Transformación oral
De como mi fascinación por el sexo oral, sucio y húmedo, se convirtió en realidad.
Ya no aguantaba más.
La abracé fuerte, hundí mi cara en su cabello, y aceleré el ritmo, penetrándola duro y golpeando fuerte sus muslos, hasta que dije el usual “me vengo”, y bombeé mi semen al fondo de su vagina, cerca de la entrada de su útero.
-Qué rico – dije, muerto de calor y de cansancio.
-Sí, que rico, mi amor – dijo ella.
No habían pasado más de 15 minutos desde que habíamos comenzado a jugar bajo las sábanas, nos habíamos desnudado, y habíamos cogido como buen marido y mujer. Sin mucha pasión, no más de la necesaria, ya que rara vez probábamos cosas que fueran más allá de lo convencional. Nos limitábamos a las posiciones usuales (misionero, cowgirl), y lo más “hardcore” era lamernos mutuamente en posición 69. Esto era un punto particularmente sensible, porque tengo un fetiché muy fuerte con el sexo oral, y por más que intentaba que me hiciera una buena mamada sucia y “sloppy” (como está de moda en el porno actual), ella me la chupaba solo por encima, sin casi aplicar saliva, dándole “besitos” (como ella le llamaba). También, para hacerme un oral, yo tenía que estar completamente limpio, recién bañado, si no ni hablar. Estaba claro que el olor característico de una entrepierna (esa mezcla de sudor, orina y ano) le provocaba repulsión, por lo que si le pedía que me la chupara sin haberme duchado, solamente me besaba la punta de la polla y se retiraba excusándose. Si accedía a mamármela, las pocas veces que había intentado darle un poco más “rough” (cogiéndola de su cabeza y empujándola hacia mi), ella solía decir pasivamente “mejor no” y se retiraba un poco confundida. Y las pocas veces que llegaba a chupármela un largo rato, solía terminar abruptamente nada más sentir que yo ya iba a venirme, descartando cualquier posibilidad de que se tragara mi leche o le hiciera un facial.
Así, mi fantasía última y final hubiera sido ponerla de rodillas y que me la chupara largo y tendido, salivando profusamente hasta el punto que el piso se llenara de nuestros fluidos. Después, me giraría para que me lamiera el culo desde atrás, mientras me ordeñaba la verga a la vez que su nariz rosara mi ano. También me encantaría ponerla boca arriba y penetrarle su boca hasta el fondo, con mis testículos tapando sus ojos y con mi miembro sobresaliendo dentro de su angosta garganta. (La verdad es que no tengo un pene extremadamente grande, pero estoy seguro que si se diera la situación, le llenaría esa pequeña garganta sin ningún problema). Por supuesto, sus ojos se llenarían de lágrimas, y cualquier maquillaje que llevara puesto (máscara de ojos, o labial rojo) se le correría por toda la cara. Finalmente, después de violarle la boca duro y tendido, acabaría dentro de su laringe, con mi leche caliente siendo expulsada por su nariz.
Pero todo esto era solo eso: una fantasía. Tras esos 15 minutos de coito matrimonial, donde seguramente ella no alcanzó el orgasmo, me quité el condón y ella se limpió su vagina con un pañuelo.
-Tenemos que hacer más seguido esto – dijo, como siempre que hacíamos el amor tras semanas de abstinencia.
-Sí – dije con desgana.
Así era nuestro “hacer el amor” mensual. Sí, una vez al mes, como mucho. A veces cada dos. Y antes de eso, tras concebir a nuestra única hija en una noche de desenfreno y cachondeo extremo, habían pasado 2 años sin hacerlo. Lo cierto es que esa falta de sexo se debía a mi adicción al porno. De eso no había duda. Era obvio que si yo satisfacía mis necesidades con una paja cada 2 días, no iba tener las más mínimas intenciones de cogerme a mi mujer. Prefería mil veces una buena sesión “goon”, mirando porno 2-3 horas, a follármela. Añoraba en especial los días cuando trabajaba desde casa, donde podía hacerme al menos dos pajas durante la mañana.
Con todo esto, no quiero dar la imagen de que mi mujer no sea un mujerón. Con sus 40 años, Irene ha sabido mantenerse en forma, incluso tras el embarazo, y mucha gente le solía decir que aparentaba 35 o menos. Con su metro sesenta de altura, 51 kilos de peso, tiene muy buena proporción pecho-cintura-cadera (digamos, 70-70-80), y aunque el culo y la panza le han crecido un poco, no es obesa. De hecho, nunca ha tenido un culo esplendoroso, sino más bien caído y algo plano, pero grande y en forma de corazón. Nuca ha sido de hacer ejercicio, y eso se le nota algo en su flacidez, sin embargo, la manera en que le “cuelgan las carnes” es sensual. Así también, sus tetas son estándar (copa B), pero bastante redondas y nada caídas a pesar de haber hecho lactancia casi dos años. Finalmente, su cara es atractiva y peculiar: de ojos muy grandes (algo salidos), nariz puntiaguda, labios carnosos y dientes grandes, frente amplia, y cabello castaño ondulado. En cuanto a lo intelectual, es una mujer brillante, muy trabajadora, con su propio despacho de consultoría. En cuanto a lo familiar, es una excelente madre y esposa.
Y a pesar de eso, de tener a ese mujerón en casa, no supe ver lo que se venía.
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Todo comenzó con una reforma que necesitábamos hacer en casa para añadir un cobertizo exterior, a manera de bodega. Pasamos semanas enteras buscando a un buen albañil de confianza que hiciera un buen trabajo y que cobrara poco, hasta que nos recomendaron a Felipe. Él era un hombre de metro noventa de altura y al menos 110 (120?) kilos de peso que manifestaba en una barriga grande y colgante, acompañadas de unas piernas macizas como robles. De look rockero, sus jeans pegados siempre dejaban notar un miembro grueso y grande, totalmente contrario al estereotipo de hombre gordo/pene pequeño. Lo cierto es que tras conocerlo, hicimos click inmediatamente: entendió rápidamente lo que necesitábamos, nos dijo que nos cobraría menos de lo que pensábamos, y se puso manos a la obra el mismo día.
Avanzó bastante rápido en las obras, dejando el cobertizo casi terminado en 3 días (a falta del piso, que seguía siendo de tierra). Estábamos encantados con el trabajo… excepto nuestros vecinos. La razón era que las obras modificaron considerablemente la altura de un muro, y debido a ello, la luz dejó de entrar en una de sus ventanas. Intentamos convencerlos de que no era para tanto (disculpas incluidas), pero no hubo manera de hacerlos cambiar de opinión. Decidimos parar las obras, hasta que se calmara un poco el asunto, y dejamos el cobertizo en obra negra, sucio y lleno de polvo. Y fue entonces cuando empezaron a suceder cosas raras.
Lo primero fue una tarde que llegué de trabajar y noté que el piso, desde el cobertizo hasta el baño, estaba lleno de polvo. Fui a revisar si por algo habíamos dejado la puerta abierta (¿una corriente de aire, quizás?), pero estaba cerrada. La ducha parecía recién usada. Dentro del cobertizo, había huellas por todas partes, de pies descalzos, así como restos de líquidos semisecos de distintas densidades y tamaños (con un área bastante húmeda aún).
Hablé por teléfono con Irene, pero no sabía nada. Pensé: tal vez Felipe ha vuelto a trabajar, pero mi mujer me dijo que no, ya que le había pedido comenzar otros trabajos en su propio despacho. Fue entonces cuando pensé: los vecinos. De seguro nos están jugando una broma, o más allá, se han metido a robar. Sin embargo, no nos faltaba nada de valor.
Pasaron unos tres días, y no indagamos más. Pensamos que era algo único, raro, y punto final. Luego, un día que me disponía a hacer la lavadora semanal, encontré la ropa de mi mujer más sucia de lo normal: tres pantalones llenos de polvo, sobre todo a la altura de las rodillas, y tres de sus camisas con una mancha oscura, seca, desde el cuello hasta más o menos la altura de los pezones (de esas manchas que quedan cuando te viertes un vaso entero de leche encima). Desprendían un olor a rancio, como a saliva seca en la almohada. Al hablarlo con mi mujer, mostró la misma sorpresa que yo: no entendía cómo es que estaba así de sucia, ya que no había hecho nada fuera de lo normal. Sí, Felipe estaba laborando en su despacho y haciendo algo de polvo y suciedad, pero ella no era el albañil, sino él: esa ropa parecía ensuciada a propósito. Nos quedamos bastante confundidos, pero para mis adentros, estaba casi seguro que los vecinos tenían algo que ver. Sin más, decidí comprar una cámara espía e instalarla en el cobertizo, cubriendo en el ángulo de visión el cobertizo en sí, la ventana de los vecinos, y la puerta trasera a la casa. Una app, conectada a la cámara, me dejaría mirar en tiempo real cualquier cosa que pasara en las últimas 24 hrs.
Durante la semana que siguió, no volvimos a ver nada raro: nada de ropa sucia ni manchas sospechosas. Cada uno estuvimos en sus respectivas rutinas, sin más, y al llegar el viernes, decidí ir al despacho de mi mujer al medio día: solía hacerlo cada viernes (aunque hacía mucho tiempo que no lo hacía), y así podríamos ir a comer juntos y de paso mirar cómo iba Felipe con las obras de remodelación. Además, el domingo me iba de viaje de trabajo, y estaría un par de días fuera de la ciudad. Al llegar, toqué el timbre un par de veces, pero nadie abrió. Dentro, se oían lo que parecían susurros y pasos apresurados, pero el ruido de la calle se le confundía. Pensé que mi mujer estaría con un cliente ocupada, y esperé un poco. Tras unos 3 minutos, ella abrió la puerta, y con aire de disculpa, me dijo que pasara.
-Sorry, amor, no te habíamos escuchado.
-No pasa nada – dije naturalmente – me imaginé que estabas con algún cliente.
-No, no, aquí está Felipe – titubeó – está en el otro despacho pintando el último muro.
Había cierta tensión en el aire. Se le miraba agitada, con la vista un poco nublada, como si hubiera estado llorando. Preocupado, le pregunté:
-¿Todo bien?
-Sí, claro que sí… todo bien – dijo ella. Luego me dijo: deberías de haberme avisado que venías.
-Bueno, perdón, es viernes y pensé que podríamos…
-Sí, sí, es verdad, pero…. Bueno, no pasa nada, espérame que voy al baño.
Tomó dirección al baño. No pude evitar notar que traía una camisa diferente a la camisa de seda que llevaba puesta temprano por la mañana. Dejé mis cosas en el despacho principal, su lugar de trabajo, y fui a echarle un ojo al despacho que estaba en remodelación. Ahí estaba Felipe, pintando el muro de azul, sin camisa y con sus eternos pantalones ajustados. Estaba completamente sudado, con su barriga gigante y espalda peluda perlada por el sudor. Incluso sus pantalones estaban húmedos, a la altura de su polla, la cual (como siempre) se veía a través de la delgada tela roída por el uso. Se notaba claramente que el calor le acababa de provocar una erección, la cual no pude evitar mirar. El aire estaba cargado a olor rancio, a pesar de estar las ventanas abiertas. En una esquina del despacho, había tirado agua y no la había limpiado.
-Hey, Felipe, qué tal todo.
-Todo bien, jefe, aquí ya acabando – dijo, intentando tapar su miembro al darse cuenta que era bastante evidente.
-¡Ya veo! Solo falta este muro y terminas, ¿no?
-Así es, ya está todo. Eso, y limpiar un poco.
-Me alegro. Buen trabajo – dije, por no querer alargar más la conversación. El hombre, con todo y su amabilidad, me estaba causando un poco de asco, al verlo tan sucio y a medio vestir, y con mi mujer trabajando al lado. Estaba seguro que ella sentiría un poco lo mismo, siendo bastante quisquillosa con el aseo personal y los olores incómodos. Salí de ahí y fui al otro despacho, donde ya estaba mi mujer, un poco más tranquila y con mejor aire que hacía un rato.
Le comenté nada más la vi:
-¿Siempre trabaja ese hombre así sin camisa? Un poco desagradable, ¿no crees?
-Bueno, sí, si hace calor, cada quien hace lo que puede.
-Ya, pero, me parece un poco exceso de confianza – dije algo molesto.
-¿Pero a ti qué más te da?
-OK! Solo decía… en fin. Mientras acabe de limpiar bien.
-Seguro que sí lo hará. Ya me aseguro yo de ello.
Después de ese encontronazo, estuvimos cada quien en lo suyo, ella terminando sus pendientes, yo en el teléfono. Revisé el registro de la cámara del cobertizo, y al menos en la mañana, no había pasado nada fuera de lo usual. En un movimiento tonto, se me escapó de las manos y cayó debajo del escritorio. Me agaché para recogerlo, y fue entonces cuando noté que sus medias de nylon estaban algo manchadas de color azul, a la altura de las rodillas. Volví a sentarme. Había un silencio incómodo. Noté que en la esquina del despacho, un poco mal cubierta por la cortina, estaba la camisa de seda que llevaba por la mañana.
-Te has cambiado de camisa – le dije.
Y sin dejar de mirar al ordenador, Irene me dijo:
-Sí: me eché el café encima sin querer.
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Tomé el avión el domingo por la mañana. Salí bastante entusiasmado, esperando con ansia los tres días que me quedaban por delante: como mínimo, tendría las noches del domingo y lunes para morbosear a gusto y echarme una buenas pajas, mirando ese porno sucio que tanto me encantaba (incluso, quizás, me masturbaría con esas fotos de algunas familiares, sobrinitas incluidas, que me ponen tan cerdo). Al llegar al hotel, me puse cómodo, y cerveza en mano, me puse a revisar la app de la cámara escondida. Sabía que ese día Felipe iría a casa a terminar, de una vez por todas, los detalles del cobertizo, mientras Irene dejaba a mi hija con sus abuelos y se iba a su clase de yoga matutina. Cuando encendí la app, ahí estaba Felipe, limando el concreto de los muros. De pronto, vi que sacaba del cesto de la ropa sucia unas bragas de mi mujer (¡no puede ser!) para luego olerlas largo y tendido, mientras se bajaba el pantalón y comenzaba a masturbarse. ¡El muy cabrón! ¡Todo tenía sentido ahora! El cerdo era quien iba a mi casa y hacía lo que quería, usando la ropa de mi mujer como juguete sexual. Después de recuperarme del shock inicial, naturalmente me puse duro como flecha, mirando cómo esnifaba las bragas (que las suele dejar bastante sucias, la verdad sea dicha), a la vez que su miembro tomaba proporciones gigantescas. Yo empecé a masturbarme, en sincronización con Felipe. La cabeza me daba vueltas, pero no podía dejar de mirar la pantalla.
Acto siguiente, me llegó un whats de Irene. “Te amo”, decía. No habría terminado de leer el mensaje cuando vi una sombra menuda, en leggings y top deportivo, aparecer en la parte izquierda de la escena en la pantalla: una sombra que, sin ningún preámbulo, entró al cobertizo y se puso de rodillas. Entonces, Felipe cogió con fuerza la pequeña cabeza y, con su polla completamente erecta, le penetró la garganta hasta el fondo. Tras unos segundos que parecieron minutos, un ruido de arcadas llenó el ambiente, a las que les siguió un torrente de saliva y vomito.
-Échate en el piso boca arriba, pedazo de puta – dijo él con su voz grave.
-Sí – respondió la sombra con voz rasposa – quiero olerte todo.
Entonces, entre polvo y fluidos, Felipe se sentó con todo su peso en la cara de Irene, tapándole los ojos con sus testículos. Por un instante, Felipe se volteó, miró hacia la cámara, y me sonrió, con su cara transformada por el morbo.
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