Un profesor, una alumna y un colegio católico – Parte 4
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Xander_racer2014.
A los tres meses de comenzado el entrenamiento, Cecilia había hecho notables progresos.
Los deportes y el ejercicio físico le estaban eliminando aquellos kilos que le sobraban al principio y se la notaba con más energía desde el punto de vista físico, a la vez que mucho más contenta desde lo anímico.
Incluso en el colegio todos notaban que había cambiado para bien.
Algunos de sus compañeros habían empezado a interesarse en ella.
Es que no solo se veía más atractiva físicamente.
También actuaba distinto.
Aquella estúpida timidez del principio había desaparecido, dejando paso a una nueva Cecilia más seductora, más provocativa… ¡más mujer! Las actividades físicas la habían puesto en su mejor forma, pero el taller de expresión y arte escénico le estaba enseñando a comunicarse a otro nivel.
Su forma de caminar, de hablar, de insinuarse con miradas y sonrisas provocativas.
Evidentemente no era la misma conducta de vida que todos le conocían.
Los bailes exóticos la habían entrenado en el arte de moverse seductoramente, aun cuando no estuviera bailando.
Recuerdo un recreo en el patio repleto de alumnos.
Alguien la llamó de lejos y ella simplemente dio un giro de ciento ochenta grados apoyada en un pie y levantando levemente el otro.
Su falda tableada se levantó durante todo su giro y el espectáculo visual de sus muslos descubiertos desorbitó los ojos de más de uno que la vio.
Y todo lo hacía a conciencia, es decir, ella planeaba esas cosas.
Yo la alentaba a hacerlo.
Me encantaba verla provocando a todo el mundo, encendiendo deseos, calentando hormonas.
Mis alumnos estaban locos por ella.
Por supuesto que ella los endulzaba y luego los dejaba con las ganas.
Yo le había encomendado que se pusiera en rol de perra y ella obedecía y creo que hasta lo disfrutaba.
En clase, ella se sentaba muy cerca del escritorio del profesor, de modo que le ordené que en aquellas clases en las que tuviera por profesor a un hombre, ella debía sentarse de piernas cruzadas e insinuarse levemente con alguna mirada sostenida, siguiendo al profesor como si estuviera muy interesada en el tema, de tal manera de llamar su atención y hasta llegaba a desconcentrarlo.
Incluso en su catecismo supo ser provocativa, al punto que cuando en la sala de profesores éramos solo hombres, escuché comentarios sobre lo buena que estaba y lo diminutas que se notaban sus pantis, cuando la sorprendían de piernas cruzadas, ya que su falda era corta y se le veía todo.
Cómo se excitaban todos con aquellas miradas sugestivas y hasta desafiantes.
Más de uno se animó a comentar cómo le gustaría cogerse a una hembrita así.
Alguno llegó a sugerir que seguramente tendría algún macho.
De otra manera no se explicaba semejante cambio.
“Alguien la debe tener muy bien cogida” -decían en privado- y yo me hacía el pelotudo.
No quería arriesgarme a deslizar algún comentario que indujera a sospecha, pero cómo disfrutaba con la excitación de mis colegas y del resto del alumnado.
Me daban ganas de ponerme a gritar que ella era toda mía y que la verga que había provocado semejante transformación era la misma que yo usaba para mear.
Aún más, me imaginaba cogiéndola bien duro delante de todos.
Pero se sabe que eso no es posible.
Ni loco que estuviera.
Una lluviosa tarde de fines de invierno, de esas que invitan a coger… y coger… y nada más que coger, estábamos en casa… ¿adivinen haciendo qué?… ¡pues cogiendo!… sí señor.
Pero el sexo no es solo coger y además mi esclava ya sabía hacer mucho más que eso.
Los cristales de mi ventana estaban llenos de gotas que se deslizaban sin ningún apuro y se renovaban incesantemente por lo copioso de aquel aguacero, al igual que yo disfrutaba sin prisa y sin pausa de los masajes que Cecilia estaba aprendiendo a dar.
Me aplicaba unos aceites especiales que intensificaban el calor del frotar de sus dedos.
Eran delicadamente aromatizados, lo cual le añadía un toque extra de encanto.
A bajo volumen, un cd de música erótica completaba un ambiente que invadía los sentidos.
Yacía boca abajo, mientras ella, montada sobre mis glúteos, regocijaba cada músculo de mi espalda.
Sus manos eran tan suaves que cada contacto de ellas con mi cuerpo significaba un deleite.
Luego yo me daba vuelta y ella masajeaba todo mi pecho, luego mis abdominales y finalmente se ponía de rodillas entre mis piernas y flexionándose sobre mí, recorría toda mi verga rozándola con uno de sus pechos.
Luego volvía hacia atrás y repetía la acción con su otro seno.
Yo le había enseñado a no restregarlo de lleno, sino que apenas fuese un sutil roce, lento, suave, encendiendo mi placer sexual a límites de locura.
Si hay algo que me cuesta explicar con palabras, es la extasiante sensación de aquella piel tan sedosa rozando finamente mi aparato, desde los testículos hasta la mismísima punta del glande, sin dejar un solo milímetro que quedara sin su deliciosa caricia.
La calefacción hacía su trabajo permitiendo que a pesar de lo frío del clima, mis encuentros con Cecilia fueran siempre a plena desnudez.
El brillo de su suave piel blanca y su sedosa y radiante cabellera rubia eran la misma luz de aquella habitación.
Su cuerpo irradiaba el calor que me transmitía las más intensas sensaciones de vida.
Ella era el sol de mi pequeño universo lujurioso.
Cuando masajeaba mi pene con sus pechos, su cabello rozaba parte de mis muslos y mis caderas, y aquello era un placer aparte.
Cuando la excitación me pedía más, yo solo chasqueaba mis dedos y Cecilia tomaba mi miembro con una mano y comenzaba a mamarlo.
Al principio eran lamidas en el glande, para luego recorrer todo su tronco, descendiendo hasta mis testículos.
Con extrema suavidad los lamía para luego introducirlos en su boca y succionarlos uno por uno, delicada y pausadamente.
No cerraba sus ojos.
Tenía expresas órdenes de no hacerlo.
Debía mantener siempre el contacto visual.
Tenía que adorar aquellos genitales que más tarde le darían su placer.
Y vaya si lo hacía.
Por si no fuese intenso el goce que me proporcionaba, yo me deleitaba observándola hacer su fino trabajo, clavando su mirada en cada área que su lengua recorría, como si quisiera grabarla en sus retinas.
Después me maravillaba con el espectáculo de ver a mi pija perdiéndose en su deliciosa boca.
Lentamente, como si no existiera otra tarea en el mundo para ella, la chupaba con esmero, haciéndome desear que el tiempo se paralizara para inmortalizar aquel instante.
En ocasiones le hablaba del liceo justo mientras estaba en plena chupada.
– El profesor de matemáticas está bien caliente contigo.
Dice que cuando te cruzas de piernas lo enloqueces y se imagina lo divino que debe ser meterte la verga y cogerte bien cogida…
Por un momento desvió su mirada de mi pene para dirigirla hacia a mis ojos.
Sin dejar de chupar y lamer mi glande, me sonrió con la picardía de una puta novata que estaba aprendiendo a enloquecer a los hombres y disfrutaba por ella misma y por lo mucho que a mí me divertía su nueva conducta.
– Duarte y Morales, que se sientan detrás de ti en clase se pasan todo el tiempo mirando tu culo.
En especial cuando te sientas bien erguida, casi en la punta de la silla, dejando espacio libre entre tu cuerpo y el respaldo.
A veces pienso que se te van a tirar encima.
Cecilia suspiró riendo y por un momento sacó mi pene de su boca, solo para responderme:
– Lo sé… por eso lo hago… en un recreo se animaron a decirme muy en privado que querían hacer un trío conmigo…
– ¿Y tú que les dijiste?…
– Que tal vez… cuando maduren… en un millón de años…
E inmediatamente volvió a llenarse la boca con mi miembro, pero sin dejar de sonreír.
Comenzaba a sentirse poderosa a través de una sensualidad que jamás había sido parte de su forma de ser, pero que definitivamente había brotado con la fuerza de un manantial puro y cristalino, que la había renovado desde dentro hacia afuera.
Era como si cada poro de su piel expeliera potentes descargas de sexo, capaces de atraer a cualquier incauto que se atravesara por su camino y encender inexorablemente el deseo de poseerla.
Cómo había cambiado mi nena.
De aquella adolescente triste, apática e inexpresiva que se sentía estúpida, ya no quedaba nada.
Desde que conoció el placer de una buena verga y de ser dominada por un macho que le fijara bien claro sus límites, Cecilia había experimentado una notable transformación y yo me sentía el arquitecto de aquella escultural obra.
Un nuevo chasquido de mis dedos le indicó a mi esclava que ya era suficiente lengua.
Comenzó a incorporarse sobre mí, al tiempo que estirando su mano hacia mi mesa de luz, tomó un preservativo y se encargó de vestir adecuadamente mi verga, con el esmero con que una madre viste a su hijo para llevarlo a la escuela.
Luego la montaba y comenzaba una larga y placentera cabalgata.
En ocasiones como esa, yo la dejaba libre para elegir la forma y el ritmo de la relación.
A ella le gustaba subirse y dejarse caer pausadamente, en varias subidas y bajadas, hasta que la tenía toda dentro.
Después estiraba sus manos hacia atrás, apoyándolas sobre mis muslos.
Con sus pies sobre el colchón, subía y bajaba lentamente y solo se concentraba en sentir.
Esa era la premisa.
Sabía exactamente en qué momento debía cambiar de ritmo, en base a sentir la consistencia de mi miembro en su interior.
Yo nunca debía señalarle la velocidad que necesitaba.
Eso es algo que tenía muy claro, porque me conocía como nadie.
Yo siempre la esperaba a su primer orgasmo y le dejaba margen para que ella lo manejara a su placer.
Después de todo, con lo mucho que me hacía disfrutar, tenía su premio más que merecido.
Ella tampoco tenía que decirme lo que sentía.
Yo conocía el significado de cada uno de sus gemidos, la intensidad de sus jadeos y lo que pasaba en su interior desde que comenzaban sus convulsiones hasta que se iban diluyendo.
En solo tres meses nos conocíamos perfectamente y aprendimos a complementarnos en el sexo, como amantes de toda una vida.
Una vez alcanzado su clímax cambiamos de posición y yo fui sobre ella.
El colchón de alta densidad la sostenía con firmeza y a mí me permitía sentir todo su esplendoroso cuerpo bajo el mío.
Nuestros brazos estirados terminaban en manos entrelazadas que aferraban por fuera, la excitante unión que se producía por dentro.
Nuestras bocas se fusionaban en el húmedo fuego de una pasión que se regocijaba en el descontrol de nuestra química hormonal.
Mi lengua solo salía de su boca para descender a su cuello, que generosamente me ofrecía reclinando su cabeza hacia atrás sobre una almohada que se impregnaba de la tersura de su cabello.
Sus gemidos de hembra dulce y vulnerable se mezclaban con la música cargada de erotismo y la realzaba de tal manera que mi excitación aumentaba, llevándome a acelerar mi ritmo.
Cuando sus jadeos se intensificaban al punto de entrecortase, era mi señal de los últimos cien metros y como el buen jinete guía a su potranca, yo la llevaba a mi ritmo para llegar juntos a una intensa culminación que nos unía aún más, si es que esto era posible.
Acabado un nuevo momento de intenso placer y tras retirar el condón cargado de mi semen, me tendí sobre ella para seguir disfrutándola por varios minutos durante los cuales nuestros besos eran el lenguaje para comunicarnos la satisfacción que nos embargaba.
Más tarde me apeteció una taza de café y algo liviano para merendar, de modo que le pedí que me acompañara a la cocina.
A diferencia de otras ocasiones yo preparé todo mientras ella simplemente observaba.
Su cuerpo desnudo me deleitaba tanto que me resultaba difícil concentrarme en la simple tarea de servir un tazón, pero lo logré y puse todo en una bandeja.
Ella se sorprendió de que no le ordenara servir la mesa y simplemente me siguió al comedor cuando yo cargué todo y lo llevé.
Al sentarme en mi silla esperó mi orden con un dejo de confusión, pues yo había servido solo un tazón lleno y había preparado un único sándwich grande.
Entonces le di su orden:
– Siéntate en mi regazo.
Ella obedeció y delicadamente posó sus tibias nalgas sobre mí y rodeó mi cuello con uno de sus brazos.
El sándwich que había preparado lo comíamos los dos de mi mano, mordisco tras mordisco, sin ningún apuro y siempre fijando la mirada el uno en el otro.
Cuando nuestras bocas se acercaban, alguna lamida le supe robar.
Bebíamos el café de a un sorbo cada uno.
Una indescriptible sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro.
Quisiera haber filmado el momento para poder describir la mía.
Aquella suave muñeca viviente parecía inyectarme vida con cada gesto, con cada caricia, con cada roce de su bellísimo cuerpo.
Sus ojos parecían decirme millones de frases, hasta que no resistí más y le pregunté:
– ¿Hay algo que quieras decirme o preguntarme?
– Amo… quiero darle las gracias por todo lo que me está dando y por curiosidad preguntarle si este cambio del suelo a su regazo, es por algo que yo hice, Señor…
– Todo lo que te doy es siempre por algo que hiciste.
– ¿Y qué hice para merecer este premio?
– Progresar, Cecilia… progresar.
No imagino a ninguna otra chica de tu edad que se esfuerce tanto por ser mujer y que logre todo lo que tú estás logrando.
Mi boca se fue sobre la de ella sin pedirle permiso a mi mente.
Aquel beso fue lento, pausado, como derogando la ley del paso del tiempo.
La lluvia seguía mojando todo allá afuera, pero en mi cuerpo, la única humedad que me rozaba era la que provenía de Cecilia.
Mi miembro ya empezaba a entrar en el tema de conversación, cuando miré el reloj de la sala y vi que aún era muy temprano, de modo que preferí aguantar un poco más.
Dejé todo sin lavar y la llevé de nuevo al dormitorio, pero en lugar de un nuevo coito, le di uno de sus trajes de danza árabe y le dije que la quería ver bailar para mí.
Esos trajes de baile, más algunos juegos de lencería y algún que otro disfraz erótico, eran las únicas ropas que en ocasiones le permitía usar y siempre teniendo en cuenta que no pasaría mucho antes que se las quitara.
Cecilia se vistió con su traje compuesto por piezas que ella misma podía ir desmontando.
Estaba hecho de velos.
Se veía como una hermosísima odalisca de alguna súper producción de Hollywood.
Luego quitó el cd que aún sonaba y lo cambió por uno más apropiado para su danza.
Nunca me gustó la música árabe.
Me parece por demás monótona.
Pero en este caso eso era lo de menos, porque la belleza y la sensualidad de aquella lujuriosa hembra captaban mi atención, haciendo que me olvidara del resto del mundo.
El suave meneo de sus caderas… los impactantes quiebres de su hermosa cintura… el frenético temblequeo de sus pechos asomando por un sostén diminuto… y pensar que toda esa tremenda mujer era absolutamente mía.
Creo que Cecilia no fue la única que cambió en esos tres meses.
Si quiero ser sincero, debo confesar que yo tampoco era el mismo.
Tal vez ocultaba muchas de estas cosas ante los ojos de los demás, por las razones que todos conocen, pero entenderán que esto no puede ser procesado con ninguna indiferencia.
No debe existir un solo hombre en el mundo cuyas fibras íntimas no le sean removidas por una
mujer así.
Yo me sentía feliz como nunca.
A medida que la danza trascurría ella se iba despojando de sus velos… uno por uno… en una armonía tan cargada de pura sexualidad, que la excitación atravesaba mi cuerpo sin la menor piedad, sin ninguna consideración por mi raciocinio.
Solamente la delicia de cada uno de sus movimientos, me impedían lanzarme sobre ella para poseerla sin esperar más, pues su striptease avanzaba inexorablemente hacia el desnudo tan deseado.
Sus pies descalzos sobre la alfombra marcaban el ritmo cadencioso de su inapelable poder seductor.
Cuando se quitó el último velo, el que le cubría su cintura, su sexo quedó expuesto y ella se lo restregaba suavemente sobre su vagina, con una mano tras su espalda y la otra por delante, el metro y pico que medía aquel trozo de tela surcaba sus labios vaginales de atrás hacia delante y vuelta otra vez hacia atrás, acompasando el descollante vaivén de sus caderas.
Después de repetir ese movimiento varias veces, aquel velo húmedo por el incipiente brote de sus jugos, terminó enroscado en mi cuello, al tiempo que ella, erguida sobre mí, con una pierna a cada lado de mi silla, posó sus pechos justo delante de mis ojos y extendiendo sus brazos abiertos hacia arriba, se detuvo anunciando el fin de su danza, concomitantemente con el abrupto final de la canción.
El número estaba debidamente ensayado y fue ejecutado a la perfección.
La tomé por su cintura, temiendo que mis manos se derritieran por la excitación que me había provocado y la guié hacia abajo hasta dejarla montada en mis piernas, solo para volver a besarla largamente, deseando poder detener el tiempo en aquel mágico instante.
Luego chasqueé mis dedos y le hice una seña de levantarse.
Me gustaba transmitirle el control que yo tenía sobre la situación, pero el traidor de mi pene me dejaba en evidencia, ya que su dura consistencia demostraba que en aquel momento Cecilia estaba en control de mí y no yo en control de ella.
Pero en un esfuerzo sobrehumano de salvaje lucha contra la tentación, fui a uno de mis cajones y extraje el collar de perra que había comprado para ella.
Aquel collar que Cecilia debería ganarse demostrando dignidad de esclava y parándome frente a ella le dije:
– Recoge tu pelo y levántalo por sobre tu cabeza.
La emoción de aquel momento comenzó a traslucirse en su rostro.
Sabía que yo no se lo daría hasta que se lo ganara.
Se había esforzado.
Había trabajado muy duro para conseguirlo y finalmente su deseado momento había llegado.
Con toda la suavidad que pude rodeé su cuello con aquel objeto y lo abroché.
Sonriendo me dijo:
– ¡Permiso para mirarme en un espejo, Amo!…
Se lo concedí con una seña de mi mano y corrió hacia el espejo de la habitación para contemplarse a sí misma, al tiempo que yo masajeaba mi verga que ya estaba por demás impertinente, como un niño clamando por su dulce…
¡ya!
Solo era un collar en su cuello, pero ya no se sentía desnuda.
Aquel pequeño objeto de cuero era como un lujoso vestido largo para ella.
Volvió hacia mí y abrazándome me besó entusiastamente.
Después de eso sí que ya no pude aguantar más y volvimos a la cama a coger, coger y nada más que coger.
Después de todo, llovía tanto aquel día…
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