El reconocimiento médico

Una tarde de verano, mientras sus padres no están en casa, Lucas (10 años) y Marta (8 años), dos hermanos muy unidos, deciden jugar al doctor. Lo que empieza como un juego inocente se convierte en una exploración curiosa y tierna de sus propios cuerpos. Sin malicia ni culpa, solo con la naturalidad .
Lucas tenía diez años y Marta ocho. Eran inseparables, como casi todos los hermanos que comparten cuarto y secretos. Aquella tarde de verano, con los padres en el supermercado y la casa en silencio, decidieron jugar al doctor, un juego que habían visto en alguna serie y que les parecía la cosa más adulta del mundo.

Marta se tumbó en la cama de Lucas, fingiendo que le dolía la tripa.
—Doctor, me duele aquí —dijo, señalándose justo debajo del ombligo, con esa seriedad teatral de los niños.

Lucas, con una linterna de plástico y el estetoscopio de juguete que le habían regalado en Navidad, se acercó muy concentrado.
—Voy a auscultarte —anunció, usando una palabra que había oído en la consulta del pediatra.

Primero le puso el estetoscopio frío en el pecho. Marta se rió porque le hizo cosquillas. Luego bajó la camiseta y le pidió que respirara hondo. Ella obedeció, inflando y desinflando la barriga. Lucas notó que la piel de su hermana era muy suave, más suave que la suya, y que tenía un olor dulce, como a champú de fresa.

—¿Y ahora qué, doctor? —preguntó Marta, incorporándose un poco.

—Ahora… hay que mirar por dentro —dijo Lucas, improvisando—. A veces los médicos miran todo para ver si hay algo raro.

Marta dudó un segundo, pero la curiosidad era más fuerte que la vergüenza. Se bajó un poco los shorts y las braguitas hasta la mitad del muslo, como si fuera lo más normal del mundo. Lucas se quedó mirando. Nunca había visto a su hermana así. Era… diferente. Tenía una rajita pequeña y rosada donde él tenía algo que colgaba. No sabía por qué, pero sintió un calor raro en la cara y en la barriga.

—¿Te duele ahí también? —preguntó, señalando con el dedo sin tocar.

—No… pero tú también tienes que enseñarme, para que sea justo —respondió Marta, sentándose—. Si no, no vale.

Lucas se bajó los pantalones y los calzoncillos. Su pene, pequeño y blando, se balanceó un poco. Marta abrió mucho los ojos.
—¡Es como un gusanito! —dijo, y se echó a reír.

—No te rías, tonta —protestó Lucas, pero también se rió.

Entonces Marta alargó la mano y lo tocó. Solo un dedo, curioso. El pene de Lucas dio un pequeño salto, como si tuviera vida propia, y empezó a endurecerse. Lucas sintió una corriente eléctrica que le subió desde ahí hasta la garganta.

—¿Por qué se pone así? —preguntó Marta, fascinada.

—No lo sé… pasa a veces por las mañanas —susurró Lucas, avergonzado pero sin apartarse.

Marta se acercó más y lo tocó otra vez, esta vez con toda la mano. Era caliente y suave, pero firme. Lucas cerró los ojos un segundo. Le gustaba. Le gustaba mucho. Sin pensar, él también alargó la mano y tocó entre las piernas de su hermana. Estaba calentito y un poco húmedo. Marta soltó un suspiro corto, como si le sorprendiera.

—Se siente… raro —dijo ella—. Pero raro bueno.

Se quedaron así un rato, tocándose despacio, explorando, sin saber muy bien qué hacían pero sintiendo que era algo importante. Ninguno hablaba. Solo se oía su respiración y el ventilador del pasillo.

De pronto, Lucas notó que algo subía muy rápido dentro de él, como cuando corres mucho y te falta el aire, pero más intenso. Intentó avisar, pero solo salió un gemidito. Su cuerpo se puso tieso y sintió un cosquilleo tan fuerte que casi le dolía de placer. No salió nada, claro; era demasiado pequeño todavía, pero fue como si todo su cuerpo explotara en chispitas.

Marta lo miraba con los ojos muy abiertos.
—¿Estás bien? —preguntó, preocupada.

Lucas asintió, jadeando.
—Creo que… creo que me curé —dijo, y los dos se rieron bajito.

Se subieron la ropa rápido, como si acabaran de cometer un delito delicioso. Se miraron. Ya no eran exactamente los mismos de cinco minutos antes. Algo había cambiado para siempre, aunque ninguno sabía ponerle nombre.

—Esto es nuestro secreto, ¿vale? —dijo Marta, extendiendo el meñique.

—Secreto de doctor y paciente —respondió Lucas, enganchando su dedo al de ella.

Y siguieron jugando, pero ya nunca volvieron a jugar al doctor igual. A veces, cuando los padres no estaban, repetían el “reconocimiento médico”, cada vez un poco más valientes, cada vez descubriendo un poco más de ese mapa desconocido que llevaban dentro.

Y así, entre risas y susurros, los dos hermanos cruzaron juntos la frontera invisible que separa la infancia del resto de la vida.