El Juego de la Mentira Útil
El punteo mágico de la noche, es mejorado a la mañana por la niña de 6 años…
La madrugada tenía una quietud pegajosa, una respiración contenida. Elena, desvelada frente a la pantalla azulada del blog, buscaba la frase perfecta para cerrar un párrafo sobre la textura de la memoria cutánea. Un ruido la detuvo. No era el crujido habitual de la casa. Era un ritmo: un quejido sordo de madera, repetido, insistente, que venía del pasillo. Del cuarto de Leo.
Se levantó, desnuda, la piel erizada no por el frío sino por un súbito estado de alerta. Las plantas de sus pies sintieron el frío del mosaico. Se acercó a la puerta entreabierta de su hijo. La luz no se filtraba por debajo. El sonido era más claro ahora: el chirrido característico de su viejo sommier, acompañado de un jadeo áspero, contenido, y… un gemido agudo, sofocado. Un gemido que conocía.
Empujó la puerta sin hacer ruido, lo justo para que el ojo cubriera la escena.
La luna, llena y brutal, entraba por la ventana y bañaba la cama de plata líquida. Los veía perfectamente.
Leo estaba de pie, al borde de la cama, la espalda arqueada, los músculos tirantes como cuerdas. Estaba desnudo. Su pene, ese mástil deliciosamente recto en la penumbra, brillaba húmedo. Y no estaba en el aire. Estaba conectado.
Lara estaba boca abajo sobre la cama, en el borde, su pequeño cuerpo hundido en el colchón. Sus piernas infantiles colgaban a cada lado de los muslos de Leo, los tobillos sin tocar el suelo. Su cabeza estaba girada hacia la pared, la boca semiabierta contra la sábana.
El movimiento era hipnótico, obsceno en su precisión. No era un vaivén, no era una embestida. Era un punteo. Exacto, continuo. Leo, sosteniéndose con una mano en la cabecera, usaba la otra para guiar su verga. No la introducía. La colocaba en la entrada diminuta, rosa y brillante a la luz de la luna, que era el culito de su hermana, y luego empujaba su cadera hacia adelante, una y otra vez, haciendo que el glande redondo y duro golpeara y presionara el centro mismo del anillo muscular, hundiéndolo quizás un milímetro, retrocediendo, y volviendo a golpear. Pum. Pum. Pum. El chirrido del sommier marcaba el compás.
Lara no se movía. Estaba absolutamente quieta, absorbida, entregada a la sensación. Con cada pum, su cuerpo entero se estremecía levemente, y un gemido ahogado, más un suspiro forzado que un quejido, le salía de la boca contra la tela. Sus manitas estaban aferradas a las sábanas.
Elena contuvo el aliento. No fue el horror lo primero. Fue el registro. La luz. La composición. La expresión de concentración brutal en el rostro de Leo, una mezcla de agonía y rabia concentrada. La absoluta pasividad receptiva de Lara. Era una escena de una crudeza monumental. Su mente, traicionera, empezó a buscar adjetivos: pistonudo, obsceno, primario. Se dio cuenta de que su propio sexo estaba húmedo. Y entonces, como un latigazo, llegó el cálculo: ¿Está entrando?
No entró. Se lo aseguró tras veinte segundos de observación paranoica. Era solo el punteo externo, que sabía que su hija era adictiva.
Retrocedió. Dejó que la puerta se cerrara sin un ruido. No fue a confrontar a Leo. No encendió la luz. Volvió a su estudio y se quedó sentada en la oscuridad, escuchando cómo el chirrido del sommier aceleraba, llegaba a un clímax de furia y luego se detenía en seco. Un silencio denso. Luego, pasos rápidos al baño. El agua corriendo. Y, mucho más tarde, el sonido de los pies descalzos de Lara regresando a su habitación.
Elena no durmió.
A la mañana siguiente, Lara apareció en la cocina con el pelo revuelto. Miguel ya estaba en el jardín. Leo no había bajado. Elena, preparando café, la miraba de reojo. La niña se acercó, se subió a un taburete y apoyó la barbilla en las manos.
—Mami —dijo, su voz era melosa, un poco ronca—. Anoche el mástil de Leo me hizo cosquillas.
Elena dejó la taza. Se volvió lentamente.
—¿Sí, cariño? ¿Cómo?
—En mi cuarto —dijo Lara, con los ojos muy abiertos, inocentes—. Yo dormía y él vino. Me dijo que quería jugar al punteo mágico. Pero en silencio, que era un secreto.
Elena sintió un frío en la boca del estómago. —¿Y jugaron?
—Sí. Pero él… se puso muy serio. No era como contigo mirando. Era diferente. —Hizo una pausa—. Su mástil… no solo punteaba. Apretaba. Mucho. Como que quería… meterse. Y a mí me gustó tanto que le dije que sí, que se metiera un poquito, solo para ver.
Elena dejó escapar el aire. —¿Se metió, Lara?
—No sé —respondió la niña, con una mirada de confusión calculada—. Sentí que se abría. Que entraba algo caliente y duro. Pero era chiquito. Duele un poquito al día siguiente, ¿sabes? Como un pellizco por dentro. —Se frotó el trasero contra el taburete, con una mueca que pretendía ser de incomodidad leve.
Elena se acercó. Su mente era un torbilllo. ¿Lo cruzó? ¿El imbécil lo cruzó? Arruinó todo.
—Amor, déjame ver —dijo, y su voz sonó extrañamente urgente, profesional—. Para asegurarme de que no te lastimó.
Lara asintió, solemne. Se bajó del taburete y, con una naturalidad aterradora, se agachó sobre la mesa de la cocina, apoyando el torso y presentando su trasero desnudo a la luz de la mañana.
Elena se arrodilló. Con manos que le temblaban ligeramente, separó sus nalgas. El aire olía a jabón de niña y a sueño. Allí estaba el pequeño ano rosado, perfecto, intacto. No había rasgadura, no había enrojecimiento fuera de lo normal, no había señales de lubricación o semen reseco. Estaba cerrado, sano. La única anomalía era una ligera hinchazón, la misma que quedaba después de cualquier juego de presión insistente. Nada más.
Elena exhaló, un suspiro largo y tembloroso de alivio.
Entonces, Lara, con la cabeza girada y la mejilla apoyada en la fría madera de la mesa, dijo:
—¿Te sirve, mami?
Elena se quedó congelada. —¿…Qué?
—Lo que te conté —aclaró Lara, con una voz dulce, completamente serena—. De que duele un poquito por dentro. Y de que quería meterse. ¿Te sirve para escribir? Para que la gente lea y se emocione. Leo me dijo que a tu blog le gustan los secretos que duelen un poco.
Elena retiró las manos como si la piel de su hija quemara. Se quedó mirando la espalda pequeña, las nalgas inocentes, la mente que funcionaba detrás. Lara no estaba describiendo un hecho. Estaba curando un guion. Había entendido, con la lucidez de una niña de seis años criada en un acuario de voyerismo, que la tensión, el peligro, el casi-romper, era lo que daba sabor a las historias de su madre. Y se lo ofrecía, empaquetado en su propia inocencia, como un regalo.
—Sí, cariño —logró decir Elena—. Sirve. Sirve mucho.
Lara se enderezó y se dio la vuelta. Sonreía, una sonrisa amplia y satisfecha.
—Me alegro. Podemos decir que sí se metió un poquito, pero que no pasó nada malo. Así es más interesante, ¿no?
Elena asintió, sin palabras. La niña se acercó y le dio un beso fugaz en la mejilla.
—Eres la mejor escritora del mundo, mami. Yo te ayudo.
Y salió corriendo al jardín, donde Miguel la recibió con los brazos abiertos para un abrazo matutino.
Elena se quedó de pie en medio de la cocina, la piel de los brazos erizada. El alivio se había transformado en un vértigo nauseabundo. Lara había descifrado el mecanismo narrativo que sostenía su mundo. Y lo empleaba con la misma naturalidad con la que pedía jugar. No había sido violada anoche, pero en ese momento, frente a la mesa de la cocina, Elena sintió que algo más profundo y valioso había sido penetrado, corrompido y reclamado: la autenticidad de su propio material. La niña le estaba escribiendo el blog. La ficción ya no imitaba a la vida. La vida, ahora, imitaba diligentemente, y por voluntad propia, los requerimientos de la ficción rentable.
Subió a su estudio. Sus manos, por primera vez, temblaban sobre el teclado sin poder escribir una palabra. El vacío que siempre había observado en los ojos de Miguel después del acto, ahora lo sentía dentro de ella.
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