Rodillas tensas
Renata es una chica de casa y pensar en tener sexo con su novio Miguel. Un preocupante diálogo con su amiga Indira precipitará las cosas, y Renata necesitará mucha habilidad para sobrellevar su relación, mientras averigua qué es el deseo..
Eran las 9 am de un sábado. La lluvia del día anterior había tenido tiempo suficiente para secarse. El cielo estaba despejado y el día guardaba aún un poco el frío de las primeras horas. Miguel aún no había llegado y Renata, sentada en el banquito verde y destartalado del parque, había empezado a agitar su pierna de arriba a abajo, con impaciencia.
—En el fondo —se decía Renata. —Es mejor que Miguel aún no haya llegado: hay muchas cosas que decidir.
Renata lanzó una mirada a los dos caminos por los que podría acercarse alguien. Se sentía observada… juzgada. Tenía veinte años, era bajita y esbelta. Su cabello lacio y negro le llegaba un poco más abajo de las clavículas. Usaba una larga falda negra, surcada a todo lo ancho por dos líneas delgadas y vaporosas de verde claro y rosa mexicano. Debajo de una chamarra negra, llevaba una blusa azul de tirantes, ligeramente ceñida.
Ella había decidido cada prenda con un cuidado, pero ahora no podía evitar sentirse ridícula. Había pensado que si la mirada de Miguel la incomodaba, podía ponerse la chamarra… y si quería que le viera más, podía quitársela. La falda era linda, quizá un poquito formal. Pero era una falda, al fin y al cabo. Si ella quería, podía discretamente mostrar un poco de sus piernas. Ahora tenía la impresión de que quien sea que la viera sabría inmediatamente cuál era su situación.
¿Y cuál era su situación? Renata vivía aún en casa de sus padres. Su padre era un hombre conservador y algo misógino; su madre era apenas un poco más permisiva y amable. Tenía con ellos una vida feliz pero tensa. Sabía qué les podía contar y qué permisos podía pedir. Les podía contar, por ejemplo, que había estado saliendo con Miguel durante un par de meses; que era su compañero de la universidad, algunos años mayor que ella.
Les podía pedir permiso de ir al parque de a lado de su casa, para caminar con él y alimentar a las palomas. Jamás les habría podido contar que caminaban hasta casa de Miguel. Jamás les habría podido decir que en esa casa no había nadie sino ellos dos. Jamás les habría podido pedir permiso para ir a una fiesta con él, mucho menos para quedarse con él una noche.
Y aun así, Miguel la convenció de ir a su casa: “quiero cocinarte algo”, le había dicho. La convenció de ver una película juntos. Se habían besado en el sillón. Él la había tomado de la cintura. Ella había sentido cómo la respiración de ambos se aceleraba. Fue demasiado. “Necesito agua”, había dicho Renata. Él la habría dejado ir a la cocina a servirse, pero la interceptó de regreso. Alguna cosa linda le había dicho. Se habían abrazado profundamente, se habían fundido en un beso, de pie, y ella había sentido con toda claridad la erección de él.
Otra vez él puso la mano en su cintura, y esta vez se coló debajo de su blusa… pero no subió. Sólo sintió la piel de Renata un momento, y luego acarició su cabello.
¿Renata habría querido que esa mano subiera? ¿Habría querido que la cosa continuara? ¿Qué quería? Ahora, en el parque, notaba cómo su respiración se aceleraba pensando en eso. Las piernas se le tensaban, y juntaba sus rodillas, como si intentara estrujar sus pensamientos.
La primera persona que notó lo que pasaba fue Indira. En la universidad, Indira, más amiga de Miguel que de Renata, los encontró besándose en uno de los jardines. Se acercó a saludar y no quiso irse. Renata fingió no molestarse por eso. Ni siquiera cuando Miguel tuvo que dejarlas para tomar sus últimas clases, Renata se mostró incómoda con Indira. Era una chica graciosa y linda, y probablemente no se daba cuenta de cuánto los estaba interrumpiendo. Como pensaba puras cosas buenas de ella, Renata se sorprendió cuando empezaron a hablar.
—¿Te estás cogiendo a Miguel? —le había preguntado Indira, cuando se quedaron solas.
Renata se puso roja y se rio, un poco enojada de que su amiga se permitiera preguntarle eso. Musitó un “no” entre dientes.
—¿Y no te lo quieres coger? —replicó Indira, conteniendo una risita.
—¿Tú vas por allí pensando “ah, mira, me quiero coger a este”? —contestó Renata, queriendo sonar sarcástica.
—Pues, si son sujetos con los que llevo… ¿cuánto? ¿Seis, siete meses? A lo mejor sí. Pero bueno… supongo que tú prefieres la idea de que sea él quien te coja.
—¡Ya deja de usar ese verbo, me desespera! No lo sé, ¿ya? ¡No sé si quiero que me “coja”!
—Créeme… sí quieres.
Entonces Indira le contó una historia que Renata hubiera preferido no saber. Le contó cómo, años atrás, en una fiesta, Miguel se veía particularmente guapo, con una camisita informal que dejaba ver parte de su pecho, arremangada para mostrar los brazos. Llevaba corta su barba poblada y tenía una sonrisa confiada. Cuando empezaron los juegos de bebida, Indira le había clavado un beso a Miguel y había aprovechado la primera ocasión para llevarlo a un cuarto.
—No me han dado una mejor comida.
—¿Comida? —preguntó Renata.
—Que me hizo sexo oral, pues. De verdad eres una niña, ¿no? ¿Siquiera te han metido mano?
Renata se calló y bajó la mirada. En realidad sí le habían metido mano. Algunos hombres con los que salió, desde que era adolescente, había intentado tocarla. Ella los regañaba después, los confrontaba y terminaba por dejarlos. Con Miguel estaba siendo distinto.
—Ya, perdona, no debí decir eso —se disculpó Indira. —La verdad me gusta mucho como lo hace… y creo que tiene un buen estilo para ti.
—¿Cómo que para mí?
—Para… pues… una virgen.
Renata tomó sus cosas y se fue sin despedirse. ¿Por qué Indira le había contado todo eso? Ahora, en el parque, se preguntaba si lo “deseaba”. ¿Sabía ella siquiera cómo era eso de “desear”? ¿Alguna vez había deseado? ¿No era una tontería estar pensando en esas cosas? ¿No era muy arriesgado abrirle la puerta de su vida sexual a un hombre? Los hombres son tan… Y entonces Renata empezaba a enumerar una retahíla de temores. ¿La dejaría después de haberla desflorado? Si Indira se lo pidiera, ¿Miguel volvería a tener sexo con ella?
En ese momento, Miguel entró por el parque, se sentó en la banca y le dio un beso a Renata. Las preocupaciones no se borraron de su cabeza, pero a partir de allí Renata se concentró en besarlo. Era como si estuviera dividida. Una mitad quería ofrecerse allí mismo. La otra desconfiaba de él, quería irse, terminar con él o al menos ponerlo a prueba.
—¿Nos quedamos aquí? —preguntó Miguel. Renata entendió que le estaba preguntando si quería ir a su casa otra vez.
—No lo sé —contestó Renata.
Miguel sonrió y le dio un beso en la mejilla. Renata se levantó contenta de la banca y ambos se encaminaron a casa de él.
Comida: una pasta de hiervas con rebanadas de pan. Película: cualquier comedia romántica (Renata, pasadas unas horas, ya no recordaba ni la trama). Finalmente, estaban juntos en el sillón. Renata se llevó un mechón de pelo por sobre la oreja, para indicarle a Miguel que podía besarla. Miguel se desentendió del gestó, y Renata tuvo que tomarse de su cuello, juguetonamente. Entonces Miguel le correspondió el abrazo y la recostó, con la cabeza sobre el brazo del sillón. Se besaron. Poco a poco, el beso de Miguel bajó por el cuello y por las clavículas de ella.
—Sé que te mueres por mis pechos —le dijo Renata, y al instante se puso coloradísima. No tenía idea de dónde había salido ese diálogo.
—¿Puedo tocarlos? —preguntó Miguel de inmediato.
Renata no sabía en qué se había metido. No quería que Miguel la considerara mojigata ni infantil, pero tampoco se quería sentir dominada.
—No, no puedes. No todavía —dijo y se levantó.
Miguel no entendía qué estaba pasando. Renata se puso a tres pasos del sillón, se quitó la chamarra y la aventó al sillón. Se bajó los tirantes de su blusa. Debajo tenía un brassier deportivo gris, que se quitó también. No tuvo valor para arrojárselo a Miguel, así que lo dejó en el suelo.
Su respiración se entrecortaba, sentía una extraña mezcla de vergüenza, excitación y frío. Al principio, sus brazos habían caído pesadamente a los costados, inmóviles. Cuando la vergüenza y el frío se apoderaron de ella, tuvo el impulso de taparse con los brazos. Cuando los estaba acercando a su torso, se avergonzó del pudor de este gesto, y lo cambió: tomó sus pechos desde abajo y cubrió sus pezones con el pulgar. En este momento, Miguel intentó levantarse para tocarla, pero Renata le hizo un gesto de advertencia y volvió a sentarse.
No se volvió a poner el brassier, pero sí se subió los tirantes de la blusa. El espectáculo, por lo menos el de su pecho, había terminado. Miguel se quedó pensando y tratando de recordar sus pechos. Eran pequeños y circulares, y el pezón era rígido, con un color como de bronce.
—Eres hermosa —le dijo.
—Déjame el sillón —fue lo que le dio Renata por respuesta.
Cambiaron lugares. Ahora Miguel, levantado, no podía acercarse al sillón. Renata, sentada, iba subiendo su falda hasta las rodillas. Tal como le pasó en el parque, las rodillas tensas se le habían juntado, como imantadas, y no fue sino con mucho esfuerzo mental que logró separarlas un poco.
—¿De aquí también soy hermosa? —dijo Renata, descubriéndose los muslos, compactos y morenos.
Miguel se arrodilló, y de rodillas se fue acercando a la falda de su novia. Besó sus rodillas, besó la cara interna de sus muslos y sumergió sus manos entre el sillón, la falda y las nalgas de ella. Su trasero era probablemente lo más deseable de Renata. Su cadera y su cintura destacaban, sin ser muy grandes, porque eran de lo que se esperaba en una chica con piernas tan esbeltas. Era su trasero y no su pecho lo que se ganaba miradas y piropos despreciables, y por eso Renata se sintió halagada cuando Miguel lo tocó: por fin aquello que, en su cuerpo, le parecía lo más sensual, le traía algo que no fueran enojos.
Poco a poco, Miguel se acercó a su ropa interior. Tenía, tenue pero distinguible, el olor de la excitación. El hombre decidió arriesgarse y besó los bordes de esa ropa, donde empezaban a verse algunos pocos vellos delgados. Renata gimió y tomó la cabeza de Miguel con ambas manos, para alejarlo. Inmediatamente se sintió ridícula otra vez, y empezó a buscar un diálogo que la hiciera sonar sensual:
—Hoy no me vas a comer —dijo, recordando las palabras de Indira. Le gustó tanto como sonó, que incluso decidió agregar. —Aunque dicen que es tu punto fuerte.
Miguel se quedó pasmado con el diálogo unos segundos. No sabía muy bien cómo contestar. No sabía si era un reproche o una estrategia de coqueteo. Renata se carcajeó, muy contenta de tener un poquito de autoridad en esa situación.
—Vamos a tu cuarto —le dijo ella, con aplomo.
Se besaron de camino. Se besaron mientras cerraban la puerta y mientras caían a la cama. Renata se puso encima de Miguel y, mientras lo besaba, se dejó llevar por su propio cuerpo. Empezó a frotarse lentamente contra él. La negra y larga falda de ella los cubría a ambos. Obviamente el pantalón de él era un obstáculo, y pasados unos segundos, Renata se retiró y le pidió que se lo quitara. Fue entonces cuando pudo ver el tamaño de sus problemas. No quiso clavarle durante mucho tiempo la mirada al miembro de Miguel, pero su tamaño empezaba a preocuparla. Se sentó nuevamente sobre él, ahora con la intención clara de masturbarlo con su movimiento.
Si conseguía que Miguel eyaculara solamente con este pequeño faje, no quedaría como una mojigata, y podría aplazar una semana más la decisión más grande: ¿quería o no quería tener sexo con él? El problema es que Miguel era un hombre sano y razonablemente experimentado, y Renata, por muy intuitiva y seductora que fuera su actuación, tendría problemas para hacerlo acabar.
—Me siento incómoda —dijo finalmente Renata. Se refería a que la humedad de su primera excitación estaba ahora absorbida por su ropa interior, y la fricción comenzaba a irritarla. —¿Me puedo quitar la ropa?
Miguel asintió. Le daba morbo pensar que Renata conservaría su falda cuando se quitara la ropa interior y que él podría hacerle el amor, bajo el manto secreto de esa vaporosa tela negra. Pero no: Renata se quitó ambos. Miguel pensó que igual estaba bien: ahora podía ver su vello delgado y los hoyuelos que se le hacían entre el pubis y las piernas.
—¿No vas a desvestirte tú también? —le preguntó Renata, mientras Miguel la miraba absorto.
Y claro: si a Renata le molestaba la fricción, claro que no querría montar a un Miguel que aún usara sus boxers. Pero él quería que ella se lo pidiera: que ella se sintiera en la confianza de pedirle. Se quitó toda la ropa. Entonces Renata, inesperadamente y sin decir palabra, se puso sobre él.
—Espera. Tengo condones —le dijo Miguel.
—Si algo va a pasar, quiero que sea así, sin nada. No es un día peligroso de mi ciclo.
Y tenía razón. Renata había pasado muchas horas haciendo recuento de su ciclo menstrual los días anteriores, para decidir si era lo suficientemente regular como para usar ese método.
Miguel la miró con escepticismo. No terminaba de sentirse cómodo con el riesgo, pero la idea de cogerse a Renata a pelo le parecía demasiado afortunada como para dejarla pasar. La carita angelical de Renata, sus enormes ojos negros, sus cejas perfectas, su sonrisa… Miguel iba haciendo un recuento mental de las cosas que le fascinaban de ella.
Miguel se había masturbado pensando en Renata desde mucho antes de que empezaran a ser novios: se imaginaba que, como un satirillo, le abría las piernas entre las flores de los jardines de la universidad, o que fajaban en los elevadores de la biblioteca. ¿No han tenido ustedes un amigo o amiga a la que no pueden dejar de soñar? Eso fue, por mucho tiempo, Renata para Miguel. Es por eso que lo que estaba a punto de pasar le parecía tan afortunado que le nublaba el juicio.
Así pues, repitieron sus posiciones. Renata se dejó caer en la pelvis de Miguel, poniendo el tronco del pene entre sus labios mayores. Empezó a montarlo, frotando su vagina húmeda. El glande rozaba contra el abdomen de él y, al final de cada fricción, el clítoris se besaba con la punta del miembro. Este era el momento favorito de los dos, pero Renata adivinaba que decía ser tan solo un instante fugaz para que siguiera siendo tan delicioso. Ella se sentía segura, pero también estaba fingiendo. Se sentía segura precisamente porque estaba actuando un personaje más abierto y más libidinoso de lo que era ella misma en realidad. En algún momento debía definir hasta dónde quería llegar.
Ella puso sus manos sobre el torso de él y lo miró a los ojos. Sonrieron y aumentaron la velocidad. Con una mano, Miguel tocaba (apenas con la punta de los dedos) el trasero de Renata, para sentir su ritmo. Con la otra, acariciaba sus pechos.
Más de una vez, el movimiento de Renata al vuelta pasó por la entrada de su vagina. En esa posición, era un poco difícil que el pene terminara entrando, pero de cualquier manera ambos se quedaban deseando eso. Finalmente Miguel no pudo más y dijo:
—¿Te puedo penetrar un poco? —preguntó Miguel.
Renata empezó a temblar. Miró el miembro de Miguel, púrpura y enérgico. Así, completamente rígido, era mucho más grande de lo que ella había pensado. “¿Es que no he visto muchos o de verdad él suyo es grande? ¿Se habrá recortado el vello para que parezca más grande?” Estaba muy preocupada de cómo se sentiría, de cómo reaccionaría su propio cuerpo cuando albergara a Miguel.
—Yo no… yo no… —empezó a tartamudear Renata, queriendo decir que era aún virgen.
—Entiendo. No te preocupes —le había contestado Miguel.
Retiró su miembro de la vulva de Renata e intentó sentarse a su lado. En el último momento, Renata se arrepintió. Un estremecimiento eléctrico le recorrió toda la espalda. Un sentimiento punzante se instaló en todo su sexo, y sintió como se iba humedeciendo más. Renata sonrió: por fin sabía que lo deseaba. Tomó los hombros de Miguel y evitó que se le quitara de encima.
—Me vas a meter solo la punta. Si intentas algo más, no volveré a hablarte —le advirtió Renata.
Miguel tomó su miembro y lo frotó en la vulva, buscando a ciegas a dónde lo conducían naturalmente la humedad y labios de Renata. En cierto momento, sintió una pequeña tensión en la punta del glande: un poco más y habría empezado a penetrarla. Miguel se soltó el miembro y puso sus dos manos junto a la cabeza de Renata, sosteniéndose en vilo. Empezó a menear muy ligeramente su cadera. Con este movimiento, el pene no entraba, sino que apenas vibraba en la entrada de Renata.
Miguel sabía que el siguiente movimiento no era suyo. No era la primera vez que desvirgaba a una chica. En estos momentos, lo mejor es esperar. Renata comenzó a gemir y se tomó de la espalda de Miguel. Sus piernas se contrajeron hacia los lados. Si Renata hubiera tenido alguna experiencia, en este momento hubiera trenzado los pies alrededor de las nalgas de Miguel, y lo habría conducido a penetrarla. Pero esa fuerza, esa tensión que causa en la piernas la excitación, en una persona como Renata más bien fluía hacia afuera y se escapaba en espasmos confusos.
Junto con todos estos movimientos, la vulva se abrió un poco y una nueva humedad nutrió el sexo de Renata. Era lo que Miguel estaba esperando. Renata se estaba abriendo sin saberlo, y con los pequeños espasmos de sus piernas había empezado a penetrarse sola. Cuando ella notó lo que estaba pasando, gimió profundamente y cerró los ojos.
—Ya no hay vuelta atrás, ¿verdad?
Miguel no contestó con palabras. Sabía a lo que se refería Renata: para ella había sido importante su virginidad. Quizá no fuera muy católica, ni muy conservadora, pero aun así algo debía tener en su ideología sobre la primera relación sexual como algo que te cambia la vida. Un antes y un después. Miguel sabía que en ese momento lo más amable era preguntarle si quería parar. Pero hacerlo significaba que ya no podría tener sexo con ella. Antes de preguntárselo, decidió besarle la mejilla con ternura. Renata lo interceptó y lo besó con pasión en los labios. Necesitaba eso: besarlo y olvidar. Usar el beso para terminar de entregarse al momento.
En este movimiento, Renata terminó de introducirse el glande. ¿Lo había querido así? Ni ella misma lo sabía. Besando a Miguel, gimió por la nariz. Había sentido cómo la cinta púrpura oscuro con la que terminaba el glande de Miguel se introducía. Había sentido la pequeña hendidura con la que comenzaba el tronco de su miembro. Renata estaba muy animada: es verdad que le estaba doliendo, pero no lo consideraba un dolor insoportable.
—Lo voy a sacar, ¿te parece? —le dijo Miguel y ella sintió rápidamente.
—Mételo —le dijo ella inmediatamente después.
Durante tres pequeñas estocadas, Miguel fue muy, muy lento. Dejó que fuera Renata la que, con sus manos sobre la cintura de él, lo fuera acercando. Después pasó un momento afuera y frotó su pene con la vagina de ella nuevamente. Renata respiraba con cierta dificultad, y cuando Miguel volvió a penetrarla, igual que antes, lento y superficialmente, sintió como las manos de ella le pellizcaban la espalda. Fue una señal interesante y un poquito inocente.
Miguel subió ligeramente la velocidad, e incluso se permitió penetrarla un poquito más. Empezó a sostenerse con una sola mano, mientras que con la otra acarició un momento su pezón derecho. Bajó a su clítoris y también lo acarició delicadamente. Renata empezó a gemir a periodos más cortos y más regulares. Finalmente, Miguel sintió el eco de un espasmo. Abajo, en una profundidad que él no había alcanzado aún, Renata se estaba contrayendo por el orgasmo.
Miguel esperó a que el espasmo pasara y se inclinó a besarla. La dejó descansar un momento y recomenzó lo que había hecho al principio, pequeños movimientos de cadera, con los que su pene temblaba dentro de su novia. Renata, por unos instantes, no reaccionó, noqueada de placer por su primer orgasmo con otra persona. Después, la excitación la llevó a gemir aún con más intensidad que antes.
Para que entendamos bien lo que pasó entonces, hay que recordar que Renata es una chica un poquito recatada. Renata sí conocía la masturbación, pero masturbarse había sido para ella había sido más un ejercicio de autoexploración que una práctica de placer. Sabía que, poco después de un orgasmo, su sexo estaba más distendido y más sensible. Pero no sabía qué tanto más distendido ni qué tanto más sensible.
Sin pensarlo mucho, decidió que si quería alguna vez ser penetrada a profundidad, si quería darle a Miguel una relación sexual en forma, ese era el momento: justo ahora le dolería menos. Se tomó a la espalda de él y elevó su pelvis para que el pene entrara completo. No entró más de la mitad del torso y Renata tuvo que recular de dolor. Había subestimado su propia sensibilidad. Justo antes de la frontera del glande, se detuvo. Miguel empezó a penetrarla poquito a poco, acariciándole la cabeza. No quería detenerse.
—Tranquila, vayamos lento —le dijo Miguel, pero ella ya había pasado por algo demasiado desagradable.
—Ya no quiero seguir —dijo Renata, muy apenada, hundiendo su barbilla en el pecho y cerrando los ojos.
Durante un momento, Miguel no se movió. Luego tomó una bocanada larga de aire. Renata abrió los ojos para ver su expresión. No estaba molesto, ni decepcionado. Estaba haciendo un esfuerzo para contenerse. Su novio sacó el glande lentamente y se recostó junto a ella.
Renata estaba feliz. Tenía un novio comprensivo. Sus temores sobre él se disiparon. Estaban juntos, escondidos a ratos de la familia de ella, viviendo su relación. ¿Qué importaba si iban un poco lento? Renata decidió que, si al día siguiente veía a Indira, le iba a confirmar lo que había pasado. ¿Indira había querido humillarla o aconsejarla? Fuera como fuera, para compartir su experiencia con una amiga, o para desafiar a una antigua rival, Renata iba a exagerar un poco. Iba a decir:
«Ayer por fin dejé a Miguel meterse en mi cama. Tienes razón, coge muy rico. No estoy en un momento peligroso de mi ciclo, pero aún así, por si acaso, no lo dejé acabar… bueno, no donde él quería.» Y se mordería el labio, para terminar: «Si vuelvo a estar encima de él, no sé si podré detenerme».
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