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Dominación Mujeres, Heterosexual, Incestos en Familia

Rituales ocultos

El invierno de 1918 llegó a Leópolis acompañado por el sonido de botas en las calles y banderas recién desplegadas en los balcones. La Gran Guerra había terminado, pero la ciudad —entonces parte del imperio austrohúngaro— se encontraba en el centro de un nuevo conflicto.
El invierno de 1918 llegó a Leópolis acompañado por el sonido de botas en las calles y banderas recién desplegadas en los balcones. La Gran Guerra había terminado, pero la ciudad —entonces parte del imperio austrohúngaro— se encontraba en el centro de un nuevo conflicto: polacos y ucranianos disputaban su control en medio del colapso de los viejos imperios. En las tabernas y los cafés, los hombres ya no hablaban del precio del pan, sino del destino de un país que buscaba renacer tras haber sido borrado del mapa durante más de un siglo. Polonia resurgía entre el humo de la guerra y las ruinas del orden imperial.

 

Entre quienes observaban aquel renacimiento con asombro se encontraba Stan, un niño de apenas nueve años. Desde las ventanas de su casa en Leópolis —una ciudad entonces tan polaca como cosmopolita— contemplaba los cambios del mundo con una curiosidad silenciosa.

Su familia pertenecía a la burguesía ilustrada de Galitzia, una clase que aún confiaba en la educación, la razón y el progreso. En su hogar se hablaba polaco, alemán y francés; las lenguas se mezclaban, como se mezclaban también las identidades de un territorio donde las fronteras eran provisionales y las lealtades ambiguas.

 

Aquel invierno trajo consigo algo más que el eco de los disparos y las proclamas de independencia. En casa comenzó a insinuarse una sombra que no provenía de las calles ni del caos político, sino del interior mismo del hogar. Alek, el hermano menor de la madre de Stan, había regresado a Leópolis después de un tiempo en el campo, donde —decía— había trabajado en los talleres del ferrocarril reparando locomotoras para el ejército. Tenía apenas dieciocho años, pero en su modo de andar y en la rigidez de sus gestos se adivinaba un cansancio impropio de su edad.

 

No era alto, aunque su cuerpo delgado parecía tensarse como un resorte; el rostro, todavía juvenil, se había endurecido bajo una barba irregular que apenas disimulaba la delgadez de las mejillas. Sus manos, curtidas y con las uñas siempre ennegrecidas por el aceite y el hollín, hablaban de un trabajo rudo, manual, ajeno al mundo de libros y tertulias que tanto apreciaba su hermana. Alek no compartía el entusiasmo ilustrado de la familia. Para él, la guerra había demostrado que la fuerza y la astucia valían más que las ideas.

 

 

Stan lo observaba con una mezcla de fascinación y temor. Había en su tío algo imprevisible, una energía contenida que llenaba las habitaciones de una tensión muda. En los primeros días, su presencia trajo cierto orgullo familiar —un joven que había trabajado “por la causa”, decían—, pero pronto comenzó a sentirse como una grieta en la vida ordenada del hogar. Era el inicio de un capítulo oscuro, uno que Stan aún no comprendía, pero cuyo peso empezaba ya a insinuarse en los silencios de su madre y en las miradas evitadas durante la cena.

 

 

La madre de Stan se llamaba Helena, y era una mujer de movimientos precisos, como si cada gesto respondiera a un orden invisible. Había heredado de su padre —antiguo profesor de lenguas clásicas en la universidad— una fe casi religiosa en la compostura. Incluso en los días más inciertos, cuando las noticias traían nuevas banderas y nuevas proclamas, ella seguía corrigiendo los modales de sus hijos, ajustando el mantel, encendiendo las lámparas al caer la tarde con el mismo cuidado con que otros encendían velas ante un altar.

 

Desde la llegada de Alek, esa serenidad había comenzado a resquebrajarse. No de manera evidente —Helena no alzaba la voz, no discutía—, sino en detalles pequeños: en la forma en que se detenía un segundo más de lo habitual antes de entrar al comedor, o en cómo sus manos temblaban apenas al servir el té. A veces, mientras Stan hacía sus tareas en la mesa del salón, oía sus pasos en el corredor y distinguía un murmullo bajo, la voz de su madre hablando con Alek a media luz. Nunca comprendía las palabras, solo el tono —una mezcla de súplica y reproche—, y luego el silencio, espeso, como si ambos contuvieran algo que no debía escapar al resto de la casa.

 

El padre, ausente la mayor parte del día, parecía no notar nada. Se refugiaba en su estudio, donde el olor a tinta y papel enmascaraba el del tabaco rancio. Cuando salía para cenar, hablaba de política con un entusiasmo que ya no encontraba eco. Helena asentía en silencio, y Alek, con una sonrisa casi burlona, decía que las ideas no servían de escudo contra las balas ni de pan para la mesa. Stan no entendía del todo la tensión, pero sentía en el aire una electricidad nueva, como si las paredes mismas escucharan.

 

Una noche, el primer signo de aquella sombra se hizo visible. Helena había pedido a Alek que bajara a cenar; él tardó en responder, y cuando finalmente apareció, sin camisa y con un olor a sudor impregnado en la piel. Ella se detuvo al verlo, con el cucharón suspendido sobre la sopa.

—Te dije que te cambiaras —dijo en voz baja, sin mirarlo directamente.

Alek sonrió apenas.

—No tengo camisas limpias.

—Te dejé una en tu habitación —replicó ella.

Él no contestó. Se sentó, sirvió un trozo de pan y comenzó a comer sin esperar a los demás. Stan observó cómo su madre bajaba la vista hacia el plato, y cómo un leve rubor —de vergüenza o de ira, no sabría decir— le subía por el cuello. Nadie habló durante el resto de la cena. Solo el sonido del pan rompiéndose, y el tic-tac del reloj sobre la repisa, marcaron el paso del tiempo.

 

Cuando terminaron, el padre se levantó sin decir palabra y volvió a su estudio. El sonido del cerrojo al cerrarse fue tan nítido que Stan supo que no saldría de allí hasta la mañana. Su madre comenzó a recoger la mesa en silencio; solo le pidió a él y a su hermana que subieran a prepararse para dormir. La niña —menor que Stan, de ojos grandes y movimientos distraídos— obedeció enseguida. Stan, en cambio, se demoró un poco, intrigado por la quietud que había quedado flotando en el comedor.

 

Más tarde todos se habían ido, excepto Alek que seguía allí, recostado contra la pared, mirando el fuego que se apagaba en la chimenea. La penumbra dibujaba su silueta delgada y el brillo del sudor todavía fresco en su piel. Cuando notó la presencia del niño, sonrió sin dientes, apenas un gesto.

 

—No puedes dormir, ¿eh? —preguntó, sin apartar la vista del fuego.

Stan negó con la cabeza.

 

Alek señaló hacia el patio.

—Ven. Te enseñaré algo.

 

Cruzaron el corredor, y el aire frío los envolvió de inmediato. Afuera, el jardín estaba cubierto de escarcha. En el cobertizo, bajo una lámpara de queroseno, descansaban las piezas metálicas que Alek había traído del taller: engranajes, clavos torcidos, fragmentos de hierro que guardaba como si fueran tesoros.

 

—Mira esto —dijo, levantando un trozo de acero del tamaño de su mano—. Era parte de una locomotora. La desmontaron a golpes cuando el ejército se retiró. Nadie entiende que el hierro, si se lo trata bien, puede volver a servir.

 

Stan lo observaba fascinado. En el brillo del metal creía ver reflejos de fuego y movimiento, como si aquellas piezas aún contuvieran el eco del tren al que habían pertenecido.

 

—¿Y tú las arreglas? —preguntó.

Alek asintió.

—Sí. Todo puede repararse, si uno sabe dónde golpear.

 

El tono de su voz no era el de alguien que hablaba de máquinas. Había algo más, una dureza que Stan no comprendía del todo. El niño bajó la vista y notó las manos de su tío: grandes, tensas, con los nudillos oscuros de grasa y de algo que parecía más antiguo que el trabajo.

 

—Tu madre no entiende —murmuró Alek—. Ella cree que el mundo se arregla con palabras.

 

Stan no respondió. Desde la casa llegó un golpe de viento que apagó la lámpara, y por un instante quedaron envueltos en la oscuridad. Alek no se movió.

 

Helena despertó de golpe, sin saber por qué. El reloj del pasillo marcaba las dos. Durante un momento permaneció inmóvil, escuchando. La casa parecía dormida, envuelta en un silencio espeso que apenas dejaba oír el crujido de la madera al contraerse por el frío. Se incorporó despacio, sintiendo el peso de la manta sobre las piernas. A su lado, su marido dormía profundamente, con la respiración pesada y el brazo extendido sobre la almohada.

 

Un ruido leve la hizo girar la cabeza hacia la ventana: un golpe metálico, breve, como si algo cayera en el patio. Helena contuvo el aliento. Pensó en los vientos del invierno, en las ramas secas que a veces golpeaban las tejas, pero enseguida supo que no era eso. Había en aquel sonido un ritmo, una intención.

 

Se levantó sin encender la lámpara. Cruzó el pasillo en penumbra, con los pies descalzos sobre la madera helada. Desde el piso de arriba llegaba el rumor del sueño infantil: un suspiro, un leve movimiento. Se detuvo un instante frente a la habitación de Stan. La puerta estaba entreabierta, y el interior vacío.

 

El corazón le dio un salto.

 

Bajó las escaleras despacio, cuidando de no hacer ruido. A medida que descendía, el aire se volvía más frío y denso. Desde la cocina llegaba un resplandor tenue: la lámpara del cobertizo seguía encendida, y a través del cristal vio las sombras moverse, recortadas contra la pared.

 

Era Alek. Y junto a él, la figura pequeña de su hijo.

 

El tío sostenía una pieza de hierro entre las manos, mostrándosela al niño como quien revela un secreto. Stan lo observaba con una concentración que a Helena le resultó inquietante, como si en ese brillo opaco del metal hubiera algo hipnótico. No oyó palabras, solo el golpeteo suave de una herramienta y el murmullo del queroseno ardiendo.

 

Helena apoyó la mano en el marco de la puerta. No supo si intervenir o retroceder. Hubo un instante en que la mirada de Alek se alzó hacia ella, sin sorpresa, como si hubiera sabido desde el principio que estaba allí. Sonrió apenas, un gesto breve, casi desafiante.

 

Ella sostuvo la mirada solo un segundo antes de bajar los ojos.

 

Entonces él habló, con un tono tan bajo que apenas se distinguía entre el chisporroteo del fuego.

 

—¿Sabes, Stan? —dijo Alek—. Esta pieza…(Agarrandose la entrepierna) la tenía tu madre. Antes de que tú nacieras. Stan lo miró, intrigado.

—¿Mi madre?

 

—Sí. —Alek apretó la verga en sus manos—. Fue ella quien me enseñó a utilizarla. Dijo que debía esconderla siempre, pero que ella la podía usar siempre que quisiera.

 

Helena sintió cómo el aire se le detenía en la garganta. Recordaba con detalle cómo había nacido su relación incestuosa con su hermano, pero comprendió de inmediato que eso no importaba. Alek no hablaba para el niño, sino para ella.

 

—¿Y por qué la necesitaba? —preguntó Stan, inocente.

 

Alek sonrió, sin apartar la vista de su hermana.

El silencio volvió a caer, denso como la escarcha sobre el suelo. Helena quiso decir algo, pero las palabras no acudieron. Stan seguía mirando la verga de su tío, pensativo, como si buscara la huella de aquel misterio que se le escapaba.

 

Fue entonces cuando Helena cruzó el umbral. La madera del piso crujió bajo sus pasos, y el niño levantó la cabeza, sorprendido. En sus ojos se mezclaban la confusión y una chispa de algo nuevo, una sospecha que aún no sabía nombrar.

 

Alek no se movió. Soltó su verga y la observó acercarse, con esa calma insolente que la desarmaba.

 

—Stan, es tarde —dijo Helena con una voz que sonó más áspera de lo que pretendía.

El niño dio un respingo.

—Pero tío Alek me estaba enseñando…

—He dicho que es tarde. —Su mirada se clavó en él, firme, implacable—. Sube ahora mismo.

 

Stan bajó la vista y obedeció. Mientras subía los escalones, aún volteó una vez hacia el cobertizo: Alek seguía inmóvil, la sombra del fuego bailando en su rostro. Cuando el niño desapareció en la oscuridad del pasillo, Helena esperó a oír el portazo de su habitación antes de hablar.

 

—¿Por qué lo haces? —preguntó, sin acercarse.

 

Alek la observó en silencio. La luz del queroseno temblaba entre ellos.

—¿Hacer qué?

 

—Hablarle de mí, de… —Calló, buscando las palabras—. No tienes derecho.

 

—No he dicho nada que no sea verdad. —Alek dio un paso hacia ella—. Quería contarle lo que me enseñaste —señaló nuevamente su verga—, y es cierto. Lo hiciste.

 

—Era una tontería de juventud. —Su voz se quebró apenas—. No significa nada ahora.

 

—Juventud por tí, yo tenía la edad que ahora tiene tu hijo y significó algo para mí y para tí también—replicó él, con una calma inquietante—. Si no, no estarías aquí, temblando.

 

Helena retrocedió un poco. El frío del suelo se mezclaba con el calor de la lámpara, y el aire parecía espeso, casi irrespirable.

 

—Éran otros tiempos —dijo ella—. Si, eras un niño, y yo…

 

Alek la interrumpió.

—No éramos distintos a lo que somos hoy, solo que ahora estamos más grandes

 

Helena cerró los ojos un instante. Recordó un verano, el olor del trigo y la sensación de haber cruzado una frontera sin entender del todo cuál. Recordó también el miedo: no al pecado, sino a ser vistos.

 

Estaban en la cocina de la casa de sus padres. Alek tenía 9 años y Helena 19. Helena era una joven de diecinueve años que apenas comenzaba a descubrir los matices de su propia sensualidad. Hasta hacía poco, había vivido con la inocencia tranquila de quien no conoce todavía el poder que ejerce sobre los demás ni el que despierta dentro de sí. Pero en los últimos meses, algo había cambiado: una curiosidad nueva, una inquietud que la envolvía y que parecía arrastrarla hacia experiencias que no comprendía del todo, pero que no podía —ni quería— resistir.

 

Su cuerpo, antes indiferente a las miradas, se había convertido en una fuente de asombro y de confusión. Le fascinaba sentir cómo su piel respondía a un roce, cómo el pulso se le aceleraba sin razón aparente, cómo la cercanía de otro podía encenderla con una mezcla de miedo y deseo, incluso si ese otro era su pequeño hermano, a quien amaba con dulzura, tanto como lo amaban sus padres, el niño de la casa, el menor, el pequeño. A veces se sentía culpable por ello, otras veces poderosa.

 

Helena tenía algo de melancólica en la mirada, una mezcla de ingenuidad y de fuego que la hacía parecer más consciente de lo que realmente era. No se trataba de libertinaje, sino de una especie de rendición ante lo inevitable: la necesidad de conocerse, de explorar hasta dónde llegaba el límite entre la ternura y el instinto.

 

En el fondo, lo que la abrumaba no era la sexualidad misma, sino la intensidad con que la vivía —como si cada descubrimiento removiera una parte dormida de su ser, despertando tanto la curiosidad como la culpa, tanto la fascinación como el temor de perderse en aquello que apenas empezaba a comprender.

 

Esa noche vestía, a los ojos de cualquiera, una prenda recatada: una camisa larga de dormir de lino fino, color marfil, con encajes discretos en el cuello y en los puños, y botones de nácar que subían hasta la clavícula. Las mangas eran largas, aunque a veces, cuando el calor la vencía o la inquietud no la dejaba dormir, se las arremangaba, dejando al descubierto los antebrazos y parte de los hombros.

 

El tejido, ligero y translúcido a la luz de la vela, se pegaba a su piel con el leve sudor de la noche. Debajo, llevaba poco: quizás una combinación corta o enaguas suaves, pero sin corsé, porque esa hora le pertenecía solo a ella. Era el único momento del día en que podía liberarse de las ataduras —literales y morales— que le imponía el mundo exterior.

 

Mientras el reloj marcaba algo cercano a la medianoche, Helena se encontraba en esa frontera difusa entre la vigilia y el sueño, sintiendo el roce del lino sobre su cuerpo como si cada pliegue despertara un pensamiento prohibido. Su ropa, aunque modesta en apariencia, se había convertido para ella en una especie de secreto íntimo, un espacio donde podía permitirse ser más libre de lo que la sociedad le concede.Había bajado por un vaso de agua. Lo estaba tomando cuando su hermano somnoliento la chocó por la espalda.

 

La oscuridad era abrumadora, pero el choque accidental e imprudente de Alek contra sus nalgas la encendió. El pequeño Alek apenas terminaba de despertarse para dar cuenta de la presencia de su hermana mayor. Se disculpó aludiendo que también bajaba por algo de beber.

 

Helena dudó un instante mientras su hermano le pasaba por el lado, luego impulsada por el morbo y el deseo lo tomó del brazo, lo jaló hacía ella y lo besó. Alek no se alejó, permitió que el contacto existiera y eso lo aprovechó Helena. Tomó la mano del brazo que no había soltado y lo colocó sobre su cola, cuando Alek entendió que debía acariciar, consentir, apretar, ella hizo lo propio con su pequeño pene.

 

El sexo oral era secreto y tabú. Se lo consideraba inmoral, incluso perverso, y los tratados médicos o religiosos lo mencionan como algo desviado o peligroso para la salud y la moral.

 

 

Helena, aunque curiosa y abrumada por su despertar sexual, se arrodilló ante Alek con un fuerte sentido de culpa y secreto, liberó su pequeño pene sin mucho esfuerzo y se lo metió a la boca. Alek disfrutaba tanto como ella y observaba como su pene desaparecía dentro de la boca de su hermana con facilidad. Helena sintió una decepción cuando su hermano reflejo su orgasmo en sus respiraciones agitadas y el temblar de su cuerpo, porque no logró repercutir en una eyaculación que era parte de lo que ella estaba buscando, no sabía en ese momento que tendría que esperar algunos años para poder saborear el semen de su hermano.

 

Pero la rigidez del niño no disminuía y entonces de eso se aprovecharía también Helena. Se dió la vuelta y se colocó contra la pared, subió su vestido mostrando su desnudez inferior a su hermano. Unas enormes nalgas quedaron a la vista del niño sin saber muy bien qué hacer. Helena lo atrajo hacia ella y se posicionó para que la pequeña verga de Alek entrara en su húmedo coño. En el primer contacto Alek se perdió, metía y sacaba su pequeña verga como si la vida se le fuera en ello, tomaba a su hermana con las manos para no caerse y la penetraba con furia desmedida, con ansias, con desesperación.

 

Helena disfrutaba más con el morbo de lo prohibido que con el coito perse. Tras 5 minutos o quizá un poco más utilizó su mano para retirar el pene de Alek y dirigirlo hacia su ano. La vergüenza la invadía, iría al infierno se decía a sí misma mientras el pene entraba con algó más de reserva en su canal posterior. Un gemido ahogado surgió por primera vez en la noche de la boca de helena, resultaba más placentero que cuando se metía sus dedos, ahora si estaba disfrutando y la experiencia estaba siendo inigualable.

 

Muy poco duró Alek antes de llevarse el segundo orgasmo de la noche. Helena lo sintió y esta vez asumió que había sido suficiente, tomó otro sorbo de agua y se dirigió nuevamente a su habitación…

 

 

 

Alek bajó la voz.

—Vine por ti.

 

Ella lo miró con algo que no era solo miedo: había en su mirada una fatiga antigua, como si esas palabras las hubiera esperado desde hacía años y, al mismo tiempo, hubiera deseado no oírlas nunca.

 

—Vete a dormir —dijo finalmente.

—¿Y tú?

—Haré lo mismo.

 

Se dio media vuelta, pero antes de salir del cobertizo se detuvo.

—No vuelvas a hablarle de mí —dijo, apenas audible—. No uses lo que fuimos.

 

Alek no respondió.

La vio alejarse, su figura desvaneciéndose entre la escarcha y el humo del queroseno.

 

46 Lecturas/11 noviembre, 2025/0 Comentarios/por Ericl
Etiquetas: hermana, hermano, hijo, madre, mayor, padre, semen, sexo
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