Último capítulo de Nina, secuestro y emputecimiento de una nena: Venta y liberación
El Jefe se va a Buenos Aires a atender negocios y deja que el Mayordomo finiquite el empaquetamiento y traslado de Nina hasta el barco de su nuevo dueño árabe. Pero una muerte inesperada cambia todas las circunstancias y acelera el final.
Cuando desperté, el Jefe ya no estaba ahí. Nunca sabré qué habrá pensado, hecho o dicho la última vez que contempló a su dulce amada durmiendo el sueño de las víctimas con sus violadores. Pero me había dejado órdenes precisas para las siguientes horas.
Ante todo, anestesiar a Nina para prolongar lo necesario su sueño. En segundo lugar, despertar a los cuatro tortolitos de la Habitación Principal del Aguantadero, echar a los tres crápulas, encerrar a la cubanita en su amplio y coqueto altillo y aplicarle (despierta) las medicinas que tanto la hacían odiarme (no me privaba de manosearla morbosamente en cada revisión médica o aplicación de crema reparadora). En tercer lugar, reacondicionar la Habitación 1 para que volviera a ser la de Nina en su mejor versión: colchoneta y jergón nuevos, TV gigantesca, bici fija, mesa y silla de tijera, dos toallones, un cepillo y un tubo de dentífrico nuevos, el lavabo y la letrina destellando de higiene, etc. En cuarto lugar, aplicar las medicinas necesarias para recauchutar los magullados huecos de la nena. Finalmente, depositarla en la Habitación 1 y dejarla despertarse y vivir un día normal, sin hambre ni sed ni Gotexc.
Mientras tanto, el Jefe tenía que viajar raudamente a la Capital por negocios, como hacía todo el tiempo. Volvería, también en helicóptero, al día siguiente, pero tenía previstas otras ocupaciones. Ya no vería a Nina en las horas que quedaban antes de que la llevara al barco.
Entonces, yo tendría que dormirla profundamente, llevarla en auto a campo traviesa hasta una avioneta al lado de un rancho en un terreno llano entre sierras, ir en avioneta hasta un aero-puerto clandestino cerca de Mar del Plata, subirme a un hidroavión con mi amada y aún dormida carga y depositarla en manos de los vicarios de su nuevo dueño, en un barco a cincuenta kilómetros de la costa. Pensaba salir a las quince, como tarde, del Aguantadero, así que ni puse la alarma.
Me despertó cerca de las ocho y media la insistencia de mi teléfono celular (una extravagancia en esa época). Cuando atendí, el Salva, sin salir todavía de su estupor, me contó ‘Se mató el Jefe cuando volvía en helicóptero’.
Intercambiamos algunas palabras de ocasión, los dos groggys: éramos los que más debíamos temer la desaparición física del Jefe. Yo era el monje negro, el estratega, el ejecutor de sus maniobras más sigilosas y arteras; casi no tenía contacto con los otros jerarcas de su banda (nadie en el pueblo me conocía de nombre) y los demás prácticamente no me conocían, me odiaban y me temían. Salva era el favorito nuevo; más joven y astuto que el Cani y el Uru (dos verdaderos animales), era cordialmente odiado por ellos. El Cani y el Uru eran los hombres de confianza de más larga data del Jefe, los que tenían casi tantos contactos como él en sus redes locales y mediatas: iban a hacer todo lo posible para eliminarnos del juego.
Mis redes, las que me hacían verdaderamente invaluable para el Jefe, las que jamás conocieron ni sospecharon el Cani y el Uru, eran mucho más mediatas y amplias que las de ellos o del Jefe; mi problema, desde siempre, no eran las redes sino el territorio.
En ese tiempo (mediados de los 90), Internet era un universo aparte y muy desregulado. Enseguida, me comuniqué impunemente con el Jeque para contarle la noticia y ver si podía sostener el acuerdo (de compraventa de Nina) pero con un nuevo beneficiario (o sea yo), con la posibilidad de añadir a último momento, por un millón más, a Gema (cuyo video con el Cani, el Uru y Salva, editado en mi día de descanso, le adjunté), y con el pedido de salir del país junto a la carga rumbo a tierras más seguras tras la muerte del Jefe y laburar directamente para él, lo cual incluía una droga inventada por mí para excitar a cualquier ser mamífero hembra o macho y mantenerlo así durante horas. El Jeque tardó más en advertir el mensaje que en responder a todo que sí.
Entretanto, yo me había pegado una ducha, desayunado, preparado el desayuno para las dos nenas, bajado el desayuno de Nina (triple dosis de Gotexc) con la charola y subido con el desayuno de Gema (cuádruple dosis de Gotexc) por su correspondiente servicio hasta el altillo. Las observé desayunar desde los monitores de la Habitación 2 y después me fui a ultimar detalles para el viaje que haríamos los tres a la tade.
Después de un par de horas, subí hasta el Altillo. Gema se sorprendió al verme, y se asustó al ver mi expresión. Me fui sacando el cinto y empezó sola a correr por toda la pieza, dando grititos antes de que empezara a azotarla sin piedad. Le seguí pegando por toda la espalda, las piernas, las caderas y los brazos hasta que se cansó de correr. Cuando cayó, hecha un ovillo y temblando de horror, en un rincón, le seguí dando hasta que se quedó sin aire y dejó de aullar.
Le levanté el top que aprisionaba sus tetotas de nena y se lo anudé alrededor de la boca y la nariz. Se dejó hacer, exhausta y temblando. La levanté de los pelos y la arrastré hasta la cama; ahí la agarré con la otra mano de la concha y la arrojé boca abajo sobre su suntuosa cama de dos plazas y media. Me arrojé sobre ella, rodeé su cuello con un brazo, tironeé la atadura del top en su nuca con la mano libre y le empecé a coger la conchita. Después de un rato de ahorcarla así intermitentemente, le tapé la naricita con mis dedotes y la seguí cogiendo mientras gozaba sintiendo cómo se iba aflojando hasta desvanecerse.
La amordazada se espabiló bastante cuando sintió la punta de mi chota en su ano sonrosado, y se sacudió, rogando ‘No. Por el culo no’.
Le dije, en tono didáctico, ‘Te voy a enseñar un tip para que te quedes bien flojita y te entre bien en el orto’, y le pegué dos puñetazos ‘paralíticos’ en sus cuádriceps. A continuación le escupí el ojete y volví a arrojarme sobre ella. La ensarté y empecé a clavársela en el orto.
Tras llenarle el culo de leche, sin salirme de encima y de adentro de ella, le susurré ‘El Jefe quedó muy decepcionado por tu desempeño el otro día con los muchachos. Esperaba más de vos y ya no te quiere ver más. Desde ahora me pertenecés’. Aún estremeciéndose de dolor, torció la boca en un gesto de llanto, y sus bellos ojos verdes volvieron a mojarse.
La esposé con las manos atrás y la llevé medio a la rastra, semidesnuda y chorreando leche por sus muslos, hasta el sótano. Abrí la Habitación 1 y entré a empellones a la mulatita. Nina, recién despierta y duchada, se quedó cortada en mitad de su lectura viendo cómo, tras saludarla con mi ‘Diosita’ de siempre, senté a Gema en la sillita, en el medio de la Habitación 1, mirando esposada hacia la colchoneta, enganché las esposas a una soga colgada en el techo, que dejé tensa, y até fuertemente sus tobillos con trapos a las patas delanteras de la sillita de tijera (que abuloné al piso).
De inmediato, me di vuelta y alcé en vilo a Nina, la aferré con mis dos manotas del pequeño culazo y me fui a arrojar sobre la colchoneta con ella debajo. Me puse a chuponearla y a manosearla toda; enseguida llegué a su ranura, que estaba húmeda ya.
Inteligentísima como siempre, Nina preguntó ‘¿El Jefe nos prestó a las dos? Raro’.
‘El Jefe está en sus cosas. Me pidió que las mantenga vareadas’, inventé mientras me internaba entre sus muslos para empezar a lamer su manjar.
De inmediato empezó a retorcerse y a jadear. Enseguida exclamó (las manitos tironeándose el cabello, crispada de placer) ‘¡Qué bien me chupás!’. Eso me estimuló a multiplicar mis artes linguales hasta llevarla a un serpenteante e inacabable paroxismo. Cuando me encaramé entre sus piernas para ensartarla, todavía gemía como una cachorrita por el placer que acababa de arrancarle. En cuanto intenté hollar su conchita con mi manzana, dio un respingo.
‘¡Ah! ¡Me partís con esa chota!’, exclamó confianzuda y cómicamente dolorida la nínfula.
Enamorado (¿quizá engañado por mi enamoramiento?), comprendí que me tenía confianza y que algo en mí le gustaba y le calentaba mucho; seguramente mi vigor, mi físico y mi tamaño. En ese contexto, la pija, tan grande, era un inconveniente: ella quería que yo la cogiera, pero el problema es que no le entraba. Según el video que miré por arriba antes de salir, Gema abría los ojos, no los despegaba de nuestro jugueteo, y cada vez movía las rodillitas más espasmódicamente.
No tenía mucho tiempo. Contra mi costumbre, me desentendí del placer de Nina y la ensarté rudamente mientras la aferraba de la cinturita con las dos manos. La nena abrió la boca y los ojos y se sacudió, desesperada. Le tapé la boca con una mano y empecé a cogerla, angustiado: era mi ultimísima vez con Nina. Después de un rato, le abrí al máximo las rodillitas para ensartarla más; a la segunda vez que rogó ‘Por favor, sacamelá, me duele mucho’ le di dos sopapos, al derecho y al revés, para dejarla aturdida.
Entonces le puse las dos rodillitas juntas, de costado, y la penetré en esa posición. La levantaba a pijazos, literalmente. Nina ya no se quejaba; gemía, pero no gozaba; sólo se dejaba coger y esperaba que su amo de turno terminara de desfogarse en ella. Era una tristeza como de última desilusión: yo también la maltrataba.
Pero en ese momento, yo no estaba para contemplaciones, sino para duelos: quizá sería la última vez que podría cogérmela. Además tenía que prepararlas para sacarlas, lo más rápido posible, en avioneta hacia el aero-puerto en donde me subiría a un hidroavión que me llevaría hasta el barco del Jeque. Prefería subirme lo antes posible al hidroavión cualquier cosa ir despacito y esperar en mar abierto; temía emboscadas en el último instante.
Se la saqué a Nina y la llevé a trompicones a arrodillarse con la carita entre las piernas de la maniatada Gema. Le ordené ‘Chupásela bien’. Las dos pusieron cara de horror, pero la adiestrada Nina obedeció de inmediato; nunca había chupado concha, pero se la había mamado a un doberman motu proprio e innumerables veces: esto no era lo peor que le hubiera pasado.
Enseguida, conocedora de cada recoveco del placer femenino, Nina dejó de lamer los labios mayores y se concentró en succionar el clítoris rosado. Entonces, cuando Gema ya no pudo contener los gemidos, levanté de las caderas a Nina y la ensarté así, con las patitas en el aire. Nina se sostuvo de las poderosas piernas de Gema, pero ya no pudo chuparla sutilmente con los pijazos. Sólo se aferró a los muslos de Gema y succionó el clítoris con capuchón y todo hasta que el torrencial squirt de la mulata la atragantó. En ese momento, le solté toda la leche adentro de la conchita; Nina respondió acabando y chorreándome un poco las bolas con su módico squirt. Finalmente, me tambaleé, con ella aún abotonada, y me derrumbé sobre la colchoneta.
Cuando pude recuperarme del orgasmo, me levanté y fui a buscar cloroformo y un trapo a la Habitación 2. Volví y las dos nenas ya estaban hablándose. Según atestiguan los videos que alcancé a ver distraídamente mientras terminaba de armar todo el operativo, les alcanzó para resumirse mutuamente sus historias: una, secuestrada en su pueblo natal y sometida a emputecimiento durante casi un año; la otra, vendida por su familia para que la desvirgara un turista con plata y la terminara comprando para tenerla de esclava sexual.
Rápidamente, sin una palabra, me arrodillé al lado de Nina y le puse el trapo humedecido alrededor de su cara indiferente hasta que se desvaneció. Luego me puse de pie y le hice lo mismo a la asustada y maniatada Gema, que se sacudió un poco antes de desmayarse.
Eran las 12.30. Tenía que morfar algo, anestesiar profundamente a las dos nenas, ponerles sus camisones blancos, casi transparentes, sin ropa interior ni corpiño, meterlas en sus jaulas, subirlas al jeep, asegurar las jaulas, llevarlas hasta la avioneta, llegar hasta el puerto privado cercano a Mar del Plata, subirme al hidroavión y navegar cincuenta kilómetros mar adentro hasta encontrar a partir de las 16 horas, en el sitio prefijado, la embarcación que nos llevaría al Golfo Pérsico.
Pensaba llegar lo antes posible e incluso esperar el barco en mar abierto, con el hidroavión a la deriva, de ser necesario. El comisario era un cumpa del Jefe, y también del Uru y del Cani, pero a mí casi no me conocía; los dos habían visto a Nina y, si bien nadie les había aclarado quién era y estaba con una máscara, la edad y los ojos correspondían demasiado con una búsqueda demasiado famosa en la ciudad: no les costaría nada mandarme al frente con el comisario y agarrarme con dos pendejas encima para culparme por todo y librarse así de mí. En su cabeza pequeña no entraba un mundo más grande que el que conocían: sólo por eso podían pensar que su pequeño imperio podía interesarme.
Como lo temía, cuando me dirigía al rancho a cuya vera estaba la avioneta que me llevaría a Mar del Plata, de lejos noté gente y cambié de rumbo, siempre a campo traviesa. Como a los diez minutos advertí que me perseguían; ayudado por mi vehículo adaptado a la sinuosa geografía de la zona, los perdí un par de veces. Pero cuando oí el sonido de un helicóptero acercándose, supe que estaba entregado y que resistirme iba a ser en vano.
Ni siquiera llegué a la cinta asfáltica, para intentar llegar de cualquier modo, incluso tarde, a Mar del Plata. Detuve el auto entre dos sierras y los esperé. Asistí impasible al rigoreo verbal y físico de los milicos al verte mansito y detenerte, a la extracción de las nenas completamente anestesiadas. Mientras me subían, esposado con las muñecas atrás, a un patrullero, alcancé a mirar por última vez a Nina: dormía hecha un ovillo en un sencillo camisón blanco tipo hospital, ajena al ajetreo que la rodeaba, todavía adentro de la jaula (el cerrojo se abría con una clave).
Durante años, pensé que el Cani y el Uru me habían entregado. Pero con el tiempo supe que la verdad era mucho más interesante (desde el punto de vista humano y ‘literario’). En realidad, quien me entregó fue el Jefe.
El Jefe era muy cumpa, como he dicho, del comisario del pueblo. Compartieron decenas de festicholas de putas y merca. Según me contó un milico que laburaba muy cerca del comisario y que después cayó preso ‘por trabajos paralelos’, el Jefe le había entregado al comisario una carpeta sellada que el comisario guardaba en su caja fuerte; no debía abrirla nunca, salvo que le pasara algo.
En cuanto se enteró de la muerte del Jefe, el comisario corrió a su oficina a leer la carpeta sellada. Allí, entre diversas observaciones, constaba la ubicación geográfica exacta de Nina Sáez, secuestrada y desaparecida a sus doce años, y todos los datos necesarios para atraparme y atribuirme la culpabilidad del hecho.
A partir de allí, se manipuló la causa judicial para que jamás nombrasen al Jefe ni en el expediente ni, menos que menos, en la prensa. Nadie, al menos en público, fue capaz de relacionar los dos hechos (la desaparición física del Jefe y la reaparición física de Nina). Leal incluso post mortem, me negué a desmentirlos; en silencio, me deslicé hasta esta mazmorra en la que añoro mis días de libertad, observando a Nina desde todos los ángulos a toda hora del día.
Alguien se preguntará ¿y los videos, las decenas de videos del Jefe cogiéndose y torturando a Nina? Todo ese archivo ‘se perdió’. Incluso se ‘perdieron’, secuestrados en el Aguantadero, la mayoría de mis cuadernos de anotaciones. Los únicos videos que el expediente judicial incluyó eran los pocos en los que aparecía yo cogiéndola o torturándola. De los demás quedarán copias en las colecciones privadas de un puñado de plutócratas del resto del mundo, entre los cuales Nina es un ser mitológico sobre el que (me consta) circulan las más dispares leyendas; en algunas de ellas, su seguro servidor logra huir hacia el Golfo Pérsico (o, en otra versión, hacia Tailandia) y desaparecer los dos para siempre con su musa.
No le guardo rencor al Jefe por su última agachada. Conociéndolo, entiendo que no fue una maniobra artera hacia mí, sino un acto de amor hacia ella. El póstumo acto de su amor monstruoso y sádico por Nina. Creo que pensó: ‘Si alguna vez ya no es mía, que sea feliz’. Y supo que si yo, de alguna manera, quedaba libre, iba a intentar recuperarla y me la iba a llevar muy lejos a cogérmela impunemente por el resto de nuestras vidas. Tenía toda la razón: es lo que haré si algún día salgo de este agujero.
FIN
Buen relato aún que el final deja mucho, no sé por que lo atrapan, y las niñas, más nina, acaso ella si se volvió puta por el mayordomo, ella se había ido con el? Literal mucho potencial fue dejado de lado, aún es bueno no metire
Muchas gracias por el comentario, me re sirve la devolución!
Sí, el final es descolorido porque estuve casi un año con la historia y quería terminarla para empezar con otra cosa. Está escrito sin inspiración y a los palazos; de hecho todo el final desde que entra Gema debería ser reescrito con más paciencia e inspiración. Es agotador tener un plan de escritura y no llegar nunca al final 😛
Incluso empecé a publicar los primeros capítulos antes de terminarla y algunos capítulos cambiaron o fueron reemplazados por otros enfoques. Alguna vez publicaré la novela en menos entregas y en la versión ‘final’.
Sobre las incógnitas que te genera el final, algunas cosas se explican en la segunda novela de Nina (que recién estoy escribiendo), así que hay un poco de gancho, y otras (por qué lo atrapan) están en el texto: al Mayordomo lo atrapan porque el Jefe lo entrega al comisario para salvar a Nina.