Relato de terror: La abuela sádica. Parte 5
Relato sadomasoquista donde iréis conociendo a la abuela Remedios. Una abuela sádica que disfruta castigando y humillando. Historia de como me convertí en un esclavo masoquista. El final promete no defraudar..
Aquel día mi madre llegó a casa con una sonrisa que hacía tiempo no le veía. Su rostro, curtido por el sol y la fatiga, parecía iluminado por una ilusión que me resultaba ajena. Me contó, mientras se quitaba el pañuelo del cabello, que le habían ofrecido un trabajo especial: dos días fuera del pueblo, en unas tierras lejanas donde solo enviaban a las mejores jornaleras. Era un honor, dijo. Allí pagaban el doble, daban comida caliente y, al terminar la jornada, todas las mujeres cenaban juntas, riendo como una familia. Me habló con entusiasmo, con un brillo en los ojos que hacía años no le veía.
Me dio dos besos en la frente y me abrazó fuerte, tan fuerte que me dolió el pecho, pero no quise soltarla. Después fue a su cuarto y empezó a preparar una pequeña maleta, doblando con cuidado la ropa como si cada prenda guardara una promesa. La vi ir y venir por la casa con una alegría contenida, y por un momento creí que todo podía cambiar, que por fin mi madre tenía un atisbo feliz en su rostro.
Lo que más me sorprendió fue verla acercarse a la abuela Remedios. Le dio dos besos, como si entre ellas ya no hubiera rencor. La abuela la observó sin decir palabra, con esa sonrisa tensa que siempre me ponía los pelos de punta, pero no dijo nada. Ni una crítica, ni un reproche. Parecían entenderse. Por un instante, tuve la absurda sensación de que éramos una familia de verdad. Me emocioné… y quise creerlo. Todo había cambiado mi madre sonreía y era feliz.
Mi madre partió temprano a la mañana siguiente. Llevaba la pequeña maleta preparada en una mano .La acompañé hasta la entrada del camino, donde un autobús recogería a las jornaleras que trabajarían en aquellas tierras lejanas. La vi alejarse entre el polvo y el ruido del motor, levantando la mano para despedirse. Me quedé allí, quieto, con la sensación extraña de que aquel gesto tardaría mucho en repetirse. Empezábamos a ser felices después de tanto tiempo, cada uno a su manera.
La casa quedó en silencio. Solo se oía el crujido de la madera y el leve murmullo del viento entre los postigos. La abuela Remedios estaba en la cocina, removiendo algo en una cazuela que olía a hierro y a especias. Me dijo que no me preocupara, que esos dos días pasarían rápido. Yo asentí, sin pensar demasiado en sus palabras. No sospeché nada, incrédulo de mí. Parecía un día normal.
Pasé la mañana haciendo mis tareas: barrer, fregar y cada tarea encomendada por la abuela remedios. Todo transcurría con una calma que empezaba a incomodarme. Hasta que escuché mi nombre.
— ¡Ven aquí! —dijo la voz de la abuela, ronca, arrastrada, viniendo desde el sótano.
Me detuve. Era raro. Ella casi nunca me llamaba por mi nombre, y menos desde allí abajo. Supuse que necesitaba mi ayuda, Tomé aire y bajé los peldaños despacio, notando cómo el frío del subsuelo me calaba los huesos.
El sótano estaba en penumbra. Solo una bombilla temblorosa colgaba del techo, lanzando sombras que parecían moverse solas.
— ¿Abuela Remedios? —pregunté.
No respondió.
El sótano, donde apenas había bajado antes, no era muy grande, pero sí lo suficiente para tener estanterías apiladas a ambos extremos, llenas de objetos y trastos antiguos. La puerta se cerró de golpe, y tras ella apareció la abuela Remedios.
La abuela llevaba su habitual bata sin mangas, que dejaba al descubierto sus hombros y sus gruesas piernas, imponentes y sin pudor. Cerró la puerta con mano firme y luego giró la llave con un movimiento lento, deliberado, como si marcara el inicio de un rito. Observé cómo metió la llave dentro del sujetador y la escondió contra su piel, asegurándose de que no estuviera al alcance de mis manos.
Me quedé inmóvil, atónito. Aquel simple acto —cerrar, guardar, ocultar— cayó sobre mí como una losa. No era la llave lo que me heló, sino la intención detrás del gesto. En sus ojos había una especie de satisfacción contenida, una fría certeza de que todo aquello se desarrollaría tal como ella lo había planeado.
En ese instante supe que había llegado el momento de nuestro trato. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que la abuela lo escucharía. Sentí la certeza brutal de que iba a ser castigado por ella, que iba a vivir durante esas horas un infierno bien pensado, sin piedad ni remordimiento.
La abuela Remedios alzó la mirada y, sin decir una palabra, comenzó a enfundarse el guante que aún le faltaba. El sonido del caucho estirándose y el chasquido final al ajustarlo contra su piel resonaron en el sótano como un aviso. Aquellos guantes sucios eran su emblema, su manera de anunciar que algo iba a ocurrir.
Me observaba con una mirada llena de furia. Era lo que deseaba, y me quedé completamente quieto; una parte de mí sabía que aquel momento había sido inevitable, como si todo lo vivido hasta entonces me hubiera conducido allí.
Fue entonces cuando la vi tomar una botella de cristal del estante. La destapó con un gesto preciso, y un olor fuerte, químico, llenó el aire. Humedeció un trapo con el líquido y lo sostuvo entre las manos, observándolo con una expresión inescrutable.
Di un paso atrás, luego otro, ahora si asustado. El sótano no era grande, y en pocos segundos sentí la pared fría en mi espalda. No había escapatoria. La abuela avanzaba despacio, sin prisa, como quien disfruta de cada segundo de terror que provoca.
El sonido de sus botas sobre el suelo de cemento se mezclaba con mi respiración entrecortada choc choc . No sé qué pretendía hacer, ni quise saberlo. Solo recuerdo el instante en que su sombra me cubrió por completo y la luz de la bombilla pareció apagarse.
La abuela se abalanzó con una rapidez que no parecía propia de su edad. Sentí el roce de sus guantes de goma, fríos, implacables, intentando cubrirme la boca. Intenté apartarla, pero sus manos eran demasiado fuertes; me sujetó por los huevos por detrás y me empujó contra la pared con una fuerza que me dejo sorprendido.
El trapo cubrió mi rostro, y el olor agrio del líquido me golpeó las fosas nasales. Intenté protestar, pero el sonido se perdió entre sus brazos y el aire espeso del sótano. Su respiración sonaba detrás de mí, cerca, demasiado cerca, acompasada, segura.
Entonces la escuché hablar, con su voz áspera, casi ronca, que se filtraba como un cuchillo por el oído. Dijo algo al oído:
Si te mueves te reviento los huevos – Me dijo con ira.
Me sujetó con firmeza los testículos, y no pude resistirme. Me dejé llevar; no había otra opción. Obedecía o si aumentaba la presión me quedaba sin mis huevos. Aparté las manos del trapo húmedo lleno de cloroformo.
Sentí cómo mis fuerzas comenzaban a desvanecerse. El aire se volvió pesado, irreal, y mis piernas ya no respondían. Todo a mí alrededor se hundía en una niebla espesa, el olor del líquido impregnando mis sentidos. Intenté quejarme, pero la voz no salió; el cuerpo se me volvió de plomo, y la oscuridad empezó a tragarlo todo mientras su mano enguantada continuaba cerrando mi boca y mi nariz con el trapo húmedo.
No recuerdo el momento exacto en que caí. Solo una última imagen: la silueta de la abuela inclinándose sobre mí, su rostro deformado por la penumbra, sus ojos fríos como si no hubiera nada humano en ellos. Luego, nada.
Cuando desperté, no supe cuánto tiempo había transcurrido dormido. La bombilla seguía parpadeando, y el olor a humedad era más fuerte. Intenté moverme, pero algo me oprimía el cuello. Parpadeé, confundido, hasta que comprendí lo que veía: la abuela estaba frente a mí, terminando de cerrar un pequeño candado sobre un collar grueso que me rodeaba el cuello.
El clic del cierre resonó en el sótano como una sentencia. Ella se enderezó, apartó sus manos enguantadas sobre mí y me miró con una satisfacción helada, sin una palabra. Fue entonces cuando entendí que ya no era libre, que aquello apenas comenzaba.
Desperté adormecido, con la cabeza pesada y un zumbido agudo en los oídos. El aire del sótano era denso, cargado, y cada respiración me costaba como si algo invisible me oprimiera el pecho. Intenté moverme, pero el cuerpo no respondió. Un dolor sordo me recorrió los brazos y las piernas, un dolor que me hizo entender que estaba completamente atado.
La memoria regresó como una bofetada: el olor, el trapo, la oscuridad cayendo sobre mí. Recordé todo.
— ¡Has utilizado cloroformo ¡—protesté, más con rabia que con miedo, aunque mi voz apenas salió como un hilo tembloroso.
La abuela estaba allí, inmóvil, observándome a un lado. Su sombra se recortaba contra la pared y, entre sus guantes de goma, guiñaba el brillo de un manojo de llaves. Me mostró el llavero y, con la voz fría y sin matices, dijo:
—Te aseguro que no vas a poder escapar… estás completamente encadenado. Creíste que la marcha de tu madre fue casualidad; yo la provoqué, hablando con la dueña de las tierras —ella me miró con satisfacción—; me debe varios favores. Ahora estamos tú y yo solos durante dos días. Vas a vivir el infierno que te prometí y no vas a poder huir.
Comprendí entonces que no era libre, que había despertado dentro de su juego, en un escenario que ella había preparado con paciencia. Todo lo que podía hacer era respirar despacio y esperar. En su rostro había odio, como un monstruo que yo acababa de despertar. Era lo que yo había provocado al desear aquello.
Me quejé airadamente de nuevo, reprochándole que hubiera usado cloroformo y que se había excedido. En ese instante noté cómo su guante se cerraba sobre un trapo sucio, completamente marrón. Lo reconocí de inmediato: lo había visto debajo del fregadero mientras hacía mis tareas, y hubiera querido usar unas pinzas para agarrarlo y tirarlo a la basura antes que tocarlo con las manos. El trapo olía fatal, era asqueroso, completamente mojado y de un marrón repugnante por la suciedad acumulada. Era el trapo con el que limpiaba el fregadero viejo cuando se atascaba, empapado de restos de comida pegajosa y mugre de varios días. Un estremecimiento de repulsión me recorrió el cuerpo; sentí asco.
Lo introdujo rápidamente en mi boca antes de que pudiera reaccionar. Casi vomité del asco: estaba completamente húmedo y tenía un sabor nauseabundo a comida podrida y putrefacta.
A callar, estúpido – Me indicó mientras introducía el trapo cada vez más profundo dentro de mi boca.
El olor y el sabor me hicieron sentir un asco intenso; cada respiración era difícil y desagradable. Luego, con su calma habitual, tomó un rollo de cinta gris y comenzó a acercarlo a mi boca, asegurándose de que no pudiera apartar el trapo. La cinta se envolvió alrededor de mis labios, tirando con fuerza, cortando mi piel. Sentí cómo la cinta apretaba cada vez más, mordiendo mi carne, y un pánico profundo me invadió. La abuela seguía dando vueltas, una y otra vez, rodeando mi rostro, mi cabeza, con la cinta americana, cada vuelta más apretada que la anterior. La cinta se convirtió en una mordaza asfixiante, impidiéndome emitir cualquier sonido. El terror se apoderó de mí mientras la abuela continuaba, inexorable, sellando mi destino con cada vuelta de cinta. Nunca me había amordazado tan fuerte ni de forma tan estricta; parecía poseída por una furia inhumana. Con la mordaza tan apretada, supe que nunca podría escupir el asqueroso trapo, ni siquiera si lo intentara con todas mis fuerzas. La abuela me miraba con una satisfacción helada, disfrutando de mi sufrimiento, y me dijo, provocándome terror.
—Te dije que vivirías un infierno. Voy a asegurarme de que nadie pueda escucharte… ahora puedo castigarte como me plazca y no vas a poder emitir el más leve sonido. Podría tenerte en este sótano toda la vida, sin que nadie te escuchara, y nadie vendría a salvarte —dijo, su voz goteando con una crueldad que me heló la sangre. Sus ojos brillaban con una satisfacción sádica, y supe en ese instante que mi sufrimiento era solo el principio. El terror me invadió, y sentí cómo cada palabra suya se clavaba en mi mente, sellando mi destino en un abismo de desesperación.
La vieja abuela Remedios tenía razón: no podía moverme. Estaba completamente encadenado y la cinta apretaba mi boca, obligándome a retener aquel trapo repugnante contra mi garganta, impidiéndome emitir el más leve sonido. La abuela Remedios me estaba asustando de verdad; aquello no era un juego. Podía convertirse en un castigo terrible, un infierno del que no había escapatoria. Sus ojos fríos y calculadores me observaban con una mezcla de odio y satisfacción, como si disfrutara cada segundo de mi sufrimiento. La sensación de estar a su merced, incapaz de moverme o gritar, me invadió con una oleada de pánico. Era como si estuviera atrapado en una pesadilla de la que no podía despertar, y la abuela Remedios, con su calma perturbadora, era la dueña de mi destino.
Tras quedar completamente inmovilizado y sin poder articular palabra alguna, la abuela se dirigió hacia uno de los estantes del sótano. Allí, como si todo estuviera preparado de antemano, había varios objetos ordenados con precisión. Con paso lento, escuché el choc, choc de sus botas de goma sobre el suelo mientras tomaba unas pinzas de metal que parecían alicates; el brillo frío del metal me lanzó un escalofrío.
—Estas pinzas se colocan en tus pezones y en tus testículos. Te aseguro que pueden ser muy dolorosas, y sobre todo si las aprieto a conciencia. Calladito vas a aguantar cada una de estas pinzas —dijo mientras comenzó a colocar las pinzas de metal en mi cuerpo.
Sentí una punzada de dolor mientras ella ajustaba a mi cuerpo el manojo de pinzas metálicas que llevaba en su mano enguantada. Las pinzas, colocadas en mis pezones y testículos, mordían con una fuerza brutal, provocando un dolor insoportable. Cada movimiento suyo me hacía comprender que no había manera de escapar, y un miedo intenso se apoderó de mí. La abuela, con una calma aterradora, continuó su tortura, disfrutando de mi sufrimiento. Había desatado la furia de la abuela Remedios, y ahora estaba a su merced, incapaz de hacer nada más que soportar el dolor.
Traté de gritar, pero no pude. Solo pude sentir el horrible sabor de aquel trapo húmedo mugriento, que olía y sabía a cacerolas sucias y comida podrida, provocándome un asco insoportable.
La abuela, con una sonrisa sádica que me heló la sangre, se dirigió de nuevo hacia una estantería del sótano. El sonido de sus botas de goma resonaba en el suelo de concreto, anunciando mi inevitable sufrimiento. Regresó con algo en su mano enguantada, y cuando vi de qué se trataba, el terror se apoderó de mí. Era un pene de goma, frío y sin vida, que sostenía con una satisfacción enfermiza. Se acercó a mí, su rostro deformado por una mueca de placer perverso, y me dijo con una voz que goteaba crueldad: —Voy a introducir esto en tu culo hasta el fondo. Vas a sentir cada centímetro, y no podrás hacer nada para sacarlo . –
La abuela, sin un ápice de delicadeza, comenzó a introducir el pene de goma en mi culo, agarrándolo firmemente con su guante. Sentí una presión insoportable, como si estuviera siendo desgarrado por dentro. El dolor era tan intenso que se me humedecieron los ojos, al borde de las lágrimas. Intenté moverme, pero las cadenas me mantenían inmovilizado, y el trapo en mi boca ahogaba cualquier grito de agonía. Era un muñeco a su merced, completamente vulnerable a sus caprichos sádicos. Ella disfrutaba cada segundo, observando mi sufrimiento con una satisfacción enfermiza.
Mi situación era nefasta; completamente atado y amordazado, las pinzas de metal castigaban mi cuerpo con un dolor insoportable, mordiendo mis pezones y testículos sin piedad. Ahora, el pene de goma ejercía una presión abrumadora dentro de mí, una sensación de invasión y humillación que me dejó sin aliento. Cada movimiento de la abuela, cada ajuste cruel, me recordaba que estaba siendo castigado duramente, sometido a su voluntad sádica. No había escapatoria, solo el infinito sufrimiento de estar a su merced, incapaz de hacer nada más que soportar la agonía.
La abuela, con una sonrisa fría y calculadora, se inclinó hacia mí y susurró con una voz que goteaba malicia: —Ahora me marcharé y te dejaré encerrado de esta forma en el sótano durante varias horas. Es hora de que aprendas de una vez por todas que conmigo no se juega. Asustado, me hubiese gustado poder suplicar que aflojara las pinzas o las esposas, que estaban demasiado apretadas, e incluso el collar oprimía mi cuello, impidiéndome respirar con normalidad. El trapo en mi boca me impedía quejarme o suplicar. Era completamente vulnerable, a su merced, incapaz de hacer nada más que esperar su regreso. Con un último vistazo sádico, la abuela se marchó, apagando la luz del sótano y dejando solo la penumbra y el sonido de mis propios sollozos. Escuché cómo cerraba la puerta desde el exterior con varias vueltas de llave, sellando mi destino en un infierno de dolor y desesperación.
En la quietud del sótano, podía escuchar a la abuela Remedios en el jardín, realizando sus tareas con una normalidad desconcertante. Podía imaginarla moviéndose con su habitual eficiencia, ajena al sufrimiento que me estaba infligiendo. Lo que no sabía en aquel momento, pero ahora sí, es que ella estaba completamente excitada pensando en mí, encerrado y sufriendo en el sótano. Cuanto más lo pensaba, más se excitaba, y aquello era precisamente lo que deseaba: sentir el poder y la satisfacción de mi tormento. En un momento dado, la escuché hablar con la vecina sobre algo tan cotidiano como las plantas. Actuaba como si nada extraño estuviera sucediendo, su voz serena y calmada. La vecina, ajena a todo, no sospechaba lo más mínimo que yo estaba encerrado en el sótano, sufriendo una agonía indescriptible. Aunque hubiese querido pedir ayuda, la mordaza estaba demasiado apretada y el trapo casi me producía arcadas, impidiéndome emitir cualquier sonido. La abuela tenía razón: podría estar allí encerrado toda la vida, y nadie me escucharía.
Descubrí que estar atado y amordazado en el sótano durante varias horas se convirtió en una eternidad. Parecía que habían pasado siglos, cada segundo estirándose en una agonía interminable. Las pinzas de metal seguían mordiendo mis pezones y testículos con una crueldad implacable, enviando oleadas de dolor que me dejaban sin aliento. El pene de goma, una constante presión dentro de mi culo, me recordaba en cada instante la humillación y el sufrimiento a los que estaba sometido. Deseaba desesperadamente quitarme el collar apretado que oprimía mi cuello, anhelando poder respirar tranquila y libremente, pero no había forma. Cada intento de movimiento solo servía para recordarme mi completa vulnerabilidad y la imposibilidad de escape.
Tras varias horas de agonía, la puerta del sótano se abrió de nuevo. Desde el suelo, observé las enormes botas de goma de la abuela Remedios caminando hacia el estante sin dedicarme una sola palabra. Regresó portando un pequeño cane de madera, alargado y elástico, que jugueteaba agarrándolo con sus guantes entre ambos extremos, flexionándolo con una calma perturbadora. Escuché su voz fría y seria, que cortó el aire como un cuchillo:
Ahora te voy a enseñar a respetarme —dijo, su voz goteando con una mezcla de furia y satisfacción—. Volviste a desobedecerme, provocándome una y otra vez, y contestándome de forma mal educada. ¿Te crees que puedes hacerlo cuando quieras? Te voy a enseñar que no puedes. —Se quedó pensativa, como si estuviera considerando el castigo adecuado—. ¿Cuántos azotes deberían ser esta vez? —Se preguntó en voz alta, una sonrisa sádica curvando sus labios—. Tengo una idea… Ya que tanto querías ser castigado y vivir el infierno, te creías muy chulo retándome y que soportarías cualquier dolor… Ahora lo comprobaré. Dependerá de ti el número de azotes con el cane. Serán 100, pero si lloriqueas, tendré que aumentar el número, serían 150… De ti dependerá.
La abuela Remedios se acercó a mí y comenzó a azotarme con el cane, lentamente, comprobando que aquello dolía muchísimo más que la correa. Cada azote dejaba una roncha, ya fuese en el culo o en los muslos. Ella continuaba azotándome sin prisas, moviéndose de un lado a otro, y de pronto, volvía a azotarme. Cuando perdí la cuenta de los azotes recibidos con el cane, comprendí que no iba a aguantar sin llorar. Cada vez era más doloroso con cada nuevo azote. Fue lo que sucedió a los cincuenta y tantos; se me escapó una lágrima. La abuela Remedios sonrió, se inclinó hacia donde me encontraba y me acarició de forma perversa con su guante de goma. Me dijo: —Serán 150 entonces.
La abuela Remedios agarró una silla, y no sabía qué pretendía. Ella me ayudó a colocarme sobre la silla, tumbado, con el abdomen pegado al asiento de la silla y la cabeza introducida entre el hueco del respaldo de madera donde se apoya la espalda. Ahora comprendí qué pretendía. Abrió sus muslos tras la silla y colocó mi cabeza entre ellos, cerrando fuertemente los muslos, dejándome atrapado mi rostro. Levantó mis manos esposadas con una mano y con la otra continuó descargando el cane. No podía moverme lo más mínimo entre sus muslos; pretendía que no la estorbase y pudiese azotarme sin obstáculos.
La azotaina fue una verdadera pesadilla. Cada nuevo azote del cane me provocaba un dolor tremendo, como si mi piel se desgarrara con cada impacto. La abuela Remedios era muy lenta, casi disfrutando de cada segundo, apenas avanzando el número de azotes. Su crueldad se manifestaba en cómo cerraba fuertemente sus muslos alrededor de mi cabeza, impidiéndome cualquier movimiento. Era como estar atrapado en un tornillo de acero, incapaz de escapar de la agonía. Comencé a llorar, las lágrimas corriendo por mi rostro, mientras aprendía la lección de la forma más dolorosa. Ya no era tan arrogante; ahora sabía que el dolor era superior a mí. Pero era demasiado tarde para suplicar o pedir perdón. La mordaza del trapo asqueroso llenaba mi boca, ahogando cualquier sonido que intentara emitir. Apenas podía ver algo, ya que sus muslos me cerraban el rostro, sumergiéndome en una oscuridad aterradora. La abuela, con una satisfacción sádica, continuaba su tortura, sabiendo que estaba completamente a su merced, incapaz de hacer nada más que soportar el infinito sufrimiento
Posiblemente no podría sentarme en una silla durante un mes. Mi culo y mis muslos quedaron completamente llenos de finas marcas milimétricas, unas sobre otras, como un mapa de dolor y humillación. Acabé llorando desconsoladamente, las lágrimas mezclándose con el sudor y la suciedad, mientras la abuela mostraba una satisfacción sádica en su rostro. Se dirigió de nuevo hacia la puerta de salida del sótano, y antes de marcharse, se detuvo y me dijo con una voz fría y calculadora: —A partir de ahora va a ser siempre así. Vas a permanecer marcado, lleno de azotes, así nunca se te olvidará no volver a desobedecerme. Cuando tus azotes sanen, volveré a azotarte una y otra vez. No vas a sentarte cómodamente en una silla jamás. Tu culo rojo y morado será el recordatorio de quién manda y a quién nunca debes desobedecer.
La abuela remedios se marchó del sótano, dejándome de nuevo encerrado en la oscuridad. Quedando allí con el culo rojo vivo y sintiendo un dolor tremendo.
En el próximo capítulo os contare como Viví la humillación más profunda, una que me haría lamentar haber siquiera susurrado la palabra «vejación». La vejación que recibí fue terrible, pero su verdadero impacto se revelará en el próximo capítulo.
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Continuará capítulo 5


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