“Una historia de amor y confianza que desafía tabúes: entre suciedad, deseo y vulnerabilidad, dos almas exploran lo prohibido y lo auténtico juntos.”
Dos años de matrimonio, amor profundo y confianza inquebrantable. Cuando un secreto inesperado amenaza su relación, deciden enfrentar juntos sus deseos, tabúes y límites, explorando la vulnerabilidad y el placer en un juego íntimo que fortalece su vínculo y redefine su amor..
¿JANET Sucia? – PRIMERA PARTE
Llevo dos años casado con Janet; ¡dos años excelentes! Es la esposa perfecta para mí. De verdad creo que es una de las mujeres más hermosas del mundo, aunque admito que soy parcial. Es solo un poco más baja que yo, casi 1.80 metros, y tiene una figura sexy y curvilínea. Es fuerte, está en forma, pero mantiene esas curvas que me enloquecen. Su larga melena negra le llega a la mitad de la espalda, y sus ojos… simplemente no puedo describirlos.
También es muy brillante, con una mente aguda que no se deja arrastrar por las opiniones ajenas. Se graduó en informática entre las mejores de su clase, pero pronto descubrió que detestaba la vida de oficina. Así que hace un año dejó su trabajo y empezó como jardinera. Gana menos, pero ama lo que hace. El cambio en su ánimo fue evidente, y nuestro matrimonio, que ya era bueno, se volvió increíble.
¿Defectos? Bueno… uno: tiene una obsesión con la limpieza. Se ducha dos veces al día, y tras cada encuentro sexual también. Personalmente, disfruto su olor natural, y me gustaría que fuera más evidente a veces. Pero si eso es lo peor, soy un hombre afortunado.
Lo mejor de todo es la confianza. Janet jamás estaría con otro hombre, y yo tampoco la traicionaría. Somos humanos, claro. Ella disfruta ver hombres atractivos, y yo no puedo evitar admirar a las mujeres hermosas. Tenemos un acuerdo: mirar está bien, tocar no.
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MIÉRCOLES
Salí temprano al trabajo, dejando a Janet dormida. En febrero, hay poco trabajo de jardinería, así que se quedaría en casa. En mi oficina era un gran día: una reunión crucial con un cliente importante. Todo estaba preparado, el ambiente era optimista.
A las 11:30 todo iba bien. A las 11:35, todo se desmoronó: el vuelo de nuestros clientes fue cancelado por niebla. La reunión tendría que reprogramarse. No era una catástrofe, pero sí frustrante.
Decidí irme temprano a casa. Al llegar, la puerta estaba cerrada, pero no intenté hacer silencio. Esperaba encontrarla en la sala, tal vez cocinando. Pero no. Escuché un gemido desde el dormitorio. No sonaba exactamente como cuando teníamos sexo; era más exagerado, más falso.
Abrí la puerta con cautela.
Janet estaba desnuda sobre la cama, masturbándose con la mano. El portátil frente a ella mostraba claramente que estaba en un show de cámara web. Lo cerró de golpe al verme.
—¡Dios mío, no, nooo!
Lloró de inmediato. Lloró de verdad.
Me senté a su lado. No grité, pero claramente estaba molesto.
Me confesó todo. No lo hacía por dinero. Usaba una página donde ganaba “buttcoins”, una especie de moneda digital que ni siquiera había canjeado. Dijo que necesitaba hacer algo “prohibido”, algo que se sintiera travieso sin romper nuestro acuerdo de fidelidad.
Técnicamente no me había sido infiel… pero no dejaba de doler.
Después de un largo silencio, ella preguntó:
—¿Lo he perdido todo? ¿Aún me amas?
Le respondí con sinceridad:
—No lo sé… pero creo que sí. Te amo. Y creo que puedo perdonarte.
Ella no se lo esperaba tan fácil.
—En la Iglesia católica, el perdón requiere arrepentimiento… y expiación.
Yo respondí con sarcasmo, tratando de aligerar:
—¿Vas a rezarle a la Virgen o quieres que te azote?
Pero entonces se me ocurrió una idea. Peligrosa. Extraña.
—Como expiación, no te vas a bañar ni a lavar durante cinco días. Ni una sola ducha. Solo te puedes lavar las manos después de ir al baño y los dientes como siempre. Y si haces pis, no te limpies.
Se quedó impactada. Luego, lentamente, asintió.
—Es asqueroso. Pero tiene sentido. Lo haré.
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JUEVES
Me desperté con ella abrazándome. Su aroma aún era el mismo, tal vez un poco más fuerte. Fue al baño y me llamó.
—¿Vas a mirar? Si voy a orinar de pie, lo mínimo es que me veas.
La miré orinar de pie, algo torpe pero exitoso. Las gotas le corrieron por las piernas.
—Límpialas —me pidió.
Me arrodillé y la limpié con la lengua.
Mientras se vestía, me preguntó:
—¿Uso la misma ropa interior toda la semana?
—Claro. Hace todo más efectivo.
La ropa interior blanca pronto cambiaría de color.
Esa noche, ya podía oler su cuerpo cuando la abracé. Le daba vergüenza, pero yo le dije que olía deliciosa. Cenamos, vimos una película y nos fuimos a la cama.
La desnudé lentamente, besando su piel salada, oliendo sus axilas con intensidad. Estaba avergonzada, pero excitada. Me metí entre sus piernas y la lamí.
—¡No! Estoy sucia —protestó.
—Pues este será tu único lavado.
La hice correrse y después ella se sentó en mi cara, empapándome. Nos dormimos abrazados.
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VIERNES
No tuvimos tiempo para mucho por la mañana, pero orinar de pie parecía convertirse en un ritual. Janet iba a trabajar al aire libre, así que su olor no molestaría tanto.
Yo salí temprano del trabajo, encendí la computadora en casa y busqué sus shows. Encontré tres videos en baja calidad. No eran muy largos, pero eran intensos.
Los preparé en el proyector. Cuando ella llegó, encendí los videos sin decir nada.
Se quedó helada. Su imagen gigante en pantalla, masturbándose con un pepino.
Le ofrecí café con coñac.
—¿Quién subió eso? Tiene pésima calidad —dijo con una sonrisa forzada—. Déjame mostrarte cómo se hace.
Trajo un pepino de la cocina, se desnudó y empezó a imitar la escena. Cuando la Janet de la pantalla terminó, me arrojó el pepino:
—Come.
Obedecí. Ella hizo una especie de show en vivo frente a su propia grabación. Fue brutalmente excitante. Luego me advirtió:
—¡O apagas eso o me visto antes de cenar!
Apagué. Cocinamos desnudos. Después, hicimos 69. Sus axilas olían fortísimo, su vulva tenía sabor a sudor y tierra. Me corrí enseguida. Ella también. Nos dormimos pegados.
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SÁBADO
Despertamos tarde. Ella observó su ropa interior manchada con cierto disgusto, pero se la puso. Fui al supermercado solo; temía que la echaran si iba así.
Cuando regresé, me sorprendió. Se masturbaba en el sofá, proyectando un video en Full HD. Tenía una colección privada de todos sus shows. Más de tres horas.
—Esta es mi venganza por la picazón que me provocaste —dijo sonriendo—. Te vas a pasar el día con la polla hinchada de tanto mirar.
Comimos en silencio, viendo los videos. Yo desnudo, con una erección constante. Ella también miraba, orgullosa.
—Es una lástima tener que dejarlo… Pero no me arriesgaría a repetir la semana de mugre.
—¿Por qué lo hiciste de verdad? —le pregunté.
—Por la sensación de degradación. Por romper un tabú. No fue por traicionarte, fue por sentirme sucia. Sensualmente sucia.
—¿Quieres seguir haciéndolo?
—Quizá. Pero no si me cuesta tanto. Aun así… me encantó.
Nos fuimos a la cama y terminamos la noche como los días anteriores: con sexo sucio y sudoroso, intensamente conectado. El dormitorio ya empezaba a oler fuerte. Pero no nos importaba.
Domingo
El despertar fue lento y cálido. El sol apenas entraba por la ventana, filtrándose entre las cortinas y pintando líneas doradas sobre la piel desnuda que dormía a mi lado. Su respiración era profunda y pausada, la única melodía en la habitación en calma. Me quedé observándola un momento, notando cómo el cuerpo descansaba plácido, sin la preocupación ni la urgencia de los días pasados.
Cuando abrió los ojos, su mirada se encontró con la mía, y por un instante no hubo palabras, solo una conexión tranquila, sin juicios ni exigencias. Me tendió la mano y me atrajo para un beso suave, un beso que sabía a promesas y al mismo tiempo a resignación feliz. Nos quedamos así, juntos, sin prisa.
Luego, ella pidió algo que me sorprendió con la naturalidad con que lo dijo:
—Quiero que me veas. Así, sin nada que esconder, sin trucos, sin filtros.
Me levanté y me senté frente a ella. Se puso de pie lentamente, dejando que la luz del día delineara su figura real: la piel ligeramente marcada, el vello que jamás se había quitado del todo, la textura de su cuerpo que antes solo había visto en flashes apresurados o a través de la superficie pulida que suele mostrar el mundo.
Su pecho, con esas marcas pequeñas que parecían mapas secretos. Su vientre, con una cicatriz que apenas había notado. La curva de sus muslos, con algunas manchas de sol y la evidencia del trabajo físico que hacía al aire libre. Su olor, una mezcla intensa de sudor, tierra, y un aroma natural, auténtico.
—¿Te incomoda? —preguntó con una voz suave.
—Para nada —respondí—. Es lo que siempre quise ver.
Nos quedamos un rato en silencio, simplemente mirándonos y reconociéndonos en esa versión pura, sin adornos, sin pretensiones. Le tomé las manos, acaricié sus brazos, y luego bajé para besar cada luna en su piel, trazando una geografía nueva que nunca pensé que conocería tan bien.
Después de un rato, la invité a tumbarse en la cama, y entre caricias y suspiros nos entregamos a un juego distinto, más lento, más paciente. Ella me pidió que no tuviera prisa, que solo me quedara ahí, explorando sin buscar un final, disfrutando el camino.
Fue un domingo dedicado a redescubrirnos. La cama se convirtió en nuestro refugio y confesionario, donde las barreras se deshacían con cada roce y cada palabra. Ella me habló de sus miedos, de sus deseos ocultos, y yo le respondí con mi verdad desnuda.
No hubo apuro, no hubo ganas frenéticas ni escapes. Solo presencia, aceptación, y una complicidad que se había fortalecido más allá del error y el perdón.
Antes de que la tarde se volviera noche, estábamos sentados en la sala, envueltos en una manta, compartiendo un café mientras ella jugaba distraídamente con un mechón de su cabello.
—Siempre quise ser libre —confesó—, pero no sabía cómo hacerlo sin perderme.
Le tomé la mano con ternura.
—Lo estás haciendo ahora —le dije—. Y no estás sola.
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Lunes
El lunes llegó con un aire distinto, una mezcla de rutina y gravedad. Los dos teníamos que regresar a la realidad del trabajo, con sus horarios, sus reglas y sus personas. Fue una mañana de silencios respetuosos mientras nos preparábamos, como si vestirnos fuera un acto que apretaba los límites del espacio íntimo que habíamos creado el fin de semana.
Ella se despidió con un abrazo fuerte, con una intensidad que decía más que mil palabras.
—No quiero que esto se vuelva rutina —susurró—. Prométeme que no dejaremos que el peso del día a día apague lo que tenemos.
Asentí con la misma convicción.
—Te lo prometo.
Durante el día, sus imágenes y palabras me acompañaron. Pensaba en su piel, en su olor, en la vulnerabilidad que había tenido el coraje de mostrar. Me excitaba y me conmovía al mismo tiempo.
Esa noche, cuando por fin regresamos, la atmósfera era distinta. No había urgencia, no había juego. Nos acostamos abrazados, compartiendo un calor silencioso que hablaba de confianza y renacimiento.
—Esto es parte de lo nuevo —le dije—. Saber sostener el deseo en la calma.
Ella sonrió y apoyó su cabeza en mi pecho.
—Y yo estoy lista para seguir caminando contigo —respondió.
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Martes
Los días siguientes se convirtieron en un delicado equilibrio entre lo mundano y lo extraordinario. Janet cumplía con su promesa y yo con la mía, pero no sin tropiezos. A veces, en medio de una conversación trivial o un momento cotidiano, una mirada o un roce nos recordaba lo frágil y valiosa que era esta nueva etapa.
Su olor, ahora más natural y menos contenido, era un constante recordatorio de nuestra vulnerabilidad y nuestra fortaleza. Aprendí a amarlo con toda su intensidad, sus matices y sus contradicciones.
Una tarde, mientras ella me contaba cómo había sido el día en la empresa de jardinería, noté que sus manos estaban marcadas por el trabajo: tierra bajo las uñas, pequeñas heridas que se curaban lentamente, la fuerza en sus dedos. Era una belleza salvaje, sin pulir, y me fascinaba.
—¿Sabes? —me dijo mientras tomaba mi mano—. A veces siento que mi cuerpo me pertenece más ahora que nunca. Que esta suciedad, este olor, estas marcas son parte de mi historia, de lo que soy.
La miré con admiración.
—Y yo quiero ser parte de esa historia, con todo lo que implica —le dije.
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Miércoles
La vida siguió su curso con una mezcla de normalidad y erotismo cotidiano. La rutina del trabajo, las pequeñas discusiones, las risas compartidas, y los momentos íntimos que ya no eran clandestinos sino parte de nuestra verdad.
Una noche, después de cenar, Janet me sorprendió con una propuesta atrevida.
—Quiero hacer un show en webcam contigo —dijo con una sonrisa pícara.
Mi corazón se aceleró, mezclado con sorpresa y excitación.
—¿Tú y yo? —pregunté incrédulo.
Asintió.
—Sí. Quiero que me veas y me disfrutes, sin esconder nada. Quiero que esto sea nuestro secreto, nuestro juego.
La idea me pareció arriesgada, pero también muy excitante. Sabía que para ella era una forma de romper tabúes y al mismo tiempo profundizar nuestra complicidad.
Esa noche nos preparamos. Luces suaves, música tenue, y la cámara lista para capturar cada instante. Empezamos con timidez, pero poco a poco nos soltamos. La mezcla de exhibicionismo y privacidad nos llevó a un territorio nuevo, donde el deseo se manifestaba sin miedo ni prejuicios.
Fue una experiencia reveladora, que reforzó nuestra confianza y nuestra pasión.
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Jueves
El jueves fue un día de contrastes. Por la mañana, Janet estaba inquieta, casi nerviosa, mientras preparaba su ropa para el trabajo. Por la noche, sin embargo, se mostró radiante, llena de vida y energía.
Nos regalamos momentos de caricias prolongadas, de palabras susurradas y de juegos que rozaban lo prohibido.
En un momento dado, mientras ella descansaba sobre mí, me confesó algo.
—Nunca pensé que podría disfrutar tanto siendo tan… desordenada.
Reí y la besé.
—A veces, lo que parece caos es solo otra forma de orden.
Nos entregamos a la noche con una intensidad que hacía tiempo no experimentábamos. Cada beso, cada roce, era una reafirmación de que, a pesar de las tormentas, estábamos juntos y fuertes.
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Viernes
La semana cerró con la rutina y el deseo entrelazados. La suciedad, el olor, la picazón, y la necesidad de limpieza se convirtieron en símbolos de nuestra complicidad.
Janet seguía cumpliendo con su promesa, soportando la incomodidad física y emocional con una valentía que me inspiraba.
Nos reíamos de nuestras ocurrencias, de los desafíos, y de la extraña mezcla de asco y placer que nos acompañaba.
El viernes por la noche, mientras nos preparábamos para dormir, ella me miró con esos ojos que ahora conocía como propios.
—Gracias por ser mi cómplice —dijo—. Por entenderme, por no juzgarme.
Le tomé la mano.
—Siempre.
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Sábado
El sábado llegó con calma y reflexión. Pasamos el día juntos, sin prisas ni planes, disfrutando del silencio compartido y de la presencia del otro.
En un momento, Janet me sorprendió con una pregunta.
—¿Crees que esto que hicimos cambió algo?
Pensé por un momento.
—Sí —respondí—. Nos hizo más fuertes. Más libres.
Ella asintió, y me abrazó.
—Entonces valió la pena.
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Epílogo
Lo que comenzó como un error y una necesidad de expiación se convirtió en un viaje de descubrimiento, confianza y amor profundo. Aprendimos a abrazar nuestras sombras, a celebrar nuestras imperfecciones, y a construir un vínculo indestructible.
Janet y yo seguimos caminando juntos, conscientes de que la verdadera libertad no está en la limpieza o la perfección, sino en la aceptación y el amor sin condiciones.
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