Un profesor, una alumna y un colegio católico – Parte 6
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Xander_racer2014.
El nerviosismo de los últimos exámenes tenía a todo el alumnado convertido en un nido de ratones de biblioteca.
Aun los que no estudiaban en todo el año, ahora se desesperaban jugando sus últimas cartas en pos de aprobar.
Es un momento tedioso para cualquier profesor.
El trabajo de corregir se multiplica y la responsabilidad de promediar calificaciones pesa.
Al final todo se sintetiza en un pulgar hacia arriba, o hacia abajo.
Tenemos el poder de otorgar la dicha o causar la miseria de nuestros alumnos.
En eso estaba mi mente, a la vez que el último timbre de salida me hacía huir despavorido del colegio, para evitar el acoso de los que se sentían en peligro de recibir un aplazo final, que los condenaría a un tortuoso examen en febrero.
Quise, pero no pude escapar.
Micaela Sánchez me esperaba sugestivamente sentada sobre el capó de mi auto.
Bien en la punta, con un pie apoyado en la calle, junto a la rueda.
El otro colgaba balanceándose infantilmente por el frente del vehículo, delante del farol.
Su falda se abría por delante mostrando de todo, mientras que por detrás se esparcía por todo su largo.
Sus bragas estaban en contacto directo con mi feliz medio de transporte, lo que por un lado me hacía envidiarlo y por otra parte denotaba su desesperada intención de seducirme.
Sus preciosos glúteos apoyados de lleno sobre el coche, incentivaban mis ideas más libertinas.
Ambas manos también sobre el auto, levemente por detrás de la línea de su espalda, arqueando su torso para realzar el bulto de sus voluptuosos pechos.
Sus cabellos negros levemente ondulados y con ese húmedo permanente que la hacía verse como recién salida de la ducha, la hacían lucir más deliciosa.
Un inmaculado rostro de Barbie coronado por dos impactantes ojos celestes, muy claros y aún más profundos, exaltaban el deseo.
Su piel ligeramente tostada, sin llegar a cobriza, era tersa y perfecta.
Labios carnosos como esculpidos, pintados de un rosa pálido, le añadían un toque de sensualidad que irradiaban una tentación casi imposible de vencer.
Casi… si no fuera porque Cecilia me había vacunado contra todas las otras alumnas.
Su entrega real e incondicional me hizo inmune a los encantos de las chicas más hermosas.
Sabía que a todas les gustaba jugar a seducir, pero solo mi hermosa sumisa había superado la pantalla del nivel de principiantes.
Micaela era por lejos la chica más deseada por el alumnado.
Era alta, elegante y con un desarrollo físico que hacía pensar que nació en un gimnasio.
Su actuación durante el año había sido insuficiente.
Creo que claramente habrá tenido prioridades más divertidas que estudiar.
Sin embargo venía utilizando muy bien sus femeninas dotes y había pasado todas las materias, menos la mía.
Al acercarme a ella, me miraba fijamente haciendo ojitos inocentes, a la vez que suavemente se mordía el labio inferior.
Ni a mí se me hubiera ocurrido un gesto más lujurioso.
Haciendo pucheros y en tono de sensual súplica me dijo:
– Profeee… profecitooo divino… ¿verdad que me va a aprobar?
Si esto hubiese ocurrido en algún momento a.
c.
(antes de Cecilia), le habría regalado el pase, tan solo a cambio de un inocente beso suyo en mi mejilla.
Pero ahora mis acciones cotizaban muy alto en la bolsa de valores de mi autoestima.
Mis calificaciones tenían otro precio.
La única que puede aprobar mi materia sin estudiar es Cecilia… y aun así estudia.
Sonreí sarcásticamente y la pasé de largo.
Puse la llave en la cerradura, abrí la puerta, tiré mi portafolio en el asiento trasero y me subí.
Cerré la puerta, puse la llave en el arranque y encendí el motor.
Los preciosos ojos de Micaela casi se desorbitan.
No lo podía creer.
Fracasar seduciendo profesores no formaba parte de sus costumbres.
Estaba perdiendo el invicto.
Trepó el capó y de rodillas sobre él, con las piernas abiertas y sus pequeñas manos sobre el parabrisas, se veía tan exquisitamente asustada y vulnerable, que no pude evitar pensar en las cosas que le haría si ella tuviera tan solo la mitad de la actitud de Cecilia.
Estaba nerviosa como si alguien le estuviera apuntando directo a la cabeza con un arma de fuego.
Al verse perdida gritó desesperadamente:
– ¡Usted no puede hacerme esto!…
Su voz sonó a genuina desesperación de vida o muerte.
Bajé el cristal de mi ventanilla y muy calmadamente le respondí:
– Micaela… sería muy saludable para ti bajarte ahora mismo de mi auto… por dos razones: primero porque te está mirando mucha gente y estás brindando un espectáculo muy indigno de tu clase y segundo, porque te bajes o no, voy arrancar, me iré a mi casa, corregiré los exámenes con total justicia y los que aprueben serán libres, mientras que a los otros los veré en febrero.
Nunca olvidaré la expresión de su rostro.
Pensé que estallaría en lágrimas.
Se bajó apresuradamente y vino hacia mí hablándome a través de la ventanilla:
– ¡No puede ser tan insensible!…
– ¿Insensible a qué, Micaela?
– Mire todo lo que hago por usted…
– ¡Ay!, Micaela… Me pasé todo el año pidiéndote que estudiaras y tú sí que fuiste insensible conmigo.
Ahora es mi turno.
Puse en marcha el vehículo y lentamente la fui dejando atrás.
La última vez que la observé por el retrovisor la vi tirando pataditas contra el suelo.
Menuda rabieta le dejé.
Creo que sus planes de diversión veraniega se van a ver ligeramente trastocados.
Tendrá que estudiar literatura todo el verano.
Eso le enseñará a no ser tan calienta hombres, si no está dispuesta a ir al frente y jugarse la piel.
Es la mejor lección que pude darle.
Después de todo, me debo a la docencia.
Esa tarde de miércoles, cuando terminé de calificar los últimos exámenes me sentía exhausto, acalorado y con un exceso de traspiración que solo una buena ducha podía reparar.
Por suerte no debía entregar los promedios finales hasta el lunes, de modo que podía permitirme un relax.
El agua tibia me relajó por completo y con solo una toalla grande anudada a mi cintura, salí del vaporoso baño, para vestirme en el dormitorio.
La persiana de mi ventana estaba baja, dando un sombrío aspecto a la habitación.
Respiré hondo frente al espejo sobre mi cómoda cuando reflejada en éste, vi una sombra totalmente negra que se abalanzaba sobre mí.
No me dio tiempo a nada.
Una mano me sujetó firmemente por mi cintura, mientras otra ponía un cuchillo contra mi garganta, obligándome a levantar mi mentón.
Sentí el calor de aquel cuerpo contra mi espalda todavía húmeda.
Una enronquecida voz me susurró muy cerca de mi oído…
– ¡Quieto!… ni un solo movimiento… solo quiero tu dinero…
No podía ver su rostro.
Llevaba un pasamontañas negro, igual que todo el resto de su vestimenta.
Incluso sus guantes.
La mano sobre mi cintura me provocó con dos dedos que simulaban caminar sobre mi abdomen.
– Aunque tal vez quiera tomar algo más… -me dijo, mientras deshacía el nudo de mi toalla y la dejaba caer al piso-
Mi desnudez pareció distraer a aquella intrusa figura y con un rápido movimiento, le pegué en la mano que sostenía el cuchillo, alejándolo de mi cuello y lanzándolo lejos.
Me volteé y tomando sus brazos, forcejeamos.
Mis piernas eran más largas y logré aplicarle una zancadilla que dio por el suelo con mi atacante y yo me le fui encima para montarlo a horcajadas.
La lucha se desató.
Intenté contener sus muñecas, apretándolas fuerte contra el piso.
Cuando lo logré, comenzó a embatir desde su vientre, tratando de desmontarme.
Se apoyaba en sus talones y hombros, y arqueando su cuerpo casi logró quitarme de encima suyo, pero mis reflejos me permitieron prevalecer.
Tenía fuerza… tuve que recurrir a toda mi energía, hasta que el agotamiento le ganó.
Puse sus muñecas cruzadas una encima de otra para sujetarlas con una sola mano.
Con mi mano libre, le arranqué de un tirón el pasamontañas para dejar su rostro al descubierto.
Qué hermoso espectáculo fue ver la larga y brillante cabellera rubia de mi Cecilia desparramarse libremente mientras yo la sujetaba de sus manos.
Su respiración agitada por el fragor de la lucha, me excitaba poderosamente.
Mi erección ya decía presente.
Lejos había quedado el cuchillo de plástico.
Cuando jugábamos nunca usábamos objetos que pudieran resultar peligrosos para nuestra integridad.
Comencé a hablarle como a ella le gustaba…
– ¿Pero qué tenemos aquí?… Una putita ladrona inmiscuyéndose en mi casa, ¿eh?… ¿Tienes más armas?… Voy a tener que registrarte.
Dejando sus muñecas y con un brusco movimiento, me llené mis manos con su remera negra y la desgarré violentamente, provocando que sus tentadores pechos saltaran libremente, para luego quedar temblando como deliciosas gelatinas que se bamboleaban sobre su cuerpo.
Cada una coronada por una exquisita areola de frutilla y sus erectos pezones como cerezas prontas para ser degustadas.
Al tener sus manos libres, la ladrona intentó sorprenderme interponiéndolas entre ella y yo, tratando de apartarme.
Le encantaba el forcejeo.
Le daba un plus de adrenalina que incrementaba la excitación de ambos.
La volteé dejándola boca abajo y jalando sus brazos hacia atrás, interpuse mi brazo izquierdo entre los suyos y su espalda.
La inmovilicé y la arrastré por la alfombra hasta poder alcanzar uno de mis cajones con mi otra mano.
De ahí extraje unas esposas de cuero nuevas, recién compradas.
Estaban forradas por dentro con un material muy suave que no deja marcas en la piel.
Le apliqué una en cada muñeca y las anclé entre sí, para dejarla maniatada por su espalda.
No conforme con esto, Cecilia seguía luchando y moviéndose bruscamente.
Tomé otras dos esposas iguales y se las puse en los brazos, a media distancia entre sus hombros y sus codos.
Al anclarlas, quedó muy tensa.
Sus codos estaban prácticamente pegados uno a otro tras su espalda.
Ahí ya no podía luchar.
Todo movimiento era inútil.
Estaba atrapada, como a ella le encantaba y tan vulnerable que podía hacerle lo que yo quisiera, lo cual le gustaba aún más.
La puse de pie y me llené una mano con su pelo, bien arriba en su cabeza y la jalé hacia atrás, dejándola de cara al techo.
Me pegué a su cuerpo como si un fuerte imán me atrajera inexorablemente y comencé a besar su exquisito cuello… mi manjar preferido.
Mi mano libre presionaba sus senos, pellizcaba sus pezones, arrancaba sus gemidos más fuertes que nunca.
Solté su cabello y lentamente recorrí su cuerpo con mi mano, desde la nuca, pasando por toda su espalda, rozando sus inmóviles brazos, hasta llegar a sus pantalones deportivos negros.
Se los bajé hasta sus tobillos y volví con mi mano recorriendo sus pantorrillas, luego sus muslos, para seguir directamente hacia sus carnosas nalgas, que estrujé fuerte una por una.
Por delante, mi otra mano recorría la base de sus senos, para luego descender por su firme región abdominal y con todos mis dedos apuntando hacia abajo, empalmar aquella vagina tan húmeda como caliente.
Mi dedo medio, la penetraba doblándose en su interior, obligándola a contraerse de placer, hasta salir de ella y lubricarla por fuera con su propia humedad.
Al llegar a su clítoris sus gemidos enloquecidos de placer colmaban el ambiente, llenaban mis sentidos.
Me arrodillé frente a sus pies y le quité su calzado, para terminar de sacarle los pantalones.
Dándole palmadas en la parte interna de sus muslos la obligué a separar sus piernas.
Mi lengua era el órgano más desinhibido del mundo.
El explícito permiso que Cecilia me había otorgado desde el primer día, me dejaba el camino libre para recorrer todo su cuerpo, como si tuviera que humedecer cada centímetro de su piel para poder reclamarla como mía.
Y vaya si la reclamaba.
Lamer su sexo me enloquecía y a ella la atrapaba en un callejón que no le dejaba otra salida que estallar en un orgasmo atómico, devastador.
El hongo de su explosión la hacía gritar contorsionándose.
Yo la sostenía fuertemente de sus piernas cuando comenzaba a temblequear, mientras ella jadeaba intensamente, a medida que yo bebía los jugos de su pasión… las mieles de mi victoria.
– Esto no es nada puta cleptómana… verás lo que te pasa cuando te entregue a la policía.
– No, por favor… la policía no.
Yo robo para alimentar a mis hijos…
– En ese caso voy a colaborar.
Yo te voy a dar la leche para tus hijos, perra…
Estos diálogos nos divertían.
Cecilia era capaz de fantasear sin límites, aunque todo era un medio para el sexo, que no era ninguna fantasía.
La llevé a la cama y la tumbé boca arriba.
Sus brazos permanecían tensamente esposados, ahora soportando el peso de su espalda.
Le puse una nueva esposa en cada tobillo y llevando sus piernas hacia arriba y hacia atrás, las anclé a los barrotes de la cama.
Inmóvil, expuesta, ofrecida… así yacía mi dulce sumisa.
Sus nalgas hacia arriba y la separación de sus piernas me permitían el contacto visual con sus dos orificios.
Al verlos me preguntaba por qué la naturaleza no nos daba a los hombres dos penes en lugar de uno solo.
La imagen era tan tentadora que no podía esperar para aventurarme en su interior.
La excitación del jugueteo previo me reclamaba una rápida y enérgica acción.
En esa posición penetrarla duro era una imposición de mi naturaleza dominante y los gemidos de mi chica, más la expresión de placer en su rostro me convencían de que no podía ser tan malo ser así.
Sé que otras mujeres se horrorizarían de solo escuchar un planteo semejante, pero Cecilia lo disfrutaba tanto que me obligaba a poner toda mi vehemencia en aquel sexo salvaje, feroz… y simplemente excitante.
Tras varios minutos de sólidos embates, mi sumisa aullaba hasta enronquecer su voz y yo me salí de ella instantes después de su segundo orgasmo.
Me retiré el condón y liberé una de sus piernas para poder situarme frente a su rostro.
Conociéndome como nadie, abrió su boca justo a tiempo para recibir el potente chorro que la inundó de esperma.
Ya liberada de sus anclajes, descansábamos juntos tendidos en la deshecha cama… abrazados… calmando la respiración, pero no tanto nuestras manos, que no dejaban de proporcionarse mutuas caricias de agradecimiento, de afecto, de amor… ¿era verdad?… ¿era posible un amor así?… cada uno de nuestros encuentros declaraban que sí con un irrefutable certificado notarial y por triplicado.
La charla nos ayudaba a distendernos…
– ¿La enfermera y el doctor?… ¿el jefe y la secretaria?… ¿el patrón y la mucama?… ¿no te gustan esos juegos?…
– Sí, señor… pero la torpe ladronzuela que termina siendo violada es mi personaje preferido.
Me gusta todo ese agite…
– ¿Te gusta que te viole?…
– Me fascina, Señor… lo gozo profundamente…
La besé en sus labios y al acariciar su cuerpo la noté mucho más relajada.
Cada vez que jugábamos a la ladrona terminábamos extenuados.
– ¿Algún examen?…
– No, señor… mi única duda era matemáticas, pero me fue bien en la última prueba y el profe me pasó.
Le di un besito de agradecimiento en la mejilla y se quedó feliz como si me hubiese echado un polvo…
– ¿Solo por el besito?…
– No, señor… ¿cómo cree?… también me acerqué lo suficiente para rozarlo con mis pechos, tal como usted me enseñó.
– ¡Esa es mi chica!… pero ya te dije que puedes llamarme por mi nombre.
– Lo sé… pero usted siempre será mi Señor… mi Amo.
Así lo conocí y así es como me gusta.
Oh!, Cecilia… nunca dejarás de maravillarme.
Su sumisión hacia mí era tan firme que nada podía derribarla.
Antes de hacerla mía solía leer mucho material sobre BDSM y francamente no creía ni la mitad.
Es decir, no me entraba en la cabeza que tanta sumisión fuese posible.
Sin embargo ahora que es parte de mi vida cotidiana, lo veo como una forma de amor.
Ella me necesita así, duro, dominante, en ocasiones implacable.
Como contrapartida obtengo lo mejor de ella, la hago feliz y me hace feliz a mí.
No conozco una relación más perfecta que la de mi Cecilia y yo.
De pronto soltó una risa llena de picardía:
– ¿En qué piensas?…
– Me acordé de Micaela… hoy a la salida.
Cómo la puso en su lugar, Señor.
Nunca la había visto sufrir tanto.
Se lo merece por perra…
– Sí… estaba desesperada.
Nunca pensé que llegara tan lejos.
– Llegaría mucho más lejos… haría lo que sea por zafar de ese examen.
– No lo creo, Cecilia… Micaela es puro bla, bla… pero si tiene que ir al frente, seguro que arruga.
– No, Señor… se metería en su cama ahora mismo si con eso consigue pasar.
A veces nos mandamos correos y ella me contó que su padre la va a llevar a un crucero de quince días en el Caribe más otros quince en Miami, SÍ Y SOLO SÍ, no se lleva ninguna previa a febrero, pues el viaje sería en enero.
Oh, oh… este detalle me resultaba totalmente sorprendente.
Micaela siempre me dio la impresión de mosquita muerta, pero supongo que al final esas son las peores.
Cecilia siempre me mostraba su diario y todo su correo electrónico.
No tenía secretos conmigo.
Sin embargo, aunque lo que me contaba me sonaba familiar, no recordaba el nombre de ella en ningún mail que me había mostrado.
Como si pudiera leer mi mente, de pronto me dijo:
– Gatúbela… el seudónimo que usa en su correo es Gatúbela… ¿recuerda los mensajes que le mostré?
– ¿Micaela es Gatúbela?!
Exclamé sorprendido, porque la tal Gatúbela le contaba a Cecilia sus aventuras sexuales y Cecilia le transmitía sus experiencias conmigo, sin revelar mi identidad, por supuesto.
– Sí… ella es… y créame, tiene un kilometraje sexual como para hacerle un ajuste de motor.
– Recuérdame algo de sus preferencias sexuales…
– Nadie del colegio.
Por lo general muchachos más grandes… de veinti tantos.
Todos con coche propio, departamento y buen pasar económico.
Le gusta que la lleven a cenar, a bailar y después les da sexo.
No quiere nada con hoteles, ni con chicos de su misma edad.
– ¿Quién lo iba a pensar? Micaela es Gatúbela… y coge como la mejor… pero, ¿por qué me dices todo esto, Cecilia?…
– Porque es mi deber.
Además, usted sabe, Señor… he leído bastante sobre BDSM y he practicado todo lo que usted me ha pedido… siempre… sin condiciones…
– Sí… has sido la sumisa más ejemplar que jamás hubiera imaginado, ¿pero qué tiene que ver?…
– Uno de los posibles deberes de una sumisa es proporcionar a su Amo nuevas sumisas.
Micaela sería para mí muy fácil de convencer.
Yo podría ponerla en su cama para su disfrute… sin embargo usted nunca me encargó que le consiga una… ¿por qué no?…
– Oh… Cecilia… yo no tengo la pretensión de tener cuadras de esclavas sexuales.
Pero lo más importante es que contigo tengo todo lo que necesito.
Por eso te amo…
La misma sonrisa angelical de la primera vez que le dije que la amaba volvió a replicarse en su rostro.
Dulce, tierna e increíblemente seductora.
Comenzamos a besarnos con locura… nuestra relación era en sí misma una locura, pero era real.
Volvimos a hacer el amor en ese preciso instante.
Estar dentro de Cecilia me hacía olvidarme del resto del mundo, porque ella era un mundo aparte.
Aunque era muy calurosa aquella tarde de diciembre, el calor de su cuerpo me resultaba refrescante.
Era un bálsamo de sensaciones extasiantes.
El ritmo de la penetración aceleró la llegada del clímax de mi maravillosa mujer y de pronto me percaté que todo fue tan espontáneo que no me había puesto un preservativo, así que me salí de ella justo a tiempo para evitar algo que pudo tener consecuencias muy serias.
Me masturbaba para eyacular sobre su vientre, pero ella se movió cambiando de posición y ofreció su boca abierta, como implorando que no la dejara sin su leche de la tarde.
No podía negarle ese gusto.
No a mi fiel Cecilia.
Cuando sentí mis convulsiones posé mi miembro suavemente sobre su lengua y lo introduje en su boca a medida que ella adelantaba su cabeza para atraparlo totalmente.
Ni una sola gota se perdió.
Se incorporó frente a mí, abrió su boca mostrándome la blanca carga que llevaba y luego la cerró para naturalmente dejarla ir por su garganta.
Una placentera parte de mí se incorporaba a su organismo.
Con una penetrante mirada plena de satisfacción, me dijo:
– Me encantaría ver a Micaela tragando su semen, Amo.
Oh, Dios mío… lo dice en serio.
No es una simple idea que se le cruzó.
Se le instaló en la mente y le está dando vueltas.
Quiere conseguirme otra sumisa.
– Cecilia, no creo que sea una buena idea otra sumisa, sobre todo del mismo colegio.
Se duplica el peligro.
En tu caso, confío ciegamente, pero Micaela podría hablar…
– ¡Que va!… con todo respeto por mi Amo, se ve que no la conoce.
Sus padres la tienen por santa.
Creen que es virgen y todo.
Nunca se animará a decir una palabra.
No con todos los correos que guardo de ella.
Yo me encargaría de eso.
Además, no puedo garantizarle que sea una sumisa permanente.
Solo sé que con tal de pasar, al menos una vez la podría poseer y hacerle lo que quiera.
– ¿Estás muy segura, Cecilia?…
– Totalmente.
Si aprueba la llevan de vacaciones.
Si no lo hace, sus padres se van de viaje solos y ella quedaría en casa de su abuela, cosa que detesta y tendría que estudiar, cosa que detesta aún más.
– ¿Y hasta qué punto crees que se prestaría?…
– A todo… muchas veces le he contado de mi relación con un hombre dominante y siempre me dijo que le encantaría tener a alguien que le hiciera las mismas cosas que usted me hace a mí… solo que no tiene a nadie confiable para pedírselo, por eso solo ha tenido sexo vainilla, hasta ahora.
Con usted no tendrá opción… o hace lo que usted quiera o pasará enero estudiando en casa de su abuela…
La idea empezaba a seducirme, no solo por la posibilidad de poseer y dominar la imponente belleza de Micaela, sino también por que surgía de la mismísima Cecilia y parecía tan… entusiasmada.
Sin embargo, una duda me asaltaba…
– ¿Y qué hay de ti, nena? ¿No te va a molestar verme haciéndole a otra lo que te gusta que te haga a ti?
– Tal vez sí o tal vez no.
Podría excitarme y hasta gustarme.
¿Cómo saberlo? Hasta hace poco nunca hubiera imaginado que me gustaría ser una sumisa.
Sin embargo usted me lo ha hecho descubrir y disfruto de todo lo que me hace.
Incluso cuando me azota…
– Es cierto… tú has sido una gran sorpresa.
¿Pero por qué estás tan segura de querer experimentar con Micaela?… ¿crees que me gusta?…
– Señor… Amo… con todo respeto, no se vaya a enojar con su esclava… pero si me da usted un trozo de papel, yo anotaría los nombres de todas las alumnas que a usted le gustan y no fallaría ni uno.
Recuerde mi Señor, que su Cecilia lo conoce mejor que nadie…
Válgame Dios… me tiene más calado que a una sandía.
Soy transparente para esta chica.
Y pensar que hace unos meses se consideraba a sí misma estúpida.
Bueno, yo tampoco soy muy disimulado para mirar chicas.
Hasta Micaela debe tener bien claro que me gusta.
– ¿Y tú me dices que las traerías a mi cama, sin que ello te moleste?
– Una por una si pudiera.
Además se sabe que en materia de hombres, los mejores amantes son los más mujeriegos.
La poligamia es su naturaleza… Prefiero proveerlo de otras mujeres, antes que las busque por sus propios medios.
No quisiera que me deje…
Hasta ese momento Cecilia nunca me había dicho te amo, como yo se lo había dicho a ella.
No me molestaba.
Yo le daba su tiempo, pero ese “no quiero que me deje” sonó tan profundo como un te amo.
Supongo que para ella traerme chicas era una forma de que yo no me ocupara de buscarlas.
Es como que si ella era quien me las traía, yo no la estaría traicionando.
Ella mantendría algún control de la situación…
– Y a ti… ¿te gusta alguien más?…
– No, Señor.
No deseo a nadie más que a usted.
Solo tendría sexo con otro hombre si usted me lo ordenara.
– Es verdad… una vez hablamos de esto.
Pero no tengo planes de compartirte.
Te quiero para mí solo…
¿Entiendes?…
– Sí, Amo.
– ¿Y aun así deseas traerme a Micaela?
– Sí, Amo… es la preferida de todo el colegio, pero nadie de ahí la ha tenido.
Quiero que usted la posea y la disfrute… quiero que sea mi regalo de agradecimiento para usted por toda la felicidad que me da… y si me lo permite, quisiera estar ahí…
– Ah! Mi querida Cecilia… si Micaela entra en esta casa ten por seguro que tú estarás aquí.
Hay cosas que aún no han formado parte de tu entrenamiento, pero yo te las quiero enseñar.
Sé que eras virgen cuando yo te tomé, pero dime…
¿habías estado con una chica antes?
– No, Señor…
– ¿Y te hace fantasear la idea de tener sexo con una chica?… digamos con… ¿Micaela?…
Sus ojos empezaron a brillar… su sonrisa más pervertida se dibujó en su rostro.
Fue un enorme SÍ que no necesitó ser pronunciado.
Cecilia no dejaba de sorprenderme.
Tenía la facultad de transfigurarse de ángel a demonio y viceversa, en un santiamén.
Cuando creía que ya la conocía, una nueva faceta oculta salía a la luz.
Y con cada nuevo descubrimiento que hacía en ella, nacía algo que enriquecía mi vida.
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