Viva en la marea
El viento del mar traía olor a algas. Desde la ventana del pequeño cuarto en el ático, Clara veía a su hermana caminar descalza por la playa, con el abrigo abierto y el vestido pegado al cuerpo por la bruma..
La madre dormía aún, con las cortinas corridas. Clara, en cambio, llevaba horas despierta, observando hacía la playa.
—¿Que hacías allá? —preguntó cuando Elena entró, con el cabello empapado.
—Pensaba en mi novio —respondió ella, quitándose el abrigo—. Dijo que vendría si podía.
—No trabaja, ¿cómo no va a poder?
Elena sonrió, sin mirarla.
—No necesita trabajar.
—Vive del dinero de sus padres, duerme hasta el mediodía y se revuelca con cualquiera…
—No es con cualquiera. —Elena se volvió, la voz baja pero firme—. Es conmigo.
Por un instante, Clara se quedó callada.
—Me hace sentir… viva.
Clara quiso responder, pero no lo hizo. Afuera, se acercaba ya precisamente él: un hombre alto, con las manos en los bolsillos y una sonrisa que no se distinguía del todo.
Elena corrió hacia la puerta, pero antes de salir se volvió.
—No le digas nada a mamá —susurró.
La puerta se cerró, y Clara quedó sola
Elena bajó corriendo. Cuando salió a su encuentro, sintió ese impulso que siempre la empujaba hacia él.
Él levantó la mano a modo de saludo
—Creí que no ibas a venir —dijo ella, intentando sonar distante.
—Claro que iba a venir —respondió él, encogiéndose de hombros—. Quería verte.
Caminaron en silencio hasta el porche de la casa. La madera crujía bajo sus pies descalzos.
—No podemos entrar —susurró ella, mirando hacia la ventana del ático—. Mamá sigue dormida.
—Entonces mejor —dijo él, apoyándose contra la baranda—. Me gusta cuando podemos estar solos.
Elena rodó los ojos, pero sonrió. Le gustaba su voz, ronca y la manera en que parecía no importarle nada.
—No todo es un juego, Liam.
—Claro que no. —Se inclinó hacia ella—. Pero contigo tiene sentido.
Él deslizó un dedo por el borde de su muñeca, apenas rozándola.
—¿Sabes lo que pensé cuando te vi la primera vez? —preguntó él.
—No.
—Que eras demasiado virgen para mí. —Sonrió, sin ironía—. Y que por eso iba a necesitar ayudarte un poco.
Elena rió, nerviosa.
—No digas tonterías.
—No son tonterías, amor. Es lo único que me sale bien.
Desde la ventana del ático, Clara los veía.
Elena lo notó tarde: ya estaba demasiado cerca de él.
Liam rozó sus labios con los suyos.
—Vamos a meternos en problemas —susurró ella.
Él sonrió de nuevo.
Elena le permitió acercarse. Las manos de Liam, urgentes, se aferraron a sus tetas, arrugándo su camiseta. El roce de sus dedos le subió por la garganta y le tensó los hombros. Sintió el pulso acelerado en el cuello, el aire caliente entre los dos.
Él la besó despacio, con una torpeza que le pareció dulce. Elena se inclinó hacia adelante, abriendo apenas los labios. Su lengua rozó la de él, un gesto mínimo, casi tímido, pero que la estremeció hasta el pecho.
Entonces, un ruido los detuvo.
La puerta principal se abrió con un chirrido lento.
En el umbral, con la bata de dormir aún arrugada y el cabello revuelto, su madre los observaba: primero a Elena, luego a Liam, sin decir palabra.
El aire se volvió denso. Elena se separo de golpe.
—Mamá… yo… no sabíamos que estabas despierta.
La madre no respondió. Solo miró al hombre, y por un instante Elena sintió que también había notado el temblor en su cuerpo, la verga erecta de Liam que rozaba su vientre. Luego se giró hacia el interior de la casa.
—Desayuno en quince minutos —dijo, con voz neutra, antes de desaparecer.
Liam exhaló un suspiro entre los dientes.
—Te lo dije —murmuró—. Siempre terminamos en problemas.
Rápidamente el olor a pan tostado y a mantequilla quemada llenaba la cocina.
Clara observaba a su hermana servir café con manos temblorosas. Su madre, frente a ella, mantenía una expresión serena, casi distante, pero su voz, cuando habló, sonó cortante como el filo de un cuchillo.
—No quiero que ese hombre vuelva a esta casa, Elena.
Elena no respondió. Dejó caer una cucharita dentro de la taza y el sonido metálico pareció romper algo invisible.
—Mamá… —empezó Clara, pero la madre levantó una mano sin mirarla.
—No es asunto tuyo, cariño. —Luego se volvió hacia la mayor—. Tiene casi el doble de tu edad, ¿te das cuenta? ¿Qué puede ofrecerte alguien así?
Elena respiró hondo, los ojos fijos en la mesa.
—No lo entiendes.
—Inténtalo tú. Explícamelo.
Clara sintió cómo la tensión se estiraba entre las tres, invisible y vibrante. En la silla, su cuerpo se mantenía rígido, pero dentro de ella todo ardía. Recordó el gesto de Liam en el porche, la forma en que la besó.
—No quiero molestarte, mamá —dijo al fin Elena, en voz baja—. Pero… quiero estar con él.
La madre suspiró, bajando el tono.
—Elena, cielo, no te juzgo. Solo me preocupa. Eres muy joven. Y él… —se interrumpió, buscando las palabras—, él ya es un hombre.
Elena levantó la cabeza con una determinación nueva.
—Por eso quizás es que me gusta.
—Solo quiero que pienses —dijo Eileen, su madre—. Que esperes. No hay prisa.
Elena negó despacio.
—Sí la hay. —Y entonces lo dijo, con una serenidad que heló la habitación—. Quiero que sea él. Quiero que sea mi primera vez.
La madre se quedó inmóvil. No hubo gritos, ni lágrimas.
Clara no pudo mirar a ninguna. Sintió algo mezclado con miedo y vergüenza… pero también una punzada de deseo incomprensible. La imagen de Liam volvió a su mente: la barba de dos días, la voz grave, el modo en que tocaba a Elena.
No supo si envidiaba a su hermana o si quería ocupar su lugar.
La madre fue la primera en moverse. Le tomó la mano a Elena, con una ternura agotada.
—Hija, el sexo puede esperar —dijo en voz baja.
Clara se levantó, fingiendo ir por más café. Necesitaba moverse, respirar. Caminó hasta la ventana de la cocina y se quedó allí. Las voces de su madre y su hermana subían y bajaban.
Escuchaba palabras sueltas: responsabilidad, amor, cuerpo, respeto.
Y luego silencios, largos.
Clara apoyó la frente contra el vidrio. Se preguntó por qué había algo en él que la atraía.
No era deseo, se dijo. O tal vez sí, pero disfrazado de curiosidad, de esa necesidad torpe de entender qué buscaba su hermana en un hombre como él.
“¿Y si fuera yo?”, pensó.
No porque quisiera hacerlo, sino porque comprendió que podía.
Que dentro de ella también había algo que quería ser visto, tocado, elegido.
La voz de su madre la devolvió al presente.
—Clara, ven, siéntate con nosotras.
Obedeció sin decir palabra. Se sentó frente a ellas, notando la calma con que su madre sostenía la conversación. Eileen tenía los ojos húmedos, pero no lloraba.
—Escucha, cariño —le dijo a Elena, con una dulzura firme—. No voy a prohibirte nada. Yo no soy la guardiana de tus decisiones, solo la testigo. Pero antes de que des ese paso, quiero que tengas claro lo que significa.
Elena bajó la mirada, avergonzada pero atenta.
—El sexo… —continuó Eileen, eligiendo las palabras con cuidado— no es solo un cuerpo sobre otro. Es algo que puede unir, pero que puede confundir. No se trata de hacerlo o no hacerlo, sino de saber por qué lo haces. Y con quién.
Clara observó cómo su madre posaba una mano sobre la de su hermana, sin juicio.
—No hay vergüenza en desear —dijo Eileen—. Pero tampoco hay obligación. Nadie tiene derecho a tocarte si no lo eliges, ni siquiera por amor.
Elena asintió, mordiéndose los labios.
—Lo entiendo, mamá. De verdad.
—Lo sé, hija. Solo prométeme que será porque tú lo decides, y no porque él te haga pensar que lo deseas.
Elena se levantó y la abrazó.
Clara las miró en silencio.
—No quiero que te sientas avergonzada —dijo ella, con voz baja, serena—. Esto también forma parte de crecer, de conocerte.
Elena asintió, pero tenía los ojos brillantes.
—No sé por dónde empezar, mamá. A veces me da miedo.
Eileen se inclinó un poco hacia adelante.
—El miedo es natural. Lo que importa es que no te paralices.
—Yo lo deseo —susurró Elena.
Eileen la observó unos segundos más, con un gesto que mezclaba ternura y una pizca de preocupación.
—Entonces háblame, amor. Dime qué te inquieta.
Elena dudó un momento antes de hablar.
—Es que me he bañado con él… cuando estamos solos… —tragó saliva—. A veces me cuesta saber si lo que siento está bien. Le gusta que me toque y me mira mientras lo hago y a mi también me gusta, me gusta como me ve y no se lo digo pero me gustaría que fueran sus dedos y no los míos, también pensaba al tiempo que me daba miedo que tu me descubrieras así con él.
Eileen le tomó las manos con suavidad.
—No tienes que tener todas las respuestas ahora —dijo, mirándola con calma—. Lo importante es que escuches tus propios sentimientos y te des permiso de explorarlos sin culpa.
Elena bajó la mirada, y por un instante dejó que las lágrimas asomaran.
—Gracias, mamá… —susurró—. Solo quería que supieras lo que siento.
Eileen la abrazó con ternura, dejando que el silencio hablara por ellas. En ese momento, Elena sintió que no estaba sola en su confusión, y que eso, de algún modo, era suficiente.
Eileen le acarició la mejilla.
—Eso que describes es más común de lo que imaginas. Nadie te enseña cómo comunicarte en esos momentos, pero puedes hacerlo con palabras, con gestos. No tienes que adivinar nada.
Elena asintió, casi en silencio.
—Y si él me pide que yo… —se detuvo, nerviosa—. No sé si debería. […]
Eileen bajó la mirada un instante y luego volvió a levantarla, con una expresión tranquila.
—Lo importante es que no hagas nada que no te nazca. Si algo te incomoda, detente. Si algo te atrae, pregúntate por qué. No hay vergüenza en sentir curiosidad. […]
Clara se movió en su asiento, intentando no hacer ruido. Había algo en el tono de su madre que la desarmaba: la forma en que hablaba sin juicio, con esa calma que hacía parecer que todo podía decirse.
Eileen se volvió hacia ella, sin perder la suavidad.
—Clara, no te escondas. Esto también es para ti. No quiero que aprendan con miedo, ni que crean que hay temas prohibidos.
Clara solo asintió, sintiendo que un leve calor le subía al rostro.
Elena respiró hondo, todavía un poco temblorosa.
—¿Y si me equivoco? ¿Si después me arrepiento?
Eileen le sonrió, con los ojos brillantes.
—Equivocarse también forma parte de aprender. Lo importante es que te escuches, que seas tú quien decide cuándo y cómo. Nadie más. […]
El silencio que siguió fue largo, pero no incómodo. Eileen tomó las manos de ambas y las apretó.
—El deseo no es un enemigo. Es una forma de conocerse, de aceptar quién eres. No lo niegues, pero tampoco dejes que te domine.
Clara bajó la vista.
Elena levantó la mirada, aún con un hilo de duda.
—¿Y si… lo invito a casa? —murmuró, casi temiendo la respuesta.
Eileen sonrió, con una calma que parecía envolver la habitación.
—Si tú quieres, puedes invitarlo —dijo—. Ya te he dado permiso para explorar lo que sientes, siempre y cuando lo hagas porque tú lo deseas, no por presión.
Clara se removió en su asiento, notando cómo un calor distinto le subía al rostro ante la naturalidad de la conversación.
—Solo recuerda —añadió Eileen, apretando suavemente las manos de ambas—, que la decisión es tuya.
Elena asintió, sintiendo que un peso se levantaba de sus hombros.
—Gracias, mamá… —susurró—. Saber que puedo elegir me hace sentir menos… nerviosa.
—Creo que vendrá por la tarde… no hemos estado viendo en la playa todos los días para ver el atardecer. .
Eileen asintió, tranquila, como si entendiera la importancia de cada detalle para ella.
—Entonces prepárate para recibirlo como quieras, con calma. No hay prisas.
Elena sentía un cosquilleo en el estómago, mezcla de anticipación y nervios, pero también un extraño alivio: ya no tenía miedo de lo que sentía. Liam iba a llegar, y ella sabía que estaba lista para recibirlo, con la certeza de que todo, en aquel momento, dependía solo de ella.
Eileen sonrió con suavidad, notando el nerviosismo y la emoción en Elena.
—Si quieres que este sea un día especial, escoge algo que te haga sentir bonita, segura… algo que, cuando él te vea, te recuerde a ti misma lo que este momento significa para ti.
Elena la miró, con un leve rubor en las mejillas.
—¿Ropa especial? —preguntó, un poco tímida.
—Sí —asintió Eileen—. No para impresionar a nadie más que a ti misma, pero sí para que él perciba que este día es distinto, que lo que van a compartir es importante para ti. Que vea, incluso sin palabras, que tú lo deseas y que lo has decidido.
Elena bajó la mirada, pensando en qué podría ponerse. Una mezcla de nervios y anticipación le recorrió el cuerpo; sabía que cada detalle contaría, que cada gesto suyo hablaría antes que las palabras. Por primera vez, se permitió imaginar no solo su miedo, sino también la emoción de un encuentro que ella había elegido plenamente, desde su propio deseo.



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