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Dominación Mujeres, Infidelidad

Seducida por el Verdulero

Hola mis queridos lectores, hoy les traigo una historia bastante candente, después de la aventura con Beto no eh sido la misma y menos a la hora de mirar a los hombres, José es uno de ellos, de apoco fui cayendo en sus enormes brazos….
El recuerdo de beto todavía me quemaba las entretelas. No era un galán, ni cerca. Tenía la nariz un poco torcida, las manos ásperas y una sonrisa que no sabía si era tímida o canchera. Pero ahí estaba lo jodido: me miraba como si ya supiera cómo me gemía. Y yo, en vez de espantarme, sentía que se me hacía un nudo en el estómago.

 

Seis años mayor que yo, nada exagerado. Pero bastaba con cómo se paraba, con ese aire de «no te voy a rogar, pero sé que vas a caer». Mi marido en ese momento estaba demasiado ocupado viajando —o, seamos honestas, cogiéndose a quien fuera— para notar que yo también tenía mis escapadas. ¿Hipócrita? Quizá. Pero cuando la pasión en tu casa es un fantasma, terminás buscando calor donde sea.

 

Y Beto… por favoor. No hubo flores ni promesas. Solo un par de frases secas, una mano que se posó en mi cintura como si ya me conociera de antes, y yo, en vez de sacármela, apreté los dientes para no gemir. Porque era eso: me trataba como la puta que sabía que era, sin adornos. Y a mí, después de años de matrimonio gris, me volvía loca.

 

Ahora, de vuelta en casa, cada vez que mi marido se iba «de trabajo», yo me quedaba mordiendo el labio, imaginando otra vez esas manos que no pedían permiso. Porque al final, ¿qué tan santa podía hacerme si hasta el roce de la silla me recordaba lo mojada que estaba ese día?

 

La mañana lucía diáfana cuando llegué al edificio. Llevaba un traje de lino color hueso, holgado pero que, pese a mi esfuerzo por vestir con discreción, no lograba ocultar del todo la línea de mis caderas ni el escote que se insinuaba bajo el blazer. Mis tacones —altos, pero discretos— resonaban en el mármol del vestíbulo, marcando un ritmo que solía hacer que los hombres apartaran la mirada con respeto.

 

Hasta que tropecé con los cestos de verduras obstruyendo la entrada.

 

—¿De quién son estos? —pregunté al guardia, con esa voz que sabía equilibrar elegancia y firmeza.

 

—Un conocido de la señorita Ángela, doña Alma —respondió él, casi susurrando.

 

No añadí nada. Avancé hacia el interior, pero una presencia me detuvo en seco.

 

Él estaba allí.

 

No era alto —de hecho, yo lo superaba en varios centímetros, incluso sin los tacones—, pero su corpulencia era innegable: brazos gruesos por años de cargar peso, una camisa de algodón desgastado que se adhería a su torso ancho, y manos grandes, con nudillos marcados y tierra bajo las uñas. Su rostro tampoco seguía cánones de belleza: nariz fuerte, labios gruesos y una barba de dos días que le daba un aire descuidado. Pero había algo en su mirada… una intensidad quieta, como si ya conociera cada uno de mis secretos.

 

Pasé junto a él sin decir palabra, pero sentí el calor de sus ojos recorriéndome. No era la mirada tímida de los ejecutivos que bajaban la vista ante mi autoridad, ni la de los jóvenes que se ruborizaban al ser descubiertos. Él me observaba con una franqueza que hizo que mi nuca se erizara. Al llegar al ascensor, me volví ligeramente, solo para confirmar lo que ya sabía: seguía allí, clavándome esos ojos oscuros que parecían decir: «Sé que no eres tan imperturbable como finges».

 

Ya en la oficina…

 

—Ángela —entré a mi despacho dejando caer el bolso sobre el sillón con un golpe seco—, ¿quieres explicarme por qué la entrada de mi edificio parece una feria rural?

 

Mi secretaria alzó la vista de su computadora, con esa sonrisa pícara que solo ella podía permitirse.

—¡Alma! Es solo por hoy, te lo juro. José —hizo una pausa, como si el nombre explicara todo— es un amigo de toda la vida. Vino a vender sus cosechas y necesitaba un lugar donde dejar las cosas un par de horas.

 

Cerré los ojos un instante, fingiendo exasperación, aunque su tono casi infantil me desarmaba. Ángela era la única persona a quien permitía ciertas libertades; quizás porque sus galletas de limón eran el único consuelo en esas largas noches en que mi marido «trabajaba» hasta tarde.

 

—Sabes perfectamente que el consorcio no tolerará esto —dije, pero el borde de mis labios se curvó levemente.

 

—¡Por fa-vor! —arrastró las sílabas, acercándose—. Es buenísimo su zapallo anco. ¡Te llevaré uno!

 

—Basta —corté, aunque sin dureza—. Dile que guarde todo en el depósito… temporalmente. Luego veré si el señor Rinaldi le permite un espacio en el mercado municipal.

 

—¡Eres un sol! —exclamó, saliendo disparada antes de que pudiera arrepentirme.

 

Pasaron unas horas. Estaba revisando unos contratos cuando escuché un par de golpes en la puerta de mi oficina.

 

—Adelante —dije, sin apartar la vista de la pantalla.

 

Se abrió la puerta y allí estaba él: José. Sostenía su gorra entre las manos como si fuera un objeto sagrado, y aunque se lo notaba algo cohibido, sus ojos me recorrieron con un descaro apenas contenido.

 

—Hola, doñita… —empezó, carraspeando—. Quería ofrecerle una disculpa. Soy José, amigo de Ángela. Perdón por las molestias que le causé esta mañana.

 

Le sostuve la mirada. Su voz era áspera, masculina, y ese acento arrastrado me recordó de golpe el sabor terroso de ciertas fantasías que creía tener bajo control.

 

—Hola, un gusto. No hace falta que te disculpes. Entiendo que necesites vender tus cosas; todos necesitamos plata. Pero no son las formas aparecer y ocupar espacios comunes sin permiso.

 

—Sí… unas disculpas. Y bueno… muchas gracias por esto… —murmuró, inclinando apenas la cabeza.

 

—No hay de qué. Además, recién hablé con el dueño del mercado. Te conseguí un puesto para que puedas vender allí tus verduras.

 

José alzó la vista, con una sonrisa que le iluminó todo el rostro.

 

—¿En serio? ¡MUCHAS gracias, señora!

 

Fruncí los labios, conteniendo una carcajada.

 

—Por favor, no me digas “señora”.

 

—¿No está casada? —preguntó, ladeando un poco la cabeza.

 

—Sí, pero “señora” me hace sentir vieja —dije, cruzándome de brazos.

 

Él soltó una risita grave.

 

—Mil disculpas. Además… usted es todo lo contrario —dijo, bajando la voz y permitiéndose recorrerme de arriba abajo con una mirada que ardía.

 

—¿Cómo dices? —pregunté, fingiendo molestia, aunque sentí el calor subirme por el cuello.

 

—No quiero sonar grosero… pero su marido come muy bien —dijo, con un tono casi insolente, pero sin dejar de sonreír.

 

—Bueno… creo que ya es momento de que te retires —dije, intentando retomar la compostura.

 

—No quería causarle más molestias, que tenga un lindo día… y muchas gracias. Si necesita algo… aquí tiene un servidor.

 

—Bueno, gracias… —respondí, soltando una pequeña carcajada que me traicionó.

 

—Lo que sea, ¿eh? Puedo hacer entrega a domicilio —añadió, guiñándome un ojo.

 

—¡Ya basta, por favor! Tengo mucho trabajo.

 

—Okey, guapa… gracias y hasta luego —dijo, antes de salir cerrando la puerta con suavidad.

 

Mientras el clic del picaporte se apagaba, me quedé quieta, sintiendo un escalofrío que me subía por la espalda. Era el mismo cosquilleo que me recorría cada vez que recordaba a Beto. Y aunque José no era precisamente un hombre de belleza clásica, había algo en su seguridad… en su descaro… que me hacía hervir la sangre.

 

Pensé en sus manos ásperas, en su voz ronca. Y no pude evitarlo: un latido sordo me pulsó entre las piernas, mientras me pasaba la lengua por los labios, conteniendo un suspiro.

 

Los días siguientes pasaron sin demasiados sobresaltos. O, al menos, sin sobresaltos visibles. Porque dentro de mí, todo parecía un campo minado.

 

En mi casa, el silencio se había convertido en un invitado habitual. Mi marido y yo nos cruzábamos en la cocina, en el dormitorio, en el vestidor… como si fuésemos dos compañeros de trabajo que comparten el mismo espacio, pero no la misma vida.

 

No hablábamos de nada que importara. Ni siquiera discutíamos. Y, a veces, eso dolía más que los gritos.

 

Él llegaba tarde, con excusas cada vez menos creíbles: reuniones, cenas de negocios, viajes improvisados. Y yo, aunque hacía rato lo sospechaba, todavía no me animaba a preguntarle en la cara si estaba acostándose con otra. Quizá porque, en el fondo, me daba miedo tener que admitir mis propios pecados.

 

Aunque, claro, mis aventuras habían terminado hacía tiempo. El año pasado Beto me hizo volver a despertar, y no quería volver a mis puterías… pero el calor en el interior era peor que un incendio.

 

Una tarde, estaba revisando unas carpetas cuando Ángela irrumpió en mi despacho. Ni siquiera golpeó la puerta.

—¡Almaaaa! —canturreó, como si el mundo fuera un lugar maravilloso.

—¿Qué pasa ahora? —dije, simulando fastidio.

Venía cargada con dos bolsas enormes.

—¡José te mandó esto! —exclamó, dejando una bolsa sobre mi escritorio.

—¿Otra vez? —pregunté, aunque una parte de mí se sintió estúpidamente halagada.

—Sí, señora Alma —dijo Ángela, marcando la palabra “señora” con intención burlona—. Dice que son duraznos y ciruelas de su huerta. Que te los merecés.

—Ángela… —suspiré, llevándome la mano a la frente—. Sabés que estoy casada.

—Bueno, ¡y qué! Estás casada, no muerta.

—¡Ángela! —la reté, aunque no pude evitar soltar una risita.

Ella me miró con esa cara suya de “sabés que tengo razón”.

—Además —siguió, inclinándose hacia mí—… no estás tan casada.

La miré en silencio. No supe qué contestarle. Ella bajó la voz, más seria.

—Yo sé que no estás bien con él. Y sé que José te mira… distinto.

Desvié la vista, incómoda. Saqué un durazno de la bolsa. Era grande, perfecto, de un color naranja casi imposible. Lo giré entre mis dedos, sintiendo su piel aterciopelada.

—No voy a meterme en líos otra vez —murmuré, más para convencerme a mí misma que a ella.

—Yo solo digo… que estás viva. Y que es una lástima que nadie te lo recuerde —dijo Ángela, antes de enderezarse con un suspiro—. ¡Ah! Y hablando de recordar… ¡mi cumple es la semana que viene!

—¡No me digas que cumplís treinta! —exclamé, exagerando el tono dramático.

—¡Vieja y acabada, lo sé! —bromeó—. Pero igual quiero fiesta. Va a ser en el club del pueblo. Quiero que vengas… y también tu marido.

—¿Estás segura de quererlo ahí? —pregunté, arqueando una ceja.

—¡Obvio! Sos mi mejor amiga. Y él… bueno, aunque sea para la foto familiar —se encogió de hombros.

Suspiré.

—Voy a intentar convencerlo…

Esa noche, en casa, lo abordé mientras él revisaba su teléfono, recostado en la cama.

—Amor… —empecé, con mi mejor voz suave.

—Hmm —respondió él, sin despegar la mirada de la pantalla.

Me senté a su lado. Acerqué mi mano a su pecho, sobre su camisa. Olía a colonia cara… y a desinterés.

—Ángela cumple años. Me invitó al pueblo. Quiere que vayamos los dos.

—¿Al pueblo? —preguntó, levantando apenas la vista.

—Sí… Sería solo un fin de semana. Ella es mi amiga.

Él soltó un suspiro breve, casi impaciente.

—Sabés que no me gustan esas cosas. Gente que no conozco, música horrible… y encima ese calor.

—Podría ser divertido… —insistí, rozándole apenas el cuello con mis labios.

—No. Además, ese finde tengo cosas —dijo, apartándose ligeramente.

—¿Qué cosas? —pregunté, conteniendo la amargura que me subía a la garganta.

—Cosas del trabajo, Alma.

—¿Otra vez? —dije, intentando mantener la voz neutra.

Él me lanzó una mirada que no supe descifrar. Ni cariño. Ni deseo. Solo… hastío.

—Mirá, andá vos si querés. Yo no voy. No tengo nada que hacer en ese lugar —cortó, antes de volver al teléfono.

Me quedé en silencio, mirándolo. Era increíble cómo, a menos de medio metro de distancia, podíamos estar en mundos completamente distintos.

Probé una última vez. Deslicé mis dedos por su brazo, buscando su piel.

—¿Querés que me quede esta noche contigo? —susurré, esperando siquiera un atisbo de interés.

—Estoy cansado, Alma —dijo él, con tono casi mecánico.

—Claro… —respondí, sintiendo un nudo en la garganta.

Me giré y me acosté del otro lado, de espaldas. Cerré los ojos, aunque sabía que no iba a poder dormir.

En la penumbra, me invadió la misma pregunta que me asaltaba cada noche: ¿en qué momento se había muerto lo nuestro?

Y, sin quererlo, me encontré pensando en José. En su manera de mirarme como si viera algo bajo mi ropa, en esas manos grandes y rudas…

Me sentí sucia. Me sentí viva. Y me sentí más sola que nunca.

A la mañana siguiente, mi marido me despertó con un beso suave en el hombro. Me sobresalté, no porque no estuviera acostumbrada a que me besara, sino porque hacía semanas —tal vez meses— que no lo hacía.

 

—Alma… —murmuró, acariciándome el brazo—. Perdón por anoche.

 

Me giré para mirarlo. Tenía ojeras, pero también una expresión casi vulnerable que hacía tiempo no le veía.

 

—No quiero ir al cumpleaños de Ángela —dijo enseguida, antes de que yo pudiera abrir la boca—. Sé que te molesta, pero no me siento cómodo en esos lugares. Y estoy muy cansado.

 

Lo observé un segundo, tratando de encontrar en su mirada algo que me convenciera de que seguía siendo el hombre del que me había enamorado.

 

—Está bien —dije finalmente, en un susurro.

 

Sonrió, como si se sacara un peso de encima. Me besó la frente y se levantó para ducharse. Lo escuché tararear mientras se metía en el baño, y me sentí ridículamente sola en la cama enorme.

 

Iba a ir sola.

 

La semana se presentó larga y calurosa. La fiesta de Ángela era el sábado y domingo siguiente, y ella no paraba de bombardearme con mensajes.

 

—¡El sábado es solo de chicas! —me explicó por enésima vez, mientras me mostraba en su celular la lista de invitadas—. Vamos a ser seis nada más: vos, yo, Mariana, Caro, Luchi y Marta. Música, tragos y confesiones. Nada de hombres.

 

—Miedo me da eso de “confesiones” —dije, rodando los ojos.

 

—¡Ay, no seas amarga! —rió—. El domingo es la cena familiar y la fiesta grande. Pero el sábado quiero que estemos nosotras solas.

 

Mientras tanto, José parecía haberse propuesto hacerse visible en mi vida. O, mejor dicho, meterse en ella.

 

Apareció el martes en la oficina, cargado de bolsas de duraznos , aunque no había ningún pedido formal.

 

—Estos están blanditos… —me dijo José, empujándome la caja de duraznos hacia mí—. Como la boca de una mujer que hace rato no besan bien.

 

—José… ¡Basta! —le espeté, aunque un calor me subió por el cuello.

 

—¿Me va a decir que su marido la tiene contenta? —insistió, bajando la voz, casi ronco.

 

Abrí la boca para contestar, pero no salió nada. Me limité a fruncir el ceño.

 

—No se preocupe —dijo él—. A veces hace falta probar otras frutas. Para saber lo que se está perdiendo.

 

Me giré para irme, pero escuché a Ángela soltar una risita detrás mío.

 

—Estás colorada como un tomate, Alma —se burló ella.

 

—¡Andá a trabajar, Ángela! —retruqué, intentando que no se notara que temblaba un poco.

 

El miércoles apareció de nuevo..

 

—¡Hola, señora Alma!

 

—José… —dije, exasperada—. No me digas señora.

 

—Perdón. Alma… —repitió él, muy despacio, inclinándose hasta que casi pude sentir su respiración contra mi cuello.

 

No pude evitar estremecerme.

 

—¿Le puedo preguntar algo? —susurró.

 

—Depende.

 

—¿Hace cuánto no se corre gritando mi nombre… aunque sea en sueños?

 

—¡José! —espeté, empujándolo apenas con la mano en su pecho, que estaba caliente bajo la tela gastada de su remera—. No digas esas cosas.

 

—Es solo una pregunta, doñita… —sonrió él.

 

Me alejé, pero no lo suficiente para que no me llegara el perfume terroso de su piel.

 

El miércoles lo encontré en el pasillo. Venía con cajas sobre los hombros, sudado, con la camiseta pegada al torso. Me clavó esos ojos oscuros.

 

—¡Mi doñita favorita!

 

—No me digas doñita.

 

—Bueno… Alma. Pero es que me gusta cómo suena “doñita” en mi boca —dijo, mirándome fijamente los labios.

 

Rodé los ojos.

 

—Sos imposible.

 

—Y vos sos irresistible —me lanzó, casi sin espacio entre nosotros.

 

Por un instante, me quedé mirándolo. Sus pestañas eran largas, polvorientas. Su boca estaba reseca, como la de alguien que trabaja al sol, y eso me provocó una punzada absurda entre las piernas.

 

—José… —empecé, con voz más suave—. No me busques problemas.

 

—Los problemas ya los tiene, Alma —dijo, clavándome la mirada—. Solo que no quiere admitirlo.

 

Esa noche, me decidí a intentar algo con mi marido. Me puse un baby doll negro, casi transparente, con puntilla en el borde.

 

Me metí en la cama y deslicé la mano bajo la sábana hasta encontrarlo. Estaba de espaldas, revisando el celular.

 

—¿Tenés que trabajar esta noche? —pregunté, suave.

 

—Mmm… no sé… mañana tengo que madrugar —dijo él, sin mirarme.

 

Le bajé el celular, obligándolo a mirarme. Le di un beso, con lengua, empujándome contra él. Sentí que se le endurecía un poco bajo el pantalón de pijama.

 

—Podríamos aprovechar… —dije, bajando mi mano y frotándolo suavemente.

 

Suspiró.

 

—Bueno… dale… pero rápido —respondió, ya con tono resignado.

 

Me subí sobre él, moviendo las caderas. Al principio, me agarró de las tetas y me besó el cuello. Cerré los ojos, queriendo imaginar que era José el que me sujetaba.

 

Pero apenas empezó a entrar y salir, él gimió dos veces, se puso tenso y terminó.

 

—Uf… perdón, estoy reventado… —murmuró, saliéndose enseguida.

 

Me quedé arriba suyo, con el calor palpitando entre mis piernas y una mezcla de rabia y vacío en el pecho.

 

—¿Podés al menos…? —empecé a decir, bajando la mano hacia mi sexo.

 

—Mañana, Alma… mañana, te juro… —dijo él, girándose para darle la espalda.

 

Me tumbé a su lado, sintiendo las lágrimas picarme detrás de los párpados. Tenía la bombacha pegajosa, pero seguía caliente, casi furiosa de deseo. Cerré los ojos e, inevitablemente, pensé en José.

 

El viernes, José volvió a aparecer en la oficina, con unas bolsas enormes de zapallitos. Llevaba la remera blanca mojada de sudor, marcándole los pezones duros.

 

—¡Buen día, guapa!

 

—Buen día, José… —dije, esta vez con menos severidad.

 

Él me miró, sorprendido.

 

—Mirá vos… hoy me saludás lindo.

 

—Hoy estoy de buen humor —dije, acomodándome el pelo.

 

—¿Y eso? ¿Tu marido se portó bien anoche? —preguntó con descaro.

 

Lo fulminé con la mirada.

 

—Eso no es asunto tuyo.

 

—Para mí sí —replicó él—. Porque si él no hace bien las cosas… yo me ofrezco de suplente.

 

No pude evitar soltar una carcajada seca.

 

—¿Y qué sabés vos de lo que me gusta o no?

 

José se inclinó, bajando la voz:

 

—Sé lo suficiente para reconocer cuando una mujer anda caminando con la bombacha mojada.

 

Abrí la boca, escandalizada.

 

—¡José!

 

—No me digas que no… —continuó él—. A veces basta cómo te sentás en la silla… o cómo respirás cuando me acerco.

 

Me mordí el labio. Ángela entró justo en ese momento, con un café.

 

—Bueno, bueno… ¿qué pasa acá? —intervino ella, divertida.

 

—Nada, Ángela —dije, volviéndome rápidamente a mi escritorio—. José se va.

 

—Yo me voy… pero usted sabe dónde encontrarme, Alma —dijo él, saliendo, sin dejar de mirarme.

 

Cuando se fue, Ángela se me acercó.

 

—¿Vas a negar que te calienta?

 

—¡Ángela!

 

—Bueno… yo nomás pregunto. Además… con el marido que tenés… no me sorprendería nada.

 

Le di un manotazo amistoso en el brazo.

 

—¡Callate!

 

Pero cuando me senté, tuve que cruzar las piernas porque estaba húmeda. Otra vez.

 

Finalmente, llegó el sábado. Preparé mi bolso y bajé al estacionamiento. Mi marido estaba tomando un café, ya vestido para salir.

 

—¿Segura que querés ir sola? —me preguntó, dándome un beso rápido en la mejilla.

 

—No es que quiera —dije, conteniendo un suspiro—. Pero si vos no vas, no pienso faltar al cumpleaños de mi mejor amiga.

 

Él me miró con una mezcla de culpa y fastidio.

 

—No quiero ir a meterme con tus amigas… ni con gente de campo… no es lo mío, Alma.

 

—Ya sé que no es lo tuyo. Nada es lo tuyo últimamente —dije, incapaz de frenar el veneno que me salió en la voz.

 

—No empecemos, Alma.

 

Rodé los ojos, agarré las llaves y me fui.

 

Mientras manejaba por la ruta, sentí el zumbido del aire acondicionado contra mi cuello. Y mientras veía los campos pasar, no pude evitar pensar que quizás, si todo en mi matrimonio seguía igual… no iba a poder resistirme a José por mucho más tiempo.

 

Y lo peor —o lo mejor— es que ya no estaba segura de querer resistirme.

Llegué al pueblo pasada la una de la tarde, con el sol brillando implacable. Frené frente a la casa de Ángela… y me sorprendí, aunque sin sentirme intimidada.

Era enorme. Una casa blanca, de dos plantas, con columnas en el frente y un jardín prolijamente podado, salpicado de rosales y jazmines. Parecía salida de una revista de decoración.

Toqué timbre y enseguida apareció Ángela, radiante, vestida con un short de jean, remera blanca y el pelo suelto.

—¡Alma! —gritó, abrazándome—. ¡Qué felicidad verte acá!

—¡Pero vos me dijiste que vivías en un pueblito! ¡Esto es una mansión!

Ella soltó una carcajada.

—Bueno… es un pueblito, pero no soy pobre, boluda.

—¡Me estuviste mintiendo todos estos años!

—No es que te mintiera… solo que no es lo primero que le cuento a todo el mundo. Acá mi familia es bastante conocida, y viste cómo es la gente… prefiero que en la ciudad me conozcan por mí, no por mi apellido.

—Ah, mirá vos… la señora con apellido ilustre —dije, sonriendo, divertida.

—Bueno, tampoco exageres —dijo Ángela, aunque inflando el pecho de orgullo—. Pasá, dale.

Caminamos por un hall con piso de mármol, cuadros antiguos y techos altísimos. Yo observaba todo con curiosidad, aunque acostumbrada a ambientes elegantes.

—¿Y cómo terminaste de secretaria mía, reina? —le pregunté, mientras subíamos una imponente escalera de madera.

—¡Ay, Alma! —soltó ella, divertida—. Justamente porque quería trabajar y ser independiente. Y además… ¡sos mi mejor amiga! El trabajo en tu estudio me encanta. Me dejás ser yo misma… y me pagás bien, maldita.

—Bueno, eso sí… —dije, sonriendo—. Pero igual, ¡esto es impresionante!

Ángela me abrazó otra vez.

—Tranquila. Acá sos de la familia, ¿sabés? Esta es tu casa estos cuatro días.

Me mostró mi cuarto: enorme, luminoso, con un ventanal que daba a un parque verde. Me senté en la cama, repasando mentalmente lo bien que Ángela había logrado combinar la comodidad de su pueblo con ciertos lujos.

—Bueno, doña heredera… ¿qué me espera hoy?

—¡Día de chicas! —gritó Ángela—. Y nada de maridos. Hoy somos seis: vos, yo, Sofía, Caro, Natalia y Lili. Ninguna se salva de contar algo picante… menos vos.

—¡Ni lo sueñes! —protesté enseguida—. Mis secretos se vienen conmigo a la tumba.

Ángela se cruzó de brazos.

—Ya veremos, Alma… ya veremos…

La noche de chicas arrancó en el quincho con risas, música, luces tenues y vasos que no paraban de llenarse. Había una mesa larga rebalsando de picadas, champagne, vino rosado y un licor de frutas casero que hacía estragos.

 

Estábamos las seis: Ángela, Sofía, Caro, Natalia, Lili y yo. Yo había arrancado un poco tensa, con ese aire de “yo no vine a esto”, pero entre el alcohol y el cariño de ellas, me fui soltando.

 

—¿Y vos te acordás del tipo ese con el arito en el ombligo? —decía Lili, muerta de risa—. ¡Se lo sacó en plena previa porque decía que lo distraía! ¿Quién se distrae por su propio ombligo?

 

—¡A mí me distrajo a mí! —saltó Caro—. ¡Tenía el abdomen marcado como tabla de lavar!

 

—¡Y otra cosa marcada! —agregó Sofía, con una ceja levantada.

 

Estallamos todas en carcajadas. Yo agarré la copa y brindé:

 

—Por los abdominales ajenos… y las malas decisiones.

 

—¡Eso! —dijeron todas, chocando vasos.

 

—Che, Alma —dijo Natalia, mirándome de reojo—. ¿Vos nunca hiciste una locura? Digo, así… bien caliente, bien impulsiva.

 

—Depende qué llames “locura” —respondí, con una sonrisa ladeada.

 

—Algo tipo… no pensarlo mucho. Dejarte llevar. Un rapidito en un ascensor, una escapada de oficina, algo así.

 

Ángela me miraba desde su copa, sabiendo demasiado.

 

—Vamos, Alma —dijo Lili—. Vos tenés pinta de señora elegante, pero estoy segura que por dentro sos una bomba.

 

—Ay, chicas… no sé si quiero contar nada. No me vayan a perder el respeto —dije, en broma, cruzándome de piernas con teatralidad.

 

—¡Demasiado tarde! —dijo Sofía—. Después de lo que contó Caro, ya no hay marcha atrás.

 

—¡Bueno! —dije, levantando las manos—. Confieso algo si todas confiesan también. Pero confesión real, no esa pavada del chongo con arito.

 

—¡Eh! ¡Mi chongo tenía sentimientos! —protestó Lili, entre risas.

 

—Dale —dijo Ángela—. Empieza vos.

 

Respiré hondo, jugueteando con mi copa.

 

—Hubo una vez… hace un tiempo. Estaba con mi esposo, y nos invitaron a una boda en un hotel divino. Terminé llevándolo al baño del salón durante el vals y… bueno, casi nos descubren. Fue un escándalo.

 

—¡¿En pleno vals?! —gritó Natalia.

 

—¡Con la novia bailando al fondo y ustedes…! —Caro se tapó la boca de la risa.

 

—Mi vestido tenía la espalda abierta —dije, sonriendo con picardía—. Y él siempre tuvo una debilidad por mi espalda.

 

—No, no. ¡Esto se está poniendo interesante! —dijo Lili, sirviendo más licor.

 

—¿Y ahora? —preguntó Sofía—. ¿Todavía seguís así con tu marido?

 

Me acomodé en el sillón, pensativa.

 

—Digamos que… hay días mejores que otros. Pero sí, todavía hay deseo. A veces se esconde, pero está.

 

—O sea que no está muerto —dijo Caro.

 

—No. Pero a veces está dormido. Muy dormido.

 

Ángela me miró con una sonrisa cómplice, sin decir nada.

 

—¿Y no pensás despertarlo un poquito? —preguntó Natalia.

 

—Con una buena sacudida, tal vez —acotó Lili.

 

Reímos todas. Yo también. Me sentía libre, entre mujeres que no me juzgaban.

 

—Mirá —dije, alzando la copa—. Mientras no me despierten a mí de golpe, todo está bajo control.

 

—¡Salud por eso! —gritaron todas.

 

Nos quedamos ahí un rato más, hablando de exs, de deseos, de hombres que sabían y no sabían tocar, de lo que se guarda y lo que no. Fue una noche de complicidad absoluta, sin filtros ni tensiones.

 

Yo no conté lo que realmente me hervía por dentro —ni sobre los mensajes, ni sobre José, ni sobre las noches en vela. Pero por primera vez en mucho tiempo, me sentí relajada. Liviana. Y con ganas de más.

El domingo amaneció despejado y caluroso. Bajé a desayunar y encontré a Ángela corriendo por toda la casa.

—¡Alma! Mil perdones… hoy estoy hasta las manos con los preparativos para la fiesta. Entre el catering, los músicos y los invitados… ¡me quiero matar!

—Tranquila. ¿Querés que te ayude?

—No, no. ¡Te vas a aburrir! Mejor andá a dar una vuelta… José te puede mostrar el pueblo.

—¿José? —pregunté, tratando de sonar indiferente.

—¡Sí! Él se ofreció. Es un amor. Además… no seas antipática, se nota que le gustás.

—Ángela… ¡no empieces!

—¡Dale, Alma! No seas amargada. Total… solo es un paseo.

José me pasó a buscar en su camioneta. Venía con una remera limpia, camisa arriba, perfumado. Me costó reconocerlo sin la tierra en las uñas.

—Buen día, Alma —dijo él, mirándome de arriba abajo—. Hoy estás preciosa.

—Gracias… —dije, incómoda, bajando la mirada.

Subí a la camioneta, intentando mantener distancia. Pero apenas arrancó, me miró con media sonrisa.

—¿Sabe que la ciudad le endurece a uno el corazón? Acá la gente es distinta. Más sincera.

—¿Sincera como vos? —pregunté, en tono burlón.

—Yo soy sincero, Alma. Vos me gustás, ¿qué querés que haga?

Suspiré.

—José… no me compliques la vida.

—No quiero complicarte nada —dijo, más serio de lo habitual—. Hoy solo te quiero mostrar mi pueblo.

Me callé. Algo en su tono me desarmó un poco.

Me llevó al río, a la plaza central, me mostró la iglesia, los puestos de artesanías. José saludaba a todo el mundo. Cada tanto me miraba de reojo.

—¿Sabés lo que más me gusta de este lugar? —preguntó, mientras me acompañaba por un sendero arbolado.

—¿Qué?

—Que todo está lleno de secretos. Acá la gente se cree que se conoce… pero nadie sabe nada de nadie.

—Eso pasa en todos lados, José.

Él me miró con una seriedad que me descolocó.

—No. En la ciudad, la gente es más hipócrita. Acá… cuando uno se calienta por alguien… se nota.

Me quedé mirándolo, sin saber qué contestar. Él se inclinó, recogió una ramita y empezó a jugar con ella entre los dedos.

—No me mires así —dije, finalmente.

—¿Así cómo?

—Como si estuvieras por comerme viva.

Él se rio bajito.

—¿Y si quisiera?

—No es una buena idea —respondí, aunque la voz me salió más suave de lo que quería.

Al atardecer, José me llevó de regreso a la casa. Se detuvo frente a la verja y bajó para abrirme la puerta de la camioneta.

—¿La pasaste bien? —preguntó, mirándome a los ojos.

—Sí… demasiado bien —admití.

—Entonces… no me digas que no vale la pena arriesgarse un poquito —dijo, en voz baja.

Me quedé callada, con el corazón latiéndome en la garganta.

—Buenas noches, Alma —dijo finalmente, inclinándose hacia mí. Por un segundo pensé que me iba a besar. Pero solo me rozó la mejilla con sus labios, apenas un roce cálido.

—Buenas noches, José… —dije, temblando un poco.

Esa noche me acosté en el cuarto de invitados, con el aroma a jazmines colándose por la ventana. Me metí bajo las sábanas, con el pulso acelerado.

No pasó nada. No hubo besos ni caricias. Pero me di cuenta de algo mientras cerraba los ojos: el lado tierno y amable de José me había excitado casi tanto como su descaro.

Y lo peor es que ya no estaba tan segura de querer seguir resistiéndome.

Llegó la noche de la cena y el ambiente estaba cargado de perfumes, risas y el ruido de cubiertos sobre vajilla elegante. Las mesas estaban dispuestas alrededor del enorme salón iluminado con lámparas de cristal. Había familiares de Ángela, vecinos del pueblo, amigos, y gente que yo apenas conocía.

Me vestí con algo discreto, sabiendo que todavía faltaba la fiesta después. Elegí un vestido midi color marfil, de tela liviana y caída suave, con mangas tres cuartos y un leve escote en “V”. No era pegado al cuerpo, pero aun así mis curvas se insinuaban inevitablemente, sobre todo cuando me movía. Mi culo y mis tetas parecían querer asomarse siempre, aunque yo intentara disimularlo. Es que por más holgado que fuera el vestido, había algo en mi figura que siempre atraía miradas.

 

—¡Estás hermosa! —me dijo Ángela cuando me vio bajar las escaleras.

—¿No es muy sencillo? —pregunté, ajustándome los aros de perlas.

—Sos Alma —dijo, rodando los ojos—. Aunque vinieras en jogging, brillarías igual.

En la mesa, nos sentamos todas las chicas juntas: Ángela, Lili, Caro, Natalia, Sofía y yo. Entre nosotras, las risas no faltaban, pero nos comportamos bastante bien, considerando que estábamos rodeadas de tías, abuelos y padres. Hablamos de pavadas, brindamos varias veces y fingimos ser santas.

—¿Y esa cara de buena, Alma? —me susurró Lili—. Parecés una monjita… salvo por ese escote que me distrae.

—Callate —dije, riéndome—. Todavía falta la segunda parte de la noche.

Cenamos pastas caseras, carnes, y un postre exquisito que Ángela había encargado especialmente. Todo transcurrió en orden. Ninguna insinuación, ningún comentario subido de tono. Parecíamos un grupo de señoras respetables.

Pero por debajo, todas sabíamos que la verdadera noche empezaba después.

Terminado el café y los brindis, subimos a cambiarnos para la fiesta. Las chicas estaban excitadas como adolescentes, corriendo de un lado a otro, probándose vestidos, zapatos, pintalabios.

Yo elegí algo completamente distinto para la segunda parte de la noche. Quería verme más atrevida, más segura. Y, sobre todo, quería sentirme deseada.

Me puse un vestido negro, corto, de tela satinada, con breteles finos y un escote pronunciado que realzaba el pecho. La falda ajustada abrazaba mis caderas, marcando cada curva. El largo apenas me llegaba a mitad de muslo. Me pinté los labios de rojo intenso y me solté el pelo.

Cuando bajé, Ángela se quedó con la boca abierta.

—¡No podés salir así, Alma! —exclamó, tapándose la boca—. ¡Nos van a matar los hombres del pueblo!

—Yo solo me visto para mí —dije, sonriendo, mientras me acomodaba el vestido sobre las caderas.

—Sí, claro —dijo Lili, pasando detrás mío y dándome un cachetazo suave en la cola—. Para vos… y para que medio pueblo se quede babeando.

Entramos juntas al salón de fiestas. Las luces ya estaban bajas, la música sonaba con ritmo envolvente. Apenas cruzamos la puerta, se notó la tensión masculina en el aire. Varias cabezas se giraron hacia nosotras. Yo me sentí desnuda bajo esas miradas, pero a la vez me recorría un cosquilleo delicioso por la piel.

—Te están comiendo viva —me susurró Ángela, pegada a mi oído.

—Exagerás —contesté, aunque sabía que no.

—¡Alma! —gritó Sofía—. ¡A bailar!

Nos lanzamos a la pista. Nosotras seis formamos un grupo compacto, riéndonos, bailando juntas, rozándonos mientras seguíamos el ritmo de la música. Era un mar de luces y cuerpos que se movían. Yo me sentía poderosa, deseada, viva.

Cada vez que giraba, sentía miradas clavadas en mi trasero o en el escote. El calor subía. La música retumbaba en mis costillas. Y aunque intentaba concentrarme solo en el baile, no podía evitar que ciertos ojos oscuros me buscaran entre la multitud.

Pero de eso… todavía no quería pensar.

Por ahora, solo estaba ahí, con mis amigas, sintiéndome hermosa. Y sabiendo que la noche recién estaba empezando.

La música se había vuelto cada vez más atrevida a medida que la madrugada avanzaba. El salón entero parecía vibrar al ritmo de luces de colores, tragos y risas. Alma seguía bailando con sus amigas, riéndose, los cuerpos pegados, las caderas moviéndose al compás del reggaetón.

Pero una a una, las chicas comenzaron a dispersarse. Algunas se iban con parejas, otras con algún amante improvisado de la noche. Y para cuando Alma quiso darse cuenta, estaba sola en medio de la pista, sudada, con la respiración agitada y una sensación ardiente entre las piernas.

Fue entonces cuando sintió que alguien se acercaba por detrás. Un aroma a colonia masculina y a campo la envolvió.

—¿Bailamos? —dijo José, muy cerca de su oído, con la voz grave.

Alma dio un respingo, giró para encararlo. Él estaba impecable, camisa entallada blanca, los brazos tensos bajo la tela.

—No sé si es buena idea… —dijo ella, mordiéndose el labio, aunque sus caderas seguían marcando el ritmo de la música.

 

—Claro que es buena idea —contestó él, y puso las manos en su cintura.

Por un segundo, Alma se quedó rígida. Pero el bajo profundo de la canción vibró en el piso, en su vientre, y terminó entregándose. Levantó los brazos, dejó que él se acercara.

Empezaron a bailar. Al principio, separados, jugando. Pero la música subió de tono, y José fue acortando la distancia. Sus cuerpos terminaron pegados, pecho contra pecho. Ella podía sentirle el calor, el pulso acelerado, y un bulto duro presionando contra su vientre.

—Estás hermosa esta noche, Alma —murmuró José, rozándole la oreja con los labios.

—Decíselo a las otras veinte mujeres que te deben estar mirando —contestó ella, fingiendo desinterés, aunque su voz tembló.

—Las otras no me importan —replicó él—. Desde la primera vez que te vi, supe que iba a ser con vos.

Alma tragó saliva. No quería ceder… pero ya lo estaba haciendo. Una canción nueva empezó: reggaetón lento, con un ritmo marcado y letras descaradas. José pegó aún más su pelvis contra la de ella.

Alma ahogó un gemido cuando sintió la presión firme de su erección. Se miraron a los ojos, respirando agitados. Él empezó a mover la cadera, lento, frotándose contra ella sin disimulo.

Ella lo imitó. Subió las manos a su cuello. Sus pechos se aplastaron contra el torso de José. Sentía cómo sus pezones se endurecían bajo el vestido ajustado. Todo alrededor era gente bailando igual, o peor. Nadie parecía mirar.

—Te voy a volver loca —le dijo José, sujetándola de la cintura, pegándola aún más.

—Shh… callate —susurró ella—. Me vas a meter en un quilombo.

—Ya estás metida… —le contestó él.

La música subió de intensidad, y Alma se rindió. Se giró, dándole la espalda, y empezó a mover las caderas contra la pelvis de José, que la sujetó fuerte de la cintura. Él bajó una mano a su vientre y, sin vergüenza, la rozó peligrosamente cerca de su entrepierna.

Ella jadeó, apoyando la cabeza sobre su hombro.

—Vámonos de acá —dijo José, voz ronca.

—¿Adónde? —preguntó Alma, aunque ya sabía la respuesta.

—A donde no nos vea nadie.

Alma lo tomó de la mano y lo sacó del salón, entre la multitud. El corazón le latía con fuerza, la piel ardía. Recorrieron un pasillo oscuro hasta llegar a un rincón medio desierto, entre dos paredes. Allí, Alma lo empujó suavemente contra el muro.

—Te odio… —le dijo, aunque estaba temblando de deseo.

José sonrió apenas.

—Mentís para protegerte.

Ella lo besó. Al principio suave, pero enseguida se hizo urgente. José la sostuvo del rostro, luego bajó las manos, apretándole las caderas, subiéndole el vestido por la parte trasera para palparle las nalgas desnudas bajo la tela.

—Dios… tenés el culo más hermoso que vi en mi vida —murmuró él, besándola con hambre.

Alma le desabrochó un botón de la camisa. José bajó las manos y le apretó los pechos, hundiendo los dedos en su carne, haciendo que ella soltara un gemido bajo.

—José… —jadeó Alma—. Pará…

—No quiero parar… —dijo él, pegándola más contra su cuerpo.

Alma empezó a deslizarse hacia abajo, lenta, mirándolo a los ojos mientras se agachaba. Sus manos viajaron a su cinturón. Lo desabrochó con dedos temblorosos, mordiéndose el labio, dispuesta a seguir.

Pero de repente, a lo lejos, se oyó una voz que la llamó:

—¡Alma! ¿Estás por ahí?

Se congeló. José también. Ella quedó medio agachada, con el cinturón en la mano. Se miraron, jadeantes.

—Mierda… —dijo Alma, incorporándose de golpe y arreglándose el vestido.

José la sujetó de la muñeca.

—No te vayas…

—Tengo que ir… —dijo ella, tratando de recuperar el aliento—. Después seguimos…

Y se alejó, dejando a José con la respiración agitada y el cinturón desabrochado. Mientras volvía hacia la pista, Alma sentía las piernas flojas y la ropa interior completamente húmeda.

Sabía que no iba a poder resistirse mucho más.

Esa noche no paso mucho mas, Alma ayudó a Angela y la llevó a su casa y a sus amigas igual…

La mañana siguiente amaneció gris y cargada de nubes. Alma se levantó con resaca moral y física. Se dio una ducha fría, intentando enfriar la memoria del roce de José contra su cuerpo, de cómo casi se lo había comido vivo en aquel rincón.

Cuando llegó el momento de partir, la tormenta cayó como un diluvio. El viento azotaba los árboles del pueblo y la ruta quedó cortada. No había forma de volver a casa.

—Amor, no voy a poder volver —dijo Alma por teléfono a su marido—. Es un temporal de mierda, mañana salgo temprano.

—Bueno, quedate tranquila —respondió él con voz adormilada—. Descansá.

Hablaron un rato más, casi con rutina, y al cortar, Alma sintió un cosquilleo incómodo de libertad mezclado con culpa. Como si el destino le hubiese puesto una excusa perfecta para quedarse… y para ceder.

Cuando cayó la noche, Ángela apareció en la habitación con el teléfono en la mano y una sonrisa cómplice.

—¿Te animás a que pasemos la noche con compañía? —preguntó, haciéndose la inocente.

—¿Compañía? ¿De quién hablás?

—De mi amante… y de José —respondió Ángela—. Ya fue, Alma. Si te vas a quedar, divertite.

Alma se mordió el labio. Una parte de ella quería decir que no, que era demasiado, que todo había ido muy lejos. Pero otra parte—la que despertaba cada vez que veía a José—tenía otras ideas.

—Bueno… —cedió al final—. Pero solo para tomar algo.

Cuando los dos hombres llegaron, la tormenta seguía cayendo a baldazos afuera. Traían botellas de vino y cerveza, y un aire de ansiedad contenida. Saludaron con normalidad, como si la noche anterior nunca hubiese existido. Al principio charlaron de cualquier cosa: de la lluvia, de anécdotas de juventud. Pero bajo la conversación trivial se sentía la tensión, creciendo como una corriente eléctrica.

Después de un rato, Ángela puso música y encendió unas velas sobre la mesa. La luz cálida y el alcohol empezaron a ablandar todas las resistencias. Fue entonces cuando Ángela propuso el juego.

—Podemos hacer algo… para no aburrirnos —dijo, con mirada pícara—. Giramos una botella. Si te toca, tirás una moneda. Cara, tomás un shot. Cruz… te sacás algo.

—Estás loca —rió Alma, sintiendo un cosquilleo en la nuca.

—Vamos, che… ¿Qué somos, quinceañeros asustados? —la pinchó Ángela.

Los hombres se miraron entre sí y soltaron una carcajada nerviosa. Al final, uno a uno, aceptaron.

Alma se sentó en la sala, con sus botas altas, su pantalón vaquero azul marino y la camisa blanca bajo la chaqueta marrón. Debajo llevaba un body de encaje rojo que no pensaba mostrar tan fácilmente… o eso creía.

La botella giró. Al principio, la suerte estuvo de su lado: le tocó beber un shot tras otro. Reían cada vez que alguno tenía que quitarse algo—primero los zapatos, después la chaqueta, luego la camisa. A cada ronda, la atmósfera se cargaba más y más.

Alma se fue quitando las botas. Luego el cinturón. Después la chaqueta. El vino le calentaba la sangre, el juego le encendía algo que no sabía que tenía latente. Cada vez que tiraba la moneda, su corazón latía con un ritmo enfermo de expectación.

Cuando por fin le salió cruz, todos se quedaron en silencio. Alma respiró hondo y, con manos algo temblorosas, empezó a desabotonar la camisa blanca. La deslizó por los brazos y la dejó caer al piso. El body rojo de encaje marcaba cada curva perfecta de su busto generoso y la cintura estrecha que parecía hecha para tentar.

Notó cómo José se mordía el labio inferior, los ojos oscuros fijos en sus pechos y su vientre. El amigo de Ángela también la devoraba con la mirada.

—¿Contentos? —dijo ella, intentando sonar sarcástica.

—Mucho —contestó José, con voz ronca.

El juego siguió, y pronto todos quedaron en ropa interior. El ambiente era un caldo espeso de deseo y nervios. Nadie hablaba demasiado. Se escuchaba solo la lluvia contra los ventanales y la música baja en la bocina.

Ángela fue la primera en romper la barrera final. Se subió a su amante, sentada en su regazo, y empezó a besarlo con hambre. Sus cuerpos se pegaron en un movimiento que Alma sintió como un disparo de adrenalina.

José la miró, expectante. Alma ya estaba demasiado mareada por el vino y por el fuego en la sangre. No necesitó que él se acercara. Se acomodó a horcajadas sobre sus piernas, mirándolo a los ojos.

—¿Estás segura? —preguntó él, la voz cargada de tensión.

Ella contestó besándolo. Un beso profundo, húmedo, donde todas las dudas se fueron al carajo. Las manos grandes de José se cerraron sobre su culo y lo apretaron con una necesidad casi violenta. Alma gimió bajito, sin importarle que Ángela estuviera haciendo lo mismo a medio metro.

Mientras José le recorría la espalda y las caderas, Alma sintió otra mano que se posaba en una de sus nalgas, acariciándola con descaro. Abrió los ojos y vio que era el amigo de Ángela, que también estaba excitado.

Por un instante, pensó en dejarlo. Pero Ángela se levantó, tomó de la mano a su amante y se lo llevó hacia una habitación.

Alma y José quedaron solos. Se miraron, respirando fuerte, y no hicieron falta más palabras.

—Venite —dijo ella, con la voz ronca—. Ahora..

Lo tomé de la mano y lo arrastré por el pasillo, mi corazón golpeando como si quisiera escapar de mi pecho. Cada paso me hacía sentir más viva, más hambrienta. Cuando llegamos a la habitación, cerré la puerta de un golpe, el chasquido seco resonando como una promesa. Esta vez, no había manera de que me detuviera.

Giré la llave en la cerradura y me apoyé contra la puerta, mirándolo. José estaba ahí, parado, con los ojos clavados en mí, como si no pudiera creer que yo, Alma, estuviera frente a él, lista para devorarlo. Una sonrisa pícara se me escapó mientras me acercaba, mis caderas moviéndose con cada paso.

—Sentate en la cama, nene —ordené, mi voz ronca, cargada de deseo.

Él obedeció sin dudar, sentándose en el borde, sus ojos devorándome. Me subí encima de él, abriendo las piernas para acomodarme sobre sus muslos. El encaje rojo de mi body se pegaba a mi piel, dejando poco a la imaginación. Mis pechos subían y bajaban con cada respiración acelerada, y podía sentir su mirada quemándome.

—Mirá bien, José —susurré, inclinándome hasta que mis labios rozaron los suyos—. Esto es todo tuyo… pero solo si sabés cómo manejarlo.

Lo besé con hambre, mi lengua enredándose con la suya, mientras sus manos subían por mi cintura y se clavaban en mi culo. Me apretó con tanta fuerza que un gemido se me escapó, vibrando contra su boca.

—Mmm, Alma… tenés el culo más perfecto que vi en mi vida —jadeó, su voz temblando de puro deseo.

Reí bajito, mi aliento cálido contra su oído. —¿Y qué vas a hacer con él, eh? ¿O solo vas a quedarte mirando como un idiota?

Deslicé mis caderas hacia adelante y atrás, rozándome contra su erección, que ya se marcaba dura bajo el boxer. Él gruñó, sus labios bajando por mi cuello, mordiendo y lamiendo hasta llegar al borde del encaje. Tiró del tejido con los dientes, rozando mi pezón, y un gemido más fuerte se me escapó.

—Alma, dejame sacarte esta mierda… quiero verte toda —suplicó, sus dedos tirando del body con desesperación.

—Todavía no, nene —respondí, rozando mis labios contra los suyos, mi voz baja y provocadora—. Primero vas a usar esa boca donde yo quiero.

Lo empujé hacia atrás, dejándolo acostado en la cama, y bajé por su pecho, lamiendo su piel salada, dejando un rastro húmedo de besos. Sus gemidos eran música, cada vez más fuertes, mientras mis dedos jugaban con la cintura de su boxer. Lo bajé despacio, torturándolo, hasta que su pene quedó libre, duro y palpitante. Lo miré a los ojos, mordiéndome el labio.

—Esto es mío ahora, ¿entendiste? —dije, mi voz cargada de autoridad.

Mis manos lo acariciaron, primero suave, explorando cada centímetro, luego más firme, apretándolo justo como sabía que lo volvería loco. Él me agarró el culo con las dos manos, masajeándolo con una urgencia que me hacía arder. Luego, su boca encontró el encaje entre mis piernas, lamiendo con fuerza, la tela húmeda presionando contra mi clítoris. La fricción era una tortura deliciosa, y mis caderas se movían solas, buscando más.

—¡Aaah ah ah, José… ahí, no pares, Siiii! —grité, mis manos enredadas en su pelo, tirando con fuerza.

Él me miraba desde abajo, sus ojos encendidos de deseo, mientras su lengua trabajaba con una precisión que me hacía temblar. No era el más dotado, pero, dios, sabía cómo usar la boca. Lamía, succionaba, mordía justo donde me enloquecía, y no tardé en estallar, mi cuerpo convulsionando sobre su rostro mientras lo sujetaba contra mí, gimiendo su nombre.

Me tiré a su lado, jadeando, riendo entre respiraciones entrecortadas. —Vas a matarme, nene.

—Quiero matarte, Alma… pero de puro placer —respondió, su voz ronca mientras se inclinaba para besarme.

Nuestras lenguas se enredaron, y el fuego volvió a encenderse. La segunda vez fue puro salvajismo. Lo giré, poniéndome de rodillas, y levanté el body para dejar mi culo al aire. Él me agarró las caderas, sus dedos clavándose en mi piel, y me penetró con fuerza, cada embestida haciendo que mi cuerpo rebotara contra él. Me sostenía de los barrotes de la cama, gimiendo con cada golpe, mi piel ardiendo.

—¡Más fuerte, José, no te guardes nada! —grité, mi voz quebrándose de placer.

—Porfavooor, Alma… sos una diosa —gruñó, sus manos apretando mi culo mientras me follaba con todo lo que tenía.

La tercera vez fue más lenta, más profunda. Me giró para mirarme a los ojos, su pene entrando despacio, llenándome mientras sus manos acariciaban mi rostro. Cada movimiento era una caricia, sus labios besándome suave, como si quisiera grabarme en su alma. Nos movimos juntos, lentos, hasta que el placer nos consumió en un clímax silencioso, nuestros cuerpos temblando enredados.

Nos quedamos abrazados, sudorosos, exhaustos. José me acariciaba el pelo, susurrándome cosas dulces mientras yo sonreía contra su pecho.

Desperté con el sol filtrándose por la ventana y lo encontré mirándome, sus dedos trazando mi hombro.

—¿Te vas hoy? —preguntó, su voz suave pero triste.

—Sip… pero todavía tenemos un ratito —respondí, mi sonrisa traviesa volviendo.

Nos metimos a la ducha, el agua caliente cayendo sobre nosotros, el vapor envolviéndonos. Allí, todo empezó de nuevo. Me apoyé contra la pared, el azulejo frío contra mis pechos mientras José me sujetaba las caderas. Su lengua recorría mi cuello, sus manos apretando mi culo mientras me penetraba con urgencia. Era rápido, desesperado, mis gemidos resonando en el baño mientras el agua nos empapaba.

—¡Dame todo, José, SIIII! —grité, mis uñas clavándose en sus hombros.

—Sos mía, Alma… aunque sea solo ahora —jadeó, sus embestidas llevándome al borde otra vez.

Terminamos riendo, mi cabeza apoyada en su hombro, el agua corriendo por mi piel. Nos vestimos en silencio, y me despedí con un beso largo, profundo.

—No me busques, José —dije, mirándolo a los ojos, seria pero suave—. Esto fue todo. Soy una leona, y vos… solo fuiste mi presa.

Él sonrió, una mezcla de orgullo y tristeza. —Lo sé, Alma. Pero qué manera de ser cazado.

Subí al auto y manejé hacia la ciudad, el viento en mi cara, mi piel todavía ardiendo. No volvería a ver a José. No iba a arriesgarme. El mercado ya no era mi lugar, y no pensaba volver. Pero mientras conducía, una sonrisa pícara se me escapó. Porque aunque José fue solo una presa, yo había disfrutado cada maldito segundo de la cacería.

17 Lecturas/12 julio, 2025/0 Comentarios/por Alma Carrizo
Etiquetas: amiga, amigos, baño, confesiones, cumpleaños, hotel, mayor, sexo
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