Secuestro y violación de Nina (12), Capítulo V
Escenas de sadismo de un casi sexagenario contra una casi niña a su merced. .
DÍA 4 (Viernes, After Party)
Después de eso, Nina se quedó como media hora en la posición en la que su violador la había dejado, temblando todavía aunque cada vez menos, con los párpados caídos y la mirada ida. Sin dudas no pensaba en nada, simplemente era el eco de una retahíla increíble de orgasmos inimaginables para una chica de su edad (y para no pocas mayores). No podía procesar todo lo que acababa de pasar, ni psíquica ni físicamente.
Sin dudas, también, su conchita estaba llena de magulladuras que iba a ser necesario cauterizar para evitar problemas ulteriores. Junto con su comida de esa noche, le bajé una crema curativa e instrucciones tipeadas a máquina para que se las aplicara, advirtiéndole que, si no, corría riesgo su salud.
Era tal su agotamiento que ni siquiera el aroma de milanesa a la napolitana con revuelto de zapallitos la incitó a levantarse (aunque cabeceó bastante cuando la charola empezó a perfumar la Habitación 1).
Recién sobre las 22.30 sacó fuerzas, porque se estaba orinando. Envuelta en el jergón para que las cámaras no registraran su tierna y violada desnudez, se acuclilló abriendo las piernitas frente a una cámara estratégicamente colocada para que se le viera toda la concha, y se pudo advertir también por primera vez su rostro pensativo, serio, con un destello de tristeza pero, sobre todo, un profundo estupor por lo que estaba viviendo: una persona que ella no conocía, de la nada, la había secuestrado y desaparecido para violarla impunemente. Pero, en vez de llorar por su futuro en ese primer momento de lucidez tras días de terror puro, se quedó así, en cuclillas, de patas abiertas, con expresión de asombro.
Después se bañó (por primera vez, con agua tibia para su sorpresa), se secó con lo único que tenía para ese fin: su descolorido y descosido jergón, y casi con una sonrisa se llevó el plato de comida (debajo de su campana, pero ya tibio) a la mísera mesa. Comió casi jadeando de placer, lenta y casi lujuriosamente, se bebió una de las dos jarras con agua que le había bajado, dejó la jarra llena sobre la mesita, devolvió todo lo demás a la charola y después se puso a caminar, pensativa.
Su expresión había cambiado totalmente en comparación con el primer día: seguía teniendo el mismo peso, tamaño y edad, pero su gesto, aún estupefacto, ya no era el de una niña desolada. Con esa expresión novedosa y la melenita aún secándose y tirada para atrás, quedaba la desolación pero aparecía una mujer. Supongo que en ese instante me enamoré de ella.
La cena estaba llena de somníferos y analgésicos, y esa madrugada mientras la nena dormía profundamente y vigilado a la distancia en circuito interno por el celoso e insomne Jefe, le hice el examen médico y luego dejé en la Habitación una TV grande con acceso a canales de Documentales, Películas y Series Animadas y una bicicleta fija con instrucciones para que la usara al menos 30 minutos por día.
Tuve que contener mi loco deseo de arrojarme sobre la nena y violarla en pleno sueño, pero no podía. Por lealtad al Jefe y porque él seguro me estaba mirando en ese momento, siempre celosísimo con sus putas.
(Semana 4)
A partir de allí, se instaló una tónica cuyo mensaje Nina, una niña muy inteligente, supo desentrañar enseguida: después de ser cogida salvajemente por el Jefe (en alguna ocasión durante un día entero), recibía una cena opípara. Al otro día recibía un gran desayuno, y un muy buen almuerzo. Luego el volumen y el sabor de las comidas se iban degradando, hasta tenerla un día o un día y medio sin probar bocado. Entonces, ella sabía que el Jefe iba a llegar en su momento de mayor debilidad física y se la iba a coger sádicamente.
Al poco tiempo de esta secuencia, podía percibir en su cara la mezcla de hambre, miedo, deseo y gula de Nina, que sabía que después de recibir una paliza sexual iba a ser premiada por su ignoto cuidador (su ignoto y enamorado Mayordomo) con comidas y hasta postres que la deleitaban: todavía no dejaba de ser una niña, y le encantaban las milanesas, los helados y las porciones de torta de sabores variados (y generalmente de furibundos efectos sexuales).
De hecho, si se me permite la digresión, a veces el Jefe me cagaba a pedos porque, en períodos en que él no podía llegarse hasta el Aguantadero a cogérsela, yo le administraba Gotexc sólo para deleitarme observando cómo perdía el control. Todo estaba tan exquisitamente calculado que la niña jamás sospechó, hasta donde se podía ver, que sus súbitos desenfrenos se debían a las Gotexc, con su efecto retardado, prolongado y que se potenciaba si se administraba nuevamente cada dos o tres horas.
Por otro lado, Nina aprendió pronto a temer los humores del Jefe, que se vengaba de cada desazón o presión de su vida de mafioso haciéndola sufrir. Un día, de la nada (él la había cogido duramente y Nina se había quedado con la conchita destruida pero con una sonrisa de éxtasis, su rostro y manito izquierda apoyadas en el pecho peludo y sudado del Jefe: al Jefe no le gustó en absoluto verla así, gozando y tranquila), comenzó a retorcerle los pezones cada día más grandes y regordetes hasta hacerla aullar, y luego siguió por los hombritos diminutos, por los brazos tersos e ínfimos, por el vientre de piel translúcida. Ya sentado sobre la colchoneta, la puso cruzada sobre su falda y le siguió pellizcando (en cada caso hasta dejarle lamparones rojos y arrancarle alaridos de dolor) las caderas cada día más anchas, los muslos cada día más carnosos y esbeltos; por último, le sacó media docena de alaridos pellizcándole las nalgas cada día más redondas, paradas y carnosas para demorarse al cabo en arrancarle todos y cada uno de los pelos de la conchita con sus toscos dedos.
Cuando empezaron los pellizcones en los pezones, Nina empezó a llorar a gritos y, a preguntar ‘¿Por qué? ¿Pero por qué?’, mirándolo incrédula y sin siquiera atajarse de los furiosos pellizcones. Tras ponerla culo para arriba sobre su falda, sin mirarla, sin dejar de retorcerle una tetita con su mano izquierda para sostenerla mejor y distraerla de lo que se venía, le dio en la mejilla derecha el sopapo más fuerte que pudo con la otra mano; Nina dio un chillido animal pero trunco. Ya había comprendido que sus berridos serían castigados con un dolor peor.
De manera que ya para cuando el Jefe empezó arrancarle todos los pelos de su conchita uno por uno, resistió en silencio, sollozando lo más silenciosamente posible ante la satisfacción sonriente de su amo, que asentía de vez en cuando como pensando ‘Entendés rápido, putita’. Nunca les hablaba más que lo mínimo necesario a sus hembritas; cuando lo hacía, era para rebajarla, torturarla o preparar mejor el momento en que la atormentaría de maneras muchas veces ingeniosas y casi siempre arteras.
Así que, después de arrancar el último vello púbico de su infortunada y diminuta amada, le dio un par de chirlos fuertes en la conchita enrojecida, arrancándole sendos ‘ah’ a la nena así ultrajada. Y como no le gustó esa mínima rebeldía, empezó a azotar sus nalgas así como la tenía, boca abajo sobre su falda, mientras ella lloraba convulsivamente y apretaba los labios para no gemir peor y recibir más castigo. Creo que pesaba más en el ánimo de Nina el horror de castigos inminentes, inmotivados e incesantes que el propio dolor que sentía durante las torturas (que en muchos casos era atroz para una niña que antes jamás había sido siquiera abofeteada).
En resumen, el jefe la nalgueó hasta que se cansó y al final, ofuscado porque quedarse sin resuello por golpear a una borreguita de morondanga era algo que jamás le había ocurrido en su vida de matón, le aplicó un durísimo puñetazo en la zona de los aductores de cada muslo y luego se montó sobre ella, le ensartó el culito e intentó penetrarla así nomás, sin preparación.
Él estaba tan furioso y ella tan aterrorizada y dolorida que alcanzó a entrar toda la cabeza de una en el ojetito hasta allí inexplorado pero ya todo flojo por el miedo. Como ella no alcanzó a gritar en ese primer empellón, el Jefe con la mano derecha le tapó la boca y la nariz y le mandó el segundo pijazo; esta vez Nina abrió los ojos llenos de lágrimas y emitió un chillido que quedó asordinado por la mano de su previsor amo.
Para Nina el problema empezó a ser respirar, y aplicó sus dos manitos a intentar despegar la manota peluda de su violador mientras éste aprovechaba su inamovible mano para seguir pujando impiadosamente en el culito y causándole un dolor insoportable (a juzgar por cómo se sacudían, por puro reflejo, los 36 gráciles kilos de la nena bajo los 85 kilos peludos de su violador).
Cuando la sintió desmayada, sin sacarle la pija que era colosalmente presionada por el anito horrorizado de la inconsciente nena (me confesó el Jefe luego) se arrodilló, la puso la arrodilló culo para arriba con la cara desvanecida apoyada en el colchón, le agarró las muñecas como si fueran riendas y empezó a cogerla con la pija enterrada por la mitad (metérsela más en ese momento la iba a lesionar gravemente, y recién estaba empezando a gozarla, no la quería romper más que anímicamente).
Como a los cinco minutos, Nina revivió un poco y lo hizo notar con un alarido semiconsciente. Ello le costó cuatro azotes furiosos en sus cada día más carnosas, redondas y paradas nalgas, de manera que enterró su carita en el colchón para amortiguar sus quejas y no recibir un castigo peor.
Profundamente satisfecho por los resultados conseguidos, el Jefe sonrió sintiendo los espasmos previos a uno de sus mejores orgasmos. Sin desensartarse del culazo de su putita, se puso de pie, la tomó de los pequeños muslos, juntándole las rodillas con los hombros y, medio contra la pared, empezó a subirla y bajarla en su pija enterrándosela por su propio peso en el ojetito casi en dos terceras partes.
Esa es una de mis escenas preferidas de Nina: su cuerpo diminuto pero esbelto de lolita bailarina bamboleándose inerte a medida que el Jefe, con las manos aferrando los muslitos tras las rodillas y juntándole o separándole alternativamente las piernitas para mayor placer suyo; sus piernitas y bracitos bamboleándose sin sentido y su carita bamboleante y ya semiconsciente caída sobre su hombro derecho mientras el Jefe terminaba de hacerse la mejor paja de la historia con un culito de ensueño en el acto mismo de estrenarlo sin acondicionamiento previo.
Cuando sintió llegarle la leche, el Jefe le dio un abrazo de oso a la nena aún con sus rodillas al costado de su cabellera completamente desordenada y empapada en sudor, se apoyó contra la pared y se clavó hasta donde pudo en ella (según la cámara de zócalo que enfocó con toda nitidez el portento, hasta tres cuartas partes de la verga) para dejarle su abundante simiente de viejo entre gruñidos. Después se quedó apoyado contra la pared, agotado y jadeante, con el sudor chorreándole por todo el cuerpo, sin dejar de aferrar a la nena entre sus brazos peludos. La nena seguía con los párpados entrecerrados, una mirada no ida pero sí inexpresiva, y los bracitos y piecitos oscilando al ritmo de la respiración exhausta del Jefe.
Después el Jefe fue hasta la colchoneta con la nena igualmente abrazada y se arrojó boca abajo, ya durmiéndose y con Nina prosternada y aplastada por su ya roncador macho. A la nena le costó diez minutos bajar el ritmo de su respiración y disminuir el espanto en sus ojos. El Jefe se durmió una siesta de casi una hora y luego se despertó sobresaltado, abandonó a la nena toda lecheada y acalambrada hasta el entumecimiento en la misma posición a la que había sido forzada a permanecer en la última hora y media de culeo inmisericorde y siesta posterior, se vistió despaciosamente como siempre en la silla y sin mirarla más hasta que se fue de la Habitación 1.
Nina se quedó inmóvil por el dolor al menos quince minutos. En su expresión también se advertía un terror cerval, quizá de que el Jefe volviera y la siguiera torturando: seguía inmovilizada en la misma posición en la que el viejo la había dejado, pero sus ojazos miraban desorbitados hacia la puerta. Recién después de un cuarto de hora, aunque todavía paralizada por el dolor en sus muslos, pudo expresar su sentimiento por la situación que acababa de vivir, y lo hizo con el más desgarrador, interminable y devastador llanto infantil que pueda imaginarse.
Después de cinco minutos de oír su pesar inconsolable e irrefrenable, me fui de la Habitación 2 y subí de inmediato a mi pieza a dormir desolado, con las dos bombachitas usadas que le había robado a mi dulce Nina durante su Acecho y Secuestro pegadas a mi rostro, con lágrimas en mis ojos.
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