Exhibicionista desde niño
Con 11 años descubrí el placer de mostrarme ante otros hombres. Al salir de la piscina, les observaba y quería ser como ellos: alto, fuerte, con pelo en la entrepierna… Los dedos de mis pies se agitaban bajo el banco del vestuario al contemplarlos y me impulsaban a tirar del elástico del bañador..
Desde pequeño, he tenido siempre un impulso, una sensación, un deseo extraño intermitente, que tan pronto nace como se desvanece, y que solo tiene lugar en ciertas situaciones. Lo siento como cosquillas en los dedos de los pies. Empiezo a agitarlos y contraerlos y enseguida sé que lo único que me apetece es satisfacer esa inexplicable necesidad de hacer algo que, de normal, nunca haría. Soy un chico muy pudoroso incapaz de pasear en calzoncillos por su propia casa, Pero cuando me encuentro con chicos de mi edad e incluso con hombres desconocidos (nunca con familiares ni amigos de familiares) mi cuerpo me pide exhibirme. Así es, creo que soy exhibicionista. Y no es algo nuevo que me haya llegado con la mayoría de edad; esto viene de lejos.
Sin ir más lejos, cuando tenía 11 años no perdí la oportunidad de masturbarme con un amigo, aunque dejaba que fuera él quien llevara la iniciativa. No me atrevía proponerle aquellas cosas, pero no faltaban chicos que propusieran, cuando estábamos a solas, enseñarnos nuestros miembros o pasar el rato jugando con ellos. Me gustaba cómo se sorprendían al ver mi polla, no por su tamaño, sino porque empezaba a tener pelo alrededor del tronco, negro y denso. Era un orgullo para mí ser envidiado por ellos, ser distinto. No era lo único que me diferenciaba en ese sentido. Uno de mis amigos la tenía circuncidada, a otro le sobraba demasiada piel y el tercero tenía tan pequeña que casi ni se le veía. La mía era la más «normal», según decían.
Estando en casa, en mis primeros juegos íntimos solitarios, descubrí que disfrutaba más si me quitaba los calcetines y sacaba los pies de la sábana, sintiendo el fresco en ellos. Y ocurría lo mismo con mis lisas y blancas axilas. La sensación de exponer, enseñarles, lucir esas piezas del rompecabezas de mi cuerpo e impulsaba el meneo de mi mano y me conducía a un orgasmo mayor a cuantos había conocido hasta entonces.
Cuando venía el buen tiempo y un amigo nos invitaba a su casa de campo a dormir, No tardaba en desnudar mis pies, vestir un pijama de tirantes y, cuando íbamos a la cama, quitarme los pantalones. No me atrevía a desnudarme por completo, aunque si proponerlo como juego o sugerir alguna actividad que favoreciera la desnudez, haciéndolo pasar por una broma.
No era el lugar más apropiado para dar rienda suelta a mis deseos de exhibicionista pervertido.
Seguramente tampoco lo era el vestuario de la piscina climatizada; sin embargo, debió de parecérmelo, al menos a una parte de mí: los deditos de mis pies. Desde el momento en que pisaba el recinto, notaba cosquilleo en las zapatillas. Me desnudaba sentado en el vestuario y no dejaba de mover ligeramente los pies debajo del banco. Cada día me decía:
-no debería haber venido con el bañador puesto, no es normal, lo normal es ponérselo aquí, aunque te vea ese tipo de allí, ese padre y su hijo o aquel adolescente. Eres un hombre, estás entre hombres, es lo normal. Estás haciendo el ridículo bajándote el pantalón de deporte y mostrando la explosión azul cielo y verde lima del bañador. Se pensarán que son los calzoncillos
Lo cierto es que lo parecía, porque era un bañador tipo slip ajustado.
Pese a todo, yo seguía poniéndomelo en casa y evitando esa ocasión recién llegado al vestuario. Otra cosa era lo que sucedía cuando regresaba de la piscina, cansado de hacer largos. Me sorprendía no hallar en el vestuario a casi ninguno de los chicos con los que daba natación. Se cambiaban en el vestuario de las mujeres, donde podían entrar sus madres a ayudarles. Yo era más independiente. Mi madre trabajaba e iba solo a la piscina, de modo que nadie conocido me esperaba en el vestuario.
Me sentaba todavía empapado y respiraba un rato tras el entrenamiento, tomándomelo con mucha calma. Era entonces, cuando observaba a otros hombres y empezaba a plantearme imitarlos y no ocultarme a la hora de cambiarme.
Solía encerrarme en una ducha individual para que nadie me viera, pero siempre estaba esa llamada a la «normalidad», a ser uno más, a quitarme el cloro en las duchas abiertas como todo hijo de vecino, y sobre todo a mostrarme como dios me trajo el mundo. Nadie me conocía, nadie me diría nada ni me dirigiría la palabra. Tampoco se extrañarían. ¿Qué me frenaba? Además del pudor, el miedo a tenerla demasiado pequeña. Con el agua se me habían encogido los huevos, haciendo que mi polla se viera más rara. Y aunque tenía pelo, era escaso al lado de los demás. No me atrevía a mostrar mi cuerpo en esas condiciones. Pero mis piernas se estiraban, la chispa se había extendido de la punta de mis pies a mi cadera y no se detenía. Así pues, en un sudoroso impulso, agarré el elástico del bañador, me puse en pie descalzo sobre las baldosas y, echando un vistazo y alrededor, contando 3 hombres, dos niños y un adolescente, di un tirón a la prenda y levanté las rodillas lentamente para sacármela, con las piernas temblorosas pero una enorme satisfacción en mi pecho. Al fin me había atrevido a quedarme en bolas delante de todos. ¿Me estarían mirando? Seguramente sí. Yo apuntaba al suelo con los ojos y, como mucho, veía sus pies moviéndose alrededor, ante los bancos de madera.
Me giré de espaldas a los dos chicos con los que minutos antes había nadado y guardé el bañador en la taquilla; lo cambié por la toalla, sin llegar a anudarme esta a la cintura, cintura, como había visto hacer a otros. Me la eché al hombro y, fingiendo una seguridad con la que no contaba, mis pies siguieron el camino de las duchas, dejando con el sudor de mi atrevimiento y la humedad del lugar un rastro de huellas infantiles que me delataban.
No lo había pensado demasiado bien, pero no podía recular o parecería un idiota: tenía que cruzar todo el vestuario para llegar a las regaderas. Quería cubrirme la entrepierna, pero una parte de mí no me dejaba hacerlo. Tenía que ir desnudo, tenía que dejarme ver y acostumbrarme a ese vergonzoso frío que había que mis deditos se agitaran.
Colgué la toalla del perchero y me metí bajo la ducha, observando de reojo el cuerpo de otro hombre, su espalda musculada, sus glúteos, sus piernas y, sobre todo, el tamaño y la forma de su sexo. Era el ejemplo de aquello en lo que quería convertirme: un tipo alto, fuerte, con pelo en la entrepierna, en el pecho, las piernas y las axilas; un tipo seguro con su físico que no siente vergüenza ni se esconde en una ducha privada por miedo que le vean la colita.
Lo vi marcharse echándose la toalla al hombro como antes lo había hecho yo y sentí que había dado dado un paso importante aquella tarde.
No fue la única vez que nos topamos en las duchas. No todos se atrevían a exhibirse allí, y yo me quedaba con la cara (y el cuerpo) de los valientes. Al cabo de varias semanas de mi primera ducha compartida, la desnudez se convirtió en algo natural para mí, al menos en ese lugar, donde estaba «justificada».
¿Habéis tenido una experiencia parecida? ¿Cómo reaccionabais de pequeños en los vestuarios al ver hombres desnudos?
Me gustaba exhibirme de pequeño, que me vieran
Ya somos dos 🙂