su higiene, pero había en ella un poder absoluto que me absorbía. Su autoridad, su capacidad de dominar y controlar cada gesto mío, me hacía verla como algo más que una persona: una fuerza imparable, casi divina, ante la cual no podía sino rendirme.

Cada nueva regla, cada castigo, cada mirada severa y calculada, aumentaba esta sensación. Era un extraño tipo de adoración, un respeto temeroso que rozaba la devoción. Comprendí que cuanto más la temía, más me atrapaba su presencia, y más deseaba estar a su merced. Era como si mi propio miedo se transformara en un lazo invisible que me unía a ella, inquebrantable.

Y así, semana tras semana, la abuela Remedios reforzaba su dominio. Sus normas no eran negociables, y yo comprendí que mi única opción era acatar, someterme y aceptar la opresión constante. La sensación de estar completamente bajo su control, de no tener escapatoria, se convirtió en un hilo que me unía aún más a ella, en un vínculo extraño y aterrador del que no podía ni quería desprenderme.

Ahora ya sabía algo que antes me resultaba confuso: estaba enamorado del carácter de mi abuela Remedios, de su forma de ser, de esa autoridad implacable que gobernaba cada instante de mi vida. Cada castigo, cada humillación, era lo que me daba sentido; no necesitaba nada más, solo a ella. Su control, su dominio absoluto, se había convertido en mi mundo entero, y yo aceptaba mi lugar bajo su poder sin reservas.

En el siguiente capítulo, les contaré a los lectores lo que les prometí sobre los sentimientos ocultos de la abuela Remedios. Tuvimos una conversación que, en otro momento, debería haberse dado mucho antes, pero que llegó finalmente cuando ambos supimos que estábamos predestinados el uno para el otro en una extraña relación de sadomasoquismo. Una relación marcada por el poder, la humillación y el dolor.

Les invito a conocer, en el próximo capítulo, nuestra conversación y el trato que sellamos… un trato que dejará a muchos con la boca abierta.

Agradeceré sus comentarios en: [email protected]

Continuara…. Capítulo 4.

12 Lecturas/18 noviembre, 2025/0 Comentarios/por scatgummi
Etiquetas: abuela, baño, culo, esclavo, gorda, madre, mujer, puta
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