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Fetichismo, Gays, Voyeur / Exhibicionismo

El Charco en la Estación

Un limpiador se rinde a su fetiche en un urinario de estación y es descubierto por un guardia..

Alejandro tenía 24 años y llevaba casi un año trabajando como limpiador en los baños públicos de la estación de tren central. Era un empleo precario, de turnos nocturnos, rodeado de azulejos sucios y el eco constante de trenes que llegaban y partían. Gay desde que tenía memoria, pero con un secreto que lo avergonzaba hasta el punto de no compartirlo con nadie: un fetiche por la orina. No era algo que buscara en parejas; era un impulso solitario, morboso, que surgía en momentos de debilidad, alimentado por la culpa que lo hacía aún más intenso. En casa, reprimía esos pensamientos, pero en el trabajo, con el olor persistente de los urinarios, era como si el diablo susurrara en su oído.

Esa noche de diciembre, la estación estaba casi desierta. El frío invernal había ahuyentado a los viajeros habituales, y solo quedaban unos pocos rezagados esperando el último tren. Alejandro empujaba su carrito de limpieza por el pasillo iluminado por fluorescentes parpadeantes. El baño de hombres estaba vacío, como de costumbre a esas horas. Entró, cerrando la puerta detrás de él con un clic que resonó en el silencio. El aire estaba cargado: un hedor denso, amoniacal, que se pegaba a la nariz como una niebla invisible. Orina vieja, mezclada con el sudor masculino de cientos de cuerpos que habían pasado por allí durante el día. Algunos charcos residuales en los urinarios no se habían evaporado del todo; el olor variaba según el origen. Uno era espeso, amarillo oscuro, probablemente de alguien deshidratado, con un toque salado que recordaba a salmuera rancia. Otro tenía notas más ácidas, como vinagre fermentado, mezclado con el almizcle de genitales sudados.

Se detuvo frente a uno de los urinarios, el más apartado, en la esquina. Había un pequeño charco en el fondo, no más de un par de centímetros de profundidad, pero suficiente para tentarlo. Era orina acumulada de varios usos: viscosa, con burbujas que se habían formado por la oxidación, y un color turbio que sugería mezclas de diferentes hombres. El corazón le latía fuerte en el pecho. «No lo hagas», se dijo a sí mismo, sintiendo la culpa como un nudo en el estómago. Sabía que había cámaras en la entrada del baño, aunque no enfocaban directamente los urinarios. Y siempre existía el riesgo de que alguien entrara: un pasajero, un compañero, o peor, un guardia de seguridad. Pasos lejanos en el andén lo ponían en alerta, pero el morbo era más fuerte. Se arrodilló, fingiendo que limpiaba, pero sus manos temblaban.

El olor se intensificó al acercar la cara. Era real, no fantaseado: un vapor cálido que subía del charco, amoniacal como amoníaco puro, con un subtono salado que hacía que la boca se le hiciera agua involuntariamente. Bajó la cabeza, sumergiendo la nariz primero. El líquido tocó su piel, fresco y pegajoso, con una textura viscosa que se adhería como aceite. Abrió la boca, lamiendo el borde del urinario, probando el sabor: intenso, salado al principio, con un amargor que se extendía por la lengua como una quemadura química. Era espeso, no como agua, sino como un jarabe diluido, con partículas minúsculas que crujían entre los dientes –quizá residuos de sales o algo peor–. Bebió ávidamente, succionando el charco con los labios, sintiendo cómo el líquido bajaba por su garganta, cálido y repugnante. La culpa lo invadía: «Eres un enfermo», pensaba, pero eso solo avivaba el fuego. Con una mano, se desabrochó el pantalón, sacando su erección, y comenzó a masturbarse con movimientos rápidos, desesperados. El placer se mezclaba con el asco, el riesgo de ser descubierto haciendo que su pulso se acelerara. Un paso lejano en el pasillo lo hizo pausar, pero continuó, sumergiendo la cara más profundo, lamiendo las paredes del urinario donde la orina se había secado en costras amarillentas, disolviéndolas con la saliva.

De repente, la puerta se abrió con un chirrido. Alejandro se congeló, el corazón en la garganta, pero era demasiado tarde para disimular. Un guardia de seguridad entró: moreno, atlético, con una complexión velluda que se adivinaba bajo la camisa ajustada del uniforme. Tendría unos 30 años, con barba incipiente y ojos oscuros que se abrieron como platos al verlo allí, arrodillado, con la cara pegada al urinario y la mano en su entrepierna.

—¿Qué coño estás haciendo? —gruñó el guardia, su voz ronca por el shock. Dio un paso atrás, como si el hedor lo golpeara de nuevo, pero esta vez con un matiz de disgusto personal—. ¿Estás loco o qué? Levántate, joder.

Alejandro se incorporó tambaleando, limpiándose la boca con la manga, el rostro enrojecido por la vergüenza. Su erección se desvanecía rápidamente bajo la mirada acusadora. «Por favor, no…», balbuceó, pero las palabras se atascaron. El guardia, cuyo nombre en la placa era Mateo, lo miró de arriba abajo, el disgusto evidente en su ceño fruncido.

—Eres el limpiador, ¿verdad? ¿Y te pones a… beber esa mierda? —Mateo escupió las palabras con asco, su voz elevándose—. Esto es asqueroso, tío. Podría reportarte ahora mismo. Perderías el trabajo, y quién sabe qué más. ¿Qué pasa contigo? ¿Estás drogado?

Alejandro negó con la cabeza, lágrimas de humillación brotando en sus ojos. La culpa lo aplastaba: no solo por el acto, sino por ser visto, expuesto en su debilidad más oscura. Mateo dio un paso adelante, pero no para ayudarlo; era más bien una inspección, como si no pudiera creer lo que veía. Olfateó el aire, arrugando la nariz ante el olor persistente de orina fresca en el aliento de Alejandro.

—No lo entiendo —murmuró Mateo, su tono ahora mezclado con duda—. ¿Por qué harías algo así? Es repugnante. Hay cámaras, ¿sabes? Si alguien ve la grabación… —Hizo una pausa, mirando el urinario con el charco ahora casi vacío. Su expresión cambió ligeramente: del disgusto puro a algo más conflictivo, como si una curiosidad morbosa se colara en su mente. Mateo era hetero, o al menos eso asumía de sí mismo, pero en su trabajo había visto de todo: cruising en los baños, borrachos orinando en el suelo. Esto era nuevo, y algo en él, quizás el aburrimiento de las noches solitarias, lo hacía dudar en lugar de actuar de inmediato.

Alejandro, aún de rodillas, lo miró suplicante. —Por favor, no digas nada. Es… un problema mío. No lo hago siempre. Solo… a veces no puedo controlarlo.

Mateo se cruzó de brazos, su cuerpo atlético tenso bajo el uniforme. El vello en sus antebrazos se erizaba ligeramente por el frío o por la tensión. —Un problema, ¿eh? Suena a excusa de pervertido. Podría esposarte y llevarte a la oficina ahora. Explicar esto al jefe… —Pero no se movió. En cambio, su mirada se posó en el urinario, luego en Alejandro, y algo en sus ojos vaciló. ¿Curiosidad? ¿Poder? El morbo psicológico lo invadía a él también, aunque lo negara. «¿Te excita eso? El olor, el sabor… ¿por qué?» preguntó, su voz más baja, como si temiera que alguien los oyera.

Alejandro tragó saliva, el sabor residual aún en su boca: salado, viscoso, un recordatorio de su caída. —Es… complicado. Me hace sentir sucio, culpable. Pero eso es parte de ello. El riesgo…

Mateo soltó una risa nerviosa, pero no era de burla; era incómoda, conflictiva. Dio un paso más cerca, olfateando de nuevo, como si intentara entender. —Eres un desastre, chico. No sé si debería ayudarte o patearte el culo. —Su mano se posó en el hombro de Alejandro, no con ternura, sino con una presión que podía ser amenaza o exploración. El conflicto en Mateo era palpable: disgusto mezclado con una fascinación que lo avergonzaba. No se unió, no de golpe; eso sería demasiado fácil, demasiado fantaseado. En cambio, se quedó allí, dudando, mientras el silencio del baño se llenaba de tensión. «¿Y si te dejo ir, pero vigilándote? O… no sé.» Sus palabras eran vacilantes, su curiosidad morbosa luchando contra su repulsión.

Alejandro sintió un escalofrío: no de placer, sino de miedo real. La culpa lo consumía, pero el morbo persistía, un ciclo vicioso que no terminaba con la interrupción. Mateo, por su parte, se apartó un poco, sacudiendo la cabeza como para despejar pensamientos indeseados. —Levántate y limpia esto. Y no lo hagas de nuevo, o te jodo la vida. —Pero su voz no era tan firme como antes. El conflicto interno de ambos colgaba en el aire, espeso como el olor a orina que los rodeaba, dejando la puerta abierta a algo incierto, pero no resuelto. La estación siguió su ritmo, indiferente, mientras Alejandro, temblando, recogía sus cosas, sabiendo que la culpa lo perseguiría hasta la próxima vez.

19 Lecturas/24 diciembre, 2025/0 Comentarios/por Dark Impulse
Etiquetas: baño, chico, compañero, cruising, culo, drogado, gay
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