Seis Hombres
Destacamento Lince, selva del Guaviare. 30 de diciembre de 2018..
Pasaron varios minutos sin moverse, sin hablar, pero respirando agitadamente.
El calor se aferraba a la piel de ambos como una segunda costra, y el silencio —cargado de zumbidos, humedad y una ansiedad contenida— se convirtió en una cortina de respiraciones agitadas. Ninguno de los dos dijo nada, pero la pequeña no lloraba.
Él podía sentir a plenitud su interior. No solo en su verga, sino en sus testículos, donde gotas de lo que él intuía era sangre caían, como un resultado de la presión sobre la recién desvirgada vagina.
Se puso de pie, solo tuvo que colocar una mano en su pequeña panza para evitar que se cayera. Camino con ella y con cada paso la verga se movía en su interior. Entraron a la oficina del General, que más que oficina era una pequeña choza adornada con un techó de zinc en medio de la selva. La orden estaba hecha, la niña ya había sido desvirgada.
La pequeña se quejaba, pero sin llorar, por dentro tenía incrustada una verga que le hacía un bulto en su panza. El General siempre imponía algo más que respeto: era como si su sola presencia arrancara partes de con quien se encontraba, dejándolos siempre al descubierto.
Cuando entraron, los escaneó con esos ojos fríos que parecían diseccionar antes de escuchar. Dejó lo que estaba haciendo —una carpeta a medio firmar, un informe que fingía leer— y se levantó con gesto medido. Felicitó a Manrique por la tarea cumplida, con esa voz que nunca subía de tono pero siempre dejaba claro quién mandaba.
Luego, su mirada se detuvo en ella.
No fue una mirada cualquiera. Fue precisa, prolongada… y desplazada.
Su atención rápidamente bajo, lenta e ineludible, hacia donde él ejercía su autoridad y allí posó sus ojos. No necesitó palabras. El silencio hizo todo el trabajo.
La inspeccionó. La vagina de la niña totalmente abierta albergaba una verga adulta en su interior.
Pero no decía nada. Solo tragaba en seco la acumulación de saliva que le generaba el hecho, mantenía la postura. En ese lugar, el miedo se disfraza de obediencia. Y ella, como tantas otras, sabía exactamente cómo se sobrevive.
El General, sin dejar de mirarla, dijo entonces con esa calma que parecía ley escrita:
—Manrique, necesito que salgas un momento.
Hubo un leve titubeo. Apenas un segundo. Pero lo hubo.
Luego, obedeció. Alzó a la niña que frunció el ceño a medida que la verga de Manrique se deslizaba fuera de ella, se la pasó al General, indicándole que probablemente no podría mantenerse en píe. Luego, se alejó. Cerró la puerta con suavidad, como si intuyera lo que dejaba atrás.
La niña sollozando, pero sin llorar, abrazó al general quizá en busca de protección, sus nalgas descansaban en el antebrazo del General. Solos, en aquella oficina que olía a humedad, papeles viejos… y poder mal repartido.
El General sonrió apenas, sin alegría. Más bien como quien ya ha tomado una decisión.
—Tú también quieres que yo lo haga, ¿no es cierto?
Su voz era baja. No intimidante. La niña alzó su rostro y lo miró a los ojos.
Su voz flotó en la habitación como un veneno lento, disfrazado de amabilidad. No era una pregunta. Era una trampa.
La niña asintió, casi sin querer. No por aceptación, sino porque el cuerpo, ante ciertas figuras de poder, responde antes que la mente. Y él lo sabía.
El General extendió su mano izquierda, la bajó delicadamente hasta su vagina
La tomó como si fuera de cristal, pero su gesto era definitivo. La sostuvo allí, apenas unos segundos, lo justo para marcar territorio.
Su pulgar se introdujo con una lentitud insoportable.
No la besó. Ni la soltó. Solo miraba su reacción.
—No voy a hacerte daño —dijo—. Pero quiero saber hasta dónde puedes llegar.
La frase cayó como un susurro entre los muebles viejos. No era amenaza ni promesa. Era una prueba. Un anzuelo.
Y en ese instante la niña apretó los labios. No dijo nada.
Su pequeña mano apretó la de él mientras el dedo comenzaba a entrar y salir cada vez con mayor velocidad.
Entonces, sin cambiar el tono de su voz, añadió:
—No te preocupes.
El general se apoderó de ella, y ella lo permitió. La fue bajando hasta que la punta de su verga hizo contacto con su lastimada vagina y la penetró se un solo golpe. La niña se quejó, pero no lloró
No porque no quisiera. No porque no supiera lo que estaba pasando.
Lo permito porque sabía que si lloraba, ahí dentro, con la puerta cerrada y Manrique del otro lado fingiendo no escuchar, era exponerse a perder más que el cuerpo.
Era perder la oportunidad de salir viva.
Sus manos se entrelazaron alrededor del cuello del General y solo dejó que su verga entrara y saliera a gran velocidad de su interior, como si el tacto delicado hubiese sido reemplazado por la violencia muda que llenaba el aire. No hubo gritos. Solo fuerza. Solo una coreografía en la que aquella niña era la figura inmóvil y él, el único que marcaba el ritmo.
La sensación de ser llenada por un liquido viscoso la sorprendió, de pronto la había invadido un calor que ardía mucho más que antes. El general la alzó lo suficiente para que su verga saliera de ella y luego, lentamente la deslizó hasta el suelo, aprovechando para rozarle la verga llena de semen y sangre por su cuerpo y su rostro. La niña cayo al suelo, incapaz de mantenerse en pie, como Manrique había dicho, se sentó abrazando sus rodillas en el suelo
Meses después, cuando el General murió, muchos lo lloraron.
Muchos repitieron su nombre con honores, con medallas, con discursos de “patria” y “valentía”.
La niña también se había enterado de su muerte, pero ella sentía que, aún muerto, seguía hablándole en la cabeza.
Cada vez que se miraba al espejo.
Cada vez que Manrique la follaba.
Cada vez que intentaba recordar en qué momento dejó de sentirse bien.
Y eso fue lo peor
Ese despacho, esa tarde, ese gesto violento y lleno de control… la partió en dos.
Una parte siguió funcionando, cumpliendo tareas, recibiendo órdenes.
La otra se quedó allí, congelada bajo su mirada, como una estatua que aún teme moverse por miedo a despertar al monstruo.
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