Ayudando a una venezolana sola
Una madre de familia dispuesta a todo por darle un entierro digno a su único hijo. Pero sería yo quien enterraría mi verga en su sexo..
A Daniela la conocí en una app de citas. Como muchas otras, estaba usando su perfil para hacerse publicidad, anunciando su número y que ofrecía encuentros o packs a cambio de una compensación. Prostitución en tiempos de COVID, cuando el toque de queda y los militares restringían el ejercicio de la profesión más antigua en las calles. No la contacté, pero guardé su número, y pronto la seguía en Telegram, donde subía sus fotos sugerentes para atraer nuevos patrones.
Después de un tiempo, ella lanzó una promoción, acceso a su canal VIP por la miserable suma de tres dólares. Decidí probarlo, y conocerla más a fondo. Tal y como se mostraba en sus redes, se trataba de una extranjera en mi país, una venezolana que como muchas otras había abandonado su tierra buscando un mejor futuro, y lo había encontrado vendiendo sus carnes. Sí, tiene unas tetas impresionantes, gordas y caídas pero aún con carne para saborear, un culo devorador de pitos, y lo que más me sorprendió era una piel casi virgen, con pocos y pequeños tatuajes. No tengo nada contra los tatuajes, pero muchas de sus compatriotas parecen ser adictas a la tinta, decorando sus cuerpos con diseños grandes y ridículos en mi opinión.
Pasó el tiempo, dejé a la perra infiel de mi novia, estuve un tiempo vagando por la vida tirando sin sentimientos de por medio, y pronto me hice nuevamente novio de otra mujer, una jovencita tímida pero con gran potencial sexual que he ido explotando y explorando. Y aunque a pedido de mi novia borré casi toda mi biblioteca sexual (Excepto por algunos archivos que tengo ocultos en la nube), mantuve varios de mis contactos sexuales de mi época soltera. Porque el hombre es débil, y el cuerpo requiere probar carnes nuevas.
Es así como me enteré de la triste noticia. Daniela había perdido a su pequeño hijo, víctima de una enfermedad que pudo tratarse, si no fuera por su falta de recursos. En las últimas semanas se había desesperado ofreciendo de todo para recaudar fondos: sorteos, tríos con una amiga, descuentos a suscriptores, al parecer todo había sido en vano. Su hijo estaba muerto, y si no recaudaba los fondos necesarios sería enviado a una fosa común.
Tengo que admitir que en el fondo, soy demasiado generoso. Mi crianza cristiana me lleva a darle la mano al prójimo, aún cuando mis manos apenas si pueden con mis propias responsabilidades. Esto me ha traído problemas, pero también un talento inesperado: una apariencia inocente y generosa, y el carisma y la oratoria necesaria para consolar con palabras vacías de sentimiento. Lo que empezó con un simple pésame se convirtió en una conversación de toda una noche, donde Daniela soltó toda su desgracia: expulsada de su vivienda por falta de pagos, forzada a vivir en las calles con su hijo y con las pocas ropas que pudieron salvar de su morada, forzada a mendigar y cargar su celular en los pocos lugares que le tendían una mano…y ahora con el niño muerto, su familia en Venezuela muerta por el COVID o desaparecida con una nueva familia, y ella pobre, sucia y sola.
Ofrecí ayudarla, donándole algunas monedas, y para ser justos compartiendo su sufrimiento con algunos de mis contactos para recaudar algunos fondos para la cremación del menor. No recaudamos mucho, y no cumplía aún ni el 20% del monto total que necesitaba, pero ya me había ganado su confianza. Me escribía por las noches (Cuidando siempre de borrar los chats y toda evidencia de mi teléfono, por si mi novia se le ocurría revisarlo), compartiendo sus penas, la dureza de vivir en la calle y como había fallado como madre. Yo la escuchaba, la consolaba, y tramaba como aprovecharme de su miseria.
Eventualmente, se le agotaron las opciones. Aún le faltaba más de la mitad, y la morgue le había advertido que en unos días más, el cuerpo de su menor iría a la fosa común. Daniela me llamó desesperada, había por fin agotado todos sus intentos, y no contaba con la energía para seguir. Contemplaba el suicidio. Traté de consolarla, y ofrecí verla en persona para, por lo menos, hacerle compañía. Su nivel de desesperación había llegado al punto que aceptó verme, dándome su ubicación.
Al llegar, vi entre la multitud a una mujer sosteniendo una bolsa de plástico con sus prendas de vestir, aparte de las que llevaba puestas en ese momento. Usaba una chaqueta deportiva de color salmón, unos jeans que apenas si podían contener sus curvas, y unas Crocs que parecía habían sido sacadas de una mina de carbón. Su ropa estaba sucia, al igual que su cuerpo. Me había comentado que su higiene se reducía a echarse agua en sus partes privadas. Su pelo lacio ahora revelaba su verdadera naturaleza: rulos, sucios y cubiertos de sudor y caspa. A comparación de ella, yo era un Dios, bien vestido y limpio, a pesar que había ido a su encuentro usando un pantalón de ejercicio, zapatillas viejas y una polera que había recibido de un primo varios años atrás.
La consolé, no me importó su aroma o su apariencia. Le invité unos panes y un agua, y sentados en una calle alejados del tráfico me confesó que agradecía mi ayuda, pero había llegado al límite. Era un fracaso como madre y mujer. Era el momento clave, le ofrecí una ayuda un poco mayor. Ciento cincuenta dólares, que no eran suficientes para cubrir el costo de la cremación, pero sería la mayor donación que ella recibiría. A cambio solo le pedía un poco de su tiempo…y todo su cuerpo. ¿Qué tenía que perder? La llevé a un hotel de pésima calidad, con la promesa que podría quedarse en la habitación a dormir esa noche.
Ya en el cuarto, Daniela intentó dirigirse al baño, pero la detuve. No la besé, pero sí la abracé y restregué mi cuerpo contra el suyo. Apestaba a basura, a sudor, y a mil cosas más. Su ropa era dura, producto de la suciedad. Cuando abrí su chaqueta, descubrí su falta de sostén, y mi rostro fue golpeado por un olor corporal intenso. Contra sus protestas me lancé a devorarle las tetas sudadas, provocándole algunos gemidos. La empujé contra la cama, tumbándola en el colchón, mientras mi lengua bajaba hasta su pantalón. Allí note que su jean no solo estaba sucio, algunas partes de la costura se habían roto, revelando sus muslos. Le quité los jeans, y me encontré con su tesoro: unas pantis viejas y sucias, con una gran mancha de flujo vaginal y orina. Por debajo, una mata decente de pelos.
Adiós jeans y adiós pantis, empecé a masturbarla con una mano, y con la otra manoseaba sus tetas mientras me las comía. Daniela arqueaba su espalda, la culpa de perder a su hijo la había hecho descuidar su placer sexual, y ahora su cuerpo estaba mucho más sensible. Un par de dedos dentro de su húmeda y caliente vagina, haciendo la forma de gancho para estimular su punto G, y conseguí mi cometido. Daniela arqueó su espalda lo máximo posible, mientras su cuerpo se tensaba y temblaba, producto de un orgasmo. Mi mano de inmediato se humedeció con su flujo vaginal, y con una sorpresa más: un líquido color oro y de olor extremadamente fuerte. Se estaba orinando, a pesar que Daniela me rogaba que no la viera en su momento de verguenza.
Era el momento del evento principal. Con ella desnuda, y yo terminando de quitarme la ropa, observé su cuerpo un momento. Cubierto de sudor nuevamente, y ella recuperandose de su primer orgasmo. Le puse mi pene en la cara. En previsión había venido depilado, lo que hacía ver mis quince centimetros mucho mas grandes. Daniela empezó a besarlo, a lamerlo y chuparlo. Lento, pues todavía sentía los estragos de su primer orgasmo, pero con pasión, su lengua bailando entre mis huevos y mi tronco.
Ya con mi pene lubricado y armado, lo acomodé entre sus labios. De una estocada, y antes que reclamara por el condón, la penetré, disfrutando como su vagina luchaba por restringir el ingreso de mi pene. Hacía tiempo que no tenía sexo por la estrechez que sentía. Al empezar el mete-saca, Daniela se dejó llevar por el placer, sin importar que ambos sudábamos, y que el cuarto quedaba impregnado por olor a suciedad, a sudor y a sexo.
No duré mucho, uno de mis fetiches es cogerme a mujeres sucias. Al sentir el calambre que avecina la eyaculación, saqué mi pene de su concha, y un par de pajazos bastaron para bañar sus tetas con mi leche, cargada de varios días de abstinencia. Algunos chorros incluso llegaron hasta su boca, que ella relamió gustosa. Me tumbé a su lado para recuperar el aliento, mientras seguía gozando al sentir su sucio olor corporal.
Ya terminada nuestra sesión de sexo, Daniela pasó al baño, y yo la acompañé poco después. Mi pene había quedado satisfecho, y se rehusaba todavía a levantarse, a pesar de poner tocar a Daniela por todos los ángulos y resquicios posibles. Yo me cambié, mientras Daniela aprovechaba la oportunidad para lavar sus ropas en el lavabo, usando el jabón de cortesía para tratar de quitarles algo de suciedad. Mirándola ahora limpia, desnuda y chorreando agua mientras su culo rebotaba rítmicamente siguiendo sus acciones, casi estaba tentado de atacarla por una segunda ronda. Pero me contuve, sabía en el fondo que tenía otros pendientes esperándome afuera, y en la noche todavía debía de guardar leche para mi amada. Le dejé el dinero en la mesa, y me despedí previo beso y manoseada de nalga.
Daniela al final no podría cremar a su hijo. Por unos días desapareció de las redes, hasta que respondió a mis mensajes que simulaban preocupación, dándome la terrible noticia. Aun así me agradecía el apoyo, tanto monetario como moral, y me daba a entender que su tiempo en este mundo estaba por terminar. Pero se sentía agradecida conmigo, cosa que aproveché en ocasiones siguientes para saciar mis instintos. Pero eso es tema para otra historia.
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