Un profesor, una alumna y un colegio católico – Parte 7
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Xander_racer2014.
Hasta entonces había sido una sumisa total… siempre hizo lo que le ordené y se dejó hacer lo que me viniera en ganas.
Nunca protestó nada y siempre se entregó incondicionalmente.
Pero aun así, su rol no dejaba de ser muy pasivo.
La idea de conseguirme otra sumisa nació de su propia inquietud y la llevó a dar un gran paso adelante, al asumir un rol activo, creativo y protagónico.
En parte, creo que esta creatividad se fue desarrollando en ella desde los juegos eróticos que disfrutábamos, en los cuales yo siempre le dejaba amplia libertad para crear sus personajes.
La ladrona era su preferido por lejos.
Aquellos forcejeos bruscos la excitaban al máximo, pero conmigo siempre perdía.
Tal vez necesitaba de alguien con quien jugar y no perder.
Yo sostengo con plena convicción que toda sumisa que disfruta de ser dominada, en algún momento necesitará dominar a alguien, como única forma de entender lo que ella misma siente y más que entenderlo, disfrutarlo.
Es la ambigüedad del ser.
Para nuestro siguiente encuentro del viernes, ya que nos veíamos día por medio tres veces a la semana, Cecilia me confirmó que ya tenía todo arreglado.
Micaela había aceptado la propuesta y sería mía durante toda una noche.
Realmente deseaba más que nada en el mundo, el soñado viaje que le habían prometido sus padres.
Estaba dispuesta a todo por conseguirlo.
La coartada que mi sumisa construyó ingeniosamente consistía en que ante los ojos de los padres de Micaela y la madre de Cecilia, ambas chicas se encontrarían para salir el sábado a la noche.
Cenarían en casa de Micaela para llenar un poco los ojos de sus padres y luego se irían a una “discoteca”, como tantas adolescentes acostumbran hacer los fines de semana.
Lo cierto es que una vez fuera de casa de Micaela, tomarían un taxi para venir a mi casa.
La preciosa perra calienta hombres iba a probar las consecuencias de sus actos, conmigo.
Y yo tenía todo preparado para hacerle sentir el máximo rigor de una plena dominación, que le proporcionaría una experiencia sexual nunca antes vivida, pero que aparentemente formaba parte de sus fantasías.
Sobre las once y media de la noche del sábado, un vehículo de alquiler se detenía frente al jardín de mi casa.
Al abrirse la puerta trasera, lo primero que vi desde la pequeña ventana en la parte superior de mi puerta de entrada, fue una esbelta pierna que apoyaba un zapato de taco alto y fino.
Micaela descendía del taxi con el glamour de una diva.
Al terminar de salir, se quedó parada frente a la puerta, esperando el descenso de Cecilia que le pagaba al conductor, con dinero que yo le había dado para esos gastos.
Micaela lucía una brevísima minifalda jean que hacía que la belleza de sus esbeltas piernas resultara interminable.
Un top corto que dejaba su abdomen al aire y apenas se estiraba lo suficiente para contener sus formidables pechos.
Hombros seductores totalmente descubiertos y toda la belleza de su perfecto rostro sin maquillar, tal como instruí a Cecilia para que así me la trajera.
Luego el blanco esplendor de la radiante piel de mi sumisa apareció de pie junto a Micaela.
Llevaba una minifalda tipo tubo con un degradado de azul a blanco estampado, que se ceñía a sus caderas y se angostaba hacia sus muslos y un top a juego, que la hacían verse sencillamente exquisita.
También con zapatos muy altos, su caminar tenía la gracia de una modelo top ante cuya belleza, el mundo se ponía de pie para aplaudir.
El taxi se puso lentamente en marcha, mientras el chofer se regocijaba mirándolas de atrás.
Dos ángeles caminaban elegantemente rumbo a su encuentro con un demonio, ávido de pervertirlas, poseerlas y disfrutarlas.
Qué hermosamente vestidas estaban y qué poco les iba a durar.
No hay nada más excitante que una fantasía cuando se convierte en realidad.
Me preguntaba cuál sería la reacción de la venerable Hermana Directora del colegio, si supiera lo que algunas de sus alumnas hacen y sobre todo, con quién lo hacen… ¿Me despediría de inmediato o querría unirse al grupo?… personalmente preferiría la primera opción.
Sin darles tiempo a que toquen timbre, les abro la puerta y las hago pasar.
Cierro la puerta tras ellas y de inmediato comienzan a desnudarse.
Bien… Cecilia ya la ha aleccionado.
Micaela sabe cómo se debe comportar y acata en silencio.
Me mira nerviosa… le debe costar creer que se va a entregar a mí… La miro fijo mientras sus exquisitas formas íntimas van apareciendo frente a mis ojos.
Se muerde el labio, su respiración se agita, sus ojos me imploran.
Cecilia le asesta una enérgica palmada en una de sus nalgas.
– Te dije que no lo mires a los ojos a menos que él te lo ordene, perra.
Respeta a mi Amo y recuerda que esta noche tú también le perteneces…
Sorprendida por el impacto pero sin chistar, Micaela bajó su mirada al piso, abrió sus piernas y puso sus manos tras su cabeza.
Está exquisitamente desnuda y esperando que yo le haga cosas que tal vez ni siquiera imagine.
Cecilia la instruyó muy bien, ahorrándome el trabajo de tener explicarle sus pautas de conducta.
Yo le había encomendado la responsabilidad de ser mi asistente.
Después de todo, la entrega de Micaela era un mérito de Cecilia y por lo tanto quería que ella también la disfrutara.
A juzgar por esa nalgada y por el firme tono de voz con que le transmitió su orden, mi sumisa comenzaba a experimentar el placer de dominar y Micaela… estaba en “problemas”.
Pero para evitarme verdaderos problemas a mí mismo, le pregunté a Cecilia por cierto trámite formal que le había encargado…
– ¿Trajiste el documento?…
– Sí, Amo…
Fue hacia su cartera y extrajo el papel con una declaración escrita y firmada de puño y letra de Micaela.
Decía así: “Quien suscribe, Micaela Sánchez, declaro bajo juramento que no soy virgen, sino que he tenido diversos tipos de relaciones sexuales con cinco hombres distintos hasta ahora, desde que cumplí mis quince años, por lo que me considero promiscua y orgullosa de serlo y que en conocimiento de la ley que por mi edad me habilita a consentir relaciones sexuales con quien yo desee, elijo libremente tener sexo con mi profesor de literatura, quien me atrae poderosamente y por esa razón he empleado todos los métodos de seducción a mi alcance, para lograr mi objetivo.
Llegué a trepar el capó de su auto y enseñarle mi falda abierta, de lo cual hay numerosos testigos en el colegio.
Juro que no hay pago en dinero ni en ninguna otra especie por ninguna de las partes, sino que se trata de un acto libre y responsable en el que deseo incurrir.
Así mismo juro que ha sido mi idea pedirle a mi profesor, jugar el juego erótico del Amo (mi profesor) y la sumisa (yo), y le he implorado que me someta a sexo duro, ataduras, humillaciones verbales y físicas y también castigos físicos, desde la confianza que deposito en él y asumiendo toda la responsabilidad por cualquier cosa que ocurra, sin la menor vergüenza por nada.
De la misma manera he solicitado a mi compañera, amiga y ocasional amante, Cecilia Barrios, que sea testigo y partícipe de esta relación, en el rol de asistente de mi Amo, el profesor.
Reitero que ni el profesor, ni Cecilia tienen responsabilidad alguna, sino que simplemente complacen mis deseos de experimentar este tipo de sexo”.
Firma: Micaela Sánchez y adjunta fotocopia de su documento de identidad.
Conocía muy bien la letra de Micaela y se veía tan natural como la letra de todos sus escritos que alguna vez leí y corregí.
Por supuesto que el texto lo redacté yo mismo, lo imprimí y le dije a Cecilia que debía hacer que Micaela lo escribiera y firmara.
Esto me daba si bien no una total garantía, al menos una confianza por tener algo en su contra si decidiera jugar sucio.
Si sus padres la creían tan inocente, no les gustaría nada enterarse de la doble vida de Gatúbela.
A Micaela le convenía callar.
Guardé el documento en lugar seguro y me dispuse a comenzar la fiesta.
Empecé por llevar a Cecilia a mi habitación, mientras Micaela permanecía en la sala de estar, en posición de inspección.
Unos minutos para incrementar su nerviosismo le darían un toque de sal y pimienta a lo que estaba por llegar.
En mi cuarto, le puse a Cecilia su collar, aquel que se supo ganar a pura dignidad de sumisa ejemplar.
Sonrió orgullosa, como si le transfiriera el poder de una corona de reina.
Le dije que se atara el cabello y se hiciera un rodete por encima y le di una goma y una pinza extra, para que hiciera lo mismo con Micaela.
Me fascinan las mujeres de pelo largo, pero en ocasiones se transforma en un estorbo para este tipo de juegos.
Cuanta más piel a la vista, más perversiones se me ocurren.
Tomé también algunos elementos blandos, más que para castigo, eran para excitación y placer.
Para mí elegí una fusta flexible de unos setenta centímetros de largo con una lengüeta de cuerina negra sintética, muy blanda para dañar, pero que a determinada velocidad de manejo brindaba sensaciones muy intensas en ciertas partes del cuerpo y por supuesto, algo de dolor.
A Cecilia le di un látigo de flecos negro, también hechos de material sintético.
Manejado correctamente, los flecos se abren y acarician el cuerpo.
Según la fuerza que se imprime al azote pueden doler un poco, pero suavemente asestado, se transforma en una placentera caricia.
En ningún caso lastima y si deja alguna marca, es leve y se borra pronto.
También le di una caja con otros juguetes y la libertad para que ella los fuera usando según la ocasión lo propiciara y su imaginación se lo sugiriera.
Con eso tendríamos para empezar la diversión.
Volvimos a la sala de estar, donde Micaela permanecía inmóvil con su mirada gacha.
Quería fingir serenidad y fortaleza, pero el agitar de su respiración la delató cuando puse la lengüeta de la fusta justo sobre su sexo, en contacto con su visual hacia abajo.
Sus piernas temblaron.
Quizás intuitivamente quiso retroceder, pero Cecilia la contuvo parándose detrás de ella.
Tomó sus cabellos y Micaela se sobresaltó, pero al sentir que solo los recogía con una goma, se quedó quieta y se dejó hacer.
Con gran pericia le hizo un rodete y le aplicó la pinza de plástico para mantenerlo sujeto.
La improvisada sumisa era un manojo de nervios, lo cual me divertía.
Comencé a frotar la fusta suavemente sobre sus gruesos labios vaginales y luego la levantaba llevando la lengüeta hasta un sutil roce con su clítoris.
Ella intentaba contener sus gemidos, pero su humedad comenzaba a darle brillo a mi instrumento.
Su excitación comenzó a vencerla.
– Mmmm… Mmmm… Ahhh!…
– ¿Qué pasa, Micaela?… ¿Tus encantos no fueron suficientes para pasar mi materia con una simple imploración erótica?… ¿te encontraste con la horma de tu zapato, eh?… ¿Nunca pensaste que pagarías un precio tan elevado, perrita?…
Micaela se sonrojó con estas palabras, al tiempo que sus suspiros y gemidos eran más elocuentes que cualquier respuesta verbal.
De tanto en tanto, Cecilia le asestaba suaves golpes de látigo a flecos bien abiertos que bajaban por toda su bien formada espalda hasta sus mejor formados glúteos.
Como estaba situada detrás de Micaela, ésta no podía verla y cada azote la sorprendía amenazando con hacerla saltar, pero no había dolor por la suavidad con que Cecilia manejaba aquel instrumento.
Eran caricias que poco a poco la iban deleitando, en especial por el ingrediente sorpresa de no saber cuándo le caería el siguiente azote.
Al verla tan mojada comencé a subir la fusta lentamente por su abdomen.
Tracé un par de círculos alrededor de su ombligo y subí para llegar a sus pechos.
– Mírate, Micaela… estás completamente desnuda frente a mí.
¿Realmente creíste que trepar sobre el capó de mi auto te alcanzaría para aprobar?… ¿Sabes todo lo que te voy a hacer, putita?…
Sus ojazos celestes levemente entrecerrados imploraban piedad ante la incertidumbre que mis palabras fomentaban en ella.
Realmente yo no pensaba hacerla sufrir salvajemente, pero me gustaba atemorizarla un poco.
Estimulaba su adrenalina, incrementaba su ansiedad, sus nervios la hacían temblar… Apoyé la lengüeta de la fusta sobre su erecto pezón izquierdo y con rápidos movimientos hacia arriba y hacia abajo lo azoté no menos de treinta veces.
El flexible mango del instrumento lo hacía tan dúctil que la lengüeta negra apenas se veía de tan rápido que iba… las piernas de Micaela comenzaron a doblarse, pero Cecilia la tomó por su cintura y la levantó hasta dejarla erguida nuevamente… Los estruendosos jadeos de Micaela resonaron con fuerza en aquella sala…
– Ahhh!… Ahhh!…
Cerró sus ojos y cuando suspendí el golpeteo calmó su respiración como si un intenso susto hubiese pasado repentinamente.
Puse la punta de la fusta bajo su barbilla y presioné hacia arriba haciéndole levantar su cabeza.
Le ordené que me mirara… sus dulces ojos celestes hacían que mi mirada se perdiera en ellos.
Suavemente me incliné sobre aquel dolido pero excitado pecho, y lo atrapé con mis labios.
Lo engullí, lo succioné y dejé a mi lengua en libertad de recorrer aquella gran areola y lamer el castigado pezón, lo cual hizo a Micaela caer en irrefrenables gemidos que denotaban gran excitación.
El placer que le causaba se percibía como extremadamente intenso.
Cambié hacia su derecha, e hice lo mismo con su otro pezón.
Micaela seguía gimiendo.
Se veía tensa porque continuaba con sus manos sobre la nuca y probablemente por todo el jugueteo con sus pechos.
Acerqué mi boca hasta pegarla a la suya.
Sus ojos me miraban extasiados.
No necesito una foto de los míos para asegurar que la debo haber mirado de la misma manera…
– ¿Y, Micaela?… ¿te gustó lo que sentiste?…
Suavemente, como sin aliento, como si me dijera un secreto, me susurró:
– SSSS sí, Amo…
– ¿Cuál lamida disfrutaste más, Micaela?… ¿la de tu pezón izquierdo o la del derecho?…
– El izquierdo, Amo…
– ¿Y sabes porqué sentiste más placer en el izquierdo que en el derecho?…
– Nnnnn no, Amo…
– El castigo de mi fusta sensibilizó tu pezón izquierdo, haciendo que el placer que te dio mi lengua fuese mucho más intenso.
¿Qué tienes que decir, Micaela?…
– Gracias SSSS, Amo…
– Y te parece justo que tu pezón derecho haya disfrutado menos?…
– No, Amo…
– Y qué crees que debería hacer para compensarlo?…
– Castigarlo también, Amo… por favor…
No tuvo que decírmelo dos veces… Repetí la seguidilla sobre el otro pezón, lo cual hizo que se volviera a estremecer y luego volví a chupar su exquisita carne.
Vi a Cecilia tan excitada que le hice una seña para que fuera sobre el otro pecho.
Entre los dos le dimos una gran lamida a aquellos hermosos senos y de tanto en tanto, nos desviábamos para rozar nuestras lenguas, compartiendo el sabor de la sumisa que estábamos disfrutando.
En un momento vi que Micaela se sorprendió al ver a Cecilia, pero no porque ella estuviera lamiendo su seno.
Creo que le impactó el collar que usaba.
Hasta ese momento no lo había notado, pues desde que volvimos de mi habitación, era la primera vez que estaba de frente a ella.
Pude percibir una expresión de disfrute en sus ojos.
¿Será que le gustaría tener uno?.
Pasé mi brazo sobre los hombros de Cecilia y la fui guiando conmigo hacia abajo, lentamente, mientras nuestras lenguas humedecían la excitada piel de Micaela.
Descendimos hasta quedar de rodillas frente a su sexo, ya húmedo por demás, y nos turnábamos para lamerlo y penetrarlo con nuestros dedos.
Cada uno sostenía firmemente una pierna de Micaela, que temblaban por las contracciones de su cuerpo totalmente entregado al placer.
Estando mi lengua sobre su clítoris y un dedo de Cecilia rascando el interior de su vagina, las potentes convulsiones de Micaela nos sorprendieron con un colosal orgasmo que destiló un abundante fluido de exquisitos jugos.
Pasé dos dedos sobre su mojada carne y me incorporé para llevarlos a su boca.
Como si lo hubiera estado esperando, los atrapó con sus labios mientras yo los hundía suavemente en su interior.
Los chupaba con placer, se deleitaba en su propio sabor.
– ¿Conocías el sabor de tu sexo, Micaela?…
– No, Amo…
– ¿Y te gusta?…
– Sí, Amo… muchas gracias…
– Cecilia también participó de tu orgasmo… ¿no vas a agradecerle?…
– Gracias, Ceci– Señora… Gracias, Señora…
– Así me gusta, Micaela… No olvides el respeto que le debes a Cecilia.
Es tan Ama tuya como lo soy yo… ¿entiendes?…
– Sí, Amo.
Le ordené posición de descanso y su rostro mostró un evidente alivio cuando por fin pudo bajar sus brazos.
Volví a pasar la lengüeta de la fusta sobre su aún empapada vagina y le di un par de suaves pinceladas, una en cada mejilla, haciéndole sentir su humedad de mujer en su exquisita cara de niña bonita.
Sus ojos volvieron a implorarme, pero esta vez no pedían piedad.
Ahora irradiaban deseo.
Recién salía de un excitante orgasmo, pero como suele suceder en estos casos, ya quería más.
– ¿Qué deseas ahora, Micaela?…
– A usted, Amo… lo deseo a usted dentro de mí.
– ¿Y qué te hace pensar que lo mereces, perrita?… ¿Crees que te has portado bien conmigo?… ¿Y con los otros profesores?… ¿Has sido una buena alumna con ellos?…
– No, Amo… he sido una perra.
– ¿Y qué merece una perra como tú, Micaela?…
Su rostro cambió, denotando preocupación.
Sabía que iba a tener algún castigo e intuía que éste estaba muy próximo.
Cecilia, que había ido a mi habitación, volvía con mi cinturón y cuando Micaela vio que me lo entregaba en mi mano, abrió sus ojos celestes tan grandes como dos pedazos de cielo, tragó saliva y se resignó a su inminente destino.
– Te hice una pregunta, Micaela… ¿qué crees que mereces?…
– Castigo, Amo… merezco ser castigada.
– Y según tú… ¿cuántos azotes crees que mereces?…
– Cinco, Amo… cinco cinturonazos me darán mi merecido.
– ¿Solo cinco?… ¿No estudiaste en todo el año, te burlaste de todos y crees que cinco azotes serán suficientes?…
– Diez, Amo… diez azotes serán un castigo más justo.
– ¿Diez, Micaela?… En su primera azotaina Cecilia recibió quince y nunca fue tan perra como tú…
– Quince, Amo… por favor, azóteme quince veces…
– Pero tú te has portado peor que Cecilia.
Si solo recibes quince sería injusto con ella.
¿Me estás pidiendo que sea injusto con Cecilia, que también es tu Ama?…
– Veinte, Amo… es más que mi Señora… pero le suplico no más de veinte, Amo, por favor…
– Bien, Micaela… que sean veinte entonces…
Cecilia acomodó la silla y la dispuso en la acostumbrada posición.
Esposas de cuero en ambos tobillos, ancladas a las patas traseras.
Cuerpo flexionado hacia delante por su cintura, con su abdomen apoyado en el respaldo.
Muñecas esposadas a las patas delanteras.
Sus nalgas indefensas y expuestas hacia arriba esperando las descargas de mi cinto.
Sus pechos colgando por delante del asiento de la silla.
Tensamente amarrada, sugestivamente exhibida, indefectiblemente vulnerable, Micaela era un exquisito bocado que prometía saciar los más perversos apetitos.
Muchos consideran innecesariamente salvaje esta faceta del juego, pero créanme, una perra como Micaela necesita de vez en cuando, toparse con alguien que la trate así.
Les trastoca unos cuantos esquemas.
Las arrastra a la realidad y en ocasiones aprenden a disfrutarlo.
Cecilia abrió la caja de juguetes que yo le había dado y extrajo un fino y largo cordel blanco y un total de veinte pinzas de colgar ropa.
Una por cada azote que Micaela iba a recibir.
Cada una atrapaba también al cordel, de modo que éste las unía a todas.
Al descargar mi primer cinto sobre sus nalgas se contorsionó bruscamente pero la tensión de sus amarres no le dejaba mucha libertad de movimiento.
– ¡Uno!
-contó Micaela, acusando el dolor, mientras Cecilia le aplicaba una pinza en uno de sus pechos, pellizcándolo-
– ¡Dos!…
– ¡Ay!…
-¡Tres!…
Cada vez que Micaela recibía un azote, Cecilia añadía una pinza en ese mismo pecho, hasta llegar al décimo, en que la pinza fue directamente sobre su pezón.
Los bellos ojos celestes no paraban de segregar lágrimas que surcaban su hermoso rostro.
Para el undécimo azote, Cecilia añadió una nueva pinza, pero ahora en el otro pecho.
De gimoteos a sollozos, de sollozos a pesado llanto, Micaela transitó su primer castigo con excitante hidalguía.
El tormento de las pinzas no era menos importante que el del cinturón.
Si bien éste le dolía en el momento del impacto, las pinzas, aunque menos dolorosas, marcaban una presión constante una vez que se prendían a su cuerpo.
Con el vigésimo azote, Cecilia colocó la última pinza en el otro pezón de Micaela, con lo cual tenía diez pinzas en cada seno, todas unidas por el cordel.
Una vez liberada de sus amarres y erguida, como es lógico su primer impulso fue masajear sus nalgas, buscando un alivio, pero yo detuve sus manos y las levanté por sobre su cabeza, sosteniéndolas por ambas muñecas juntas.
Las pinzas continuaban prendidas a sus hermosos pechos, presionando distintas zonas de los mismos y unidas por el cordel.
Parada frente a ella, Cecilia unió ambos extremos del cordel tomándolos con una mano y ambas se miraron fijamente.
Los ojos de Micaela denunciaban temor… los de Cecilia brillaban de excitación.
Aprisionó los extremos del cordel cerrando el puño, levantó lentamente su mano, seguida atentamente por la mirada aterrada de Micaela y de un rápido tirón hacia abajo, le arrancó las veinte pinzas.
– Ahhh! -gritó Micaela en medio de un rebrote de sus lágrimas-
– Felicidades, sumisa… pasaste tu castigo.
-respondió serenamente Cecilia-
-Minutos después Cecilia le brindaba a Micaela la atención sanitaria usual después de un castigo.
La desinfección, los bálsamos refrescantes y humectantes, pero además los masajes reparadores que en tantas ocasiones me había dado a mí.
Me uní a ellas en la cama y me encontré con una más calmada Micaela, como si supiera que había superado una prueba de fuego que inevitablemente debía afrontar.
Su rostro se serenó y la expresión de dulzura volvió a sus fulgurantes ojos, cuya belleza solo era opacada por la irresistible tentación de sus carnosos labios, que de inmediato comencé a besar.
Yacía boca arriba sobre mi cama, abandonada a nuestros deseos, dispuesta a dejarse hacer a nuestro antojo.
Cecilia masajeaba su sexo con sus suaves pechos, tal como lo hacía conmigo y yo ahogaba sus gemidos comiéndome su boca a besos.
Nuestras lenguas no precisaron presentación.
Se acariciaban como si se conocieran desde siempre.
Recorrí su rostro, su cuello, sus hombros… todo en ella era puro deleite.
Aún tenía sus esposas de cuero, las cuales anclé a los extremos de la cama.
Cecilia hizo lo mismo con sus tobillos, dejando a Micaela tendida en posición de X.
Un vendaje sobre sus ojos la apartó del mundo de las sensaciones visuales, mientras mi boca descontrolada y ardiente recorría su cuerpo, sumiéndola en el mundo de las sensaciones táctiles.
Cecilia se ocupó de encender las velas y apagar la horrenda luz eléctrica, que en mi opinión le quita un gran porcentaje de encanto a la belleza del cuerpo femenino.
Luego se unió a nosotros, tendiéndose a la izquierda de Micaela.
Yo estaba a su derecha.
Ambos besábamos suavemente su rostro, dejando resbalar nuestra lengua por la comisura de sus labios, para que ella nos buscara a tientas.
Mi mano derecha acariciaba y aceleraba la excitación de su sexo, que no tardó en volver a humedecerse.
Cecilia lamía sus pechos, mordisqueaba sus pezones, exaltaba sus gemidos.
Cuando el cuerpo de Micaela se convirtió en un salvaje enjambre sexual, salté para tomar posición entre sus piernas y colocarme un condón.
Cecilia liberó los anclajes de sus tobillos, de modo que cuando la penetré bruscamente llegando a lo más profundo de su interior, ella soltó un grito de placer, un ronco bramido acompañado de un rápido movimiento de sus piernas que rodeando mi cintura, me atrapaban y me empujaban hacia ella.
Le quité la venda para deleitarme con el incomparable espectáculo de sus ojos celestes, que decían que sí, que me pedían más, que se entregaban a mi sexo desbocado y que ya no podía contener por más tiempo un orgasmo que la hizo estallar bajo mi cuerpo, quizás como nunca antes lo había experimentado.
Me salí de ella y mientras Cecilia liberaba sus muñecas y la ayudaba a incorporarse, yo me quité el preservativo, tomé a Micaela jalando su cabello y la traje hacia mi miembro.
Ella sabía lo que debía hacer.
Tenía precisas instrucciones de Cecilia.
Abrió su boca y mi pene se perdió en ella.
Lo chupó fuerte, lo deleitó con su lengua, lo masturbó con su mano, hasta recibir mi semen en su interior.
Mostró toda la carga, que dada mi excitación previa, era grande.
Cerró su boca y lo incorporó a su organismo, tragando hasta la última gota.
Su sonrisa satisfecha denotaba libertinaje.
Cecilia también me miraba sonriente.
– ¿Era esto lo que tanto querías, Cecilia?…
– Sí, Amo…
Tenía un gran deseo de ver a Micaela tragando su semen.
Ese era el regalo que le quería dar.
La besé profundamente y le di las gracias.
Un regalo así no se recibe todos los días.
Para ese entonces eran apenas la una menos diez de la mañana y Micaela se quedarían hasta las cinco.
Y lo mejor de todo es que lo más caliente de esta historia es lo que viene después.
Mi gran noche con dos sumisas, la excitante experiencia de Cecilia y algunas impactantes confesiones de Micaela, que iban mucho más allá de nuestras expectativas.
Todo eso se los contaré en la parte ocho de esta historia.
Hasta entonces y por favor no olviden comentar.
Sus opiniones me resultan muy valiosas.
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