Un profesor, una alumna y un colegio católico
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Xander_racer2014.
Soy profesor de literatura en la secundaria.
Todo comenzó en 2003, en un colegio católico donde yo desempeñaba mi tarea docente.
Como todo profesor, mi fantasía número uno era tener sexo con alguna de mis alumnas, sobre todo con alguna de esas que con quince años están completamente divinas.
Claro que los juicios sociales obligan a actuar con rigurosa discreción.
En mi país la ley determina que con al menos quince años cumplidos, cualquier persona mentalmente sana está en edad de consentir una relación sexual, sin importar la edad de la otra persona, siempre que no haya dinero ni compensación alguna de por medio, lo cual sería prostitución.
Eso sí es ilegal.
Pero si la chica quiere con un hombre mayor y todo es de común acuerdo, no hay delito.
Aun así, la sociedad es muy conservadora y se resiste a que un hombre maduro posea a una adolescente.
En especial en las esferas religiosas y como les dije antes, todo esto sucedió en un colegio católico.
Para salvar la identidad de mi alumna omitiré su nombre real.
La llamaré Cecilia.
Digamos que no era la más hermosa del colegio, pero estaba al menos entre las diez mejores.
De piel blanca, no demasiado pálida, rubia clara de cabello largo y lacio, ojos marrones, rostro agradable, como de 1,75 de altura, algún kilo de más en la región abdominal, muy buenos pechos, buena cola y su mejor rasgo físico eran sus piernas largas y esbeltas con muslos carnosos, rodillas delicadas y pantorrillas bien formadas.
Cursaba tercer año de secundaria y tenía quince años recién cumplidos, lo cual la habilitaba a consentir sexo, que era lo que a mí más me interesaba de ella, por no decir lo único.
Yo nunca me había insinuado a una alumna, por temor al lío que se podía armar si alguna autoridad del colegio lo notaba.
Pero cuando no había nadie a la vista no podía evitar observarlas, en especial a las mejor desarrolladas.
Ellas sabían que estaban buenas y en ocasiones les gustaba coquetear con los profesores, pues sabían que un profesor se tenía que aguantar.
En cambio con sus compañeros, no eran tan osadas.
Un muchacho de su misma edad no tendría inhibiciones.
De manera que más de una vez tuve que mantener cordura frente a alguna de esas perritas que confiaban en que yo no reaccionaría.
En el caso de Cecilia, a pesar que me gustaba, era la última que se me hubiera ocurrido abordar.
Es que ella era del tipo tímida… hasta introvertida.
Incluso con sus compañeros.
Tenía un par de amigas con quienes andaba para todos lados y fuera de ellas no se daba con nadie.
Un día, al final de la clase, yo estaba devolviendo tareas domiciliarias que me habían entregado antes.
Luego del timbre de salida, me disponía a retirarme.
Ya casi todos habían salido del aula, excepto Cecilia y sus amigas y dos o tres rezagados por ahí.
Al pasar junto a ella le señalé que había hecho un buen trabajo, excepto por un par de correcciones que le marqué en rojo.
Nada del otro mundo.
Solo un par de metáforas mal entendidas y nada más.
Con toda frialdad me contestó: “No se preocupe, profesor.
Es que yo soy estúpida”.
Me quedé atónito ante esa respuesta y creo, por la expresión en el rostro de sus amigas, que ellas también se sorprendieron.
Es decir, nadie excepto ella entendió su respuesta.
Se dio un diálogo más o menos así:
– ¿Qué quieres decir con que eres estúpida?
– Eso… que soy estúpida.
– No digas eso.
Tú no eres ninguna estúpida.
– Sí… soy estúpida…
Las amigas de Cecilia la miraban con total asombro.
Yo las miraba a ellas y se encogían de hombros como diciéndome que no tenían idea de qué le pasaba.
– A ver Cecilia… todos cometemos errores a veces y nos sentimos mal por eso, pero no significa que seamos estúpidos.
– Pero yo sí… soy estúpida.
– ¿Por qué te sientes estúpida?
– Porque sé que soy estúpida.
Hice un breve silencio tratando de pensar algo que decirle.
Sus amigas miraban hacia abajo como evitando que les preguntara a ellas.
– Cecilia… ¿quieres hablar de esto conmigo o con alguien más? ¿Quieres que llame a la preceptora o a alguna profesora?
– No, profesor… prefiero no hablar con nadie.
Nadie me entiende…
– Está bien… respeto tu silencio, pero por experiencia déjame decirte que sea lo que sea que te esté pasando, no vale la pena que estés mal o que te menosprecies.
Seguro lo superarás.
Tímidamente bajó su mirada y balbuceó un gracias.
Cuando salía del salón volví mi mirada hacia ella y vi que sus amigas intentaban animarla, pero sin éxito.
Se veía triste.
No al punto de romper en lágrimas, pero un tanto deprimida.
Mi obligación habría sido reportar el hecho a las autoridades del colegio, pero algo en mí me decía que me convenía reflexionar para tratar de entender lo que pasaba.
Recordé algo que me había dicho la preceptora a principios del año lectivo, cuando los profesores somos informados de ciertos detalles a tener en cuenta sobre cada alumno en particular.
Cecilia venía atravesando por una situación que muchas veces resulta traumática: el divorcio de sus padres.
Peor aún, su padre emigró a Estados Unidos y eso aniquiló su figura paterna.
Su madre trabaja todo el día y apenas la ve unos pocos minutos y al ser hija única, fuera del colegio pasa mucho tiempo sola.
Entonces comencé a plantearme la siguiente situación:
– Un bombonazo de chica.
– Sin padre y necesitada de una figura masculina.
– Se siente sola y estúpida.
– Con edad de consentimiento sexual.
– Se traga todos sus problemas por no tener con quien hablar.
Conclusión: Si logro convertirme en el único con quien ella hable, le hago lo que quiero.
Más claro imposible.
Desde ese momento mi único objetivo importante era ganarme su confianza y entonces mi fantasía de cogerme a una de mis alumnas, se haría realidad.
Claro que el plan debía ejecutarse con máxima discreción.
Al mismo tiempo la situación demandaba una rápida acción, ya que la depresión que había mostrado la hacía sumamente vulnerable y esas oportunidades no se pueden dejar pasar.
Recordé que una vez la había visto esperando el colectivo a unas seis calles del colegio, sola.
Es decir, nadie más va para ese lado.
Como yo andaba en coche, podía llegar antes que ella, de modo que al final de la jornada, salí presuroso hacia ese lugar.
Al llegar me estacioné a prudente distancia y cuando la vi llegar, antes que el semáforo la habilitara a cruzar la calle, lentamente avancé en mi coche, de modo que cuando ella llegaba a la parada del bus, yo bajaba del auto unos metros más atrás, para no obstaculizar la parada.
Ella me vio y me siguió con su mirada.
Yo evitaba el contacto visual, aunque de reojo la seguía atentamente.
Compré cigarrillos en el kiosco y volteé hacia ella, mirándola fijamente.
Tímidamente me saludó y yo le hice una seña con mi mano indicándole que viniera hacia mí.
Sin decir palabra obedeció y como había un par de personas más que estaban cerca le susurré al oído que me acompañara a mi coche, que tenía que decirle algo importante.
Nuevamente obedeció en silencio y caminamos juntos hasta el vehículo.
Le abrí la puerta, entró y yo di la vuelta para ingresar por el lado del conductor.
Finalmente ahí estaba ella, en mi auto justo a mi lado.
Se sentó ladeada hacia mí.
Se veía hermosa.
Su falda corta del uniforme me permitía el espectáculo de esas piernas que yo adoraba.
Su cabello rubio brillaba como iluminando aún más la blanca piel de su rostro de niña bonita.
Su camisa blanca ajustada ayudaba a destacar la prominencia de sus pechos exquisitamente desarrollados, pero lo que más me llamaba la atención era su actitud.
Silenciosa, obediente, pero ya no tan tímida.
No miraba hacia abajo.
Me miraba directo a los ojos, como manifestando sumo interés en lo que yo iba a decirle.
Esto no lo esperaba, así que reflexioné un momento y le dije:
– Lo que tengo para decirte es muy importante, pero podría extenderse un poco.
¿Tienes apuro? ¿Debes llegar a alguna hora señalada?
– No -respondió con seguridad- En casa no hay nadie y a mi madre no le importa dónde estoy o con quién…
– En ese caso te invitaré a almorzar.
Conozco un lugar muy lindo y tranquilo donde podremos hablar y luego, si lo deseas te puedo llevar a tu casa.
– De acuerdo – dijo – y se acomodó mirando hacia adelante, como si fuera algo que había estado esperando.
Comencé la marcha mirando hacia delante obviamente, pero de cuando en cuando, mi visión periférica me permitía percatarme que había una sonrisa en su rostro.
No era cualquier sonrisa.
Era bastante disimulada, pero era la sonrisa de alguien que consigue algo, que se sale con la suya.
Empecé a entender que el inusual diálogo de la mañana no había sido casual.
Ella quería llamar la atención… mi atención.
Recordé que la mayoría de mis alumnos estaban para el rock and roll y para matar el silencio, puse un compacto de los rolling stones.
Su sonrisa se hizo más patente.
– ¿Te gustan?
– Me fascinan…
Dicho esto dejé que la música hiciera lo suyo mientras yo me dedicaba a calcular cada palabra que le iba a decir.
Tenía la impresión de que en realidad no importaba, porque Cecilia parecía estar haciendo algo que había planeado, pero por las dudas preferí asegurarme de ser yo el que manejara la situación.
Como dije antes, hay oportunidades que no se pueden dejar pasar.
La llevé a un restaurante nuevo que habían abierto hace poco en un lugar lejos del colegio.
Ya había ido un par de veces por lo que el camarero me reconoció.
Le pregunté si estaba libre algún apartado y asintiendo con su cabeza me hizo una seña extendiendo su mano derecha y nos guió.
A una seña mía Cecilia entró primero y luego yo.
Nos sentamos frente a frente, ordenamos y al irse el camarero cerró la cortina, dejándonos completamente a solas.
Nos miramos fijamente, en forma distendida, sin nervios por nada, pero no dejábamos de mirarnos.
Por un momento pensé que mi mirada le decía “quiero comerme tu sexo” y la de ella me respondía “¿qué te lo impide?”
– Tal vez te suene extraño, pero sé exactamente lo que te pasa – le dije con total seguridad-
Ella me miraba embelesada.
Por primera vez me dio a entender que sentía una fuerte atracción por mí.
Esto era un nuevo aliciente en pos de lograr mi objetivo.
Las hormonas calientes de una jovencita inexperta son un bocado que se mastica solo.
– Sé de tu situación familiar.
Entiendo que te falta tu padre… debes extrañarlo y necesitarlo.
Por primera vez desde que llegamos al restaurante se le borró la sonrisa y agachó su cabeza.
– Extrañarlo sí… necesitarlo no.
– ¿Cómo así?
– Lo extraño porque era todo para mí, pero me traicionó.
Se fue a otro país.
Yo entiendo el divorcio si ya no funcionaba el matrimonio, ¿pero tenía que irse tan lejos dejándome sola? No necesito de alguien así…
– Sola no te dejó.
Tienes a tu madre…
– Es como estar sola.
Nunca está en casa, ni se interesa por mí.
No quiere que yo tenga novio, pero ella anda con tipos… yo lo sé.
No tiene un novio… tiene varios amantes.
No los lleva a casa para que yo no los vea.
Por eso llega tan tarde.
Porque después de trabajar se encuentra con alguno.
– ¿Y cómo sabes que son tantos?
– Porque leo su correo electrónico…
– ¿Espías el correo de tu madre?
– Sí… yo se lo abrí.
Ella no sabía cómo hacerlo.
Yo le puse su clave de entrada, así que puedo acceder a él cuando yo quiero.
Sé todo lo que hace.
– ¿Y qué piensas de todo eso?
– Que ambos me dan asco.
Si fuese por mí ya me habría largado de mi casa.
Esto último lo dijo con un dejo de indignación en su mirada.
Tal vez algo de odio.
Era hora de poner las cosas en orden.
– ¿Por eso te sientes estúpida?
– Sí…
Se abrió la cortina y el camarero nos sirvió nuestra orden.
Volvió a cerrar la cortina y se retiró.
– Come tu comida y luego te demostraré que puedo poner la solución a todos tus problemas al alcance de tu mano.
Volvió a sonreírme.
De nuevo volví a pensar que ella se sentía en control de la situación.
Es decir, ella estaba ejecutando su plan.
Lo que no sabía es que yo también tenía mi plan, probablemente mucho más pervertido que el de ella.
En fin… comimos, luego pedimos helados de postre… hasta ahí parecía una cita romántica, es decir, el plan de Cecilia.
Luego me levanté y me cambié de silla, para quedar sentado junto a ella.
Se mostró sorprendida.
Me acerqué a su rostro y comencé a susurrar en su oído…
– Con tu madre dejarás las cosas como están, pues te conviene.
Ella está distanciada, pero eso es justamente lo que te da libertad.
No estarías aquí ahora si ella te controlara, ¿no es así?
Asintió con su cabeza y sonrió con cierta picardía.
– Respecto a tu padre, bien lo dijiste tú misma: ya no lo necesitas.
Él fue el que te educó como niña y aunque te sientes abandonada y traicionada, tu sufrimiento terminará tan pronto te des cuenta que ya no eres una niña…
Mientras le decía esto noté que su rostro se acercaba más al mío… es decir, al principio yo le hablaba al oído, pero ella comenzó a ladear su rostro, buscando mis labios.
Continué hablando:
– Ahora lo que necesitas es otro hombre que te eduque como mujer… ¿y tú sabes bien quién es ese hombre, verdad?
– ¿Quién es?… – preguntó susurrando mientras sus ojos se entrecerraban románticamente –
En ese momento, justo un instante antes que sus labios llegaran a los míos, le di una pequeña bofetada.
Nada muy fuerte, más bien como un juego, apenas con las yemas de mis dedos.
La sorpresa la hizo abrir sus ojos y su boca, por el asombro, pero sonreía.
Se daba cuenta que fue como un juego.
Obviamente no me iba a arriesgar a un escándalo en un lugar público con una menor de edad.
Antes que pudiera decir algo tomé un mechón de su pelo y ladeando su rostro para volver a hablarle al oído, le dije:
– No te hagas la pelotuda conmigo.
¿No soy uno de tus compañeritos, sabes? Ahora responde lo que te pregunté… ¿quién es el hombre que tú misma elegiste para que te eduque como mujer?
– Usted… señor…
Solté su pelo y tomando suavemente su mentón, dirigí su rostro hacia el mío.
– ¿Ves como ahora lo reconoces? Por primera vez me has llamado señor en lugar de profesor.
Más adelante entenderás cuál es la diferencia, pero por ahora recuerda: en el colegio soy profesor.
Fuera de él, me dirás señor.
¿Entendido?
– Sí, señor…
Así como la tenía tomada del mentón la atraje hacia mí y comencé a besarla.
Un par de roces en los labios y abrí mi boca dejando salir mi lengua.
Inmediatamente abrió la suya y ambas lenguas libraron su batalla.
Con mi mano derecha empecé a masajear la base de sus pechos firmes y carnosos.
La mano izquierda con la que había tomado su mentón, la bajé abruptamente a su entrepierna, por debajo de su falda y fui derecho a frotar su vagina de arriba a abajo.
No hizo nada por detener mi mano sobre sus senos, pero con ambas manos intentó detener la que iba bajo su falda.
Solté sus pechos y volví a jalar su cabello y le susurré:
– Si quieres que te eduque como mujer, compórtate como mujer.
Primero: No puedes gritar pues estamos en un lugar público.
Segundo: nunca intentes impedirme nada.
Harás todo lo que te diga y te dejarás hacer todo lo que yo quiera.
Yo mando.
Tú obedeces.
Así es como funciona.
En ese momento apartó sus manos de la mía y continué acariciando su zona púbica.
No tardó en empezar a humedecerse.
Aún la tenía tomada por el cabello y jalando hacia atrás la sostuve mirando hacia arriba, lo cual me dejaba su cuello ofrecido.
Comencé a lamerlo y lo degustaba como al más exquisito manjar.
Su respiración comenzó a agitarse y soltó un par de jadeos.
De nuevo le susurré que estábamos en un lugar público y debía contenerse.
La cortina evitaba el contacto visual, pero se podía escuchar cualquier cosa fuera de tono.
Le dije que respirara por la nariz.
Tan pronto se normalizó, mi mano que la acariciaba por encima de sus pantis, se deslizó por dentro de éstas y ahora el contacto era directo, mis dedos con su carne íntima.
– No, por favor -susurró- Eso no…
Volví a dirigir su rostro hacia el mío y otra vez la besé, para que no hablara mientras la penetré con mi dedo medio y curvándolo hacia dentro, comencé a recorrer su punto G.
Se contorsionó, pero no hizo ningún intento por impedirme nada.
Luego relajó sus músculos, como entregándose definitivamente.
Se estaba dejando.
La controlaba a voluntad.
En un momento comenzó a agitarse más y más, pero como mi boca se comía la suya siguió respirando por la nariz, hasta que las convulsiones vaginales y los jugos que fluían como manantial, me indicaron que se estaba echando el tal orgasmo.
A medida que se iba calmando, yo disminuía el ritmo de mi dedo hasta que lo saqué.
Dejé de besarla y sin darle tiempo a nada le metí el dedo en la boca y le ordené que probara sus jugos.
Chupó mi dedo y luego recorrió el resto de mi mano con su lengua.
Luego se quedó mirándome fijamente y me sonreía.
Volví a besarla y entre besos y caricias que nunca trató de impedir, la tuve varios minutos.
No me daban las manos para todo lo que había para tocar.
Y la suavidad de su piel.
Podría haberme quedado ahí por horas, si no fuera porque estábamos en un restaurante.
Luego le dije que se arreglara un poco las ropas que ya nos íbamos.
Pedí la cuenta, pagué y le dejé una gran propina al camarero y nos fuimos.
Al salir el camarero me dijo al oído que cuando tenga citas así lo llame previamente y me reservará el mejor apartado.
En cuanto a Cecilia, por más que se había acomodado un poco las ropas, se notaba que salió distinta que como entró.
Camisa y pollera con arrugas y humedad que corría por ambos lados de su entrepierna.
Incluso la parte alta de sus calcetines blancos se notaba húmeda.
Cuando llegamos al auto, Cecilia se quedó esperando junto a su puerta.
Yo entré por la mía, pero en vez de abrir la puerta de ella solo bajé un poco la ventanilla.
Me acerqué un poco a ella y le dije que si quería que le abriera la puerta debía pagar un precio.
Le dije que se quitara sus pantis húmedas y me las diera por la ventanilla.
Miró a su alrededor y vio que habían personas mirando.
Me miró como advirtiéndome de la situación.
Le dije:
– De eso se trata, Cecilia… yo mando… tú obedeces.
¿Mujer o niña estúpida?
Aquella sonrisa cada vez menos inocente, se volvió a dibujar en su rostro y ante las miradas atónitas de quienes pasaban por ahí, levantó su falda se sacó las pantis pierna por pierna y apoyando una mano en la puerta del auto, me entregó las pantis por la ventana, poniéndose en puntas de pie y dejando su cola bien parada.
Aplausos y silbidos se escucharon mientras se subía al auto.
Tras cerrar la puerta arranqué y nos fuimos.
– ¿Dónde me lleva ahora, señor?
– A mi casa, ya que no tienes apuro por llegar a la tuya.
– ¿Y qué me va a hacer en su casa?
– No preguntes, Cecilia… mejor imagina.
Volví a poner música y ya no hablamos durante el resto del camino.
Ustedes también imaginen lo que le hice en mi casa.
Se los relataré próximamente en la segunda parte.
Si les gustó la primera, dejen votos por favor.
Gracias.
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