La pijamada de mi hija
Un padre muy particular en una noche de niñas (vas a eyacular si lees este relato).
La casa, por fin, olía a chicle y no a mis jodidas facturas de la oficina. Anabella, mi pequeña demonio de ocho años, estaba eufórica. Había conseguido permiso para esa estúpida pijamada con sus amiguitas. Cuatro mocosas gritonas correteando por el living, pintándose las uñas de colores chillones y cuchicheando secretos que seguramente involucraban al último youtuber de moda.
Mi mujer, Laura, estaba en su salsa. Le encantaba organizar estas cosas, ser la anfitriona perfecta. Yo, en cambio, solo veía el caos inminente y la certeza de una noche de insomnio. Pero bueno, era un fin de semana. Podía soportarlo. Por Anabella, claro. Siempre por Anabella.
Mientras las nenas montaban su fuerte de almohadas en el living, Laura me lanzó una de sus sonrisas cómplices. «Voy a pedir unas pizzas, ¿te parece?». Asentí, aliviado de no tener que lidiar con la cocina.
Subí a mi despacho con la excusa de revisar unos mails. La verdad es que necesitaba un respiro del torbellino infantil. Me serví un whisky doble, el primero de muchos, seguramente. Me asomé por la ventana y vi a las madres dejando a sus hijas. Todas con esa mirada de «confío en ti, Laura». Pobres ilusos.
La noche avanzó entre risitas agudas y canciones pop a todo volumen. Bajé un par de veces para rellenar mi vaso y asegurarme de que no prendieran fuego la casa. Laura parecía disfrutarlo, metida en el papel de madre divertida y permisiva. Yo asentía con una sonrisa forzada y volvía a mi refugio en el segundo piso.
Alrededor de la medianoche, el silencio comenzó a imponerse. Las pequeñas guerreras del sueño fueron cayendo una por una, rendidas ante el cansancio y la sobredosis de azúcar. Laura recogió los restos de la batalla campal y luego subió a la habitación.
«Por fin», pensé, apurando mi trago.
Laura se metió en la cama y me dio un beso en la mejilla. «Buenas noches, cariño».
«Buenas noches», murmuré, aunque sabía que mi noche recién comenzaba.
Esperé unos minutos, hasta que su respiración se hizo profunda y regular. Me levanté en silencio, abrí la puerta de mi despacho y saqué la botella de whisky. Necesitaba relajarme de verdad.
Volví a asomarme a la ventana. La calle estaba desierta, iluminada por la tenue luz de las farolas. Un aire fresco entraba por la ventana entreabierta.
Bajé las escaleras con la botella en la mano. En el living, bajo una tenue luz de noche con forma de unicornio, dormían las cuatro niñas. Anabella, en el medio, con una sonrisa angelical en los labios.
Me quedé observándolas un momento. Tan pequeñas, tan inocentes… y tan ruidosas durante el día.
Me serví otro whisky y me senté en el sillón, frente a ellas. La casa estaba en silencio por primera vez en horas. Un silencio casi hipnótico.
Mi mirada se detuvo en una de las niñas, la que tenía el pelo rubio y rizado. No recordaba su nombre. Tenía una manta rosa cubriéndola hasta el cuello. Una de sus manitas asomaba, pequeña y delicada.
Bebí otro sorbo de whisky. La noche era joven y la casa, por fin, era mía.
(Otro trago largo. El whisky quemaba agradablemente en la garganta.)
La niña rubia se movió ligeramente entre sueños, dejando al descubierto un poco más de su rostro. Tenía pestañas largas y finas que descansaban sobre sus mejillas sonrosadas. Parecía tan frágil, tan vulnerable.
Una punzada, algo parecido a una… ¿curiosidad? me recorrió el estómago. No era culpa, juro que no era culpa. Simplemente… una observación. Como cuando ves un insecto raro y te acercas para examinarlo de cerca.
Me levanté con cuidado, la botella de whisky tintineando suavemente en mi mano. Me acerqué a la niña rubia y me arrodillé a su lado. Su respiración era suave y acompasada. Olía a champú de frutas y a esa dulzura infantil que tanto me recordaba a Anabella cuando era más pequeña.
Deslicé un dedo suavemente por su mejilla. La piel era tersa y cálida. Ella no se inmutó.
Otro trago. El alcohol empezaba a nublar un poco mis pensamientos, pero no de forma desagradable. Más bien, los liberaba de las cadenas de la cordura cotidiana.
Mi mirada bajó hacia su brazo, la pequeña mano que asomaba de la manta. Dudé un instante, una fracción de segundo donde una sombra de… ¿qué era? ¿advertencia? ¿precaución? cruzó mi mente. La ignoré.
Tomé su manita entre las mías. Era tan pequeña. Sus dedos, diminutas réplicas de los de un adulto, estaban ligeramente curvados. Sentí una textura suave, casi como terciopelo.
No había nada sexual en esto, que quede claro. Era pura… exploración. Como un científico analizando una muestra bajo el microscopio. Quería entender esa fragilidad, esa inocencia que contrastaba tan brutalmente con el caos del mundo adulto.
La levanté un poco, examinando la palma de su mano. Las líneas eran apenas visibles, un mapa borroso de un futuro incierto. ¿Qué le depararía la vida a esta pequeña criatura? ¿Alegrías? ¿Sufrimientos? ¿Se convertiría en una mujer fuerte o en una más del montón?
La volví a dejar suavemente sobre la almohada. Ella suspiró levemente y se acurrucó más en su manta.
Me levanté y me serví otro trago. La luz del unicornio proyectaba sombras extrañas en las paredes del living. Las otras niñas dormían plácidamente, ajenas a mi presencia, a mis pensamientos.
Volví a sentarme en el sillón. La botella estaba ya por la mitad. Sentía una calma extraña, una desconexión del mundo exterior. Solo estábamos ella, sus amigas dormidas y yo, en la penumbra de la noche.
Mi mente divagaba. Pensaba en mi propia infancia, en las cosas que había hecho, en las cosas que me habían hecho. ¿Había sido tan inocente alguna vez? ¿En qué momento se pierde esa pureza?
Miré de nuevo a la niña rubia. Seguía durmiendo, ajena a mis cavilaciones. Una pequeña burbuja de inconsciencia en medio de mi noche de whisky y reflexiones turbias.
Quizás, solo quizás, esta era la única forma de encontrar un poco de paz en este puto mundo. Observar la inocencia sin tocarla, sin corromperla. Solo observar.
Pero la noche era larga, y la botella aún tenía algo que ofrecer. Y mis pensamientos, como siempre, eran impredecibles.
(El whisky ya no quemaba, ahora solo entumecía. La línea entre la observación y algo más se había difuminado, borrosa como un recuerdo lejano.)
Estaba ahí, en calzoncillos, la tela pegajosa por el calor de la noche y el sudor frío que me recorría la espalda. La botella de whisky reposaba a mis pies, casi vacía. Mis ojos, fijos en el grupo de niñas dormidas, parecían tener vida propia, recorriendo sus pequeños cuerpos bajo las mantas.
No recuerdo exactamente cuándo empezó. Una mano inquieta, descendiendo sin permiso propio. Un roce distraído, al principio casi inconsciente. Pero la fricción, el contacto con mi propia piel, despertó algo dormido, algo primario y oscuro que siempre había estado latente en algún rincón de mi ser.
Mis dedos se movían con una torpeza excitada, la respiración se aceleraba y la sangre comenzaba a bombear con más fuerza en mis venas. Mi mirada seguía clavada en ellas, en la curva suave de una mejilla, en el pequeño bulto de un pecho incipiente bajo la tela de un pijama.
No había culpa. No había remordimiento. Solo una sensación creciente, una necesidad apremiante que parecía surgir de la nada y al mismo tiempo haber estado ahí siempre. Era como rascar una picazón antigua, una comezón que por fin encontraba alivio.
Mi mente intentó justificarse, buscar una razón lógica a lo que estaba haciendo. El estrés del trabajo, la monotonía del matrimonio, la visión de esa inocencia que contrastaba con mi propia miseria… Tonterías. Eran solo excusas baratas para un impulso que no necesitaba explicación.
La erección se hizo firme, dolorosa. Mi mano trabajaba con urgencia, la fricción generaba un placer casi punzante. Los gemidos se quedaron atascados en mi garganta, ahogados por la vergüenza de ser escuchado, aunque sabía que las niñas dormían profundamente y Laura estaba en la habitación de arriba, ajena a mi despertar.
Pero la vergüenza era un fantasma débil comparado con la intensidad del momento. Era como si una presa se hubiera roto dentro de mí, liberando una corriente oscura y poderosa que me arrastraba sin resistencia.
Mis ojos viajaban de una niña a otra, deteniéndose en los detalles más insignificantes: un mechón de pelo rebelde sobre la frente, una mano aferrada a un peluche, la suavidad de sus labios entreabiertos. Cada imagen alimentaba mi excitación, la intensificaba hasta un punto casi insoportable.
Sabía que estaba mal. La conciencia, esa vocecita molesta que a veces intentaba hacerse oír, susurraba advertencias débiles. Pero la ignoré, la silencié con la fuerza de mi deseo. Esta era mi noche. Mi momento. Y tenía toda la oscuridad y el silencio del mundo para saciar este apetito que acababa de despertar.
La proximidad de las niñas, su inocencia dormida, actuaba como un catalizador perverso, intensificando cada sensación, cada roce. Era como si su pureza inconsciente realzara la oscuridad que habitaba en mí.
La respiración se me entrecortaba, el corazón latía con fuerza en el pecho. La tensión se acumulaba, haciéndome temblar ligeramente. Mis ojos estaban vidriosos, fijos en ese pequeño universo de sueños infantiles que se extendía frente a mí.
Y mientras mi mano seguía su trabajo febril, una certeza helada se instaló en mi mente: esta noche no iba a terminar bien. Algo se había roto, algo se había liberado. Y el depredador que siempre había estado oculto en las sombras, por fin, había salido a cazar.
El alivio fue instantáneo, una descarga eléctrica que recorrió mi cuerpo, dejando tras de sí una sensación de vacío y, fugazmente, una punzada de… ¿asco? No, no asco. Más bien, una especie de extrañamiento. Como si hubiera sido otro quien hubiera hecho lo que acababa de hacer.
Mi respiración era agitada, el sudor frío me perlaba la frente. La erección comenzó a ceder lentamente, dejando una sensación de pesadez y un leve dolor. Mi mano temblaba ligeramente mientras me la limpiaba torpemente en el borde del calzoncillo.
Seguía mirando a las niñas. Seguían durmiendo, ajenas a la tormenta que acababa de desatarse a pocos metros de ellas. Sus rostros angelicales no mostraban ningún rastro de lo que había ocurrido. Y eso, de alguna manera, lo hacía aún peor. O quizás, más fácil de ignorar.
Me quedé sentado en el sillón, sintiendo el frío del aire nocturno en mi piel desnuda. La botella de whisky yacía volcada en la alfombra, un charco oscuro extendiéndose lentamente. El olor dulzón del alcohol se mezclaba con el hedor acre de mi semen.
No me moví. Estaba como paralizado, atrapado en una burbuja de irrealidad. ¿Había hecho realmente eso? ¿Había llegado tan bajo?
La vocecita de la conciencia intentó hacerse oír de nuevo, más fuerte esta vez, cargada de un tono acusador. Pero la silencié con la misma facilidad con la que había ignorado las señales de tráfico en una carretera desierta. No quería escucharla. No quería sentir nada.
Me levanté con torpeza, sintiendo las piernas entumecidas. Recogí la botella vacía y la dejé sobre la mesa. Caminé hacia la ventana y miré hacia la calle oscura. No había nadie. Solo el silencio y la promesa de un nuevo día que inevitablemente llegaría.
Volví a mirar a las niñas. Anabella dormía profundamente en el centro del improvisado colchón de almohadas. Su carita dulce no mostraba ningún signo de la pesadilla que su padre acababa de protagonizar en la misma habitación.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo. No era frío. Era algo más. Algo parecido al miedo. Pero no miedo a ser descubierto. Miedo a mí mismo. Miedo a lo que era capaz de hacer.
Fui a la cocina y me serví otro whisky, el último de la botella. Lo bebí de un trago, sintiendo el líquido quemar mi garganta vacía. Necesitaba algo que me sacudiera, que me despertara de esta pesadilla.
Subí las escaleras en silencio, tratando de no hacer ruido. Entré en la habitación y vi a Laura durmiendo plácidamente. Su rostro relajado contrastaba con la agitación que sentía por dentro.
Me desvestí por completo y me metí en la cama, tratando de no despertarla. El olor a alcohol y a mi propio semen aún me rodeaba, un recordatorio nauseabundo de lo que había hecho abajo.
Me quedé mirando el techo en la oscuridad, el corazón latiendo con fuerza. El sueño no llegaba. Mi mente era un torbellino de imágenes fragmentadas, de sensaciones confusas.
No sentía culpa. Lo repito. No había arrepentimiento genuino. Solo una especie de… vacío. Una conciencia fría de haber cruzado una línea, de haber entrado en un territorio oscuro y desconocido.
Y en algún lugar profundo de mi ser, una semilla de excitación perversa comenzaba a germinar de nuevo, alimentada por el recuerdo de la sensación, por la impunidad de mis actos. La noche había sido larga, pero mi apetito, lejos de saciarse, parecía haberse multiplicado. Y sabía, con una certeza escalofriante, que esta no sería la última vez. La noche me había mostrado una parte de mí que no conocía, y ahora, esa parte tenía hambre.
Me levanté de la cama con la misma cautela de un ladrón en la noche. Laura seguía dormida, su respiración suave y regular. Salí de la habitación en silencio y bajé las escaleras, moviéndome con una agilidad sorprendente para mi estado.
Al llegar al living, la tenue luz del unicornio seguía iluminando la escena. Las niñas dormían en la misma posición, ajenas a mi presencia. Me detuve un momento, observándolas en la penumbra. La calma en sus rostros contrastaba con el torbellino que se agitaba dentro de mí.
Me acerqué a la niña que había estado observando antes, la rubia de pelo rizado. Dudé una fracción de segundo, no por remordimiento, sino por una especie de… estrategia. Quería verla mejor, entender qué era lo que había despertado esa extraña fascinación en mí.
Con movimientos lentos y deliberados, me arrodillé a su lado. Extendí la mano y tiré suavemente de la manta rosa que la cubría. La tela se deslizó sin hacer ruido, revelando su pequeño cuerpo en pijama de algodón con dibujos de conejitos.
Era menuda, incluso para su edad. Calculé que debía tener unos siete años, quizás ocho como mucho. Su piel era blanca, casi translúcida bajo la luz tenue. Se le marcaban ligeramente las costillas al respirar.
Su rostro era dulce, con una nariz pequeña y respingona y unos labios finos y rosados ligeramente entreabiertos. Las pestañas rubias descansaban sobre sus mejillas, creando pequeñas sombras. Un mechón de pelo rizado le cubría parte de la frente.
Sus brazos delgados estaban extendidos a ambos lados de su cuerpo, las pequeñas manos cerradas en puños. Sus piernas, cubiertas por el pantalón del pijama, parecían delicadas y frágiles.
La observé detenidamente, recorriendo cada detalle de su cuerpo con la mirada. No había malicia en su rostro dormido, solo la inocencia despreocupada de la infancia. Y esa inocencia, de alguna manera retorcida, era lo que me atraía, lo que encendía esa chispa oscura dentro de mí.
Me incliné un poco más, aspirando el olor dulce de su aliento. Olía a leche y a sueños. Una punzada, algo parecido a la posesión, me recorrió el cuerpo. Era mía, en este momento, en la oscuridad de la noche y bajo el hechizo del alcohol.
No la toqué. No todavía. Solo la observé, grabándola en mi memoria, alimentando la fantasía que comenzaba a tomar forma en mi mente. Tenía toda la noche por delante. Y la presa estaba indefensa.
La idea surgió fría y calculada, como una serpiente deslizándose entre las sombras de mi mente. El clonazepam. Lo guardaba en el botiquín del baño, un pequeño frasco con cuentagotas que usaba en esas raras noches en que el insomnio me atenazaba con fuerza.
Subí las escaleras con sigilo, moviéndome con la precisión de un cirujano. Entré al baño y abrí el botiquín. Allí estaba, el pequeño frasco de vidrio oscuro. Lo tomé con la mano temblorosa, no por nerviosismo, sino por la excitación creciente que me embargaba.
Volví al living con el frasco en el bolsillo. Me arrodillé de nuevo junto a la niña rubia, observando su rostro plácido. La culpa era una palabra vacía en mi vocabulario en este momento. Solo existía la necesidad, el impulso irrefrenable de explorar esa oscuridad que me llamaba desde dentro.
Con cuidado, abrí el frasco de clonazepam. Conté cuatro gotas, lentas y densas, sobre mi dedo índice. Luego, con delicadeza, abrí un poco la boca de la niña. Sus labios estaban suaves y secos. Deslicé mi dedo, dejando caer las gotas en su interior.
Ella tragó dormida, un movimiento casi imperceptible de su garganta. Esperé unos minutos, observando su respiración. Se hizo un poco más profunda, más pausada. El efecto del sedante comenzaba a hacer su trabajo.
Una sensación de poder recorrió mi cuerpo. Tenía el control. Ella estaba indefensa, a mi merced. Y esa sensación, por retorcida que fuera, era intensamente excitante.
Con movimientos lentos y deliberados, comencé a desabrochar los botones de su pijama. Mis dedos temblaban ligeramente mientras deslizaba la tela suave. Primero la parte de arriba, revelando su pequeño torso desnudo. Sus pechos eran apenas dos pequeños bultos, casi imperceptibles.
Luego bajé el pantalón del pijama, deslizándolo suavemente por sus caderas delgadas y sus piernas finas. La manta rosa yacía a un lado, dejando su cuerpo completamente al descubierto bajo la tenue luz del unicornio.
La observé detenidamente. Su cuerpo infantil, sin formas definidas, tan diferente al de una mujer adulta. Y sin embargo, la excitación seguía creciendo en mí, alimentada por la prohibición, por lo tabú de la situación.
Me quedé ahí, arrodillado junto a ella, contemplando su desnudez. La noche era joven. Y mi apetito, peligrosamente despierto.
La impaciencia comenzaba a carcomer mis entrañas, un fuego sordo que exigía ser alimentado. La visión de su pequeño cuerpo desnudo, tan vulnerable e inconsciente, era un potente catalizador.
Con un movimiento brusco, me desabroché el pantalón del pijama y lo dejé caer al suelo. Mis calzoncillos abultados eran una prueba tangible de mi excitación creciente. Los bajé con rapidez, liberando mi erección dura y palpitante. El aire frío de la noche erizó mi piel, pero la sensación se mezclaba con un calor intenso y focalizado.
Volví a centrar mi atención en la niña. Sus pequeños pechos, casi invisibles, me provocaban una punzada extraña, una mezcla de morbo y una oscura ternura. Sus piernas delgadas y sus pies diminutos parecían increíblemente frágiles.
Continué desvistiéndola con una lentitud deliberada, disfrutando de cada centímetro de piel que quedaba al descubierto. Quité con cuidado la parte de abajo del pijama, deslizándola por sus caderas estrechas y sus muslos suaves.
Ahora estaba completamente desnuda, tendida sobre el improvisado colchón de almohadas bajo la luz fantasmagórica del unicornio. Su cuerpo infantil era una tela en blanco donde mi mente proyectaba fantasías turbias y prohibidas.
Me quedé ahí, arrodillado frente a ella, contemplando su desnudez. Mi erección se alzaba tensa, latiendo con una urgencia casi dolorosa. La observé detenidamente, grabando cada detalle en mi memoria: la suavidad de su piel, la delicadeza de sus rasgos, la total indefensión de su sueño inducido.
La tentación era casi palpable, un imán invisible que me atraía hacia ella. La línea que había cruzado ya era borrosa, casi inexistente. El alcohol, el clonazepam y el despertar de mis deseos más oscuros habían creado un caldo de cultivo peligroso.
Mi respiración era entrecortada, el corazón me latía con fuerza en el pecho. La sangre me zumbaba en los oídos. Estaba al borde, a un paso de sumergirme por completo en ese abismo de perversión que se abría ante mí.
Y mientras mi mirada recorría su cuerpo inerte, una voz fría y distante en mi interior susurraba que no había vuelta atrás. La noche aún era joven. Y mi apetito, insaciable.
La razón se había evaporado por completo, dejando paso a un instinto primario y oscuro. La proximidad de las otras niñas dormidas, la cercanía de Anabella, todo se había difuminado en la niebla espesa de mi excitación perversa.
Mi mano tembló ligeramente al humedecer su entrada. Mis dedos se movieron con una torpeza excitada, preparándola para lo que iba a suceder. No había ternura, no había cuidado. Solo la urgencia de satisfacer una necesidad imperiosa, un deseo que había crecido hasta convertirse en una fuerza incontrolable.
La abrí un poco más, sintiendo la resistencia inicial. No me detuve. Mi erección dura y tensa buscaba su camino, impaciente por la posesión.
Y entonces, sucedió. En medio del silencio de la noche, bajo la mirada inconsciente de las otras niñas, justo al lado del bulto dormido de mi propia hija, la penetré.
La sensación fue extraña, una mezcla de estrechez y una suavidad inesperada. Ella no se movió, su cuerpo inerte bajo el efecto del sedante. No hubo gritos, no hubo resistencia. Solo el silencio y el leve sonido de mi respiración agitada.
Me moví lentamente al principio, sintiendo cómo mi carne se abría paso en su pequeño cuerpo. Una punzada, algo parecido a la conciencia, intentó asomarse en mi mente, pero la ahogué de inmediato, concentrándome en la sensación física, en el roce, en la posesión.
La excitación creció hasta volverse casi insoportable. Mis movimientos se hicieron más rápidos, más bruscos. La imagen de las otras niñas dormidas a nuestro alrededor, la cercanía de Anabella, todo alimentaba mi morbo, intensificaba el placer prohibido.
No pensaba en ella, en su inocencia violada, en el daño irreparable que estaba causando. Solo existía mi propio placer, mi necesidad de descarga, mi inmersión total en ese acto depravado.
La luz del unicornio proyectaba sombras grotescas en las paredes del living, creando una atmósfera irreal y perturbadora. Los susurros de mis propios jadeos eran los únicos sonidos que rompían el silencio de la noche.
Y mientras me movía dentro de ella, sintiendo la estrechez de su cuerpo infantil, una certeza helada se instaló en mi mente: había cruzado un punto de no retorno. No había vuelta atrás posible. El monstruo que siempre había estado oculto en mi interior, finalmente, había tomado el control por completo.
La tensión acumulada llegó a su punto álgido en una oleada de espasmos incontrolables. Un gemido sordo escapó de mi garganta mientras sentía la descarga caliente y espesa llenándola por dentro.
La sensación fue intensa, casi dolorosa en su clímax. Me quedé inmóvil por un instante, sintiendo cómo mi cuerpo se contraía y se relajaba, liberando la tensión acumulada.
Luego, lentamente, me retiré de su pequeño cuerpo. La miré. Seguía durmiendo, ajena a la violación que acababa de sufrir. Una gota de mi semen resbaló por su muslo.
Una punzada, fugaz y casi imperceptible, de… ¿remordimiento? La ignoré de inmediato. No podía permitirme sentir nada. Tenía que terminar con esto, borrar cualquier rastro de lo que había sucedido.
Con cuidado, limpié su cuerpo con una de las camisetas que había quedado tirada por el suelo. No había delicadeza en mis movimientos, solo la urgencia de deshacerme de cualquier evidencia. Limpié sus muslos, su vientre, su entrada profanada.
Luego, con manos torpes, comencé a vestirla de nuevo. Primero la parte de abajo del pijama, subiéndola por sus piernas delgadas. Luego la parte de arriba, abrochando los pequeños botones con dedos temblorosos.
Mientras la vestía, mi mente trabajaba a toda velocidad, tratando de anticipar cualquier posible consecuencia. Tenía que actuar con calma, como si nada hubiera pasado.
Una vez que estuvo vestida de nuevo, la acomodé cuidadosamente sobre las almohadas, tratando de que pareciera que no se había movido. Le acomodé la manta rosa, cubriéndola hasta el cuello.
Observé a las cuatro niñas dormidas. Parecían ángeles en la penumbra. Una imagen grotesca contrastaba con la realidad de lo que acababa de ocurrir.
Me levanté y recogí mi ropa del suelo. Me vestí en silencio, tratando de no hacer ruido. Tomé la botella de clonazepam y la volví a guardar en el botiquín del baño.
Bajé al living y recogí la botella de whisky vacía y el vaso. Los llevé a la cocina y los lavé con cuidado, eliminando cualquier huella.
Volví al living y revisé la escena. Todo parecía normal. Las niñas dormían plácidamente. No había ningún indicio visible de lo que había sucedido.
Subí las escaleras en silencio y me metí en la cama junto a Laura. Su respiración seguía siendo profunda y regular. Me quedé mirando el techo en la oscuridad, el corazón latiéndome con fuerza en el pecho.
No sentía culpa. No sentía remordimiento. Solo un vacío frío y una certeza escalofriante: la noche había terminado, pero las consecuencias de mis actos apenas comenzaban. Y yo, Marcos, el padre de Anabella, el esposo de Laura, me había convertido en algo monstruoso en la oscuridad de la noche.
El amanecer llegó como una puñalada de luz cruda a través de las cortinas entreabiertas. Me desperté con la boca pastosa y un dolor de cabeza punzante. Laura dormía a mi lado, ajena a la noche de mierda que había pasado.
Me levanté con cuidado, tratando de no despertarla. Fui al baño y me miré al espejo. Mis ojos estaban rojos e hinchados, y mi rostro reflejaba el cansancio y la resaca. Pero no había rastro de culpa. Solo un vacío frío y una inquietud latente.
Bajé a la cocina y preparé café. El olor amargo llenó la casa, tratando de ahuyentar los fantasmas de la noche anterior. Escuché unos murmullos en el living. Las niñas comenzaban a despertar.
Anabella fue la primera en verme. Corrió hacia mí y me abrazó con fuerza. «¡Papá!», exclamó con su alegría habitual. Su inocencia era como un cuchillo retorciéndose en mis entrañas, aunque no sintiera remordimiento.
Las otras niñas también se acercaron, bostezando y restregándose los ojos. La niña rubia, la que había… la evité con la mirada, sintiendo una punzada extraña, algo parecido a la incomodidad.
Laura bajó poco después, sonriente y fresca como una lechuga. «Buenos días, dormilones», dijo con su tono animado. Empezó a preparar el desayuno, mientras las niñas parloteaban sobre la pijamada.
Yo me limité a asentir y a responder con monosílabos, tratando de actuar con normalidad. Por dentro, sentía una calma tensa, como la que precede a una tormenta.
El desayuno transcurrió entre risas y comentarios sobre la noche anterior. Las niñas contaban anécdotas triviales, ajenas a la oscuridad que se había cernido sobre ellas mientras dormían.
En un momento, la niña rubia me miró directamente. Sus ojos claros no mostraban ningún rastro de lo sucedido. Me sostuvo la mirada por un instante, y sentí un escalofrío recorrer mi espalda. ¿Sabía algo? ¿Había sentido algo?
Desvié la mirada rápidamente, fingiendo estar concentrado en mi café. La incomodidad se intensificó, mezclándose con una sensación extraña, casi como… ¿miedo a ser descubierto? No, no miedo. Más bien, la preocupación de que mi mundo perfecto se desmoronara.
Después del desayuno, las madres comenzaron a llegar para recoger a sus hijas. Laura las despidió con su amabilidad habitual, agradeciéndoles por haber dejado a sus pequeñas en nuestras manos.
Cuando la última niña se fue, el silencio volvió a reinar en la casa. Anabella fue a jugar a su habitación, y Laura comenzó a recoger el desorden de la pijamada.
Yo me quedé en el sillón, sintiendo el peso de la noche anterior. No había arrepentimiento, pero sí una conciencia fría de que algo había cambiado. Yo había cambiado. Había cruzado una línea que no tenía vuelta atrás.
Laura se acercó y se sentó a mi lado. Me tomó la mano y me sonrió. «Todo salió muy bien, ¿verdad? Las niñas se divirtieron mucho».
Asentí, devolviéndole una sonrisa forzada. «Sí, todo perfecto».
Pero por dentro, sabía que nada volvería a ser perfecto. La oscuridad se había instalado en mi alma, y la sombra de mis actos me perseguiría para siempre. Y lo peor de todo es que, en algún rincón oscuro de mi ser, sabía que no había terminado. El apetito seguía ahí, latente, esperando la próxima oportunidad para ser saciado.
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