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Bisexual, Fetichismo, Intercambios / Trios

El origen del viaje

El cielo estaba encapotado, pero no llovía. Hacía semanas que no llovía. Danielle tenía las piernas recogidas sobre el sofá.

—Podríamos irnos —dijo de pronto, sin levantar la vista—. A donde sea. A donde la tía.

Diego, sentado en el suelo con la espalda contra la pared, alzó una ceja. No respondió enseguida. No hablaba mucho últimamente. Desde la ruptura de sus padres, parecía haberse mudado al interior de su cuerpo, ese cuerpo grande, que llenaba cualquier habitación sin decir una palabra.

—¿Con qué plata? —preguntó al fin, sin ganas.

Danielle se encogió de hombros. Diego no miraba.

Danielle estaba herida. No solo por la separación, sino por todos los cambios que estaban ocurriendo de un momento a otro por eso.

—Ya están separados —murmuró ella, más para sí que para él.

Él la miró entonces. Sus ojos eran claros.

—La tía nos recibiría sin dudarlo —dijo.

Danielle sonrió, insegura.

—Si. Vámonos. Antes de que se me quiten las ganas.

Fue así. Sin plan. Sin maletas hechas. Sin despedidas formales ni a su padre ni a su madre. Solo la sensación de que tal vez, por fin, podían dejar de fingir que todo estaba bien. Porque no lo estaba. Pero eso no significaba que no pudiera estar mejor en otra parte.

Danielle tiene ocho añitos, la piel clara como las nubes, piernas largas que se cruzan con torpeza cuando está nerviosa. Su cabello negro cae como un velo sobre los hombros.

Acaba de vivir la separación de sus padres. En un impulso que mezcla tristeza, rabia y ganas de desaparecer, acepta viajar con su hermano mayor, Diego al sur, a la frontera, donde vive su tía Lourdes. Lo que debería haber sido una escapada de verano se convierte en algo mucho más extraño y revelador.

Diego ha elegido el silencio como refugio de su propia crisis. Y aunque Danielle intenta adaptarse a él, hacerse pequeña para no incomodarlo, pronto empezará a notar grietas en su forma de sentir. Grietas por donde se cuelan miradas inesperadas y algo que late más allá del miedo.

El calor era distinto ahí. Más seco, más denso. Se pegaba. A la nuca, a las sienes, a los muslos que Danielle tenía cruzados mientras miraba por la ventana del carro. El polvo flotaba en el aire.

Al fondo, el caserío se recortaba entre los matorrales bajos y una hilera de palmas dobladas por el viento. Dos perros flacos cruzaron la calle sin mirar. Una tienda con techo de zinc oxidado exhibía botellas de refresco en hielo derretido.

Diego frenó en seco.

Danielle tragó saliva. Llevaban horas sin hablar.

—No digas nada —dijo él sin mirarla—. Hemos tomado la mejor decisión. Tal vez ellos también necesitan un tiempo sin nosotros

Danielle asintió. Sintió el sudor correrle por la espalda. Su camiseta blanca se le pegaba al cuerpo y por un segundo pensó en cambiarse, pero no quería mostrarse incómoda. No frente a él. No después de todo.

Una mujer de cabello canoso, trenzado hasta la cintura, salió al porche. Tenía la piel curtida y los ojos hundidos, pero su presencia era como una campana grave: se sentía sin necesidad de levantar la voz.

—Lita —murmuró Danielle.

—Tía —corrigió Diego, como si necesitara recordarlo.

A su lado, otra más baja, de rostro firme y brazos cruzados, las tetas grandes debajo de una blusa suelta.

—Bájense, que el sol no espera —dijo la de la trenza.

Danielle bajó. El calor la abrazó como un cuerpo entero. No el de Diego. Otro. Muchos.

 

En el patio, una mesa con limonada tibia, pies descalzos sobre banquitos de madera, humo de cigarro entre bocas húmedas.

Danielle bajó la vista y se sirvió más limonada. El sudor la hacía brillar, y su blusa pegada al torso marcaba más de lo que cubría. Algunas miradas se deslizaban sobre ella como dedos.

—En la ciudad todo es presión —dijo Diego, rompiendo el aire.

Danielle lo miró. Él tenía esa forma de hablar como si supiera. Como si ya hubiera tocado fondo.

—Yo solo quiero estar con mi hermano —susurró.

Lourdes la miró por primera vez. Lenta, desde los ojos hasta las caderas.

—Entonces estás en buen lugar.

Nadie dijo nada más. Pero algo en el aire cambió.

Diego sonreía. Y cuando Diego sonreía, Danielle también lo hacía.

Más tarde, la noche era espesa y caliente. En el patio trasero de la casa de la tía Lita, un ventilador apenas movía el aire. Diego estaba sentado en una mecedora vieja, con una botella de cerveza entre las piernas. Danielle se acercó con dos vasos de agua y se sentó en el suelo, frente a él, con las piernas cruzadas.—Te acompaño —dijo. Y el calor le marcaba los pezones bajo la blusa húmeda.

Diego no respondió.

—Siempre preferiste estar conmigo —murmuró ella, sonriendo sin saber si era burla o confesión.

Él alzó la botella y la miró, como si pesara más por lo que no decía.

Danielle sintió un temblor entre las piernas. Iba a hablar otra vez, pero entonces la tía Lita apareció en el umbral.

Tenía una cerveza en la mano, y el cuello de la botella entre los labios.

—Aquí no hay razones pa’ andar con la cabeza agachada —dijo mirando a Danielle.

Lourdes apareció en la puerta, con un vaso de whisky y una camiseta que apenas cubría la curva de sus caderas.

—¿Ya lo lloraste? —preguntó, sin suavidad.

—No.

Lourdes se sentó al otro extremo de la banca. Bebió un sorbo sin prisa.

—Aquí no se llora mucho —dijo.

Danielle la miró de reojo. Esa mujer tenía una belleza seca, como el clima. Como la sed.

—¿Vives aquí con… Lita? —preguntó.

Lourdes sonrió, torcido.
—Ella me deja dormir aquí.

Se inclinó hacia Danielle. El aliento a whisky le rozó los labios.

—Pero tú no viniste a dormir, ¿cierto?

Danielle tragó saliva.

—¿Entonces… a qué vine? —susurró, sin poder mirarla a los ojos.

 

—A que te enseñen.

Lourdes rió, seca y bajita, como si la pregunta le diera ternura.

El aire ardía, espeso. Danielle estaba en el borde de la banca.

—¿Tienes sueño? —preguntó Lourdes.

—No.

El escote de Lourdes dejaba ver medio pecho, sin sostén. Su piel morena brillaba bajo la lámpara.

—¿Me ayudas con esto? —levantó un frasco metálico—. Es crema. Este calor me parte las piernas.

Danielle asintió. Lourdes la llevó hasta la habitación, cerró la puerta con el pie, y sin decir más, se quitó el pantalón y la blusa.

Se tumbó boca abajo, desnuda, con los codos apoyados en el colchón.

—En la parte de atrás —dijo—. Y la espalda, si puedes.

Danielle se acercó con la crema entre los dedos. Sus manos temblaban, pero el cuerpo de Lourdes estaba caliente, vivo.

Cuando tocó su piel, Lourdes exhaló como si llevara horas esperando ese gesto.

Danielle bajó las manos por sus muslos. La piel ahí era más suave. Más íntima.

 

—Así —murmuró Lourdes—. Así está bien.

Danielle se acercó con el frasco. Lo abrió con manos torpes. El olor mentolado le picó la nariz.

Lourdes, doblada sobre la cama, tenía las nalgas firmes, lunares salpicados y la ropa interior al borde de ceder.

Danielle se arrodilló al lado, temblando. Apoyó las palmas en su espalda. La piel ardía.

Deslizó las manos por la columna, luego por los muslos, más abajo. Cada curva era un secreto revelado.

Bordeó las caderas, acarició las nalgas. No se atrevía a apartar la vista.

Lourdes respiraba lento. No hablaba. Solo dejaba hacer.

—¿Así está bien? —murmuró Danielle, la voz quebrada.

Lourdes asintió, sin abrir los ojos.

—Muy bien. Sigue si quieres.

Y Danielle quiso.

Bajó aún más, acariciando la piel desnuda con dedos engrasados, y sintió cómo el cuerpo de Lourdes respondía, sutil, como un animal dormido que empieza a despertarse.

 

—¿Sabes qué me gusta de ti? —susurró Lourdes, aún con los ojos cerrados.

—¿Qué… qué cosa? —susurró Danielle, ardiendo.

—Que no sabes lo que haces. Pero igual lo haces. Obediente. Calladita. Como una niña buena…

Danielle tragó saliva. No dejaba de tocarla.

—¿Eso te asusta? —preguntó Lourdes.

Danielle negó. Luego asintió.

Lourdes giró apenas el rostro. Sus ojos oscuros brillaban.

—No pienses. Solo escucha tu cuerpo.

Danielle bajó más las manos, acariciando las nalgas con un temblor que ya era hambre.

—¿Así?

—Así, sí.

La puerta se abrió.

—¿Lourdes, tienes—? —Lita se detuvo. Diego también. Bandeja en mano.

Danielle saltó como si le quemaran las manos.

 

Lourdes ni se inmutó. Siguió desnuda, expuesta. Sonriendo apenas.

—¿Qué? ¿Nunca han visto un cuerpo que necesita crema? —dijo Lourdes, seca, intacta.

Lita bufó.
—Mija, no te pases. Diego, deja eso. Ya vengo.

Se fue. Pero Diego no.

Danielle seguía de rodillas en la cama, con las manos tibias, la camiseta pegada, los pezones duros marcando la tela.

Lourdes se sentó frente a ella, desnuda.
—¿Ves? El mundo no se acaba por una caricia.

Danielle bajó la cabeza. Diego no se movía.

Su mirada iba de Lourdes a ella. No decía nada. Solo estaba ahí, viéndola.

Lourdes no se cubría. Su cuerpo hablaba por ella. Cicatrices, piel morena, pezones oscuros. Una mujer sin permiso.

Danielle temblaba.

Diego dio un paso.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

No era reclamo. Era otra cosa.

 

Danielle tragó saliva. Sus piernas se apretaron. No respondía.

Diego no se movía. Solo miraba.

Danielle se puso de pie. Las manos le temblaban.

Se quitó la camiseta despacio. Los pezones duros, al aire caliente.

Luego bajó los pantaloncitos. No miró a nadie. Solo escuchaba su propio corazón.

Se sentó desnuda junto a Lourdes. No se cubrió.

Lourdes la miró como se mira algo valioso. Le apartó un mechón del rostro.

—Te ves hermosa así.

Danielle bajó la mirada.

—¿Puedo tocarte? —preguntó Lourdes.

Danielle asintió.

Lourdes la tomó sin apuro.

Recorrió sus hombros, bajó por los brazos, entrelazó sus dedos.

Luego subió por el cuello, lo rodeó con la mano abierta. No apretaba. Solo sostenía.

 

Danielle respiraba por la boca.

Danielle echó la cabeza atrás. Ojos cerrados. Labios abiertos.

Lourdes bajó por su pecho. Le acarició los pezones con la palma firme, jugando hasta verlos duros.

Danielle jadeó. El aire ardía.

Las manos bajaron al abdomen, luego a los muslos. Cuando tocaron su sexo —lampiño, expuesto—, no hubo preguntas.

Lourdes la acarició con ritmo lento, sabio.

Danielle se arqueó. El gemido le nació desde adentro.

Diego estaba en la puerta. Se masturbaba. Pero era un eco lejano.

La mano de Lourdes entró en ella. Uno, dos dedos.

Danielle se abrió. Se sostuvo del borde de la cama.

La otra mano buscó el muslo de Lourdes.

Jadeaba. Temblaba.

Abrió los ojos.

 

Y lo vio.

Diego estaba quieto, pero no sereno. Sus pies descalzos sobre el suelo tibio temblaban apenas, como si cada músculo se negara a obedecerle. Tenía la verga en la mano, húmeda, erecta, los dedos cerrados en torno a ella con fuerza, como si tratara de domar algo salvaje.

El rostro, pálido. Los labios apretados. Las cejas fruncidas. Era un rostro en guerra: entre lo que sentía y lo que sabía que no debía sentir. Miraba a Danielle, a su hermana menor, con un deseo animal que no podía ocultar, pero también con un horror callado que le reventaba en los ojos.

Su pecho subía y bajaba rápido, como si estuviera corriendo sin moverse. Las venas del cuello marcadas, tensas. Se mordía el interior de la mejilla, con los dientes apretados, queriendo tragarse el impulso. Pero no podía. No podía.

Cada gemido de Danielle le dolía. Le arrancaba algo. Pero también lo llamaba. Cada vez que ella jadeaba, él tragaba saliva con violencia, y su mano se cerraba más fuerte sobre sí mismo.

No hablaba. No se atrevía.
No podía irse.
Y tampoco acercarse.

 

Era un animal acorralado por sus propios deseos. Un hombre partido entre el instinto y el tabú.
Y allí, a apenas un metro de ella, Diego no era hermano, ni protector, ni testigo.
Era solo un cuerpo que temblaba de hambre.
Un cuerpo que estaba a punto de romperse.

Danielle levantó la cabeza, jadeando, el cuello húmedo de sudor, el cabello pegado a la frente. Abrió los ojos, pesados de placer, y lo miró. Directo. Fijo. Como si lo viera por primera vez.

Y no apartó la vista.

Lourdes no se detenía. Sus dedos seguían dentro de ella, moviéndose con un ritmo lento, profundo, preciso, como si no hiciera falta apurar nada. Como si supiera que el momento exacto de romperse estaba cerca.

Pero Danielle ya no estaba solo adentro. Estaba también afuera. Con los ojos. Con la mirada.

Y en esa mirada, Diego vio algo que lo desarmó.

No había culpa. No había vergüenza.
Solo deseo.
Crudo. Transparente. Indiscutible.

Danielle lo miraba mientras su cuerpo era abierto, mientras gemía, mientras se aferraba a la cama con la otra mano. Y esa mirada le hablaba sin palabras: «Estoy sintiendo esto. Y tú estás viéndolo. Y no voy a esconderme.»

El vientre de Danielle temblaba. Sus caderas se movían apenas, buscando más.
Y los dedos de Lourdes seguían.
Más adentro. Más profundo.

Diego, con la verga en la mano, ya no era solo testigo. Estaba incluido.
En la mirada. En el temblor.

En esa rendición sin miedo que Danielle le ofrecía sin decir nada.

—Ven —repitió, sin mover el cuerpo, con los muslos aún abiertos, con los dedos de Lourdes aún dentro.

Diego parpadeó. Lo oyó, claro, pero tardó un segundo en entender que se refería a él.
Que esa voz… esa voz dulce y húmeda… lo estaba llamando a él.

Sus pasos fueron lentos, casi temerosos, como si un solo movimiento brusco pudiera romperlo todo. A medida que se acercaba, vio con más claridad el brillo entre las piernas de Danielle, los dedos morenos de Lourdes entrando y saliendo, su hermana medio temblando, medio abierta, con la piel erizada de deseo y fuego.

Ella no apartó la mirada.
Lo quiso ahí. Lo quiso testigo. Lo quiso cerca.

Diego se agachó a su lado, aún sin atreverse a tocarla.
Su verga palpitaba, húmeda en la punta.
Y Danielle, todavía jadeante, le acercó una mano al rostro, lo acarició.

 

Lourdes no se detuvo. Pero ahora sonreía.
Como si siempre hubiera sabido que eso pasaría.
Como si todo hubiera sido para llegar a ese “ven”.

Diego tragó saliva con dificultad. La nuez se le movió como si se estuviera tragando algo más que aire: vergüenza, deseo, una infancia entera rota en un solo gesto.

Dio un paso. Otro.
No dijo palabra.
No podía.

La verga erecta le latía como un corazón expuesto, desnuda frente a ella, a centímetros de su cuerpo. Pero fue su mano la que habló primero. La alzó, despacio, casi en cámara lenta, y la acercó al cuerpo de Danielle.

Rozó su cadera. Apenas.
Un toque tan leve que podría haberse confundido con una ráfaga de aire.

La piel de Danielle ardía. Su respiración se detuvo por un segundo. No por miedo, sino por la tensión que se condensa cuando todo puede cambiar en un solo roce.

Diego no apretó. No exploró. Solo apoyó los dedos sobre su costado, temblorosos, como si esa piel quemara, como si esperara que ella se apartara, que lo detuviera, que lo empujara lejos.

Pero Danielle no se apartó.
No se cubrió.
No bajó la mirada.

 

Solo respiró hondo, y en su pecho caían gotas de sudor, mientras los dedos de Lourdes seguían dentro, sin detenerse.

Danielle no se movió.
No se apartó.
Sintió el roce de Diego como una sombra, como una presencia cálida en el borde de su piel. Pero no era a él a quien le temblaban las entrañas.

Era Lourdes la que estaba dentro.

Sus dedos seguían abriéndola, lentos, precisos, con una calma que no imitaba ternura: la imponía.
Cada movimiento tenía un propósito.
Cada presión sabía dónde dolía. Y dónde se encendía.

La palma de Lourdes luchaba por sentir el interior de la vagina infantil, mientras sus dedos la penetraban con la sabiduría de alguien que no necesitaba mirar para saber lo que hacía. Y lo que estaba haciendo, más que tocar, era reclamarla.

Danielle sintió que su cuerpo ya no le pertenecía por completo.
Y no le molestaba.
No quería recuperarlo.

Porque la que la estaba tomando de verdad, la que la estaba poseyendo como nadie antes, era ella:
Lourdes.
Danielle abrió más las piernas.

No por Diego.
Por Lourdes.

 

El roce de su mano sobre la cadera de Danielle no buscaba tomarla.
No era un gesto de conquista.
Era una pregunta.
Un ¿puedo estar aquí? sin voz.
Un ¿aún me ves?, desde la piel.

Diego ya no era el hermano mayor.
Ni el que conducía el carro, ni el que decía cuándo hablar y cuándo callar.
Era un hombre con la verga en la mano y los ojos llenos de incertidumbre, tocando apenas el borde del cuerpo que más deseaba y que ya no le pertenecía.

Porque ese cuerpo ahora respondía a otras manos.
A otra energía.
A la de Lourdes, que lo conocía por dentro.

Danielle lo sabía.
Sentía el pulso de Diego en la yema de sus dedos. Sentía que ese roce no era posesión, sino una especie de súplica:
“No me dejes afuera.”

 

Y en esa súplica estaba toda la verdad:
Que él ya no mandaba.
Que el poder se había ido con la ropa de Danielle.
Y que ahora solo le quedaba esperar…
Si ella quería, si ella lo decidía, tal vez lo dejaría entrar.

Lourdes la tocaba con más fuerza ahora. Sus dedos se movían dentro de Danielle con una cadencia más firme, más profunda. Cada empuje hacía que el cuerpo entero de Danielle se estremeciera, abierto, vulnerable y feroz al mismo tiempo. Gemía sin vergüenza, con la boca entreabierta, los ojos húmedos, la espalda arqueada.

Y en medio de ese temblor, Danielle alzó una mano y buscó a Diego.

Lo tocó.

Lo encontró.

Le tomó la muñeca como si fuera algo frágil, y sin mirarlo, sin decir palabra, bajó su mano despacio por su vientre tembloroso, guiándola hacia su centro.

Diego no opuso resistencia. Su mano temblaba, húmeda, cargada. Cuando llegó, sintió el calor, el pulso, la humedad espesa que chorreaba entre sus labios abiertos. Sintió los dedos de Lourdes entrando y saliendo con ritmo, con precisión, y sintió también cómo esa carne palpitaba, se abría, se rendía ante cada nueva embestida.

Era su hermanita.

Y estaba completamente abierta.
Para Lourdes.
Para él.
Para lo que viniera.

 

Danielle no se movió. Solo respiró hondo y dejó que Diego sintiera.

Diego estaba de rodillas frente a ella, con la mano aún tibia de su humedad, los ojos clavados en su cuerpo. El deseo le desbordaba la cara, el pecho, la verga, todo. Y Lourdes lo notaba.

Bajó la mirada, se inclinó hacia él con una media sonrisa, y con voz ronca, sin vergüenza, le susurró al oído:

—Sus nalgas están para comerlas.

 

Fue más una declaración que una invitación.
Y Diego, al oírla, jadeó como si acabara de correrse sin tocarse.

Y no necesitó más.

La tomó por las caderas, con una fuerza temblorosa, reverente, y la alzó con la facilidad con la que se alza un cuerpo de 8 añitos, lo justo para girarla de lado y apoyarla boca abajo sobre la cama. Danielle se rindió al movimiento sin oponer resistencia, con la espalda curvada y los muslos separados, jadeando contra la sábana caliente.

Lourdes, sentada aún a su lado, observaba sin intervenir. Sus dedos húmedos descansaban sobre la pierna de Danielle, como recordándole que no estaba sola.

Diego la contempló un segundo.
El calor de la habitación, el aroma de la piel excitada, y esa imagen: su hermanita inclinada, expuesta, abierta.

La alzó un poco más, con cuidado, y el gesto dejó al descubierto el lugar más íntimo de su cuerpo.
El ano, pequeño, perfecto, brillaba por el sudor.
Un suspiro se le escapó a Danielle al sentir el aire caliente rozarle allí.

 

No dijo nada.
No hacía falta.

Diego tragó saliva otra vez. Tenía la mano temblorosa, húmeda, indecisa. Danielle no se movía. No decía nada. Solo respiraba, boca abajo, con las piernas abiertas, esperando. Entregada.

Se inclinó sobre ella, y con el índice, muy lento, la tocó justo en el centro. Despacio.
Primero afuera, midiendo la humedad. Luego, metiendo su dedo dentro de ella.

No fue mucho.
No fue profundo.
Pero ella lo sintió entero.

El cuerpo se le contrajo apenas. Un gemido bajo, gutural, le nació entre los labios.
No porque doliera.

Un dedo. Solo uno.

Lourdes lo miró de reojo. Lo dejó hacer.
Danielle ya estaba arqueada, con las mejillas encendidas y la boca abierta en un jadeo. Diego movía el dedo con torpeza, pero con una entrega que conmovía.

Lourdes se acercó, se pegó a su espalda, le susurró al oído con esa voz suya, grave, como si dictara un secreto ancestral:

—Hazlo con más calma. Que sienta que es tuyo también.

Él obedeció.

Y mientras Lourdes volvía a lamer el cuello de Danielle y su otra mano jugaba al tiempo con su vagina, Diego quiso que ella hiciera lo mismo con él.

Pero no lo pidió.

No fue necesario.

Porque después de un tiempo, sin que nadie lo tocara directamente, él se vino.
Rígido. Quieto.
Se corrió entre sus propios dedos, con un gemido que apenas fue audible, mirando el cuerpo abierto de su hermanita, ese cuerpo que lo había hecho rendirse sin violencia.

 

Su semen cayó en el suelo de madera, caliente, espeso.

Diego se quedó allí, de rodillas, temblando, con la respiración descompasada y el pecho cubierto de sudor. Su semen goteaba en el suelo como una confesión muda, irrelevante, porque ya no era él quien ocupaba el centro.

Danielle seguía jadeando, su espalda brillante por el calor, su sexo enrojecido, abierto, deseando más.

Y Lourdes lo sabía.

Sin decir una palabra, la tomó por la cintura con una sola mano firme y la hizo girar. Danielle quedó boca arriba, las piernas abiertas, el pecho agitado, los pezones duros como piedras.

—Ahora sí —dijo Lourdes, mirándola desde arriba como una diosa sin misericordia—. Ahora vas a aprender lo que es ser mía de verdad.

Se inclinó sobre ella, entre sus piernas, y la lamió sin compasión. No era un juego. No era caricia. Era hambre.

Su lengua entró directo entre los labios vaginales hinchados de Danielle, se hundió entre la humedad, la succionó, la rodeó, la devoró como si llevara años esperando ese sabor. Danielle gritó. No gemidos dulces: gritos rotos, salvajes, como si la lengua de Lourdes estuviera arrancándole el alma por la vagina.

Lourdes la sostenía con ambas manos abiertas sobre los muslos, manteniéndolos bien separados. La tenía atrapada. No podía cerrarse. No podía huir. No quería.

Y entonces la lengua bajó. Se detuvo un segundo en la entrada del ano, húmedo por el sudor, por el temblor, y lo besó. Un beso lento. Luego una lamida que hizo que Danielle se arqueara con un grito que partió el aire en dos.

—¿Te gusta? —murmuró Lourdes, sin levantar la vista, su voz ronca vibrando contra su piel.

Danielle no podía responder.

Lourdes no esperó.

Le metió la lengua entera, y mientras lo hacía, una mano subió hasta el clítoris de Danielle, lo frotó con dos dedos duros, rápidos, implacables. El cuerpo entero de la niña se contrajo, se agitó, se desbordó.

—¡Me orino! —gimió Danielle— ¡Lourdes, me orino… me orino!

Y se vino.

Se vino con todo el cuerpo. El vientre, las piernas, los dedos, la boca, el alma. Un orgasmo caliente, líquido, profundo, que la hizo llorar de placer, el primero.

Pero Lourdes no se detuvo.

Siguió lamiendo, más adentro, más abajo, como si buscara algo escondido en lo más profundo de Danielle. Y lo encontró. Porque Danielle volvió a correrse. Una vez. Dos veces. Ya no sabía cuántas.

Al final, quedó tirada en la cama, con los labios hinchados, los ojos nublados, el cuerpo temblando como después de una tormenta.

Lourdes se incorporó, la miró de arriba abajo y le acarició la mejilla con la punta de los dedos.

—Apenas estás empezando —le dijo con voz baja—. Si quieres aprender de verdad… vas a quedarte conmigo.

Danielle, apenas consciente, asintió. Y en su mirada, brillaba algo más que deseo.

 

Brillaba hambre.

622 Lecturas/8 agosto, 2025/0 Comentarios/por Ericl
Etiquetas: hermana, hermanita, hermano, madre, mayor, padre, sexo, viaje
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