Siempre en marcha parte 2
Samuel se quedó quieto, se sentó en la sala, con los brazos colgando a los lados y la mente dividida entre lo que sentía y lo que debería hacer. Escuchó el sonido suave de la puerta de la habitación de su madre cerrándose y, por un momento, el peso en su pecho pareció aumentar..
Samuel se quedó quieto, se sentó en la sala, con los brazos colgando a los lados y la mente dividida entre lo que sentía y lo que debería hacer. Escuchó el sonido suave de la puerta de la habitación de su madre cerrándose y, por un momento, el peso en su pecho pareció aumentar. No sabía si debía seguirla. ¿Decirle algo? ¿Preguntarle si estaba bien? Pero ¿qué cambiaría eso? Su madre siempre había sido un muro, alguien que ocultaba sus emociones con la misma facilidad con la que fingía sonrisas frente a los demás.
Suspiró y se dejó caer en el sofá. El cansancio lo alcanzó de golpe. Había sido un día largo, una noche aún más pesada. Cerró los ojos por un instante, esperando que el sueño lo reclamara, pero la mente seguía despierta, recordando…
Recordando la pistolita de plástico, ahora fuera de su vida. A su madre hincada con la verga de aquel hombre en su boca.
El ruido de pasos lo sacó de sus pensamientos. Lucas apareció en la sala, con el cabello revuelto por el sueño y los ojos entrecerrados.
—¿Qué haces despierto? —preguntó con voz ronca.
Samuel esbozó una sonrisa cansada y le hizo un gesto para que se acercara. Lucas dudó un momento antes de sentarse junto a él.
—Nada… Solo pensando —respondió.
Lucas bostezó.
—Mamá llegó, ¿cierto?
—Sí.
Hubo un silencio. Lucas suspiró y murmuró:
—Ojalá algún día deje de salir así.
Samuel no respondió. No porque no quisiera, sino porque no tenía una respuesta que diera consuelo.
Se quedaron callados. Lucas confiaba mucho en su hermano mayor.
Y entonces lo supo.
Él no podía cambiar a su madre. No podía salvarla de sí misma, ni obligarla a ver lo que él veía.
Pero sí podía estar allí para Lucas y los demás.
Sí podía asegurarse de que, pase lo que pase, él no tuviera que cargar con el mismo peso.
Samuel pasó un brazo sobre los hombros de su hermano y lo atrajo un poco más hacia él.
—Vamos a estar bien —susurró, sin saber si intentaba convencer a Lucas o a sí mismo.
El tic-tac del reloj continuaba en la pared. La casa estaba en silencio.
Samuel acompañó a Lucas hasta la habitación que compartía con Andrea. Su hermano caminaba en silencio, había notado en el rostro de Samuel que algo no andaba bien, pero sin atreverse a decir nada. Samuel tampoco tenía palabras en ese momento. Cuando Lucas se metió en su cuarto sin más, Samuel se quedó un instante frente a la puerta cerrada, suspiró y luego se dirigió a su propia habitación.
Se dejó caer en la cama con la mente aún revuelta, pero el agotamiento lo venció.
Una mañana de ajetreo
El amanecer trajo consigo el bullicio característico de la casa. La rutina era casi un caos orquestado, donde cada miembro de la familia tenía su papel en el engranaje de la mañana.
Andrea estaba en la cocina, ayudando a su madre a preparar el desayuno. Se movía con rapidez entre la mesa y la estufa, sirviendo café para Lorena, alistando los almuerzos y asegurándose de que Sofía y Mateo comieran antes de distraerse con cualquier otra cosa.
—Mateo, termina tu jugo —le recordó con tono firme mientras el niño jugueteaba con la cuchara en su plato de cereal.
—Pero no me gusta —se quejó Mateo, empujando el vaso lejos.
—No me importa si te gusta o no, te lo tomas —intervino Lorena, sin apartar la vista de los huevos que estaba revolviendo en la sartén. Su tono no dejaba lugar a discusión.
Mateo bufó y tomó el vaso con mala gana, bebiéndolo de un solo trago como si fuera una medicina amarga. Sofía, sentada a su lado, lo miraba con curiosidad, aunque ella misma aún no terminaba su pan.
En el pasillo, Lucas salía del baño secándose el cabello apresuradamente, mientras Samuel pasaba a su lado con su mochila al hombro. Ya estaba vestido con su chaqueta y jeans, listo para la universidad.
—Desayuna antes de irte —le dijo Andrea al verlo pasar.
—No tengo hambre —respondió él con desinterés, mirando por encima del hombro a su madre que ni se inmutó en saludarlo, aunque el aroma a pan tostado y café le hacía dudar de su decisión.
—No seas terco, come algo —agregó Lorena sin mirarlo, pero con ese tono de autoridad que pocas veces dejaba espacio a réplica.
Samuel suspiró y se dejó caer en una silla. Andrea le puso un plato con tostadas y un café delante sin decir más.
El ambiente en la casa era de prisa. Sofía ya se había manchado el suéter del colegio con mermelada y Andrea intentaba limpiarla con servilletas. Lucas buscaba desesperado su mochila, que parecía haber desaparecido por arte de magia.
—¿Viste mi mochila? —le preguntó a Mateo, quien ya terminaba su desayuno.
—No —respondió sin mucho interés.
—Seguro la dejaste en la sala anoche —dijo Andrea mientras terminaba de arreglar a Sofía—. Siempre haces lo mismo.
Lucas corrió hacia la sala y, efectivamente, ahí estaba.
Lorena terminó de comer rápido y dejó la taza en el fregadero.
—Voy a salir en un rato —anunció, tomando su abrigo.
Nadie preguntó a dónde iba. Samuel la miró de reojo, pero no dijo nada.
Afuera, el ruido de los autos y el movimiento de la ciudad anunciaban el inicio de un nuevo día. Samuel se levantó y tomó sus cosas.
—Nos vemos —dijo antes de salir.
Andrea lo siguió con la mirada un momento, antes de volver su atención a sus hermanos menores.
—Apúrense, no queremos llegar tarde.
Y así, entre prisas, bocados a medio terminar y mochilas ajustándose en los hombros, la casa se fue vaciando poco a poco hasta que quedó en silencio.
El día fue difícil para Samuel, no lograba sacar de su mente lo ocurrido la noche anterior. Fue el primero en volver a casa. Samuel empujó la puerta de la casa y entró en silencio. La luz tenue del medio día se filtraba por las cortinas, bañando la sala en tonos dorados. Sus hermanos tardarían en llegar del colegio, lo que le dio un respiro. Pero su madre estaba allí. Lo supo por los zapatos de tacón que estaban junto a la entrada y por el sonido del televisor encendido a bajo volumen.
Avanzó por el pasillo hasta la sala, donde la encontró sentada en el sofá, con la vista fija en la pantalla, pero sin realmente mirarla.
Lorena llevaba el cabello recogido en un moño alto, vestía ropa cómoda, pero su rostro dejaba entrever el cansancio de alguien que ha cargado demasiado peso.
Samuel apretó los puños.
Era el momento de hablar.
—¿Cómo puedes hacerlo?
Su voz quebró el silencio, seca, llena de algo más que enojo: decepción.
Lorena parpadeó y giró la cabeza hacia él con calma, como si hubiera estado esperando esa pregunta todo el día.
—No sé de qué hablas —respondió sin emoción, sin inmutarse.
Samuel sintió un nudo en el estómago.
—No puedes ignorar lo que pasó, mamá. Me golpearon por tu culpa. Anoche fue la peor noche de mi vida. No pude sacarme de mi mente la imagen de verte con la verga de ese hombre en tu boca.
Lorena desvió la mirada y exhaló despacio.
—No es asunto tuyo, Samuel.
—¡¿No es asunto mío?! —Su voz se elevó, su respiración se volvió más pesada—. ¡Eres mi madre! ¿Cómo esperas que me quede callado cuando sé que… que te vendes por dinero?
Lorena cerró los ojos por un segundo y luego se puso de pie lentamente.
—Baja la voz —dijo, con un tono que pretendía ser sereno, pero en el fondo había un filo peligroso.
—No, no voy a callarme. No esta vez —Samuel sentía su pulso en las sienes, su pecho subía y bajaba con rapidez—. ¿Desde cuándo? ¿Desde cuándo haces esto?
Lorena lo miró fijamente. Su rostro no mostraba vergüenza ni culpa, solo cansancio.
—Desde que tu padre nos dejó con nada —soltó al fin, con una frialdad que heló a Samuel—. Desde que me di cuenta de que no podía mantenerlos con un sueldo miserable y que el mundo no tiene piedad con una madre sola.
Samuel sintió como si le hubieran dado un golpe en el estómago.
—Mamá… hay otras formas… podrías haber buscado…
—¿Qué? ¿Un trabajo de oficina que pague una miseria? ¿Un empleo que me haga verlos aún menos de lo que ya lo hago? —Lorena cruzó los brazos, su voz ahora estaba cargada de rabia contenida—. ¿O querías que pidiera ayuda? ¿A quién, Samuel? ¿A quién demonios le iba a pedir ayuda?
Samuel apretó los dientes.
—Podríamos haber hecho algo juntos…
—¿Tú? ¿Un muchacho de veinte años que apenas puede con su propia vida? —Se rio, pero era una risa amarga—. No sabes nada del peso de criar sola a cinco hijos.
El silencio entre ellos era espeso, sofocante.
Samuel pasó una mano por su rostro.
—No puedo aceptar esto…
—No te estoy pidiendo que lo aceptes —dijo Lorena, su tono firme, tajante—. Solo que lo entiendas.
Samuel negó con la cabeza.
—No. No lo entiendo. No puedo entender cómo preferiste esto en vez de…
—En vez de verlos pasar hambre. En vez de que nos desalojaran. En vez de que Mateo y Sofía crecieran sin nada.
Samuel sintió que le faltaba el aire.
—Mamá…
—No quiero tu lástima —su voz sonó más áspera—. No necesito que me salves. Lo que hago es mi decisión, y aunque me odies por ello, sigue siendo mi vida.
Samuel tragó en seco. Miró a su madre con un dolor que le perforaba el pecho. No podía odiarla… pero tampoco podía soportarlo.
Dio un paso atrás.
—No sé cómo seguir después de esto.
Lorena bajó la mirada.
—Pues aprende, hijo. Porque yo he tenido que hacerlo toda mi vida.
Samuel sintió las lágrimas amenazando sus ojos, pero no dejó que cayeran. Pasó una mano por su rostro, intentando contener todo lo que sentía, pero la mirada de su madre, llena de agotamiento y dolor, lo desarmó.
Dio un paso adelante y la abrazó.
Lorena se quedó rígida un momento, sorprendida, pero luego se derrumbó. Sus manos se aferraron con fuerza a la espalda de su hijo, y su cuerpo tembló cuando el llanto la venció.
—Perdóname… —susurró contra su pecho—. Perdóname, Samuel…
El sonido del televisor seguía encendido, pero apenas era un murmullo ahogado por los sollozos de su madre. Samuel cerró los ojos y respiró hondo, sintiendo la fragilidad de la mujer que siempre había visto como la más fuerte.
—Mamá… esto no es justo. No para ti, pero tampoco para nosotros —susurró.
Lorena no respondió de inmediato, solo se aferró más a él.
—Si vas a seguir con esto… no puede ser un secreto —dijo Samuel con voz firme, pero suave—. No podemos seguir viviendo con mentiras, no es justo para Andrea, para Lucas… para Mateo y Sofía.
Lorena negó con la cabeza contra su pecho.
—No puedo… No quiero que me miren distinto… que me odien…
Samuel tragó en seco.
—No te van a odiar, mamá. Pero tienen derecho a saber la verdad. No podemos seguir pretendiendo que todo está bien cuando no lo está.
Lorena se separó lentamente de él, limpiándose las lágrimas con las manos temblorosas. Su rostro estaba empapado y su expresión era una mezcla de miedo y resignación.
—¿Cómo se los digo, Samuel? —preguntó con voz rota.
—Juntos —respondió él sin dudar—. Se los diremos juntos.
Lorena lo miró por un largo momento y, al final, asintió con un suspiro profundo.
El silencio se extendió en la sala después de que Lorena asintiera. Samuel sintió su propio corazón latir con fuerza en el pecho. Sabía que lo que estaban a punto de hacer no iba a ser fácil, pero no podían seguir viviendo en una mentira.
—Lo haremos hoy —dijo él, más para convencerse a sí mismo que a su madre.
Lorena asintió con la mirada perdida en el suelo. No parecía tener fuerzas para hablar. Samuel sintió un nudo en el estómago al verla así, más frágil de lo que jamás la había visto.
Los minutos pasaron en un silencio pesado. Samuel se quedó con ella en la sala, sin hablar, esperando.
Sus hermanos llegaron a casa. Primero entró Andrea, con su mochila al hombro y el ceño fruncido. Saludó con un gesto rápido y se fue directo a la cocina, como siempre hacía al llegar. Después entró Lucas, dejando caer la maleta en la entrada y quitándose los zapatos sin prisa. Mateo y Sofía llegaron juntos, riendo por algo que solo ellos entendían.
La rutina de siempre.
Pero esta vez, algo era diferente.
Samuel y Lorena seguían en la sala, sin moverse.
Andrea fue la primera en notarlo.
—¿Qué pasa? —preguntó, mirando a su madre con desconfianza.
Lucas se quedó de pie en la puerta, mirando la escena. Mateo y Sofía se detuvieron, sintiendo la tensión en el aire.
Lorena respiró hondo y se pasó las manos por la cara, como si intentara borrar el cansancio y la angustia que llevaba encima.
—Siéntense —dijo, con la voz quebrada.
Nadie se movió al principio. Luego, Andrea dejó su mochila sobre la mesa y se sentó lentamente. Lucas la imitó, seguido de Mateo y Sofía, que parecían confundidos.
Samuel tomó asiento al lado de su madre y sintió el peso de la responsabilidad sobre sus hombros.
—Mamá y yo tenemos que decirles algo —comenzó él, con la voz firme.
Lorena cerró los ojos un momento antes de hablar.
—No sé cómo empezar… —su voz tembló y Samuel sintió que le dolía verla así.
Andrea cruzó los brazos.
—¿Es algo malo?
Lorena tragó saliva y miró a Samuel. Él asintió levemente, animándola a seguir.
—Es algo que… he estado ocultando por mucho tiempo. Algo que hago… para que podamos seguir adelante —susurró.
Lucas frunció el ceño.
—¿De qué hablas, mamá?
Lorena respiró hondo.
—No quiero que me odien —su voz apenas fue un murmullo—. Todo lo que he hecho ha sido por ustedes…
Andrea se inclinó hacia adelante, preocupada.
—Mamá, solo dilo.
Lorena cerró los ojos con fuerza.
—Me dedico a… —hizo una pausa, buscando fuerzas— a acostarme con hombres por dinero.
El silencio que siguió fue abrumador.
Samuel miró a sus hermanos.
Andrea parpadeó, como si no pudiera procesar lo que acababa de escuchar. Lucas se quedó completamente quieto, con los labios apretados. Mateo y Sofía miraron a su madre sin comprender del todo.
—¿Qué? —susurró Andrea.
—Lo hago para que ustedes tengan comida, para que no les falte nada —dijo Lorena rápidamente, con la voz temblorosa—. No lo hago porque quiero… sino porque no veo otra salida.
Andrea se levantó de golpe, alejándose de la mesa.
—No… No puede ser verdad.
—Andrea… —intentó decir Samuel, pero ella levantó una mano.
—¡No! ¿Desde cuándo? ¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto?
Lorena agachó la cabeza.
—Desde que su padre murió.
Lucas apretó los puños sobre la mesa.
—Nos mentiste todo este tiempo.
—Sí —susurró Lorena, con lágrimas cayendo por su rostro.
Mateo y Sofía se miraron entre ellos, confundidos y asustados.
—Pero… ¿por qué no buscaste otro trabajo? —preguntó Lucas, la ira contenida en su voz.
—Porque no fue tan fácil como creen —respondió Lorena, intentando mantenerse firme—. Intenté, busqué opciones, pero nada alcanzaba para mantener esta casa.
Andrea tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Y ahora qué? ¿Vas a seguir con esto?
Lorena se quedó en silencio.
Samuel intervino.
—Eso es lo que queríamos hablar con ustedes. No podemos seguir viviendo en una mentira, pero tampoco podemos quedarnos de brazos cruzados.
Lucas se pasó una mano por el cabello, frustrado.
—Esto es una locura…
Andrea respiró hondo y se cruzó de brazos.
—Si esto sigue así, quiero ayudar. No quiero que mamá tenga que hacer esto sola.
Lorena levantó la vista, sorprendida.
—Andrea…
—No es justo contigo mamá —dijo ella, con determinación—. No sé cómo, pero haré lo que sea.
Lucas asintió lentamente.
—Yo también.
Samuel sintió un nudo en la garganta.
—Yo también haré lo que pueda.
Mateo y Sofía no dijeron nada, pero miraban a su madre con tristeza.
Lorena los miró a todos, sus hijos, sus razones para seguir adelante. Las lágrimas volvieron a llenar sus ojos.
—No quería que pasaran por esto…
Andrea se acercó y tomó su mano.
—Ya estamos en esto, mamá. Pero ahora vamos a enfrentarlo juntos.
La tensión en la habitación seguía siendo espesa, pero algo en el aire había cambiado. Por primera vez, la verdad había salido a la luz y con ella, una decisión implícita: enfrentar la situación juntos.
Lorena, con los ojos rojos e hinchados, miró a cada uno de sus hijos. Nunca se había sentido más vulnerable, pero tampoco más acompañada. Durante años había llevado esa carga en silencio, creyendo que ocultarlo era lo mejor. Ahora se daba cuenta de que el peso no desaparecía con el secreto, solo la aislaba más.
Andrea, aún con la mandíbula apretada y los brazos cruzados, habló con firmeza:
—Mamá, dime exactamente lo que debemos hacer.
Lorena tragó saliva.
—Andrea, no es algo que—
—Dímelo —la interrumpió—. Esta es una decisión nuestra, podemos ayudarte. No puedes hacerlo sola.
Lucas asintió.
—Tiene razón.
Lorena negó con la cabeza.
—No quiero que descuiden sus estudios.
—No importa, mamá —dijo Andrea, su voz firme—. Prefiero eso a que cargues con todo esto sola.
Sofía, la más pequeña, miró a su madre con una mezcla de tristeza y determinación.
—Yo puedo ayudar también, para que no tengas que preocuparte por todo.
Lorena sintió que se le rompía el corazón. No quería que sus hijos crecieran de golpe, no quería que tomaran responsabilidades que no les correspondían. Pero al mirarlos, vio en sus rostros algo más fuerte que la desesperación: una voluntad firme, una unión inquebrantable.
Se limpió las lágrimas y tomó aire.
—No sé si podrán lograrlo —murmuró—, pero si realmente quieren intentarlo, yo… está bien.
Samuel cerró los ojos un instante, dejando que el alivio lo inundara.
Andrea respiró hondo y sonrió por primera vez en toda la conversación.
—Entonces, hagámoslo.
Lucas se estiró en la silla y suspiró.
—Va a ser difícil.
—Sí, lo será —dijo Samuel—. Pero al menos ahora estamos juntos en esto.
Después de unos minutos de silencio, Lorena tomó su celular con manos temblorosas. Se aclaró la garganta y miró a todos sus hijos, como buscando valor en sus rostros. Sus dedos dudaron sobre la pantalla antes de finalmente marcar.
El tono de llamada sonó tres veces antes de que alguien respondiera.
—Ernesto, hola… —su voz sonó tensa, forzada—. Perdón, no es mi intención molestarte… —hizo una pausa, escuchando atentamente la respuesta del otro lado de la línea—. Lo entiendo…
Samuel y Andrea se miraron de reojo, mientras Lucas, Mateo y Sofía observaban en silencio, sin comprender del todo la situación.
—Es sobre el sábado… —continuó Lorena, su tono más bajo—. Quería preguntarte si puedo ir en compañía de alguien.
La respuesta de Ernesto se escuchó levemente a través del altavoz, pero no lo suficiente como para entender sus palabras. Lorena frunció los labios y tragó saliva.
—No, no se trata de él… —sus hijos notaron cómo apretaba el teléfono contra su oído—. Es otra de mis hijas. Quiere acompañarme.
Andrea sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—Tiene 17… —Lorena cerró los ojos, como si quisiera bloquear el sonido de la conversación—. Cinco, pero solo dos mujeres…
Del otro lado de la línea, la voz masculina respondió algo breve.
—Sí, señor. Muchas gracias.
Lorena colgó la llamada y dejó el teléfono sobre la mesa, como si le quemara las manos. El silencio en la habitación se volvió insoportable.
Samuel fue el primero en reaccionar.
—¿Qué fue eso, mamá?
Lorena cerró los ojos un momento antes de responder.
—Es… el hombre para quien trabajo.
Samuel sintió un nudo en la garganta, la rabia escalando en su pecho de nuevo.
—¿Qué tienes el sábado?
Lorena levantó la mirada, su expresión cansada, casi derrotada.
—No será fácil, Andrea. No puedes simplemente arrepentirte, son personas peligrosas. Hay consecuencias.
Andrea, con el rostro pálido, dio un paso adelante.
—¿Estaré bien mamá?
Lorena la miró con tristeza.
—El hombre con quien hablé, quiere confiar en mí, creer que no lo voy a traicionar. Si sospecha algo, si cree que lo quiero dejar… puede ser peor.
El corazón de Andrea latía con fuerza.
—Entonces… ¿qué significa eso? ¿Qué debo hacer?
—Bueno. —Lorena cabizbaja—. Lo que él te pida que hagas. Necesitamos complacerlo.
Lucas, que hasta ahora había permanecido callado, finalmente intervino.
—Mamá, esto es una locura.
Mateo y Sofía, los más pequeños, observaban a sus hermanos sin entender completamente, pero sintiendo la tensión en el ambiente.
Samuel respiró hondo, intentando calmar el enojo que hervía en su interior.
Lorena miró a sus hijos. Por primera vez en años, sintió que no estaba sola.
— Debemos escogerte un atuendo adecuado. — Dijo Lorena.
Andrea sintió un escalofrío cuando escuchó esas palabras. Su madre hablaba con una mezcla de resignación y preocupación, como si ya estuviera siguiendo un plan que ninguno de ellos terminaba de comprender.
—Mamá… —murmuró, insegura—. ¿Qué quieres decir con eso?
Lorena suspiró y se puso de pie, frotándose las sienes.
Samuel cruzó los brazos, su mandíbula tensa.
—¿Y eso significa qué?
—Significa —respondió ella con firmeza— que Andrea debe parecer alguien que… encajaría en ese mundo.
Andrea sintió que el aire se volvía pesado a su alrededor.
—Mamá, yo…
—No te preocupes —Lorena se apresuró a decir—. No quiero ponerte en peligro.
Andrea tragó saliva, sintiendo las miradas de sus hermanos sobre ella.
—Vamos a mi cuarto —dijo Lorena, con una determinación que no dejaba espacio a discusión.
Sin saber qué más hacer, Andrea la siguió.
Dentro del dormitorio de su madre, todo olía a perfume caro y a maquillaje viejo. Las luces tenues iluminaban la pequeña habitación con muebles desgastados pero impecablemente organizados. Lorena se dirigió al armario y comenzó a rebuscar entre sus prendas.
—Tiene que ser algo que no llame demasiado la atención, pero tampoco demasiado sencillo… —murmuró para sí misma.
Andrea se quedó en la puerta, sintiéndose como una espectadora de su propia vida.
—Mamá…
Lorena se detuvo un momento, su mano aun sosteniendo una blusa negra de tela ligera.
—No tienes que hacerlo. —Su voz sonó más suave—
Andrea apretó los labios. No estaba segura de qué era peor: la idea de vestirse para un juego peligroso o la verdad que esa ropa representaba.
Lorena sacó un vestido corto de color burdeos y lo extendió sobre la cama.
—Pruébatelo —dijo, sin levantar la mirada.
Andrea dio un paso atrás.
—Mamá…
—Solo pruébatelo —insistió—. Si no te sientes cómoda, buscamos otra cosa.
Andrea tomó el vestido con manos temblorosas y se quitó el saco de la escuela, la camisa y la falta, retiró sus zapatos las medias azules. Quedando solo en un conjunto de ropa interior. André ano tenía ni cerca las tetas de su madre, eran pequeñas, bien formadas eso sí, pero aun así, pequeñas. Pasó el vestido por encima de su cabeza y se lo puso, inmediatamente se miró al espejo. Sintió que estaba mirando a otra persona.
Lorena la observó con una expresión mezcla de orgullo y tristeza. Se acercó y le acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja.
—No basta con verte bien —dijo en un tono firme, pero cálido—. Tienes que actuar bien.
Andrea tragó saliva.
—¿Cómo se supone que debo actuar?
Lorena la tomó por los hombros y la hizo girar para que la mirara directamente.
—Escucha bien, Andrea. No puedes titubear. No puedes demostrar miedo. Será peor.
Andrea asintió lentamente.
—¿Y si me preguntan algo que no sé responder?
—Mantente simple. Sonríe si es necesario, pero no demasiado. Habla poco. Que crean que solo estás ahí porque me quieres acompañar, no porque tienes algún otro motivo.
Andrea sintió un nudo en el estómago.
—¿Y si algo sale mal?
Lorena la miró con seriedad.
—No va a salir mal. Porque harás exactamente lo que te digan.
Andrea respiró hondo, intentando calmar su pulso acelerado.
—Mamá… esto es demasiado.
Lorena la tomó de la mano.
—Lo sé, hija. Pero tenemos que hacerlo bien.
Andrea miró su reflejo una vez más.
—¿Y si no les gusto?
Lorena sostuvo su barbilla y la obligó a levantar el rostro.
—Les gustaras —afirmó con seguridad—. Porque vas a aprender a moverte como si pertenecieras a ese lugar.
Cuando Lorena salió de la habitación, el humo del cigarro la envolvía como un velo etéreo. Caminó con calma hasta la ventana del pequeño comedor y exhaló una bocanada de humo mientras sus ojos se perdían en la noche. Detrás de ella, Andrea apareció con el vestido aún puesto, pero algo en su postura había cambiado. Se veía firme. Segura. Como si, en esas horas encerrada con su madre, hubiera cruzado un umbral invisible.
Lucas fue el primero en romper el silencio.
—¿Y bien? —preguntó con cautela, su mirada alternando entre Andrea y su madre—. ¿Todo listo?
Andrea asintió con un gesto tranquilo.
—Todo listo.
—Mami… ¿Podemos comer algo?
Andrea sonrió de lado y se acercó a ella, tomando sus manos entre las suyas.
—Si, Sofi. Mamá y yo prepararemos la cena.
Mateo, que hasta ahora se había mantenido en silencio, frunció el ceño y miró a Andrea con un gesto de preocupación.
—¿Podemos comer cereal? —murmuró.
Andrea apretó sus labios en una línea tensa, pero acarició la cabeza de su hermano menor con suavidad.
—Por supuesto, Mateo
Samuel cruzó los brazos y la miró con seriedad.
—Si en algún momento quieres echarte atrás…
Andrea negó con la cabeza antes de que él pudiera terminar.
—No lo haré, Sami. Ya tomé mi decisión.
El ambiente seguía cargado, con una tensión que no terminaba de disiparse. Pero Andrea, en un intento de aliviar a sus hermanos, chasqueó los dedos y sonrió.
—Vamos, no hagamos esto más difícil de lo que ya es. Todo saldrá bien. Ahora, ¿qué les parece si preparamos la cena y nos vamos a dormir? Mañana hay escuela.
Hubo un momento de silencio antes de que, uno a uno, sus hermanos asintieran. No estaban convencidos, pero confiaban en ella. Y por ahora, eso era suficiente.
Lorena, aún con el cigarro entre los dedos, observaba a Andrea con una mezcla de orgullo y angustia en el rostro. Sus ojos, enrojecidos tanto por el humo como por el agotamiento, seguían cada movimiento de su hija como si temiera que, en cualquier momento, pudiera quebrarse.
—¿Estás segura? —preguntó con voz baja, casi temblorosa—. No tienes que hacerlo, Andrea.
Andrea se giró hacia ella con una expresión serena.
—Estoy segura, mamá —respondió con firmeza—. Tú llevas mucho tiempo cargando con esto sola. Ya es hora de que alguien te ayude.
Lorena bajó la mirada, aplastando el cigarro en un pequeño cenicero sobre la ventana.
—No quería esto para ti…
—Lo sé —interrumpió Andrea suavemente—. Pero no estamos aquí porque queramos. Estamos porque lo necesitamos.
Samuel se acercó y puso una mano en el hombro de su madre.
—No estás sola, mamá. De verdad. Ya no más.
Lorena los miró a ambos, a sus hijos, ya no tan niños, tomando decisiones de adultos, y sintió que el pecho se le apretaba. Apretó los labios y asintió apenas.
Andrea volvió a sonreír, más suave esta vez, y se dirigió al resto.
—Bueno, lo dicho. Vamos a preparar la cena. Nada muy elaborado, ¿sí? Algo rápido. Y luego todos a dormir. Mañana va a ser un día largo.
Los hermanos comenzaron a moverse, arrastrando sillas, abriendo la nevera, sacando platos. Y en medio de todo eso, Lorena se quedó quieta, mirando a Andrea como si la viera por primera vez. Como si, en un solo día, su hija hubiera crecido años.
Pasó la noche, luego el día siguiente, y después otro. El reloj de la rutina siguió su marcha, implacable. Pero de pronto, Lorena abrió los ojos y supo que era sábado. Lo supo sin mirar el reloj, sin revisar el calendario. Su cuerpo lo reconocía, como si cada músculo llevara la cuenta de cuántas veces se había preparado para esa noche.
El día transcurrió sin mayores novedades. Un sábado más en familia. Risas suaves, el sonido del televisor, Mateo y Sofía haciendo tareas a medias, Lucas ayudando a Samuel con un arreglo en la cocina. Todo normal, al menos en la superficie. La diferencia estaba en Andrea. Ella intentaba actuar con naturalidad, pero su nerviosismo se delataba en los pequeños gestos: se tocaba el cuello con frecuencia, no se sentaba más de cinco minutos seguidos, y repasaba mentalmente cada palabra que su madre le había dicho dos noches atrás.
Lorena la observaba con atención, sin decir mucho. No hacía falta. Cada mirada entre ellas era suficiente para saber en qué pensaban.
—¿Cómo vamos a hacer para llegar? —preguntó Andrea, mientras lavaban juntas la loza del almuerzo.
Lorena secó sus manos con un paño y se apoyó contra el mesón.
—Normalmente tomo un taxi que me deja directo en el club. Héctor siempre está esperando. No hay complicaciones… pero hoy iremos juntas.
Andrea asintió lentamente, aún con cierta rigidez en los hombros.
—¿Y si nos preguntan algo en la entrada?
—Yo me encargo —respondió Lorena con firmeza—. Dije que iba con una de mis hijas. Ernesto lo sabe. Él hablará con el portero si hace falta.
Andrea tragó saliva. Su madre notó el gesto y se acercó para tomarle las manos.
—Nada va a pasar, ¿me oyes? Solo tienes que mantener la calma y seguirme la corriente. No estás sola.
Andrea bajó la mirada, asintió una vez más, y luego se abrazaron en silencio, sin necesidad de palabras.
En la sala, Samuel observaba desde el umbral con discreción. No interrumpió. Sólo observó, sabiendo que el momento era íntimo, pesado, inevitable.
En las próximas horas, cada uno de los hermanos hizo su parte para distraerse, para no pensar demasiado. La tensión era invisible, pero se sentía. Como un eco bajo la piel.
Y mientras el cielo comenzaba a teñirse de naranja, Lorena entró a su habitación, sacó con delicadeza el vestido que Andrea usaría y lo dejó sobre la cama.
—Es hora, hija. Vamos a arreglarnos.
Mientras Samuel ayudaba a Mateo a ponerse la piyama y Sofía se cepillaba los dientes, Lucas se sentó al borde de la cama, jugando con sus dedos, cabizbajo. El ambiente era tranquilo, pero cargado de algo que no se decía. Samuel lo notó y, cuando terminó de acostar a los más pequeños, se sentó junto a él.
—¿Estás bien? —preguntó con voz baja.
Lucas tardó en responder. Miraba al suelo, como si esperara encontrar las palabras ahí, entre las baldosas.
—No lo sé… —dijo al fin—. ¿Y si… no vuelven igual? ¿Y si algo les pasa?
Samuel suspiró y apoyó un brazo sobre el respaldo de la cama, acercándose un poco más.
—Yo también tengo miedo, Lucas. Pero si hay algo que nos han enseñado, es que mamá siempre vuelve. Y ahora no va sola.
Lucas asintió, pero el gesto no le quitó el temblor leve de las manos.
—Andrea es muy valiente… pero no debería tener que serlo.
Samuel le revolvió el cabello con suavidad, en un gesto casi paternal.
—Ninguno de nosotros debería, hermano. Pero aquí estamos. Y lo único que podemos hacer es estar listos… para cuando ellas vuelvan.
Lucas lo miró con ojos cansados. Samuel le sonrió con tristeza.
—Duerme, ¿sí?
Lucas se metió bajo las cobijas sin decir más. A los pocos minutos, el cuarto se llenó de la respiración pausada de Lucas, esta vez durmiendo solo. Samuel lo observó un momento desde la puerta. Sintió el peso del silencio, el de la noche, el de todo aquello que no podía controlar.
Cerró suavemente la puerta y cruzó el pasillo. Ya era tarde. El reloj en la sala marcaba las 9:47 p.m.
Empujó la puerta de la habitación de su madre con cuidado, esperando verlas aun alistándose… pero la imagen lo detuvo por completo.
Lorena estaba de pie frente al espejo, ajustándose unos pendientes largos y plateados. Su cabello estaba recogido con elegancia, su maquillaje perfectamente aplicado, Llevaba un vestido blanco extremadamente corto, apenas cubría sus grandes nalgas, no era escotado pero aun así resaltaba también sus grandes pechos, Lorena lo vio por el espejo. Andrea estaba sentada al borde de la cama, también lista. El vestido que llevaba resaltaba su juventud de una forma distinta, como si se esforzara en parecer mayor, segura. Pero sus ojos, aunque firmes, aún tenían un rastro de temblor.
Él no dijo nada al principio. Solo se apoyó en el marco de la puerta y tragó saliva.
—Ya estamos listas —dijo Lorena sin girarse.
Andrea solo lo miró, esbozando una pequeña sonrisa que parecía más por él que por ella misma.
Samuel asintió, sintiendo un nudo formarse en su estómago.
Andrea se quedó en silencio unos segundos, pero en su cabeza algo daba vueltas con fuerza, una idea que la golpeó como una verdad que había pasado por alto. En toda la preparación, en todas las horas encerradas con su madre, en ningún momento hablaron de eso. De su virginidad.
Tragó saliva. ¿Será que mamá cree que ya no lo soy?, pensó. Quizás por cómo me visto, por cómo hablo… quizás simplemente lo asumió.
Pero sí lo era. Era una chica inteligente, despierta, que sabía cómo funcionaban muchas cosas, que entendía el poder de una mirada o el lenguaje de los cuerpos. Pero jamás había llegado a ese punto. No lo había necesitado. No lo había querido.
Se frotó las piernas con las manos, con fuerza, en una mezcla de ansiedad y frío que no venía del clima. Sentía la piel de sus muslos arder, se sentía más expuesta de lo que creía estar preparada.
Lorena la miró por el espejo y pareció notar el gesto, pero no dijo nada. Su rostro estaba sereno, aunque sus ojos delataban una tensión escondida.
Entonces sonó el celular de Lorena. El sonido cortó el silencio como un cuchillo. Ella se giró con rapidez, lo sacó del bolso y contestó.
—¿Sí?… Hola, Ernesto… Sí, ya estamos listas… en diez minutos salimos…¿cómo? …Entiendo…en un minuto salimos.
Colgó sin decir más. Luego miró a su hija, que seguía en el borde de la cama, con los dedos entrelazados y la mirada perdida en el suelo.
—Hay un carro esperándonos afuera, debemos salir ya.
Lorena se acercó, se agachó frente a ella y le tomó las manos.
—Aún estás a tiempo de decir que no —dijo con suavidad, pero con un tono tan serio que pareció llenar todo el cuarto—. No hay vergüenza en eso, Andrea. Ninguna.
Andrea la miró. Sus ojos estaban firmes, aunque humedecidos. Respiró hondo.
—No quiero que todo esto sea en vano… No lo hago por mí, mamá… lo hago por todos nosotros.
Lorena le apretó las manos con más fuerza, conteniendo la emoción.
—Solo prométeme que, si algo no te gusta, si en algún momento sientes miedo… me lo dices. ¿Sí?
Andrea asintió. Se pusieron de pie juntas.
Samuel, desde la puerta, no se atrevía a moverse. Las vio cruzar el cuarto, listas. No como madre e hija. Como dos mujeres que iban a enfrentar algo demasiado grande, pero que decidían hacerlo tomadas de la mano.
Lorena tomó su bolso del tocador mientras Andrea se alisaba el vestido con manos temblorosas. El silencio pesaba, solo roto por el sonido de los tacones sobre el piso de madera y el murmullo leve del televisor en la sala. Salieron del cuarto sin mirar atrás, cruzaron el pasillo lentamente, y Samuel las siguió con la mirada, aún de pie junto a la puerta.
Cuando abrieron la puerta principal, una ráfaga de aire nocturno les acarició el rostro. Afuera, bajo la tenue luz amarilla del poste de la esquina, un carro negro las esperaba. Este era grande y elegante, con vidrios polarizados y motor encendido. En el asiento del conductor estaba un hombre desconocido, de rostro inexpresivo y chaqueta oscura.
Lorena se detuvo un segundo. Andrea también. Se miraron en silencio, y luego Lorena bajó el primer escalón, Andrea detrás.
El hombre bajó el vidrio apenas unos centímetros. Su voz salió firme, sin intención de saludar.
—Suban. Ernesto las espera en el club.
Lorena asintió con la cabeza y sin decir palabra abrió la puerta trasera. Andrea dudó un momento, miró hacia atrás, hacia la ventana donde creía que Samuel todavía las observaba. No alcanzaba a verlo, pero sabía que estaba allí.
—Vamos, hija —murmuró Lorena, extendiéndole la mano.
Andrea tomó aire, alzó el mentón, y subió al carro.
La puerta se cerró con un sonido seco. El vehículo arrancó despacio, fundiéndose con la noche bogotana.
Dentro del carro, nadie hablaba. Solo el sonido del motor y las luces parpadeantes de la ciudad entrando en destellos breves por los faroles de la calle. Andrea miraba por la ventana, el reflejo de su rostro le devolvía una imagen distinta: la de una joven decidida a cambiar su destino… aunque no supiera cómo sería ese camino.
El trayecto comenzó en silencio. El carro avanzaba con suavidad por las calles húmedas de Bogotá, cruzando avenidas mal iluminadas y callejones estrechos donde la noche parecía más espesa. En el asiento trasero, Lorena mantenía la vista al frente, firme, sabiendo exactamente a dónde iban y cómo terminaría la noche. Andrea, en cambio, se sentía atrapada entre el cuero del asiento y sus propios pensamientos.
El vestido que llevaba, ceñido y elegante, le parecía demasiado revelador. Mantenía las piernas cruzadas con rigidez y las manos entrelazadas sobre las rodillas. Su respiración era medida, como si intentara calmar el torbellino que tenía dentro del pecho.
El conductor, un hombre de unos cincuenta años, cabello peinado con gel hacia atrás, mantenía una expresión neutra… pero no sus ojos. A través del espejo retrovisor, Andrea notó cómo la observaba. Primero con disimulo. Luego con más descaro. Sus miradas eran breves pero incisivas, viajaban del rostro de ella a sus piernas, de las piernas al reflejo de su rostro en la ventana. No decía nada, pero lo decía todo con la forma en que fruncía los labios o arqueaba las cejas con apenas un gesto.
Andrea trató de no moverse, de no responder a esas miradas, pero las sentía. Eran como agujas pequeñas y punzantes que perforaban la fachada de seguridad que había intentado levantar. Volteó un momento hacia Lorena, buscando algún tipo de señal o refugio. Su madre también lo había notado, lo supo de inmediato. Lorena tenía el ceño fruncido, los labios apretados, y aunque no dijo una palabra, su mirada hacia el espejo fue seca, dura, suficiente para que el hombre desviara los ojos por unos segundos.
—No le prestes atención —susurró Lorena, sin girar la cabeza—. No importa lo que piense. No importa lo que vea. Él no decide nada.
Andrea asintió apenas, sin responder. Su cuerpo temblaba ligeramente. No era miedo. Era esa mezcla agónica entre incertidumbre, vulnerabilidad y una valentía que todavía se estaba construyendo.
El carro giró finalmente por una calle de ladrillos grises, bordeada por una reja alta y árboles delgados. Al fondo, unas luces cálidas se veían detrás de un portón metálico: el club. El lugar donde Ernesto las esperaba.
Andrea tragó saliva. Afuera, el aire parecía más denso. Lorena estiró el brazo y tomó la mano de su hija. Era un gesto firme, maternal, pero también un recordatorio silencioso: estaban juntas. Lo seguirían estando. Pasara lo que pasara.
La sorpresa no solo fue para Andrea. Al bajar del vehículo, con la luz de la entrada bañándolas en un dorado cálido, Lorena se detuvo en seco. Frente a ellas, en el jardín frontal de la casa principal, se extendía un escenario muy distinto al que esperaba.
La fachada del club, normalmente sobria y silenciosa, estaba ahora viva. Música suave salía por los ventanales abiertos, y un aroma tenue a vino y perfumes costosos flotaba en el aire. Hombres de traje conversaban con soltura, algunos sosteniendo copas de champaña; otros reían con mujeres vestidas con vestidos largos, peinados impecables y un aire de sofisticación que contrastaba con la tensión que Lorena y Andrea llevaban en los hombros.
Andrea dio un paso hacia atrás, casi instintivamente. Sus ojos buscaron los de su madre con urgencia.
—¿Qué es esto? —susurró.
—No lo sé —dijo Lorena con la voz baja, tensa—. Nunca… nunca había visto esto así.
El conductor cerró la puerta con un golpe seco y regresó al volante sin decir una palabra. El carro arrancó sin esperar, como si no hubiera estado allí en absoluto.
Lorena tragó saliva y se obligó a avanzar. Andrea la siguió de cerca, con pasos pequeños, pero firmes.
—¿Y Ernesto? —preguntó Andrea.
—Debe estar adentro. Vamos con calma —respondió Lorena, intentando mantener la compostura.
Caminaron por el sendero de piedra con la incomodidad latiendo en los pies. Una pareja se cruzó frente a ellas y las observó por un instante. El hombre hizo un leve gesto de aprobación con los ojos, y la mujer simplemente las ignoró. Nadie parecía saber realmente quiénes eran, pero todos las veían.
Una mujer mayor, de cabello canoso perfectamente recogido, se acercó. Llevaba un vestido esmeralda y una sonrisa que parecía dibujada con bisturí.
—Buenas noches, ¿son invitadas de Ernesto, verdad? —preguntó con amabilidad medida.
Lorena dudó un segundo, pero asintió.
—Sí… Él nos pidió venir.
—Perfecto —respondió la mujer con un asentimiento elegante—. Están en el lugar indicado. La noche apenas comienza. Él las está esperando en el salón del segundo piso.
Y con eso, se giró y desapareció entre las demás personas, como una sombra envuelta en terciopelo.
Andrea se acercó más a su madre.
—¿Tú sabías que esto iba a ser una fiesta?
—No, al menos no así, las fiestas a las que había ido con Ernesto eran de algunos hombres y yo nada más—murmuró Lorena, mirando todo a su alrededor con ojos duros—. Esto… no es lo de siempre.
El ambiente no era vulgar. No había el tono burdo o la tensión sexual abierta que Lorena temía que Andrea encontrara. Pero eso no lo hacía menos inquietante. Lo elegante no lo hacía menos peligroso. Aquí todo parecía disfrazado bajo normas distintas: silencios que lo decían todo, risas que escondían condiciones, copas que se alzaban para cerrar tratos invisibles.
Una mesera se acercó y les ofreció una bebida. Lorena la rechazó con una sonrisa cortés, Andrea también.
—Mamá, no me gusta esto… —dijo ella en voz baja.
—A mí tampoco —respondió Lorena, con sinceridad transparente—. Pero estamos aquí. Y ahora… tenemos que seguir.
Andrea asintió, esta vez sin palabras. Ambas avanzaron entre los murmullos, las luces suaves, y las miradas curiosas. La noche, más que empezar, parecía que las estuviera esperando.
Subieron al segundo piso por una escalera amplia, de mármol claro, con una baranda ornamentada que brillaba tenuemente bajo la luz de las lámparas de pared. Andrea notó el eco de sus propios pasos resonar en cada peldaño, como si anunciaran su presencia antes de tiempo. Sentía el calor de las miradas pegadas a su espalda. Algunos hombres detenían sus conversaciones brevemente para observarlas con interés, sin recato, como quien examina una obra nueva en una galería privada.
Lorena iba delante, con la espalda recta, el mentón ligeramente alzado. Andrea notó que su madre caminaba con un aire que mezclaba firmeza y fragilidad. La sujetó por el brazo al llegar al último peldaño, y Lorena, como si lo sintiera, la miró de reojo y le ofreció una leve sonrisa.
El segundo piso era más íntimo. Un salón de techos altos, alfombra gruesa y música suave flotando en el ambiente. El grupo que se encontraba allí era mucho más reducido: no más de una docena de hombres, reunidas en pequeños círculos. Copas en mano, algunos reían en tono bajo, otros conversaban con un aire casi conspirativo.
Y allí, al fondo, en uno de los extremos del salón, estaba Ernesto.
Vestía de manera impecable: un traje gris oscuro, camisa negra, sin corbata, y un pañuelo de bolsillo perfectamente doblado. Estaba de espaldas a ellas, conversando con un hombre de cabello canoso y una mujer de labios rojos intensos y mirada afilada. Pero como si su instinto lo hubiera alertado, giró ligeramente la cabeza, los ojos buscando hasta encontrarlas. Cuando lo hizo, sonrió. Una sonrisa medida, cortés, como quien observa que todo va según el plan.
—Vamos —susurró Lorena, y tomó de la mano a Andrea. La firmeza del agarre hizo que esta respirara hondo y asintiera.
Cruzaron el salón en silencio. Las conversaciones apenas bajaron de tono al notar su presencia. Andrea sintió cómo algunas miradas se clavaban con mayor intensidad, sobre todo las masculinas: unas de deseo, otras de evaluación, algunas con un matiz de poder que le provocó un escalofrío. No sabía bien si era la música, los perfumes, o el ambiente denso, pero cada paso se sentía más lento, más consciente.
Cuando llegaron frente a Ernesto, él inclinó la cabeza levemente.
—Lorena… —dijo con voz grave, cálida pero controlada—. Llegaron en el momento justo.
Sus ojos se posaron sobre Andrea.
—Y tú debes ser la hija.
Andrea apenas asintió. Ernesto estiró la mano, Andrea estiró la de ella para estrechársela, pero estaba equivocada, la mano de Ernesto siguió de largo y atrapó directamente uno de sus pechos. Ella se dejó tocar, sin oposición. Él sonrió, como si esperara exactamente esa reacción.
—Qué gusto tenerte aquí. Estás preciosa.
Andrea no respondió. Lorena intervino con tono suave, pero claro:
—Queríamos saludarte primero… y saber cómo va a ser la dinámica esta noche.
Ernesto asintió.
—Por supuesto. Ven, vamos a un lugar más tranquilo. Todo está dispuesto. No hay apuros.
Hizo un gesto con la cabeza hacia una sala contigua, más privada, al parecer. Andrea miró a su madre. Lorena le devolvió la mirada, fuerte, silenciosa.
Andrea no soltó su mano. Y caminó con ella, un paso a la vez, hacia lo desconocido.
Al llegar a la sala privada, Ernesto cerro la puerta tras de ellas, estando solo los tres su tono cambió.
—Zorra, desnúdate.
Lorena soltó la mano de su hija y obedeció sin titubeos. Andrea miraba a su madre deshacerse de su vestido y de su ropa interior, se ruborizó casi de manera inmediata, pero su madre la había preparado para eso e intento disimular lo más que pudo.
—Sobre el sofá.
Lorena completamente desnuda balanceo su gordo trasero lentamente hasta llegar al sofá allí se tumbo boca arriba y abrió las piernas, sabía lo que le gustaba a Ernesto. Andrea no puede evitar mirar con detenimiento la vagina de su madre, sin un solo pelo, pero ligeramente más oscura que el resto de su piel. Lorena mete un dedo en su vagina y se da ligeros golpes, invitando a Ernesto a devorarla.
Ernesto voltea la mirada hacia Andrea y le sonríe, luego camina hacia Lorena, se acomoda entre sus piernas inclinándose y comienza a lamer la vagina. Andrea da unos pasos hacia el frente para observar mejor. Ernesto era atrevido y vulgar a la ora de dar sexo oral, la mía con desespero toda la vagina de Lorena ante los ojos de Andrea. Lorena miraba a su hija con ojos de suplica pero sin pronunciarle palabras.
Pero las sensaciones son inevitables, Lorena se muerde el labio inferior mientras recibe los tratamientos de Ernesto que balancea su cabeza entre sus piernas. Las mejillas de Andrea se enrojecen con un rosado profundo y no aparta la mirada de tan degenerado acto para ella.
—Acércate zorrita. —Dice Ernesto volteando a ver a Andrea. Ella recuerda las palabras de su madre y tras un par de segundos obedece. Camina lentamente hacia ellos. Cuando están lo suficientemente cerca Ernesto hala de su brazo obligándola a arrodillarse junto a él.
—Observa, ¿qué te parece la vagina de tu madre? —Andrea no dice nada, se encoge ligeramente de hombros e intercambia su mirada entre Ernesto y la vagina luminosa de saliva de su madre.
—Mírala más de cerca. —Ernesto toma la parte posterior de la cabeza de Andrea y la estrella contra la Vagina de Lorena. Lorena emite un quejido de súplica, pero sabe que no debe intervenir. Andrea se unta con el brillo de la vagina de su madre que ahora se ha fijado en su nariz y su frente.
Alza la mirada y observa directamente a los ojos de su madre, sus ojos llenos de nerviosismo y un afecto profundo e inquebrantable. Lentamente, vacilante, se inclina y le da un suabe beso en los labios vaginales. Ernesto suelta una carcajada.
—Vamos pequeña puta, puedes hacerlo mejor que eso. —Andrea con un suspiro tembloroso, comienza a lamer, su lengua vacilante al principio se va volviendo más segura con el paso de los segundos.
—Eso se ve mucho mejor putita. —Le dice Ernesto, revolviendo con una mano el cabello de Andrea que se esmera en cumplir con la orden. El sabor de la vagina de su madre pasa por su lengua e inunda su boca, el olor le tapa sus fosas nasales, y pese a tener eso en su mente no es eso lo que la abruma, es el hecho de hacerle sexo oral a su propia madre. En el colegio, había tenido alguna experiencia con sus amigas, de hecho no era la primera vez que chupaba una vagina, pero se sorprendía por lo rápido que había cedido ante un acto que no esperaba que pasara, en su mente se imaginaba otras cosas, pero no esto.
Ernesto sacó su verga de su pantalón y se masturbaba observando. Un golpe en la puerta desoriento de su tarea a Andrea.
—No te detengas putita. —Le dijo Ernesto con una sonrisa.
Con su verga al aire abrió la puerta otro hombre hablaba con él, Andrea no alcanzaba a escuchar, pero Lorena podía incluso ver que se trataba de uno de los socios de Ernesto, no recordaba su nombre pero si había tenido varios encuentros con él.
El hombre entró junto a Ernesto.
—Madre e hija, increíble Ernesto, las cosas que logras. —Decía aquel hombre. Juntos se acercaron hasta donde Andrea seguía entusiasta con la lengua incrustada en la vagina de su madre. El otro hombre también saco su verga por el cierre de su pantalón.
El reloj parecía haberse detenido, marcando una hora invisible que solo se medía en respiraciones contenidas. La habitación era cálida, los murmullos del otro lado de la puerta se habían disipado, y solo quedaban ellos cuatro. Ernesto hablaba, ordenaba con una voz suave pero firme, como quien da instrucciones en una ceremonia cuidadosamente planeada.
—Que hija tienes zorra, esta buenísima… sigue chupando princesa, disfruta esa vagina deliciosa
Andrea apenas lo escuchaba. Su mente era un torbellino, una maraña de ideas y sensaciones que se estrellaban unas contra otras: miedo, rabia, confusión… y una extraña serenidad. Como si, al cruzar esa puerta, algo dentro de ella se hubiera apagado para dejar actuar solo al cuerpo, como una armadura sin alma que se movía por deber.
“Esto no me define”, pensaba una y otra vez, como un rezo que apenas podía sostener. Intentaba lamer toda la vagina de su madre, mientras imaginaba la vida de silencios que ella había vivido durante tantos años. Intentaba no pensar en sus hermanos dormidos en casa, en Samuel, en Lucas. No pensar en ella misma.
Lorena, recostada, no apartaba la mirada de su hija. Su mandíbula temblaba levemente, aunque se esforzaba por mantener la compostura. Cada gesto, cada segundo que pasaba, era como una herida abierta que se ensanchaba más. Se culpaba por cada palabra no dicha, por cada oportunidad fallida, por cada noche en la que creyó estar protegiéndolos y solo sembraba más dolor.
Andrea cerró los ojos. Quería que el tiempo se moviera rápido, como si todo eso fuera una escena que pudiera pasarse en cámara rápida hasta llegar al final. Pero no era así. Allí, todo dolía lento.
Lorena no lo soportó más. Sus gemidos convertidos en susurros comenzaron a salir de su boca
—Mira como disfruta la zorra de su madre. —Decía Ernesto entre risas
Andrea abrió los ojos. Miró la vagina de su madre frente a ella, chorreante y abierta, su madre se había excitado con su boca. Y por un instante, solo uno, se sintió menos frágil.
No había redención en esa habitación. No había valentía gloriosa ni mártires con nombres heroicos. Solo había dos mujeres enfrentando una realidad demasiado áspera para su edad, para su historia, para su humanidad.
Pero estaban juntas. Aunque fuera en medio del abismo.
Continuara…
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