Las tres condiciones para al fin violar a una colegiala
Dicen que todos los hombres somos violadores. Puede que sí, si se presenta la oportunidad. .
Las tres condiciones para al fin violar a una colegiala
por Stregoika
Durante largas noches de soledad, si de sobremesa tenía insomnio, yo solía tener fantasías con las muchachitas bellas que hubiera visto durante el día. Pero a veces, aburrido de fantasear, también filosofaba. Me planteaba si algún día podría consumar mis enormes ganas de agarrar una colegiala y saborearle su rico coño, sudado y colorado por el calor y por llevarlo todo el día de aquí para allá entre esos cacheteros de lycra negra. Y no solo el coño, sino el culito, seco y apretado, allá resguardado como un tesoro entre un par de robustas nalgas. Solía preguntarme por qué demonios, la mayoría de hombres que tenían la inmensa fortuna de tener una hija bella, se aguantaban las ganas. Si se reprimían muy bien o es que de modo natural, su hijas no les podrían hacer dar ganas. Si yo tuviera una hija, de seguro desde sus doce años me la estaría echando.
El día que había terminado, como otros tantos que habían pasado, estaba tremendamente ansioso por haber visto a una chica cuyo atractivo sobrepasaba mi capacidad de desfogarme. La mayoría de veces, la tremenda exaltación se me pasaba con un buen pajazo o hasta dos, pero otras veces, la belleza de la tonta en cuestión era tanta que me alborotaba las frustraciones más allá de la primitiva pulsión de eyacular, por lo que los deseos de sentir el tacto, el calor y el aroma; se apoderaban de mí y me sumían en semanas enteras de insoportable depresión. ¡Qué soledad tan espantosa! Para empeorarlo, quizá por mi propia búsqueda frenética y cada vez más frecuente de ver chicuelas por ahí, me ocurría cada vez más seguido que me topara con alguna que me produjera tal estado de ansiedad, no posible de amainar con pura masturbación. Me pregunté si algún día podría llegar a cometer violación.
Me repetí la pregunta por años, llegando siempre a la misma conclusión: Podría hacerlo, pero eran necesarias tres condiciones cuya coexistencia era prácticamente imposible: Que tuviera yo una ira irracional, que fuera en medio de algún evento de tal magnitud que, las consecuencias de mis actos valieran una mierda y que, claro, la víctima valiese la pena: Que fuere una de esas por las que un pajazo no mitigaba las ganas. Una sola de las tres condiciones no me permitiría hacer nada. Dos de ellas, me permitirían dar una buena manoseada, máximo. Pero que se presentaran las tres condiciones era improbable. Entonces, me tranquilizó el que nunca llegaría a cometer una violación.
O eso creí.
La mañana del ** de mayo de 19**, un cliente me acusó de un acto deshonesto, y sin verificar ni esclarecer nada, fui despedido de mi trabajo. Daban por sentado que yo debería estar agradecido por solo despedirme y no mandarme a la cárcel. El cliente en cuestión había recibido beneficios de parte de la empresa, impulsados por mi jefe, en compensación por hacer la acusación y poderme sacar, todo por un proyecto que yo había propuesto y que le había gustado al dueño. Una trama de telenovela de porquería. Pero nunca recurrí a la justicia porque no tenía con qué comprar tal artículo.
La pérdida del trabajo me acarreó problemas con los bancos y pérdida de varios bienes, incluso el piso donde vivía. En pocas semanas estuve viviendo de gorra donde un amigo. Pero tuve que salir de allí porque su mujer no me soportaba. Para convencer a mi amigo de sacarme de su casa, puso a todo el vecindario en mi contra mediante una campaña de desprestigio a través de redes sociales y voz a voz. Su acto de odio no solo me costó el refugio sino mi relación con mi amigo.
Yo, nunca había estado en una crisis tan profunda ni duradera. Ahí estaba ya servida: La ira.
Una semana después, unos habitantes de calle de los que logré hacerme amigo para sobrevivir, me llevaron a un programa estatal de ayudas para desfavorecidos. Así que ahí estaba yo, en mis primeros pinitos de indigente, con la última ropa que me quedaba ya empezando a cicatrizarse y convertirse en mi pinta de callejero. Hacían lo propio mi olor y el estado del cabello, junto a la barba que no podía cortarme. Dicha oficina de ayudas estaba separada por una avenida de un Colegio, pero unida a él mediante un puente peatonal. Mientras me quemaba las células de la cara con el fulgurante sol, el colegio dio salida y yo ahí, en peor estado que nunca, hice una vez más lo que más me gustaba en la vida: Ver colegialas por debajo.
—Uhy qué rico, mi amor, yo le meto mi cara entre ese culo y me como lo que me quiera dar —dijo, lleno de morbo, uno de mis nuevos amigos.
Lo dijo al ver a una de las chicas de colegio llegar al final del puente e inútilmente taparse el trasero pegando su falda con una mano. Como parecía normal, le excitaba más oírse a sí mismo decir esas cosas que verle el culo a la joven.
Dentro de mí, luchaban las sensaciones de no aceptar que yo era como ellos y la de resignarse a que sí, ¡lo era al 100%.!
—Uff, jueputa, yo a esa le chupo el culo así como lo trae, hasta con pegadito —declaró otro al ver a otra chica más, que llegó a la escalera— a usted no le gustan ¿o qué? —me preguntó con obvio tono inquisidor.
“Ya, sea honesto. ¿A quién le va a aparentar?” me dije a mí mismo y miré para arriba. Pasó una colegiala de piernas hermosas, de esas que están en un punto medio entre lo atlético y lo flaco. No llevaba bicicletero de lycra, sino apenas sus pantaletas blancas, muy pegadas a su cuerpo y sus medias hasta la rodilla. La falda roja de acordeón escocés se elevó cuando la chica giró para empezar a bajar trotando.
—Mamasita, yo la dejo que se me siente en la cara y me asfixie. Si me quiere dar sus peitos para que los respire, pues respiro sus peitos mi amor —dije, y se me paró.
—¡Eso! —celebraron los otros.
La chica se veía tan guapa bajo su falda que no la dejé de mirar hasta que llegó abajo. Mi amigos ya habían dejado de mirar, lo que me indicó que yo era más hambriento que ellos. La muchacha llegó al piso y se aproximó. Iba hablando por celular. Pero verla ya no por debajo sino de frente, acercándose y al poco, saborear su perfume, me trajo otra de las condiciones: Su belleza era extraordinaria. No traía el saco, obvio, por el aplastante calor que llevaba haciendo por semanas; así que su figura se veía mejor. Era bien tetona ¡Pero bien tetona! Además, era de esos uniformes que no tiene el peto hasta el cuello sino hasta debajo de las tetas, por lo que estas quedan bien asomadas sobre el peto, como si este estuviese diseñado exclusivamente para ello. Parecía que el peto se las sostuviera en peso. Su cabello era color cobre brillante y lo tenía largo, hasta los codos. Era casi de mi estatura y su rostro… ah ¡su rostro…! que enorme par de ojotes cafés muy clarito y, esa bocota con dientes perfectos adentro. Venía flirteando con quien fuera que hablara por teléfono. Con algún hijo de puta que nunca iba a saber cuánta suerte tenía. Ella terminó de pasar y un segundo después su aroma llegó a mi nariz.
—tómele una foto —se burló uno de ellos.
Pero no presté atención, sino que me quedé dentro de mí mismo pensando: ¿cómo hubiera sido mi vida si hubiera sido otro sujeto, y no yo?
Otro tipo de hombre. El hombre que han estandarizado y filtrado para aceptar. De esos sujetos que metieron por primera vez los dedos en una vagina a los doce años, porque una tía buenota que tenían o una empleada de servicio los encontró atractivos por sus ojos claros y les enseñaron los manjares de la vida. Uno de esos hombres de quienes sus compañeras de oficina o universidad, se enamoran al instante y por quienes más de una vez en la vida, alguna tipa enloqueció de obsesión y amenazó con suicidarse al teléfono. No uno que salía a ver chicuelas o se subía al bus a ver qué podía agarrar.
Había, ángeles como ese que acababa de pasar, con los que solo podía soñar. Ya estaba servida la segunda condición: Las ganas irreprimibles.
Y, el intenso calor, que registraba nuevos antecedentes históricos, tenía una razón, aunque hasta ese justo momento iba a saberse: La parte líquida del planeta estaba varios kilómetros más cerca a la superficie. Y ahí, justo ahí; y entonces, justo entonces, se juntaron las tres putas condiciones.
Todavía tenía la cabeza ocupada en fantasías estúpidas de mi vida siendo otro hombre, uno menos desafortunado, y por la misma causa apenas no pensando en las injusticias de las que había sido víctima recientemente y que me habían llevado a la perdición, cuando empezó a temblar.
Si alguna vez has estado en una parte de la calzada que está suelta y pasa a tu lado un vehículo pesado: imagínate eso pero multiplicado por diez. El piso se mueve hacia arriba y hacia abajo como si no fuera hormigón sino pinche caucho sin base. Como una cama elástica. Sientes las ondas pasando bajo tus pies. Al subir la mirada, vi los cables de los postes sacudiéndose como cuando los niños juegan a la cuerda. Varios de ellos cayeron. Con su caída empezó la gente a correr en todas direcciones. Su griterío si apenas podía distinguirse sobre el crujir de la tierra. Yo, que tenía las condiciones necesarias para ser un psicópata, no sentí miedo. Solo me alejé del edificio donde estaba la oficina de ayudas y me paré, en posición de surfer, a ver todo al rededor. Nunca supe ni para dónde agarraron mis compañeros.
En el puente peatonal había personas, casi todas ellas colegiales, tratando de correr hacia el final más cercano. Varios objetos caían de los edificios, como pedazos de vidrios o tejas. El ruido era como si uno estuviera en medio de cien volquetas formadas en círculo y descargando piedrones.
Entonces el pavimento de la avenida se quebró y se abrió una fisura sobre ella. En algunas partes era doble, por lo que quedaba una retorcida isla de asfalto en medio. En las partes más anchas de la grieta, empezaron a caer algunos carros de conductores asustadizos que no pararon, sino que tontamente buscaban huir. Lo siguiente que cayó, fueron personas. El puente peatonal no resistió y se inclinó. Pero no tuve tiempo de mirar ni de entenderlo, porque la fachada del edificio a donde iba a entrar yo —y según sabría después, las de otros edificios también— estaba precipitándose a tierra.
Lejos de sentir miedo, lo que hice fue escuchar una voz dentro de mí: “Lo que haga va a valer mierda. No importa lo que haga, va a valer mierda”. Ya estaban presentes las tres condiciones para violar a una chica.
Mientras la fachada terminaba de caer, giré mi cabeza para buscar a aquella colegiala. Lo que llevaba de terremoto sumaba apenas unos cinco o siete segundos, máximo. Ella estaba ahí, en la esquina, con obvia cara de estar gritando. Manipulaba su celular con extrema agitación, seguro intentando hacer una llamada que jamás conectaría. Daba pasitos hacia la avenida y después de avanzar unos centímetros, al fin se decidió a emprender carrera. Al llegar a la recién formada grieta, se detuvo, presa del miedo, pero lo que sea que fuere que la motivara a cruzar, fue más fuerte. Bordeó hasta hallar una parte estrecha por la qué saltar, tomó impulso y pasó al otro lado. Iba de vuelta a su colegio. Me fui tras ella.
La vi meterse a su colegio, mezclada en un mar de gente, la mayoría estudiantes. También crucé la grieta y apresuré el paso, no fuera y se me perdiera semejante diosa, la que la había elegido para violar. El caos en el portal de su colegio no era para menos. Pude entrar como si nada. No había vigilante, quizá había corrido a alguna parte. Las únicas personas adultas que estaban allí, eran dos mujeres de mediana edad, vestidas con bata blanca. Trataban inútilmente de controlar su propio miedo para cumplir su función, pero se veían ridículas tratando de organizar estudiantes con su voz quebrada y la cara empapada en lágrimas de terror. Una de ellas si apenas podía respirar y miraba a todos lados con las manos apretándose la cabeza.
Me cuestioné en un segundo si al fin debía aceptar que yo era un psicópata, pues no tenía el menor miedo. En cambio, me acusaba la urgencia de aprovechar la furtiva e irrepetible conjunción de las tres condiciones que había formulado requerir para ser capaz de saciar mis ganas de agarrar una colegiala y disfrutar de todo lo que tuviera. De hecho, La próstata me palpitaba, pues presentía que iba a haber acción. Mientras seguía corriendo, pensaba en lo hermosa que era esa muchacha, y que era perfecta para vengarme de la vida por lo reprimido que era y por cuán despreciado había sido.
La perseguí bajo una lluvia de escombros. Pedazos de vidrios, tejas y acabados de fachada caían a mi alrededor, al lado de uno de los edificios de su inmenso colegio. Seguro, si estuviera corriendo hacia un bebé para rescatarlo, una teja o vidrio se habría incrustado en mi cráneo o habría caído en mi hombro, partiéndome a la mitad. Pero lo que iba a hacer era raptar a esa linda muchacha y llevármela a algún recoveco para violarla. Así que nada me pasó. Así es la vida.
Dejó de temblar, y el ruido de los destrozos cesó así como el rugido de la tierra en su movimiento asesino. Pero su lugar no lo ocupó el silencio, sino el ruido que antes no podía oírse porque la tierra estaba partiéndose. Eran cientos y cientos de gritos, unos cercanos y todos los demás trastornados por la distancia. También había sirenas y alarmas, y hasta pude distinguir aullidos de perros.
Mi víctima elegida pasó por un área en pleno proceso de inundación, y con valentía metió los pies al agua para llegar a una escalera. Todavía corrían por doquier muchos estudiantes aterrados, y uno que otro docente en bata blanca.
—Señor, le ruego que espere afuera, vamos a reunir a todos los estudian… -—me dijo un patético profesor, que tenía más miedo que años.
Lo ignoré, crucé el área inundada y subí las escaleras. Tan pronto llegué arriba, encontré a mi deliciosa presa asomada a un salón y gritando un nombre. Reparé en sus hermosas piernas, ya que estaba doblada, tratando de ver bajo el tejado caído de esa aula. Había caído entero, y una parte se sostenía todavía, solo por una pared. Ella gritaba ese nombre con la voz desgarrada, y estuve a punto de identificarme con su angustia, pero a tiempo logré reprimir tal empatía y que no se arruinara la diversión. Caminé hacia ella sobándome la entrepierna por encima del pantalón y sibilando como una víbora. Ella volteó, incauta, y empezó a decir:
—por favor ayúdeme, estoy buscan…
Se detuvo cuando vio lo que hacía con mi mano. Debido a ello, ralentizó sus pensamientos y me vio la cara, para comprobar lo que seguramente acababa de empezar a sospechar, y lo confirmó:
—Te vi desde abajo en el puente y estás riquísima —le dije.
Se quedó petrificada. Quizá su estado de angustia ya estaba al máximo, y un grado más, simplemente no existía. Me miró, estoy seguro, no dando crédito a lo que tenía en frente. No podía procesarlo. ¿Iba a ser violada? ¿En serio? ¿Precisamente ahí, justo entonces? Solo cuando me faltaba un paso para llegar a ella, reaccionó. Se enderezó de un brinco y quiso correr, de hecho gritó muy alto y agudo… pero solo era un grito entre mil. Ni siquiera cuando suplicó ayuda a grito cortante, su llamado tuvo nada de especial. Antes que diera un paso más, la agarré por la cintura y la inmovilicé. Seguía gritando y empezó a patalear, pero una enorme fuerza apareció de manera inesperada en mí. No sabía que tenía tanta. Si de hecho yo era de la clase de chicos a quienes otros chicos le pegaban en el colegio. Pero para capturar a esta belleza de cabello cobrizo y tetas como melones —como en la mejor época prehistórica—, tuve fuerza de sobra.
Metí mi mano entre sus piernas y la tanteé bien. Fue cuando ella pasó del estado de lucha al de súplica:
—¡por favor! —gritó.
—Eso te digo yo a ti, hermosa: “por favor” —le contesté, y le amasé bien la panocha.
Todo desde el interior de la entrepierna y hasta la punta del pene, me palpitaba, exigiéndome penetrar, bombear y descargar.
Arrastré a la chica a otro salón. En los escasos dos o cuando mucho tres minutos que habían pasado desde el terremoto, todo, aparentemente, en el piso dos se había vaciado. Entré con ella a rastras a un salón con sillas de esqueleto metálico y espaldares plásticos azules. Las ventanas estaban rotas y el tejado estaba partido pero aún no caía. Yo, la llevaba cargando de la cintura, con una mano, y del perineo, con la otra. Estaba calientita y yo más arrecho que nunca. Le solté la entrepierna para desenfundar, lo que provocó que ella incrementara la intensidad de su lucha. Se retorció con tanta fuerza que por poco y se me va.
—¡coopera, de veras que no… — “quiero golpearte” iba a decirle.
Pero me logro patear en una canilla. Mi ira, en cambio, si tenía varios grados libres más de aumento. Ella cometió un error al pegarme. El sentimiento de rechazo en mí solo empeoró las cosas para ella. Corrí con ella todavía abrazada hacia un muro y la dejé en medio de la envestida. El impacto fue tan duro que un cartelito que colgaba de una esquina, cayó al fin. La revoltosa lucha de ella se redujo en intensidad a una décima. Hasta sus gritos se detuvieron. Pude desenfundar sin problema.
—Por favor —rezongó.
Pero la callé con una tanda de besos en el costado de su cara.
—Eres muy bonita, y muy de malas —le dije con voz temblorosa, y hablé tan enredado, que dudo que me haya entendido—, justo te tocó a ti la tarea de satisfacerme.
Le bajé el panty. A ella no le quedó más sino llorar. Seguía suplicándome que no lo hiciera, ya con sollozos desprovistos de fuerza. Pero yo ya estaba untándole mi glande en su entrada vaginal. Con el paso de los segundos, su llanto hizo que sus súplicas no pudieran ser más entendibles.
Y fue en ese justo instante, en ese punto del tiempo y el espacio que, al fin, al fin en la vida, mi pene estaba dentro de la vagina de una colegiala, y no de una colegiala cualquiera —aún cuando casi todas ellas son hermosas…—, sino de una de esas, tan, pero tan bellas que solían ponerme melancólico y existencial. Una de esas que, la vida, por decreto, había decidido que yo nunca tendría. Pensaba mientras iba hacia dentro y hacia afuera, en todas las veces que fui despreciado o que las chicas me hablaban solo para acercarse a algún amigo que sí era uno de esos… ya saben… uno de esos hombres que no conocen la ansiedad, la soledad ni el rechazo. Uno de esos que metieron los dedos en la vagina de su tía a los doce años. “Yo también puedo comerme un platillo de estos” pensaba mientras la violaba. Después habría de razonar que lo que me excitaba no era por completo la chica, sino el hecho de ganarle a la vida en su puto decreto y restregarle en la cara mi destino de soledad.
Con sumo esfuerzo, porque ella seguía luchando, usé una de mis manos para desabrocharle la blusa. Quería chuparle las tetas. Pero ella interponía sus manos a las mías y las apartaba. Me tocó usar ambas manos, y cuando la solté, quedamos unidos solo por el coito y ¡uff! La sensación del peso de ella presionando mi pene, fue celestial. Debí hacerlo desde el principio. Sin pensarlo cambiamos de posición y podía verle su preciosa cara. Esos enormes ojos cafés y su piel enrojecida.
Me sentí estúpido cuando me dí cuenta que estaba intentando desabrocharle la blusa. No iba a lograrlo nunca. Mejor, metí la mano entre dos botones y halé con toda mi fuerza. Los botoncitos en forma de perla salieron disparados y todavía recuerdo su sonido infantil al caer. Ella volvió a suplicar y yo pensé: “Pero ¿qué tanto ruega si ya le estoy dando verga?”. Con igual fuerza, le halé el sostén hacia abajo. Qué lujo de tetas, de areola grande y venas al rededor. Se las chupé justo como quería, mientras ella, con poca fuerza, trataba de empujarme fuera de sí. En mi pene se sentía tan rico el estar tan adentro y tan calientito… supe que iba a venirme. Puse mis manos en sus glúteos y se los amasé con hambre. Perreé unos segundos más y… viene al paraíso… ya casi, ya casi… ahí está ¡ya viene…! Hubo una réplica sísmica. Otra vez el mundo se meció arriba y abajo, arriba y abajo. La cerchas sobre nosotros crujieron. Pero yo no tenía tiempo de asustarme, pues estaba muy ocupado eyaculando, teniendo un orgasmo de grado 9,5º en la escala de Richter. Tenía mi cara metida entre sus tetas aromatizadas con su propio sudor, dando las últimas gloriosas pulseadas dentro de esa prohibida y deliciosa vagina. La tierra seguía temblando y yo me seguía viniendo. De igual manera, pronto dejó de temblar, y yo, de venirme.
Una lámpara del techo no aguantó más y se desprendió, quedando colgada de un solo lado. Quedó ahí balanceándose con furia.
—Ya no más —suplicó ella, llorando— déjeme ir.
Pero yo estaba en un profuso estado de éxtasis. Hasta después de un rato iba a entender lo que ella acababa de decir, e iba a darme cuenta de la lámpara. Exhalé y levanté la cara de entre esas cómodas tetas. Sentí corriente sobre casi todo el cuerpo y, además, una nunca antes experimentada satisfacción que me duraría días. “¿Cómo pudo ser esto tan rico?” me pregunté en privado.
Me moví. Ella reaccionó e intentó levantarse, pero repentinamente llegó a mi cabeza su imagen bajo su falda cuando cruzaba el puente. Ese puente que ahora estaba deprimido o quizá ya caído, con la réplica. No podía dejarla ir sin meterle un dedo en el culo, así que la agarré otra vez y luché con ella por otro minuto. Ella era muy fuerte, tanto física como mentalmente, pues aún ya violada seguía dando la pelea, y me la estaba poniendo muy difícil para meterle el dedo en el culo. Cuando ya estaba a punto, sacaba más fuerza y apartaba mis manos, o se retorcía. Entonces tuve una idea: Le seguí chupando esas jugosas tetas. Nuestras cuatro manos estaban unidas en su trasero, así que tenía vía libre para dejarme llevar por el éxtasis de mordisquearle esos rozagantes pezones. Inclusive cerré los ojos mientras mamaba como un crío, y después de un rato cambié de teta. Mientras yo disfrutaba, ella sollozaba y, a juzgar por el sonido, suplicaba ya no a mí sino a su dios. Un minuto después subió sus manos para retirar mi cabeza de encima de su pecho, y lo consiguió, solo que para entonces ya tenía mi dedo corazón derecho, metido hasta la mitad en su culo.
No creo poder explicar la felicidad que sentí. Al menos puedo describir lo estrechito que era y cómo me apretaba el dedo. Ella gritó otra vez cuando lo sintió entrar, y luego se movía intentando liberarse, pero a causa de eso, le palpitaba la carne y eso solo aumentaba mi dicha. Al fin, en la puta y triste vida, tenía mi dedo entre el ano de una chica linda de colegio, entre su seco y apretado ano. El pequeño cagadero de una joven diosa de esas que me ponían en depresión. Antes: ansiedad. Ahora, mi dedo entre su culo. La gloria de las glorias.
El mundo estaba ahí, destrozado. Ya nada podía importar ni un poco. Le saqué el dedo y me lo chupé sonoramente. Si tenía mierda o no, no me importaba. El mundo estaba despedazado, y el futuro, de paso. Pero yo tenía el sabor del interior del culo de una colegiala hermosa en mi boca. Un culo que permanecía en secreto y bien guardado, custodiado, celado, prohibido. Pero yo ya conocía su sabor. Estaba en mi dedo.
Al fin llegué a mi tope, con esa probada de paraíso. Me aparté. Me paré y no supe nada más del mundo por unos segundos, pues mi cabeza encontró de duro golpe la lámpara que se balanceaba. Ni si quiera la vi a ella cuando se levantó ni en qué dirección se fue. No obstante, el estado de placer era tanto como si hubiere probado una droga. Nunca en la vida había si quiera imaginado que tal estado, tanto corporal como… ¿mental? ¿Acaso espiritual? …fuera posible. Anduve por los pasillos de ese colegio medio destruido, con mi cabeza fuertemente golpeada. Al rato me di cuenta que la sangre me llegaba al hombro y un poco bajaba al pecho. Pero aún así no sentía dolor. Solo pensaba en la satisfacción, y en ese sabor a delicioso culo de muchachita. Ese culo que hasta antes del terremoto era privado y exclusivo, como el tesoro que era. Ese culo que por la mañana había cagado y que por la tarde yo había, primero visto, luego dedeado y al final, percibido su intenso sabor.
Llegué a uno de los límites del colegio, marcado por mallas verdes. Del otro lado vi gente con uniforme enterizo naranja haciéndome señas. No recuerdo mucho más. Una de esas mujeres caminó a auxiliarme, al verme tambaleando, y cuando llegó a mí, de detuvo a verme ahí abajo. Con el golpe ¡se me había olvidado guardármela!
Estuve, según entiendo, inconsciente por varias horas. En ese tiempo, tuve una sesión extraordinaria de repeticiones mentales de todo lo que paso desde que empezó el terremoto hasta que me chupé el dedo impregnado en culo de diosa colegial. Y al poco de despertar, supe, con gracia, que los miembros de ese equipo de emergencias dieron por sentado que el “terremoto me había agarrado orinando”.
Nunca supe qué pasó con esa bella chica, ni escuché historia alguna de su desafortunada experiencia, ni de a quién demonios buscaba después del terremoto. Lo único que me queda es una inmensa gratitud por su sacrificio, para que un reprimido y solitario individuo, aprovechara el momento y la oportunidad —la coincidencia de las tres condiciones— y, al fin supiera a qué sabe el culito de una colegiala. Qué rico es. Luz y amor a ella donde esté. <3
–Stregoika ©2020
Rico relato bro, las colegialas encienden a cualquiera para hacer locuras!!
Cierto es. Una faldita tartán tiene el peligroso don de enloquecer a un hombre.
Hola a todos
Recuerden que mis cuentos también están en
colegialasliteraturaerotica.blogspot.com
Saludos!
Excelente relato fantasia……muy bien escrito y muy cachondo
Continua por favor
Hola
Gracias por tu comentario. Si te gustan las «chamacas», te invito a leer «El burdel preteen clandestino», en mi blog. La dirección está ahí arribita en el otro comentario.
Buen día.
Muy buen relato, me gusto mucho tu narrativa. Pero tengo algunos detalles para aportarte, la edad de la chica, muy importante para imaginarla, si ya tenía tetas formadas calculo que tendría entre 14 y 16 años verdad?, no narras la acción desde su punto de vista, ¿que sintío al ser penetrada, al ser desvirgada?¿Que sentía al ser penetrada por tu enorme pene? y por último ¿Porque no le rompiste el culo? Espere todo el relato a que se lo partieras.
Grande relato lo que siempre he soñado.