Clases de natación (parte 2)
Mi amigo me contagia su curiosidad y empiezo a sentir que algo está a punto de suceder entre nosotros. Ya no me avergüenza estar desnudo delante de él, ni rechazo la visión de su sexo prominente..
Recordamos lo sucedido en las dos primeras clases de natación: Héctor hizo comentarios sobre el pelo que yo debía de tener en la entrepierna, a juzgar por los pelitos que empezaban a brotar bajo mi ombligo, y después de la segunda clase, cuando nuestros compañeros se habían marchado, se encerró conmigo en el baño y aprovechó para verme desnudo y descubrir el arbusto de mi entrepierna. Tras ello, se fijó con detenimiento en mis axilas y las olió con deseo.
Pues bien, eso solo era el principio. Aquí va la segunda parte de esta historia.
Después de ese extraño episodio, empecé a ver a Héctor de una manera distinta. Ya no me parecía tan gracioso, ni tampoco demasiado estúpido. Lo veía más humano, como si hubiera descubierto una faceta suya secreta, algo que solo yo conocía y que permanecía oculto para los demás. Esa extroversión y alegría que lucía ante la clase no era más que una máscara bajo la que se encontraba un chico inseguro y raro, probablemente fetichista.
Si bien me planteé ser de los primeros en cambiarse para salir antes y no darle la oportunidad de forzar otro encuentro a solas, la idea de que volviera a encerrarse conmigo en el baño frenó mis pies y me invitó a hacer tiempo. No es como si deseara que ocurriera, sino que era consciente de que existía la posibilidad. Era algo que me repelía y, al mismo tiempo, generaba en mí una potente curiosidad, tanto que al final hice lo de la semana anterior: aguardé a que todos terminaran fingiendo que estaba recuperándome de las lecciones de natación y, cuando solo quedamos él y yo, lo miré y me puse en pie para acercarme al baño.
—No queda nadie —señaló. No lo decía por decir. Pretendía que me cambiara delante de él, solo que esta vez en el vestuario, bajo la luz de los tubos fluorescentes, en lugar de en la oscuridad del WC.
Dudé, casi diría que lo ignoré y me dispuse a seguir mi camino cuando añadió:
—¿no quieres quitarte el cloro? Yo voy a darme una ducha.
Nadie más lo hacía. Ni siquiera Juan, el repetidor, que se desnudaba delante de todos. Entrar a las duchas era algo impensable, como si estuviera prohibido. Pero Héctor quiso cruzar esa barrera. Me dio la espalda, se bajó el bañador y caminó descalzo en pelota picada hacia la zona de las duchas, a la que se accedía por un gran hueco, en sentido opuesto a los cuartos de baño.
Nunca había pensado en un chico como algo hermoso o erótico ni nada parecido, y en condiciones normales, Héctor me habría parecido de los menos guapos de la clase. No gustaba a las chicas: hacía demasiado el payaso, tenía las orejas pequeñas y, aunque era alto, tenía un aire infantil que le restaban puntos con el sexo opuesto. Y sin embargo, físicamente era superior a mí. Se le notaban los abdominales, tenía brazos fuertes y un bonito trasero. Hasta yo me había dado cuenta. Era un culo redondo y liso, mientras que el mío era más bien plano y sin gracia. Si le daba vueltas al asunto, me parecía un gran partido, y casi me aceleraba el cuerpo, generando en mí una sensación de impaciencia.
Una pared aislaba las duchas del vestuario. Tras ella escuché perderse los pasos de mi amigo y, enseguida, el sonido del agua recorriendo su cuerpo. Aquella idea despertó algo en mí. No sé si fueron las hormonas o el morbo del vestuario, pero sin añadir palabra, regresé a mi taquilla y me quité el bañador, guardándolo en la bolsa. Después, algo incómodo y excitado por mi propia desnudez, seguí los pasos de Héctor.
—¿Te animas?
—No quiero llevar el pelo lleno de cloro —respondí.
—El cloro es molesto, y tú tienes mucho —No se refería al de la cabeza.
En realidad, no tenía demasiado, pero destacaba sobre mi piel porque era muy blanquito y delgado. Cualquier pelo, por fino que fuera, por contraste se hacía evidente. En las piernas casi no me salía, tenía los muslos blancos, el pecho liso, los glúteos despejados y las axilas con una pequeña fila casi imperceptible. En el único lugar en el que abundaba era en mi entrepierna: nacía de mi tronco un espeso arbusto oscuro que se extendía en forma de triángulo hasta la altura del elástico del calzoncillo.
Me situé bajo la ducha colindante a la suya y pulsé el botón, imitándole y frotándome el cabello bajo la cascada, mirando de reojo su entrepierna lampiña.
—¿A ti no te sale o es que te afeitas? —pregunté, con la polla de Juan en mente. El repetidor se afeitaba, aunque el resultado no se parecía nada a lo que podía observar en el cuerpo de Héctor. Le salía pelo por una superficie muy extensa y, al pasarse la cuchilla, se quedaba la piel irritada llena de cañonazos y señales, desde el ombligo hasta los muslos. Quizás por eso a Héctor no le llamaba la atención.
—Nunca me los he recortado. Está mejor con pelo, como la tuya.
—No es nada especial —dije restándole importancia—. Cuando tienes tanto, deseas tener menos. Es raro.
—¿Te gusta mi polla? —preguntó de repente. La sostenía con dos dedos, alzándola para enseñármela—. Es larga, pero yo prefiero la tuya.
—Si ves que tal, nos las cambiamos —bromeé.
Esperé bajo el grifo a que hiciera su próximo movimiento, pero no hubo acercamiento esta vez. No me quitó los calzoncillos, no trató de oler mis axilas ni nada parecido. Tan solo me puso la mano en el hombro y me dijo algo del tipo: «eres un tío de puta madre. Me caes muy bien».
A partir de ese día lo noté diferente durante las clases, más relajado y tranquilo. Su nerviosismo habitual había desaparecido. Y tres días antes de la siguiente clase de natación, empecé a topármelo más a menudo por los pasillos del instituto, a encontrármelo en cada rincón del patio y, por supuesto, a hablar más con él en clase. No lo consideraba mi amigo, al menos no uno de esos amigos con los que estás en los recreos y hablas fuera del instituto, pero tenía claro que nuestra relación se estrecharía pronto, quizás en la piscina climatizada, al volver al vestuario. No me equivocaba.
Los demás hicieron cola en el baño, como ya era costumbre. Él, en cambio, se sentó a mi lado, apoyó el codo en mi hombro, me dirigió un par de bromas sin atacar a mi cuerpo ni a mi persona y, por último, se puso a estirar los brazos muy pegado a mí, disimulando. Yo sabía que lo hacía por enseñarme sus tersas axilas. Luego me lo dijo.
—Déjame ver las tuyas —susurró en las duchas, pues, una vez más, terminé duchándome con él cuando los demás se marcharon.
Levanté los dos brazos, llevándome las manos a la nuca, y posé para él, totalmente desnudo. Aquello debió de ser como una revelación para mi amigo. Al instante, su pene creció hasta apuntarme, y su rostro se puso colorado. No pudo evitar pegarse a mis axilas, olerlas como la primera vez y lamerlas, como si intentara enrollar su lengua en mi pelo. No era posible, no crecía tan largo.
Fue una sensación viscosa y rara. Me hacía cosquillas y, al mismo tiempo, me daba un poco de asco, pero le dejé disfrutar de mi cuerpo. Tras ello, se puso recto ante mí, con la erección bien dura, y me pidió que hiciera lo mismo, enseñándome su axila. Me negué en redondo y me aparté, pero empezó a suplicarme.
Señalé que sus axilas me daban asco, que eso era muy raro, y creo que intenté hacer una broma, insinuando que preferiría chuparle un pie. Fue lo primero que se me ocurrió; estaba allí, en las duchas, ante un chico, como mi madre me trajo al mundo, observando sus largas piernas y los dedos de sus pies desnudos. Él no se lo tomó a broma, pero afortunadamente, no llegó a proponerme nada parecido. En su lugar, me acarició la polla y empezó a masturbarse con tres dedos, hipnotizándome con el movimiento. Mi polla empezó a reaccionar y, cuando quise darme cuenta, había posado su otra mano sobre mi cabeza, hundiendo los dedos en mi cabello y empujando hacia abajo.
Yo era bajito, y quizás sea la percepción alterada por el recuerdo, pero tenía la sensación de acercarme muchísimo a su miembro, de tenerlo prácticamente encima. No sé en qué momento planté las rodillas en el suelo. No era consciente de lo que hacía, tan solo de que su enorme polla estaba encima de mí y, poco a poco, se aproximaba a mi cara. Cuando su rosado glande se posó en mis labios, abrí la boca como había visto hacer a las mujeres en el porno y dejé que Héctor me introdujera la punta.
Yo no tenía experiencia, no sabía cómo se hacía aquello, y probablemente no lo hacía bien. Pero él parecía disfrutar del juego de mi lengua y mis labios. No llegué a metérmela entera, ni siquiera la mitad. Eso debía de ser imposible, era muy grande, o eso pensaba al principio. La lamía, como si de un helado se tratase, y luego hacía algo parecido a lo que hacen los bebés con el chupete.
Flotaba en una nube mientras lo hacía, pero no fue hasta que me agarró la cabeza y empezó a mover su cadera que empecé a sentir placer. Tuve una erección y empecé a masturbarme como loco mientras su polla entraba y salía de mi boca a gran velocidad.
Sus movimientos se volvieron más bruscos, hasta provocarme una intensa arcada que interrumpió su bamboleo al tiempo que le hizo soltar un gemido. Mientras me recuperaba, se masturbó con fuerza y observé la trayectoria de un potente chorro de semen que fue a parar a mi ojo izquierdo. El segundo cayó sobre mi barbilla y mi pecho; el tercero no me alcanzó.
Estaba tan excitado que, aunque me empezaba a escocer el ojo, no me molesté en limpiarme. Seguí masturbándome de rodillas, contemplando su pene, ahora flácido, su trasero redondo y el movimiento de sus piernas al salir de las duchas. Tal y como me había dejado, me corrí, ahora solo.
Héctor no me esperó. Se puso la ropa y abandonó el vestuario.
Me encanto el relato, super natural, sigue vas muy bien!
gran relato como continua
y como sigue genial tu relato sigue contando mas amigo saludos. 🙂 😉 🙂 😉 🙂 😉