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Fantasías / Parodias

Vampirita

De cómo conocí a mi morrita chupona.

①

🅳ecían que en ninguna otra parte se marcaba más la diferencia entre el día y la noche. Y estaba por verlo con mis propios ojos. No se trataba meramente de un contraste entre la luz fulgurante del día y su calor amañador, sino del propio paisaje. Así fue. El sol se metió a paso hipnótico detrás de los cerros de Tihuaquiva, el calor cedió vencido y la inerte oscuridad se desparramó como una mancha colosal de petróleo. Se sentía como si las praderas hubieran muerto y su alma saliese de la tierra, dejando en su lugar solo frío sepulcral. La neblina de color plata, casi líquida, se arrastraba entre los árboles y sobre ella se abrían como estrías las sombras de los viejos eucaliptos. Nunca, en mi añeja labor de agente de bienes raíces, estuve en un lugar con una noche más lúgubre.
El Hacendado Vladimir Tapia insistió mucho en que lo visitara ya caído el sol, aduciendo a que no tenía otro hueco en su agenda. Empero, no le vi mucho sentido a su extraño pretexto una vez ingresé con mi coche en su magnífica propiedad, puesto que la soledad y estado casi de abandono contradecían cualquier supuesto itinerario de ocupación. Las corazas de las llantas de mi campero cambiaron el sonido que producían de rodar en tierra viva al correspondiente a rodar en pedrisco seco. Yo miraba, al tiempo de manejar lento, hacia los inmensos y nebulosos eucaliptos Tihuquiveños cuyas sombras se deslizaban por mis vidrios como fantasmas. Trataba de divisar entre ellos la aparición de la casa del Hacendado, y en pocos minutos, su espectral presencia abarcó mis ojos. Los cielos plomizos arrojaron un rayo con furia y a continuación advino el estremecedor trueno. Y comenzó a llover. Encendí las escobillas, pues el agua cubrió el parabrisas en un santiamén, y súbitamente estuvo tan oscuro que en los cristales no veía más que el reflejo del interior del carro. Apagué la luz interior, puse los faros en alto y el camino se reveló adelante. Pedriscos sueltos entramados con hierba y al final, la reja de la Hacienda Tapia. Cogí el celular para marcarle al señor, pero antes que puduiera si quiera prender la pantalla, la reja se abrió en medio de un chirrido de óxido que me pareció el grito burlón de una bruja. De modo que Tapia estaba pendiente. No obstante, no lo veía a él ni a ningún posible empleado suyo en ninguna parte. De hecho, el último ser vivo que había visto había sido ese zorro que me pareció zarnoso, con ojos de sangre y que me vio fijamente. Conduje en medio de grandes árboles, descuidados en mi opinión, para estar dentro de la propiedad. Rodeé una fuente de ladrillo en cuyo centro se levantaba horrorizada una estatua de un hombre lobo, en posición de rugir a los cielos con ferocidad escarnina. El aguacero escurría sobre su superficie a raudales. Me quedé viéndolo, pero alguien tocó la ventana opuesta del carro. Fueron dos golpes secos y casi groseros, como propinados con una mano dotada de anillo. Volteé al mismo tiempo, pero no había nadie junto al carro, sino a unos veinte pasos. Era nada menos que el Señor Vladimir Tapia, bajo el umbal de su puerta, sosteniendo alto una caperuza de la que emergía luz incipiente y lo hacía parecer fantasmagórico, con medio semblante tan alumbrado que cegaba y la otra mitad fundida con las tinieblas. Con su mano libre me hizo la gentil seña que me invitaba a aproximarse, pero de modo siniestro, escuché su estertórea voz dentro del carro, a mi lado:
—Venga.
Sin detenerme a pensar, apagué el carro y me apeé. Desdoblé la solapa de mi chaqueta, rodeé mi carro con temor y di esos veinte decisivos pasos.
—Tihuaquiva no es Bacatá, señor Jaraba —me sorprendió, sin saludarme—. Nuestras noches, son… majestuosas.
Lo dijo mirando a los cielos borrascosos y vi en su sonrisa casi lasciva, lo que me pareció un par de colmillos sobre-desarrollados. Puso las puntas de sus dedos detrás de mi hombro, para invitarme a pasar, pero sentí que me hubiera empujado con un ariete.
—Es una magnífica casa, la suya, Señor Tapia —dije.
Mientras llegábamos a los primeros escalones de una escalera de madera con balaustres opacos, me respondió:
—Ah, sí, fue magnífica una vez. Ahora solo es un pilar de recuerdos, la mayoría no muy gratos, me temo. Arriba está servida la mesa, Señor Jaraba, y en el escritorio están los documentos que me ha pedido. Los he preparado con ahínco para que nuestro trámite vaya ligero y a satisfacción. Pero, comprenderá, que no sería un gesto decente de mi parte permitir que se marche esta misma noche, con el hermoso temporal que nos acaricia con su canto. Por eso, he preparado una habitación para vuestra gracia.
El asombro no me permitió responder de inmediato.
—Es usted muy atento, señor Tapia. Espero no causarle mayor molestia todavía.
—Al contrario, encuentro su estadía como un aliciente —dijo, y me indicó que subiera la escalera.

②

🅼ientras el torrencial casi rompía las tejas, yo seguía pensando. Estaba acostado ya, viendo con media atención hacia la penumbra donde apenas podía distinguir las cerchas de madera. ¿Por qué me había advertido Tapia que ni siquiera por equivocación saliera de aquella habitación? Ya había visto demasiadas cosas raras y estaba nervioso. El zorro zarnoso y sus mirada sanguinolenta, la niebla mortuoria, la presencia inexacta de Tapia y la forma en que alababa lo tétrico. Y ni qué decir de sus animalescos colmillos. Decidí irme. No debería costarme nada salir de allí y subir a mi carro. Me paré de aquella dura cama y me puse la chompa y las botas. Salí de la habitación a hurtadillas y a medio camino para llegar a la escalera, oí algo que mis oídos se negaron a interpretar. Tuve que oír aquello una segunda vez para saber que era la voz más dulce que había oído jamás, como si me hablara un ángel. Pero ¿un ángel? Si aquél lugar parecía más el infierno. Y lo peor de todo, lo más misterioso e increíble, es que esta voz femenina y juvenil estaba diciendo mi nombre, como si fuera la voz emitida en medio de un sueño confuso o una visión por cannabis:
—Johnatan…
Recordé momentáneamente las historias fantásticas de Ulises y de cómo voces dulces e irreales hacían que los marineros perdieran la razón.
—Johnatan, ven.
Me detuve, pues la voz venía del lado opuesto de a donde yo iba. Seguirla me alejaría de la salida y me hundiría más en aquella espantosa casa. Pero valía la pena. Qué voz, qué voz era esa. Mimada, tierna y adorable. Parecía provenir del fondo de la casa pero podía oírla pegada a mis oídos, y no solo percibía su agradable sonido sino el aliento de quien pronunciase con tanto deseo mi nombre. Lo sentía como brisa nocturna.
—¡Johnatan! —repitió, casi suplicando mi presencia y añadiendo un claro tono de excitación.
¡Había una muchachita allí en la Hacienda Tapia! Después de todo, el viejo raro tenía compañía. ¿Sería su hija? ¿Por qué sabía mi nombre? Los papeles de la venta de la Hacienda habían quedado sobre el escritorio y mi nombre estaba disponible en varias partes. Anduve con torpeza por el pasillo hasta que la luz titilante de una vela se asomó por una puerta entreabierta y delató una habitación que yo no había visto.
—Entra, Johnatan.
Me sumergí en la amarillenta luz de vayven y no pude ver más que una cama tendida y la vela cuya llama danzaba apacible. Me paré al lado de la cama y pregunté:
—¿Dónde estás?
—Aquí —dijo ella.
Volteé y solo vi la puerta cerrarse. Un escalofrío nació en mi pecho y se esparció hasta que me heló los pies. Aquella presencia avanzó y se ubicó del otro lado de la cama. Solo lo sentí, porque no vi nada. Lo sentí como se siente una presencia muda que te observa, o el viento frío del exterior cuando sales de sopapo después de estar junto a la chimenea. Las frazadas de la cama se hundieron por efecto del peso, peso invisible. Primero se hizo una hendidura, luego dos, y luego estaban las cuatro correspondientes a lo que imaginé, eran sus rodillas y manos. La entidad gateó hacia mí y me haló por el cinto del pantalón. Sentí el frío y cómo mi calor manaba hacia ‘ella’. Se me erizó la piel y pude sentir los pelillos de mi nuca poniéndose erectos.
—Ámame, Johnatan.
A continuación snetí su pequeño cuerpo pegándose al mío, más frío que cualquier cosa viva, aunque viniera ésta del gélido exterior. Los botones de mi camisa cayeron como si nunca hubieran estado cosidos, y mi camisa se abrió sentí besos muertos en los vellos de mi pecho. «¿Qué mierdas está pasando?» me pregunté en la intimidad de mi pensamiento.
—¡Ámame, Johnatan…!
Más besos helados y contacto con piel tan suave como el nácar, pero tan fría como la piedra en la noche. ¿Cómo podía algo tan macabro sentirse tan bien? Cerré los ojos y estiré el cuello para compensar el electrizante efecto de ese abrazo hambriento del más allá.
—¡Ámame, Johnatan…!
—¡QUIERO VERTE! —reclamé.
Abrí mis ojos incrédulos y ella estaba ahí, palpitando de cuerpo entero, viéndome a la cara y con una expresión que sórdidamente mezclaba una pícara sonrisa con un agresivo gruñido. Sus ojos tenían apenas un tinte verduzco y una retina oscura y felina. Y ostentaba, así como Vlad Tapia, un par de colmillos blancos de longitud lobezna. Acariciaba mi pecho a dos palmas y respiraba con sugestión sexual. Su boca era muy grande, tanto que sus labios no alcanzaban para rodearla y se le hacían comisuras muy grandes, como los pliegues de un fuelle. Ahí, arrodillada en la cama, frotando mi pecho con sus palmas y pequeños senos, hacía una corta gama de caras y todas eran adorables. Miré su cabello liso y frondoso, de color castaño y la combinación adorable que este hacía con sus cejas. Su piel era blanca como la yuca tierna. Yo, debería estar corriendo como alma que lleva el diablo, desde que dijo mi nombre la primera vez, quizá. Pero ya estaba bajo su embrujo, y estaba por hacerle el amor a una joven y esplendorosa vampirita de unos 14 años, 15 máximo. La tendí sobre la cama y besé su rostro con vehemencia, mientras ella se retorcía de gusto. Besé su esbelto cuello, mientras jadeaba debido al aumento estrepitoso de mis ansias. Nunca pensé estar en una cama con algo tan hermoso. Aunque estaba quitándome la energía a un ritmo constante y torrencial. Una parte de mí quería preservar mi vida y huir, pero era una parte demasiado chica en comparación con el resto, que deseaba unirse a ella. Ya estaba yo preso. Había caído en la trampa. Estaba en lo que creía, era el paraíso. El paraíso, justo como parecía Tihuaquiva de día, pero ahí, hacia la media noche, en la siniestra Hacienda Tapia, en una habitación fantasma iluminada por una vela onírica. Tenía muchas ganas de penetrar a esta joven de hermosura sin igual. Sin mucha habilidad manual, estaba tratando de quitarme los pantalones sin ver ni tener espacio. Mi naturaleza me estaba dominando hacia el impulso incontrolable de entrar en ella, creyendo que tal cosa sería lo mejor del mundo. Y quizá sí habría sido más que agradable, más de lo que esperaba. Pero no podía compararase con lo que sí ocurrió: La vampirita gruñó como tigresa y me clavó sus colmillos en el cuello. El dolor y el miedo fueron diezmados por un inesperado,  inexplicable y antinatural placer. Primero, la perforación de mi piel y luego la inserción meticulosa de sus caninos. Dolor y sacrificio. Ser mordido por algo tan lindo fue… más allá de la tope de la existencia. Sentir sus comillos fríos insertados en mi carne y su boca al rededor dando ese deletéreo beso con pasión asesina… de otro mundo, de otro mundo. Luego sacó sus caninos de la herida que le habían hehco a mi carne. Grité de impresión. Ella gemía y respiraba groseramente mientras chupaba mi sangre y cambiaba a lamer la que se le escapaba. Mi calor, mi vida y mi energía estaban siendo depredadas… por un divino ángel no-muerto. Me succionó por largo rato hasta que lloré. Lloré porque ella iba a matarme y su «Ámame» había sido solo una trampa. Antes que me quedara sin fuerza, la tomé por los hombros y la retiré de mí. No sé si pueda describir la hermosura de su gesto impresionado, viéndome con asombro, casi miedo, y el contraste de su piel ebúrnea y el rojo rutilante de mi sangre viva escurriéndole desde la boca hasta el cuello. Hasta sus senitos tenían florecillas rojas como chispas de vida robada. Acaricié su rostro.
—Te doy mi vida, pero déjame algo para poder amarte —le gruñí, apretándola con violencia con las manos.
Entonces me hizo un bufido.

③

🆂igo en el negocio de bienes raíces, y sigo visitando potenciales vendedores de sus hermosos predios, de noche. No porque ellos lo soliciten, sino porque yo lo pido encarecidamente. La razón: Llevar a mi joven amante, novia y compañera, que no tolera la luz del día. Aquella frenética noche que ella me iba a «cultivar», terminamos haciendo un trato. Ella me permitió hacerle el amor de manera tradicional y me permitió así mostrarle cuánta energía podía darle sin que me hiciera tanto daño. Igual, de vez en cuando le doy algo de mi sangre (muerde muy rico) pero le compenso la poca sangre que le doy con faenas de muy buen sexo. Para suplir su necesidad de sangre, ella muerde a otras personas. Soy cómplice de sus actos de «cultivar» gente. Y siempre pongo sus casas en venta, como si hubiesen sido mías. Entre mi vampirita y yo, sembramos el terror por toda Tihuaquiva y sus alrededores. Supe que se estaba armando una legión para cazarnos. Vlas Tapia también nos ha perseguido desde entonces, pues me robé una de sus vampirezas favoritas. Otro día les cuento nuestras aventuras huyendo de Vlad Tapia y de la legión de cazadores.

Mi vampirita me ha sugerido varias veces hacerme vampiro, bebiendo su sangre. Sangre fría y muerta, pero nap. Prefiero llegar a viejo y tener arrugas, que son como medallas de honor. Mi más orgullosa medalla habrá se ser precisamente ella. Mi Vampirita.

Ah, y se me olvidaba:

Mi vampirita se llama Amy.

https://images2.imgbox.com/d5/74/TrnFpVVq_o.jpg

Fin

©Stregoika 2025

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En la imagen: Amy Lewis.

74 Lecturas/9 septiembre, 2025/0 Comentarios/por Orlok82
Etiquetas: amante, chica, compañera, hija, joven, mayor, recuerdos, sexo
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