Un café pretencioso con demasiadas plantas
Era un café que se tomaba a sí mismo con demasiada seriedad. Eso lo sabía cualquiera que hubiera entrado más de una vez —o incluso una— y advirtiera que las plantas parecían haber sido seleccionadas por alguien que aspiraba secretamente a dirigir un jardín botánico. .
Era un café que se tomaba a sí mismo con demasiada seriedad. Eso lo sabía cualquiera que hubiera entrado más de una vez —o incluso una— y advirtiera que las plantas parecían haber sido seleccionadas por alguien que aspiraba secretamente a dirigir un jardín botánico. Todo era verde, excesivo y levemente hostil, como si las hojas quisieran recordarle al visitante que no estaba lo suficientemente hidratado ni espiritualizado para pertenecer allí.
Lucía estaba sentada junto a la ventana, rodeada por una monstera que parecía juzgarla abiertamente. Sostenía su taza con ambas manos, no porque tuviera frío, sino porque necesitaba algo que hacer con los dedos; las primeras citas la ponían nerviosa de una manera completamente absurda para una mujer que, en teoría, ya había superado la edad en la que se podía sentir nervios sin vergüenza.
Aún así, allí estaba. Nerviosa, intentando no parecerlo.
Cuando Mario llegó, lo hizo con la confianza de un hombre que se cree invencible. Llevaba una camisa que quería ser casual pero no lo lograba del todo, y un aire de suficiencia que se instaló en la mesa antes que él. Le sonrió a Lucía con una seguridad indiscriminada, como si la sonrisa estuviera dirigida al universo entero y no a ella en particular.
—Disculpa la demora —dijo, sin sonar realmente arrepentido.
Lucía asentó, con una amabilidad pulida que aprendió hace años y que usaba como escudo emocional desde entonces.
Al principio hablaron del clima, del café, de la absurda cantidad de plantas. Todo iba relativamente bien. Nada que hiciera presagiar tragedias, ni épicas ni mínimas.
Hasta que llegó el tema de la pizza.
—La gente que critica la pizza con piña —comenzó Mario, acomodándose en la silla como si fuera a dictar una conferencia— es incapaz de comprender el profundo simbolismo de romper con las normas gastronómicas. La pizza con piña es un acto político.
Lucía parpadeó. Solo una vez. El rostro impasible, cuidadosamente impasible.
—Pensé que podía ser un gusto personal —dijo, con la suavidad precisa, esa que no invita a la pelea pero deja abierta la puerta del sarcasmo.
Mario la miró como quien contempla a un alumno particularmente ingenuo.
—Nada es solo personal —replicó, tajante—. El paladar es ideología.
Había en su voz una pasión excesiva, del tipo que se reserva para las grandes causas humanas. Él parecía convencido de estar defendiendo la última frontera de la libertad.
Lucía respiró hondo, disimuladamente. Había una parte de sí —tímida pero presente— que quería reírse; otra, cansada, que quería huir; y otra más, menos dócil, que quería enfrentarlo solo para ver hasta dónde llegaba aquella absurda cruzada culinaria.
Pero había aprendido a no dejar salir ninguna de esas partes demasiado pronto. Las emociones descontroladas eran peligrosas, sobre todo cuando se manifestaban en espacios públicos y con extraños que creían tener razón en todo.
Así que sonrió. Una sonrisa tan contenida que casi no tuvo expresión.
—Interesante —murmuró, mientras la monstera detrás de ella inclinaba una hoja como si también estuviera opinando—. No imaginé que la piña podía generar debates filosóficos.
Pero Mario no detectó la ironía, o decidió ignorarla.
—La fruta tropical es subversiva —sentenció, con la solemnidad de un intelectual en crisis—. La pizza se vuelve un manifiesto.
Lucía volvió a parpadear. Dos veces esta vez.
—Claro.
Él siguió hablando. Sobre gastronomía, sobre rebeldía, sobre cómo la tradición necesitaba ser cuestionada en cada bocado. Había en su discurso algo admirable, en cierto sentido: un ego elevado a la categoría de deporte extremo.
Mientras él se extendía en monólogo, Lucía pensó —con una lucidez casi dolorosa— que quizás, solo quizás, la adultez era esto: sentarse frente a un desconocido demasiado convencido de sí mismo, con una taza demasiado caliente entre las manos y la clara sensación de que algo en tu vida ha tomado un giro cómico sin consultarte.
Lucía no supo exactamente en qué momento aceptó prolongar la cita. Tal vez fue cuando Mario, al terminar su disertación sobre la naturaleza revolucionaria de la piña, mencionó casualmente: “¿Tomamos algo más? Conozco un lugar cerca”.
Quizá ella dijo sí por cortesía.
O quizá estaba demasiado cansada para inventar una excusa convincente.
El caso es que se levantó, tomó su abrigo y lo siguió.
El bar estaba a dos calles del café, escondido entre una tienda de vinos caros y una peluquería que prometía “transformaciones espirituales capilares”. Desde afuera parecía cerrado, pero Mario aseguró —con esa misma seguridad inflexible que había mostrado al defender la fruta tropical— que era parte de su encanto.
Dentro, la iluminación era tan tenue que Lucía sintió la tentación de preguntar si había un apagón parcial. Las mesas estaban iluminadas por velas diminutas que apenas se atrevían a existir, como si también ellas fueran tímidas. Era un lugar que aspiraba a ser íntimo, pero lograba más bien parecer un escondite emocional para gente que llevaba demasiado tiempo sin enfrentar sus sentimientos.
Mario se sentó frente a ella, no sin antes hacer un gesto exagerado hacia la silla, como si estuviera inaugurando una ceremonia.
—Este es mi sitio favorito —dijo, con un tono que sugería que esperaba que el universo le otorgara una medalla por ello.
Lucía intentó sonreír, pero la sonrisa se quedó a medio camino, atrapada entre la cortesía y el cansancio. Se acomodó el cabello detrás de la oreja, un gesto automático, quizás un recordatorio inconsciente de que aún debía parecer una persona mínimamente encantadora.
El mesero llegó sin hacer ruido.
—Dos negronis —ordenó Mario, sin consultar.
Lucía parpadeó.
Un parpadeo lento, reflexivo, como quien se pregunta si todavía puede salvar la tarde sin necesidad de una huida dramática.
La bebida llegó.
Y junto con ella, un silencio apenas incómodo.
—¿Y tú? —preguntó Mario, repentinamente interesado—. ¿Crees en los signos del zodiaco?
Lucía tomó un sorbo antes de responder. No por sed: era un sorbo táctico. El tipo de sorbo que una persona da cuando necesita ganar algunos segundos para calcular el nivel de locura aceptable en una conversación.
—No especialmente —respondió.
Mario frunció el ceño como si le hubiera confesado que no creía en la electricidad.
—Es que yo sí —dijo con orgullo—. Yo, por ejemplo, soy Capricornio ascendente Leo. Eso explica mucho de mi intensidad.
Lucía lo observó fijamente.
Era sorprendente la tranquilidad con la que él afirmaba cosas así, como si fueran hechos científicos indiscutibles.
Ella pensó que la intensidad quizá se explicaba mejor por otras razones, pero decidió no mencionarlo.
—¿Y tú? —insistió él, inclinándose hacia adelante—. ¿Qué eres?
—Eh… Lucía —respondió ella, con una compostura tan delicada que casi parecía elegancia.
Mario rió, encantado de su propio sentido del humor inexistente.
—No, no. Tu signo. Dame tu fecha de nacimiento.
Ella la dijo. Él sacó el móvil, tecleó con una concentración casi mística, y luego asintió.
—Cuadra. Claro que cuadra. Tienes una luna muy trabajada —dictaminó, como si fuese un médico dando un diagnóstico.
Lucía pensó que su luna —sea lo que fuere— estaba más cansada que trabajada. Pero lo dejó pasar. A veces, la vida adulta consistía en dejar pasar cosas que una versión más joven de ti misma habría discutido con energía innecesaria.
Mario seguía hablando. Sobre energías, cargas cósmicas, la compatibilidad entre Capricornio ascendente Leo y su signo..
Lucía lo escuchaba con la dignidad de alguien que ya está dentro del barco y prefiere remar antes que saltar al mar.
En un momento, él tomó su mano.
No con sutileza, no con ternura; más bien con convicción, como quien cree que está actuando guiado por las estrellas.
—Siento una conexión muy fuerte contigo —declaró.
La mano de Lucía permaneció quieta.
Impecablemente quieta.
Las emociones reprimidas eran un arte que había cultivado con esmero.
—Qué interesante —murmuró.
Y, sorprendentemente, lo era.
Interesante en un sentido antropológico.
Interesante como observar un incendio pequeño lo suficientemente lejos para no quemarte.
A su alrededor, el bar continuaba envuelto en su penumbra cómplice. Parejas murmuraban secretos que probablemente olvidarían por la mañana. La música suave pretendía ser romántica, pero era más melancólica que otra cosa, como si alguien hubiera compuesto todas las notas en un día particularmente gris.
Lucía miró su copa y pensó, no sin ironía, que tal vez crecer significaba precisamente esto: sobrevivir cenas que una parte de ti ya sabe que no debieron prolongarse, mantener la compostura frente a pasiones ridículas y egos inflados, y aun así guardar un extraño optimismo, una fe discreta en que la próxima conversación podría ser mejor.
“Podría ser”, pensó.
Aunque no necesariamente hoy.
Fue entonces cuando, inesperadamente —quizá por un ligero mareo, quizá por la saturación emocional acumulada, quizá por la obstinada necesidad humana de existir con voz propia—, Lucía levantó la mirada.
No para interrumpir: para hablar.
Un gesto delicado, apenas un movimiento de la mandíbula, pero suficientemente claro como para que Mario, por primera vez desde que se habían conocido, dejara de hablar a medio argumento astrológico.
La pausa lo desconcertó.
Lucía acomodó la copa frente a sí, con una precaución casi ceremoniosa.
Respiró.
Y habló.
Su voz no era elevada ni dramática. Era tranquila, como quien anuncia algo que lleva demasiado tiempo almacenado.
—Nací en 1996 —comenzó, sin prólogo ni justificación—. Lo digo porque es importante para lo que voy a decir. Fui educada para ser… sumisa, supongo. Aunque nadie me usó esa palabra exactamente. —Hizo una pausa, buscando precisión—. Digamos que me educaron para ser agradable. Para no molestar. Para sonreír mucho. Para no interrumpir.
Mario parpadeó, directamente confundido.
La tenue luz hacía que sus ojos parecieran más pequeños, casi prudentes.
Lucía apoyó los codos sobre la mesa —algo que su familia habría considerado un acto de falta de delicadeza— y continuó:
—Me enseñaron que el mundo pertenece a los que hablan fuerte. —Esbozó una sonrisa mínima, sin alegría, solo constatación—. Y que yo debía hablar bajo. Ser suave. Ser comprensiva. Ser “una señorita”, lo que quiera que eso signifique.
Y cuando no lo era, cuando tenía rabias o ambiciones o ideas demasiado grandes, me decían que no “hiciera dramas”. O que “no exagerara”. La palabra “tranquila” me siguió toda la adolescencia como un perro bien entrenado.
Los dedos de Lucía se entrelazaron sin darse cuenta.
Una tensión antigua, reconocible.
—Y aun así, aquí estoy —dijo—. A mis veintiocho años escuchando discursos sobre la naturaleza política de la piña y el destino escrito en las estrellas, sin interrumpir, sin protestar, sin decir que estoy cansada. Cansada de quedarme callada, sobre todo.
Porque me acostumbré a dejar que la gente hablara hasta vaciarse.
Y yo… —buscó las palabras— yo me quedé tan llena de lo que no dije que a veces siento que voy a desbordarme.
Mario abrió la boca, quizá para ofrecer una observación astrológica o una reflexión genérica, pero ella levantó un dedo, con suavidad pero firmeza.
—Déjame terminar —pidió.
Y él obedeció.
Era imposible no hacerlo: Lucía, que casi siempre parecía hecha de contención, brillaba con una claridad inesperada.
—No es que yo sea pasiva —continuó ella, casi pensativa—. Es que crecí en un mundo donde a las mujeres “bien educadas” se les medía por su capacidad de aguantar. Y lo hice. Aguanté. Mucho. Demasiado.
Pero he llegado a una edad en la que ya no quiero aguantar tanto. Ni escuchar tanto. Ni quedarme tan pequeña en conversaciones que no me dejan espacio.
Soltó una risa breve, elegante y amarga:
—Supongo que estoy aprendiendo a ocupar sitio. A decir “basta”. A decir “quiero hablar ahora”. Aunque todavía me tiemblen un poco las manos cuando lo hago.
Las suyas temblaban, apenas. Pero era un temblor hermoso, el temblor del comienzo de algo.
—Yo también tengo cosas que decir —concluyó, mirándolo de frente—. Y aunque no hablen de pizzas ni del desalineamiento de Marte, son igual de importantes.
El silencio que siguió no fue incómodo.
Fue… nuevo.
Mario, sorprendentemente, no se apresuró a llenarlo. Tomó aire, y por primera vez dejó caer la postura del hombre que siempre tiene algo interesante que decir.
—Todo tiene sus inicios —dijo por fin, con una voz más baja que antes, más verdadera—. Yo… soy hijo de una madre soltera.
Lucía, que esperaba quizá un comentario defensivo, levantó las cejas.
Era un gesto pequeño, pero lleno de atención.
—¿Sí? —preguntó, suavemente.
Mario asintió.
—Sí. Y tengo una hermana dos años mayor que yo. Somos muy unidos. Siempre estuvimos juntos.
La seriedad en su voz era nueva. No impostada.
Lucía se inclinó un poco hacia adelante. Algo en ella —ese instinto antiguo de escuchar lo que nunca se dice en voz alta— se activó.
—¿Y tu mamá trabaja en…? —dejó la pregunta abierta, sin presionar.
—Es enfermera graduada —respondió Mario—. Siempre lo fue.
(Pausa.)
Mi papá… bueno, él le dejó un apartamento. En una zona… digamos, algo marginal.
Lucía notó que evitaba la palabra pobre, como si no quisiera manchar la conversación con realidades demasiado concretas.
—¿Se fue cuando tú eras pequeño? —preguntó, casi en un susurro.
Mario movió la cabeza de un lado a otro, indeciso entre el sí y el no.
—No fue una sola vez —dijo al fin—. Fue… de a poco. Se iba y volvía. Cada vez más tiempo fuera. Hasta que ya no volvió más.
(Bebe un sorbo, pequeño.)
Y yo creo que mi mamá sabía desde el principio que no volvería, pero no nos lo dijo. No quería que lo odiáramos.
Había una tristeza contenida en su forma de hablar, como si cada palabra hubiera sido almacenada en un estante alto y ahora, por fin, estuviera bajándola con cuidado.
Lucía lo observó con una atención limpia, sin juicio.
Era distinto a como lo había escuchado hasta ahora.
No era el hombre de la pizza política ni de los horóscopos tajantes.
Era otro Mario: más frágil, más humano.
—¿Y ella trabajaba mucho? —preguntó Lucía, guiada por una intuición suave.
—Muchísimo —respondió él—. Turnos dobles, triples. No había nadie más.
Mi hermana y yo… crecimos solos, en realidad.
Mi mamá salía antes de que amaneciera y volvía cuando ya estábamos dormidos.
Mario dejó la frase suspendida, como si acabara de escucharla por primera vez.
—¿Desde que eran niños? —preguntó Lucía, con una delicadeza que no era pena, sino respeto.
—Desde siempre —repitió él, sin drama, solo constatación—. Mi hermana me cuidaba. Y yo a ella.
El bar pareció detenerse un instante.
O quizá fue la atención de Lucía que, tan intensa como silenciosa, volvió el aire denso.
—¿Y tu papá? —se atrevió por fin a preguntar—. ¿Por qué no volvió?
Mario tragó saliva.
Se miró las manos.
Las giró.
Las cerró.
—Porque tenía otra vida —dijo, sin adornos—. Otra familia.
Y… según mi mamá, no sabía cómo sostener dos.
Así que eligió la otra.
Lucía bajó la mirada apenas, como si aquello requería un gesto de recogimiento.
—Debió ser duro —dijo.
Mario se encogió de hombros, pero fue un gesto débil, casi transparente.
—Supongo —respondió—. Pero uno se acostumbra.
(Pausa larga.)
Lo difícil no era que él no estuviera.
Lo difícil era que mi mamá tampoco podía estar.
Había un temblor muy leve en sus palabras, algo que él mismo parecía no haber notado.
Lucía lo miró entonces con esa mezcla de firmeza y ternura que solo aparece en quienes empiezan a romper su silencio interior.
—Es mucho para un niño —dijo.
Mario levantó la vista. La tenue luz del bar le iluminó apenas el contorno del rostro, y por primera vez desde que la noche había comenzado, no parecía un hombre convencido de sí mismo, sino un hombre sorprendido de verse tan claro.
—Sí —admitió—. Creo que sí.
Un instante después, bajó la mirada y sonrió.
No una sonrisa seductora, ni segura, ni irónica.
Una sonrisa pequeña.
Infantil, casi.
—Gracias por… escuchar —murmuró.
Lucía apoyó una mano sobre la mesa. No lo tocó. No hacía falta.
—Tú también me escuchaste —dijo—. Por primera vez en toda la noche.
Y Mario rió, breve, suave, como si entendiera la broma y el reproche y la verdad al mismo tiempo.
Salieron del bar con esa calma incierta que solo existe cuando la conversación ha alcanzado un punto del que ya no se puede volver, pero tampoco avanzar con facilidad.
La calle estaba tibia, como si la ciudad —en un raro gesto de amabilidad— hubiera decidido no entrometerse demasiado.
Las luces anaranjadas de los postes trazaban sombras suaves; el aire olía a pan viejo y a humedad; y los pasos de ambos resonaban con el eco de una complicidad recién descubierta.
Mario caminaba medio paso adelante, no por arrogancia sino por hábito; Lucía lo seguía, con las manos en los bolsillos, sintiendo todavía la vibración de su propio monólogo en el pecho.
Era extraño. Reconfortante.
Y también un poquito peligroso.
—Hubo una vez… —dijo de pronto Mario, como si la memoria lo hubiera tirado del brazo—. Una vez en que mi mamá nos llevó a una fiesta de cumpleaños. El hijo de una amiga de ella. Uno de esos cumpleaños ruidosos, de apartamento pequeño, con música granulada y mucha gente que habla demasiado fuerte.
Lucía lo miró con genuino interés.
—¿Y?
—Y… bueno. Mi mamá se encontró con su pareja de turno. Nunca supe cómo se llamaba el tipo. Solo recuerdo que a él le gustaba tomar. Y bailar. Y que ella, cuando él estaba, se volvía más… ligera. Más distraída.
—¿Y ustedes? —preguntó Lucía.
—Mi hermana y yo… —rió suavemente, una risa de adulto recordando una torpeza infantil—. Terminamos jugando con otros niños. Más… maduros. O quizá solo más acostumbrados a ese tipo de fiestas. Había un juego.
—¿Cuál?
Mario la miró por primera vez desde que salieron del bar.
Sus ojos tenían un brillo extraño: mezcla de vergüenza, nostalgia y un poco de picardía involuntaria.
—La botellita. ¿Lo conoces?
Lucía soltó una carcajada corta, incrédula.
—¿La botellita? Claro que lo conozco.
—Bueno. —Mario bajó la mirada, pero su sonrisa era sincera—. Ahí estaba yo. Con siete años. Sentado en un círculo con niños que sabían demasiado del mundo.
—¿Demasiado cómo?
—Demasiado como para decirte frases que yo ni entendía. Mi hermana se divertía, claro. Ella siempre fue más rápida que yo. Pero yo… yo solo giraba la botella esperando que no me tocara ninguna niña muy intimidante.
Lucía rió, pero sin burla.
—¿Y te tocó?
—Sí —dijo él, resignado y divertido—. Me tocó. Y terminé dando un beso torpe, rápido, en la mejilla, y después me escondí detrás de mi hermana lo que quedó de la tarde.
—Qué valiente.
—Terriblemente valiente —se burló él de sí mismo—. Y todo eso mientras mi mamá bailaba con su pareja nueva como si no existiera nadie más.
Lucía guardó silencio un instante.
No era lástima lo que sentía.
Era otra cosa.
Algo más complejo, más adulto, más… peligroso: un entendimiento profundo, casi dulce, del niño que él había sido y del hombre algo desordenado que tenía enfrente.
—Supongo que todos empezamos así —murmuró ella—. Aprendiendo a que la vida pasa aunque los adultos no miren.
—Sí —asintió Mario—. Y a veces pasa demasiado rápido.
Siguieron caminando.
La ciudad parecía haber decidido acompañarlos, sin intervenir, sin juzgar.
Un auto pasó despacio, una ventana se cerró en algún edificio, una risa perdida subió desde una esquina.
La caminata fue menguando sin que ninguno lo dijera.
Esa clase de desaceleración sutil que ocurre cuando los dos saben —aunque no lo admitan— que la noche está llegando a su última pausa.
La esquina apareció frente a ellos como un pequeño escenario iluminado por un farol cansado: la luz tenue, casi amarillenta, dibujaba sobre el pavimento una intimidad que no habían pedido, pero que ahora parecía inevitable.
Se detuvieron un poco antes de llegar al cruce.
No fue una decisión consciente; fue más bien un acuerdo silencioso, un “espera, todavía no” que ambos entendieron sin pronunciar.
Mario se quedó quieto.
Ella también.
El aire entre los dos parecía haber adquirido peso.
Él inhaló, miró al suelo primero —como si buscara allí el valor que nunca encuentra uno en la propia boca— y luego, lentamente, al cielo.
El cielo nocturno estaba puntillado de estrellas, demasiado generoso para una ciudad como esa; pero él lo miró como quien busca consejo en un viejo amigo.
—¿Sabes? —dijo al fin, sin mirarla aún—. Con la botellita… con ese juego… las cosas cambiaron más rápido de lo que yo quería.
Lucía sintió la curiosidad empujarle una ceja hacia arriba, pero guardó silencio.
Era un silencio cómodo, casi expectante.
—Primero fue la mejilla —continuó él—. Siempre la mejilla. El beso seguro, inocente, el que no compromete a nadie.
Hizo un gesto con la mano, como si todavía pudiera señalar el lugar exacto donde ese niño de siete años había recibido un beso que lo había dejado paralizado.
—Pero después… —su voz se volvió más baja, más lenta—, después empezaron a equivocarse de dirección.
Una risa suave, casi tímida, se escapó de sus labios.
—No sé si las niñas lo hacían a propósito o si yo era demasiado torpe para esquivarlas… pero los besos empezaron a quedarse muy cerca.
Se llevó un dedo al propio labio, apenas rozándolo.
—Muy cerca —repitió, como si esa cercanía siguiera sorprendiéndolo décadas después.
Lucía no apartó la mirada.
Era como verlo caminar descalzo sobre una memoria delicada.
—Y yo… —Mario se encogió un poco de hombros, como si confesara algo que lo incomodaba—. Yo no sabía qué hacer.
Bajó la vista al suelo. Un punto invisible entre sus zapatos.
—Miraba a todos lados. El piso, las paredes, las estrellas, cualquier cosa que no fueran esos ojos enormes que parecían saber más que yo.
Una pausa.
Un aire que se sostenía apenas.
—Supongo que… —prosiguió—, supongo que desde entonces tengo esa costumbre. Cuando algo se acerca demasiado, cuando siento que hay… no sé… un borde… miro a cualquier parte menos a donde debería mirar.
Lucía apretó los labios, suavemente.
No era difícil entenderlo.
No ahora.
No después de esa noche.
Él levantó la vista hacia el cielo otra vez, como si las estrellas pudieran salvarlo de la vulnerabilidad recién expuesta.
—No sé por qué te cuento esto —admitió.
—Yo sí lo sé —dijo Lucía, muy bajito, casi como un soplo.
—¿Ah, sí? —preguntó él, sin atreverse todavía a girar la cabeza.
—Sí —respondió ella—. Porque a veces hablar es la única manera de no huir.
El silencio después no fue incómodo.
Fue algo distinto: un espacio suspendido, casi delicado, donde las palabras ya no alcanzaban y donde cualquier movimiento —el más pequeño— podía inclinar la noche hacia un lado u otro.
Lucía dio un paso mínimo hacia él.
Lo justo para que la distancia dejara de ser una excusa.
Mario, todavía con la mirada clavada en el punto impreciso donde se unen la sombra y el pavimento, exhaló como si llevara años reteniendo aire.
Y entonces, sin previo aviso, sin coreografía, sin valentía declarada, giró el rostro hacia ella.
No la buscó.
Simplemente dejó de evitarla.
Eso bastó.
El beso ocurrió de manera natural, casi inevitable.
Sin dramatismos, sin urgencia, sin esa torpeza nerviosa que él había confesado minutos antes.
Fue un beso breve, honesto, sorprendentemente suave, como si ambos estuvieran comprobando una sospecha antigua.
Lucía sintió un pequeño estremecimiento que no tuvo nada que ver con el frío.
Mario, por primera vez en toda la noche, no desvió la mirada.
La sostuvo.
La sostuvo como si por fin hubiera decidido quedarse en el lugar exacto que lo intimidaba.
—Yo… —comenzó él, con la voz entrecortada por todo lo que no sabía cómo decir.
Pero no continuó la frase.
No hizo falta.
La despedida que debería haber llegado —ese “bueno, entonces nos vemos”, ese gesto tímido de separarse— quedó suspendida en el aire, olvidada, irrelevante.
Lo próximo que dijo fue otra cosa.
Algo mucho más simple.
Y mucho más definitivo.
—Acompáñame a mi casa.
Fue suave.
Una orden.
No una súplica.
Solo una invitación sincera, nacida del impulso de no romper ese hilo recién formado.
Lucía no dudó.
Ni un segundo.
—Está bien —respondió, y su propia voz la sorprendió por lo firme.
Y justo entonces —solo por un instante, un destello fugaz, casi una sombra de pensamiento— recordó la educación que había recibido, esa voz antigua e incómoda que le había enseñado a decir que sí sin cuestionar, a seguir sin reclamar, a asentir sin pensarlo demasiado.
Caminaron en silencio, pero el silencio había cambiado. Ya no era un espacio a llenar, sino un acuerdo. Un pacto. El sonido de sus zapatos sobre el pavimento era el único diálogo necesario. Mario no intentó más monólogos y Lucía no sintió la necesidad de interrogar. Simplemente caminaron, dos extraños que de repente se conocían mejor que muchos viejos amigos.
Su edificio era antiguo, con una puerta de madera pesada y un ascensor que olía a cera y a tiempo. Subieron en ese compartimento estrecho, tan cerca que Lucía podía sentir el calor que emanaba de él, un calor que no tenía nada que ver con la temperatura de la habitación y todo con la electricidad que flotaba entre sus cuerpos. Se miraron en el espejo distorsionado del ascensor, no como dos personas que se observan, sino como dos cómplices que reconocen una misma verdad reflejada.
El apartamento era exactamente lo que ella esperaba que no fuera. No era el nido de un soltero pretencioso ni el caos de un adolescente eterno. Era ordenado, casi minimalista. Libros apilados con cuidado, una planta que no parecía juzgar a nadie, y un sofá de cuero oscuro que parecía haber escuchado muchas historias. Olía a él, a limpio y a algo más, a madera y a la noche misma.
Cerró la puerta y el ruido de la ciudad desapareció por completo.
Se quedaron de pie en el centro de la sala. No había música. No había luces tenues, solo la lámpara de mesa que dejaba todo en un suave y dorado penumbra. El silencio era tan denso que Lucía podía oír su propia sangre pulsando en las sienes.
Mario no dijo nada. Simplemente la miró, y esa vez su mirada no buscaba las estrellas ni el suelo. Estaba anclada en ella. Levantó una mano, lentamente, como si temiera asustar a un pájaro, y le rozó la mejilla con el dorso de los dedos. La piel de Lucía se erizó, una onda de calor que recorrió todo su cuerpo desde ese único punto de contacto.
—Ya no estoy mirando a otro lado —murmuró él, y su voz era un trueno suave en el silencio.
Ella no respondió con palabras. Simplemente inclinó la cabeza hacia su mano, un gesto animal, de entrega y de confianza. Y entonces él se inclinó y la besó.
Este beso no fue como el de la calle. Este beso tenía hambre. Tenía la urgencia de todas las palabras no dichas, de todos los silencios aguantados. Sus labios se encontraron y fue como encender una cerilla en una habitación oscura. La boca de Mario era firme, exigente, y Lucía le devolvió la presión con la misma intensidad, con una ferocidad que la sorprendió a sí misma. Ya no era la mujer que contenía, la que sonreía por cortesía. Era la mujer que desbordaba.
Una de sus manos se enredó en el pelo de Mario, tirando suavemente para acercarlo más, para que no quedara ni un milímetro de aire entre ellos. La otra mano de él descendió por su espalda, trazando la curva de su cintura hasta posarse firme en su cadera, atrayéndola contra él. Lucía sintió la dureza de su erección a través de la tela de los pantalones, y el conocimiento de ese deseo la inundó de un poder que nunca antes había sentido. No era un arma, era una llave.
El beso se profundizó, se volvió húmedo, salvaje. Sus lenguas se encontraron, danzaron, se exploraron con una curiosidad desesperada. Era un beso que decía «te he visto», «también estoy roto», «arreglémosnos juntos».
Se separaron para respirar, sus frentes apoyadas la una en la otra, jadeando en el silencio dorado.
—Lucía —susurró él, y su nombre sonó como una plegaria y una promesa.
Ella tomó su mano y lo guio hacia el sofá. Se sentó, tirándolo hacia sí para que se quedara de pie frente a ella. Con movimientos lentos, deliberados, desabrochó los botones de su camisa, esa camisa que había querido ser casual y no lo era. Se la abrió, revelando el torso de Mario, el vello que descendía de su pecho hacia su abdomen. Lucía posó las palmas de sus manos sobre su piel, sintiendo el latido de su corazón bajo sus dedos. Era un ritmo rápido, tan acelerado como el suyo.
Levantó la vista y lo miró a los ojos mientras se inclinaba y besaba su piel. Probó el sabor de él, salado y limpio. Dejó un rastro de besos abiertos por su esternón, bajando hasta el borde de sus pantalones. Mario emitía un sonido ronco, un gemido contenido en la parte de atrás de su garganta, y sus manos se posaron en los hombros de ella, apretando con suavidad.
Lucía se detuvo, y con una sonrisa que era pura confianza, desabrochó el cinturón y la cremallera de sus pantalones. Se los bajó, dejando que él se deshiciera de ellos. Ahora estaba frente a ella, semidesnudo, vulnerable y poderoso a la vez. Su miembro estaba erecto, palpitando, y la simple visión de su deseo por ella hizo que un calor intenso se apoderara del entrepierna de Lucía, humedeciéndola, preparándola.
Se levantó y, frente a frente, se despojó de su propia ropa. Dejó caer su blusa, el sujetador que la contenía, la falda que la cubría. Se quedó ante él, desnuda, bajo la luz tibia. No hubo vergüenza. No hubo duda. Solo la aceptación de su propio cuerpo, de su propio deseo, como un acto final de liberación.
Mario la miró con un asombro reverente. No dijo nada, pero sus ojos lo dijeron todo. Tomó su mano y la llevó a su dormitorio.
La habitación era más oscura, solo la luz de la calle se filtraba por la ventana. Se tendieron en la cama, y el contacto de sus cuerpos desnudos fue como una descarga eléctrica. La piel de Mario contra la suya, áspera y suave a la vez. Sus manos la recorrían, explorando cada curva, cada hueco, como un cartógrafo que descubre un nuevo continente. Le besó los pechos, tomando un pezón entre sus labios y lamiéndolo hasta que Lucía arqueó la espalda, solitando un gemido que no pudo contener.
Una de sus manos descendió por su vientre, deslizándose entre sus muslos hasta encontrar el calor húmedo que la esperaba. Mario la acarició con una pericia que la dejó sin aliento, sus dedos encontraron su clítoris y comenzaron a frotarlo en círculos lentos, cada vez más rápidos, mientras sus labios devoraban los suyos. Lucía sintió que la presión se acumulaba en su interior, una ola creciente que la arrastraba hacia un precipicio delicioso.
—No pares —susurró contra su boca.
Y él no lo hizo. Pero cambió el ritmo. Los dedos que la habían llevado al borde del abismo se detuvieron, no para retirarse, sino para sostenerla allí, en ese punto de suspensión electrizante. Rompió el beso, y la ausencia de su boca fue un shock que se convirtió en una anticipación febril. La miró a los ojos, un oscuro pacto sellado en la penumbra, y luego, con una lentitud que era a la vez tortura y promesa, comenzó a descender.
Su boca dejó un rastro húmedo y cálido por su piel: la barbilla, el hueco de su cuello, la clavícula que se erizó bajo su lengua. Cada beso era una declaración, una posesión que no buscaba dominar, sino rendirse. Mientras bajaba, una de sus manos seguía firmemente entre sus muslos, sus dedos descansando dentro de ella, un ancla placentera que la mantenía anclada a la realidad mientras su mente se perdía en la sensación.
Lucía sintió su aliento cálido sobre su vientre, y luego la áspera caricia de su barba incipiente en el interior de sus muslos. El gemido que escapó de sus labios fue animal, primitivo. Abrió las piernas más, una invitación sin palabras, una entrega total. Mario entendió. Siempre entendió.
Y entonces, su lengua la encontró.
El primer contacto fue una descarga eléctrica que recorrió toda su columna vertebral. No fue tímido, no fue exploratorio. Fue directo, preciso, hambriento. La lamió de arriba abajo, una larga y pausada pasada que la dejó sin aire, y luego se centró en su clítoris, ahora hiper sensible y pulsante. Usó la punta de la lengua para trazar círculos cada vez más estrechos, presionando justo donde ella necesitaba que lo hiciera, mientras sus labios succionaban con un ritmo que la volvía loca.
Los dedos de Mario dentro de ella comenzaron a moverse de nuevo, en el tiempo perfecto con su boca. Adentro, una curva experta que masajeaba ese punto rugoso y oculto que hacía que sus piernas temblaran sin control. Afuera, el baile implacable de su lengua, que alternaba entre círculos rápidos y lametazos largos y profundos.
Lucía se olvidó de quién era. Se olvidó de su nombre, de su educación, de sus miedos. Solo existía esa boca, esa lengua, esos dedos que la desarmaban y la volvían a construir pieceza por pieza. Sus manos se enredaron en el pelo de él, no para guiarlo, sino para aferrarse a la única cosa real en un universo de placer cegador. Sus caderas comenzaron a moverse solas, una ondulación instintiva que buscaba más, siempre más, empujándose contra su boca, rogando sin palabras que no se detuviera jamás.
Mario sintió su urgencia y respondió con una ferocidad que la sorprendió. Aumentó la velocidad, la presión. Su lengua era un torbellino, sus dedos, un martilleo rítmico que la empujaba hacia el borde. Lucía sintió cómo la tensión se acumulaba en sus muslos, en su vientre, una corriente imparable que crecía y crecía hasta que fue demasiado grande para contener.
El orgasmo la golpeó como una ola monumental. No fue un clímax, fue una explosión. Un grito ronco y desgarrador se escapó de su garganta mientras su cuerpo se arqueaba en un arco imposible, sus espasmos internos contrayéndose violentamente alrededor de los dedos de él que aún la trabajaban sin piedad. Fue largo, interminable, una serie de olas que la sacudían una y otra vez, dejándola jadeante, bañada en sudor, completamente deshecha.
Cuando por fin se desplomó sobre la cama, temblando y sin aliento, él no se movió de inmediato. Siguió besándola suavemente, lamíendola con una ternura que era casi tan abrumadora como el orgasmo mismo, recogiendo el néctar de su placer como si fuera el manjar más preciado.
Lentamente, se deslizó de nuevo hacia arriba, su cuerpo deslizándose sobre el suyo, y la besó. Lucía se besó a sí misma en sus labios, probando su propio sabor salado y dulce, y el acto íntimo y salvaje la encendió de nuevo. Su cuerpo, agotado y satisfecho, ya ansiaba más.
Miró sus ojos, brillantes en la oscuridad, y vio en ellos el reflejo de su propia liberación. Sin una palabra, con una fuerza que no sabía que poseía, lo empujó suavemente para que quedara tumbado de espaldas. Se incorporó, una diosa triumphante en la penumbra, y descendió sobre él, lista para devorar.
Lo miró desde arriba, y el poder que sintió no era arrogancia, era pura, cruda y deliciosa certeza. El hombre que se había creído invencible, el niño que había escondido su miedo mirando a las estrellas, estaba ahora debajo de ella, completamente entregado, su respiración agitada, su piel ardiendo. Y ella, Lucía, la mujer educada para ser pequeña, era la que lo tenía a su merced.
Se inclinó, pero no para besarlo en la boca. Se deslizó hacia abajo, su cabello cayendo como una cortina sobre su piel, y tomó su erección en su mano. Estaba caliente, pulsante, increíblemente duro. Lo miró un instante, una obra de arte viva hecha solo para ella, y luego, sin dudarlo, lo llevó a sus labios.
El primer sonido de Mario fue un suspiro ronco, un «ah» cortado que sonó como rendición total. Lucía no fue delicada. No iba a serlo. Lo tomó con su boca, hundiéndolo hasta que lo sintió en el fondo de su garganta, usando su lengua para envolverlo, para explorar cada centímetro de su longitud. Lo hizo lento al principio, saboreándolo, demostrándole que estaba a su completo control. Su mano trabajaba en la base, sincronizada con el movimiento de su cabeza, un ritmo hipnótico que lo dejó sin aliento.
Pero la lentitud era solo el prólogo. Pronto, su hambre tomó el control. Aumentó el ritmo, moviendo la cabeza arriba y abajo con una ferocidad creciente, sus labios apretados, su lengua una espiral de placer. Mario comenzó a mover las caderas, un impulso involuntario que la excitó aún más. Lo tomó con más fuerza, aspirándolo, devorándolo, y los gemidos de él se volvieron más altos, más desesperados.
Ella quería verlo perderse. Quería ser la causa de su descontrol. Con su otra mano, le masajeó los testículos, una presión suave que lo hizo gritar su nombre. «Lucía». El sonido de su nombre en su boca, roto por el placer, fue el detonante final.
Con un movimiento rápido y fluido, se montó sobre él. Se posicionó sobre su erección, la hendidura húmeda y ardiente de su sexo rozando la punta. Se quedó así un segundo, un instante de tortura gloriosa, mirándolo a los ojos. Él la suplicaba con la mirada, un hombre que ya no quería mirar a otro lado.
Y entonces se dejó caer.
La penetración fue tan profunda y tan completa que ambos soltaron un gemido al unísono. Se quedó inmóvil, adaptándose a su tamaño, sintiéndolo latir dentro de ella, una parte de él ahora era parte de ella. Luego, comenzó a moverse.
No fue un baile. Fue una toma de posesión. Un movimiento circular con las caderas que lo frotaba en el lugar perfecto, una ondulación que lo hacía entrar y salir de ella con una lentitud devastadora. Mario agarró sus caderas, sus dedos hundidos en su carne, intentando guiar el ritmo, pero ella era la que mandaba. Se inclinó hacia atrás, cambiando el ángulo, y el nuevo roce la hizo ver estrellas.
El ritmo se aceleró, volviéndose salvaje, primitivo. El sonido de sus cuerpos chocando, los jadeos, los gemidos, el olor a sexo y sudor llenaban la habitación. Lucía se sentía omnipotente, una fuerza de la naturaleza desatada sobre él. Cada embestión era una respuesta a cada silencio impuesto, cada grito era la ruptura de cada cadena.
Sintió el segundo orgasmo aproximarse, esta vez diferente, más profundo, compartido. Vio el rostro de Mario contorsionarse en un éxtasis doloroso y supo que estaba al límite. Se inclinó hacia adelante, sus pechos rozando su pecho, y le susurró al oído:
—Mírame. Mírame mientras te corres.
Él abrió los ojos, y en ese instante, el mundo se hizo añicos. El orgasmo de Mario fue un torrente que la llenó, un calor explosivo que disparó el suyo. Lucía gritó, un sonido de pura victoria y liberación, mientras su cuerpo se contraía alrededor de él en espasmos violentos, arrancándole hasta la última gota de placer.
Se desplomaron sobre la cama, un enredo de piernas y sudor, con el corazón desbocado y los pulmones ardiendo. Durante largos minutos, solo existió el sonido de su respiración, intentando recuperar el mundo que habían perdido.
Mario fue el primero en moverse. La rodeó con un brazo, atrayéndola hacia sí, y la besó. No fue un beso de pasión, fue un beso de agradecimiento, de reconocimiento.
—No sé qué decir —murmuró contra su pelo.
Lucía sonrió, una sonrisa genuina, cansada y feliz. Se giró para quedarse boca arriba junto a él, mirando el techo como si acabara de descubrir un nuevo universo.
—Entonces no digas nada —dijo, y su voz era tranquila, serena—. Por primera vez en mucho tiempo, no hay nada que deba ser dicho.
Cerraron los ojos. En el silencio de la habitación, con el peso del uno sobre el otro, dos almas rotas habían encontrado, no una solución, pero sí un descanso. Y por esa noche, era más que suficiente.



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