Internado para varones «San Ignacio» Capítulo 1: El primer día
… Debía avisar a alguien, o mínimo asustar a esos dos menores para parar tan horrible escena. Pero no pudo, su mirada se había quedado congelada en los labios del menor….
Primer capítulo de esta nueva saga, por lo que será muy introductorio, pero juro que valdrá la pena.
Ángel Figueroa, un maestro ordinario lleva meses sin empleo desde el fiasco de su trabajo anterior. Desesperado, su mejor amigo le sugiere entrar al Internado para varones, San Ignacio.
Dejando atrás el pasado que lo persigue, pronto descubrirá que este nuevo empleo solo será un nuevo mundo de perversión y tentación. ¿Qué le deparará a nuestro maestro favorito en este nuevo lugar?
Ángel.
El Maestro Ángel Figueroa, conducía por la gran carretera que lo llevaba al Internado para varones, San Ignacio. Llevaba casi media hora desde que abandonó la ciudad y le preocupaba que estuviera aún más lejos.
Se sentía abrumado. Al revisar su retrovisor interior, se dió cuenta que su mirada irradiaba intranquilidad. Necesitaba el trabajo. Ya llevaba varios meses sin empleo, y aunque a sus escasos veinticuatro años, no tenía pareja ni nadie quién dependiera de él; no podría sobrevivir a sus deudas ni un mes más. ¿Su familia? Olvídense, no contaba con ellos, desde que salió del clóset hace cinco años y lo único que se ganó, fue que sus padres religiosos lo dieran por muerto.
Le preocupaba lo que pasó en su último empleo como maestro. Esa culpa lo atormentaba, pero si ya había pasado meses y no ocurrió lo que tanto le aterraba, estaría bien.
Su viejo amigo de la universidad, Samuel, le había recomendado este internado privado a las afueras. «No te preocupes, te contratarán. Necesitan maestros hombres, están desesperados». Le había dicho.
Confiaba en él, era un maestro excepcional y más importante aún, su mejor amigo. El plus para creerle, era que Samuel trabajaba ahí, así que se permitió respirar hondo y seguir su camino.
Al cabo de dos minutos, avistó la gran escuela y al estacionarse, partió a los adentros del colegio. Constaba de dos grandes edificios coloniales, que guardaban las aulas de la educación básica, desde primaria, hasta secundaria. Además, tras pasar el gran campo de deportes, estaban enfilados otros edificios más pequeños, que estaban dedicados a los dormitorios de los alumnos y un solo edificio, para los docentes. Por último, dos modestas pero elegantes capillas centrales. Era irónico para Ángel, trabajar en un colegio católico, después de la experiencia con sus padres, pero son las vueltas de la vida.
Llegó a la oficina del director. Su frente brillaba a la luz por el sudor que adornaba su rostro. Sentía su traje ajustado a sus grandes músculos. Después de perder su primer trabajo, Ángel se había dedicado completamente al ejercicio y ahora; el joven maestro irradiaba testosterona. Sus grandes hombros resaltaban del traje, sus músculos prominentes eran apretados por la camisa y su entrepierna, sufría ajustada al pantalón.
—En un momento lo atiende el Padre Director, Salvatierra. —El Hermano Elías, tocó la puerta de la oficina y se sentó en su escritorio—.
—Gracias.
Ángel no podía despegar su mirada del Hermano Elías, su indudable belleza lo distraía. Solo podía observar esos ojos avellana, ese cabello bien cortado, su bella piel blanca y esos labios rojos. No parecía pasar de los veinte años.
«No.» Ángel envió esos pensamientos al fondo de su mente. No era particularmente un hombre religioso, pero se obligó a ver la cruz en la pared para recordarse no pensar en ello. No podía delatar su indudable deseo por los hombres, no aquí. Pero, el hermano Elías era completamente su tipo…
Minutos después, la oficina del Director Salvatierra se abrió, sacando de su trance a Ángel.
«Que no vuelva a ocurrir, Gutierrez» Bramó el director mientras acomodaba su saco.
De ella, un niño tímido salió.
El bello niño, de no más de diez años, se veía consternado y apretaba sus blancas manitas sobre su shortcito azul. Por el pelo castaño revuelto y su uniforme blanco desalineado, Ángel se imaginaba en qué pelea se pudo haber metido esa criatura.
Antes de cruzar a la oficina, se fijó en los enormes glúteos de aquel niño. Ángel tragó saliva y cerrando los ojos, se adentró.
—Oh, Maestro Figueroa, el Profesor Samuel me habló tanto de usted. —El Padre Salvatierra, lucía joven para sus cuarentaiún años, con brazos fornidos y ese rostro tan masculino que se preguntó qué haría un padre para tener un cuerpo así—. Espero mucho de usted.
El Padre Director, le explicó cómo funcionaba el internado, sus horarios, actividades y grupo. Tras entregarle las llaves del que sería su dormitorio, Ángel abandonó la oficina en rumbo a su salón.
—Haga muy felices a esos niños, Figueroa. —La voz de Salvatierra se iba desvaneciendo—. Cuento con usted.
Ángel intentaba con todas su fuerzas, encontrar su salón, pero le sorprendía la inmensidad del lugar.
Finalmente comprendió el mapa que le entregaron de las instalaciones y antes de seguir; consideró que sería mejor si pasaba al baño a enjuagarse la cara.
Los baños estaban muy limpios, eran amplios y el olor a limpiapisos le agradaba.
Abrió uno de los tres fregaderos, dejando fluir el agua. Se miró al espejo y se dijo que sí podía, que iniciaría de nuevo y funcionaría.
Se lavó la cara y al cerrar el grifo, escuchó un ruido.
Venía de uno de los cubículos. Esperó un minuto más, para comprobar si aquel sonido no era fruto de su mente ocupada. Creyendo que no era nada, se retiró.
Sus zapatos lustrados, hacían sonar el piso mientras se alejaba.
Al llegar a la puerta, escuchó un susurro: «Creo… se fue»
Ahora curioso, sabía que algo pasaba en ese cubículo. Posiblemente fueran dos jóvenes calientes haciendo de las suyas. Ángel sabía que era muy común en estos internados.
No había otro docente que lo apoye, así que suspiró y esforzándose porque sus pasos no sonaran; se propuso espiar si lo que ocurría dentro, era lo que pensaba.
Escuchaba suspiros, gemidos de niños intentando ser ahogados. Sin duda, alguien estaba disfrutaba de un buen rato ahí dentro.
«Verga, solo a ti te toca reportar dos mocosos calentones en tu primer día. Qué suerte Ángel.» Pensó.
Pegándose a los fregaderos para que su sombra no llamara la atención, avanzó lentamente hacia el cubículo de a lado.
Abrió la puerta sin hacer un solo ruido—benditas puertas, bien cuidadas—, y entró.
Ahora escuchaba los suspiros con más intensidad y un ruido que no era capaz de descifrar. Sonaba a algo húmedo, pero no podía ni de describirlo mentalmente.
Subió los pies sobre el inodoro y espió por encima al cubículo vecino. Definitivamente era lo que pensaba y muchísimo peor.
En el cubículo de a lado, un niño sin duda alguna de secundaria, le hacía tragar su virilidad a uno mucho menor.
Ángel no sabía cómo actuar, sabría que si interfería cómo tenía pensado, sería un escándalo y no estaba preparado a lidiar con eso en su primer día. No en este momento.
Se asomó nuevamente.
El adolescente tenía los ojos cerrados, mientras con sus dos manos acariciaba la cabeza rubia del niño sentado en el inodoro. Eran tan pequeño, que sus pies no tocaban el suelo.
El niño, que lucía de unos siete, piel blanca y sus ojitos igualmente cerrados mientras recibía aquél trozo con desesperación.
La virilidad del adolescente era larga, pero delgada, con un mar de vellos negros que adornaban su pelvis. No podía ni ver cómo lucía el glande, ya que el niño se negaba a soltar el sexo del adolescente.
—Jummmm. —escuchaba al adolescente ahogar—.
En un lento vaivén, el joven guiaba aquella obscena escena. Tomó la cabellera rubia del menor y llevó toda su erección al final de su garganta. La pequeña víctima, intentaba no hacer un escándalo, mientras lo ahogaban con tal trozo viril, pero era imposible, los sonidos de la succión llenaban el aire.
Como si fuera un experto, el adolescente comenzó a embestir la boquita de aquél niño. Los ruidos húmedos de la penetración oral resonaban en Ángel, quien no se perdía nada. No sabía porqué no podía dejar de ver, porqué aquella escena lo hacía sentir caliente y hacía que su cuerpo se estremezca.
Su mirada se posó en las nalgas morenas del más grande, mientras estas se tensaban y relajaban en cada movimiento.
A Ángel le dolía la entrepierna, recordaba lo apretado que el pantalón le quedaba, pero al bajar su vista, se percató que era su erección quién lo hacía sentir así.
Su propio trozo, que yacía atrapado en ese mar de tela y vulgaridad, no paraba de crecer e inconscientemente, Ángel no podía dejar de sentir como toda su sangre se concentraba en su entrepierna.
El niño posó sus pequeñas manitas en el culo del moreno, para tomar fuerza y devorar cada vena, cada relieve de ese trozo y sin abrir los ojos, su boquita rosita, hacía desaparecer más de la mitad del tronco.
El adolescente sacaba casi en su totalidad su virilidad y antes de sacar el glande, volvía a embestirlo. El niño se ahogaba en ese sexo juvenil, tanto que tenía que sostenerse del inodoro para no irse de espalda.
Ángel, notaba como los ojos del niño lagrimaban cuando se lo volvían a enterrar a la garganta y todo su rostro desaparecía cuando el adolescente pegaba el bosque púbico que adornaba la base de su trozo.
Ángel no aguantó más, comenzó a frotar salvajemente su erección sobre la tela, la que ya había acomodado de forma vertical para que no lo moleste. Ya sentía que su interior se iba lubricando naturalmente y que ese blanco líquido estaba manchando su ropa interior.
El adolescente seguía ahogando pequeños gemidos, Ángel se imaginaba que ya había entrenado a ese niño, ya que no era normal que una criatura tan pequeña pudiera exhibir tanta naturaleza en tan obscena acción.
Sentía su cuerpo caliente. Él sabía que estaba mal, que debía abandonar aquella visión panorámica, que debía avisar a alguien, o mínimo asustar a esos dos menores para parar tan horrible escena. Pero no pudo, su mirada se había quedado congelada en los labios del menor, en como el tronco entraba y salía húmedo de la boca del pequeño. En cómo, cada vena del sexo del adolescente, parecía engancharse cada que entraba en esa pequeñita entrada.
Sin que él pudiera darse cuenta, ya tenía sus veinte centímetros de virilidad fuera y una mano guiando un sube y baja que esparcía el lubricante natural por todo su órgano masculino. Apuntando hacia el techo, su trozo era consentido por la mano de su dueño y su glande no paraba de producir líquido pre seminal.
El adolescente comenzó a quejarse y retiró su pene de la suave boca del menor. El niñito ansiaba tanto aquel trozo, que cuando sintió que esa verga abandonaba su boca, instintivamente se quedó con la lengua fuera esperándolos volver a recibirla.
Finalmente, Ángel pudo observar el glande del adolescente, era de un tono carnoso, lucía como un champiñón y escurría las babas del pequeñín por doquier.
Rápidamente, el adolescente llevó su mano y tal como el adulto que no sabía que lo espiaba, comenzó a darle gusto a su tronco, subiendo y bajando su mano con una velocidad que mostraba la desesperación de ese joven por botar su jugo. La saliva del niñito era el mejor lubricante para aquel trozo tan joven.
Al cabo de unos minutos, Ángel pudo contar más de cinco chorros de líquido blanco que se estamparon en el rostro del menor.
Uno de ellos a su ojo izquierdo, lo que hizo que lo mantuviera cerrado mientras con su pequeño dedo, iba recolectando los restos que escurrían en él para llevarlos a su boca.
Los chorros eran tan espesos, blancos, lo que solo un puberto sano podía escupir.
—Ay, Maxito, qué rico. —murmuraba el adolescente—.
El moreno joven, tomó su tronco y comenzó azotarlo en la lengüita de Maxito, para después frotarlo circularmente.
El niño, mantenía su lengua fuera, siendo manchada por aquellos restos de semen que eran depositados en él. Maxito parecía disfrutaba tragar el líquido del adolescente, pues nada más sentía una gota en su lengua, inmediatamente la cerraba para tragarla.
La cereza de esa escena, fue cuando el adolescente retiró su virilidad y de su glande a la lengua del menor, hilos de saliva y semen, se conectaban entre sí. Algunos chorros de la mezcla de esos fluidos de niños, comenzaron a escurrir al piso.
—uhmmmm —gemía el niño, mientras saboreaba su regalo—. Está rica tu lechita, Juan.
El aparente Juan, meneando su glande para soltar las últimas gotas de fluidos que salían de su amiguito, sonrió ampliamente.
—Traga, bebé. Traga. —le ordenó—. Si quieres crecer grandote.
El niño, con sus últimas fuerzas, lamió el tronco de Juan, dejando aquella verga, limpiesita. Rebosando de babas de niño, el pene del adolescente incluso brillaba por la iluminación, ahora rosáceo y deslechado.
Ángel sentía cómo sus dos testículos iban bombeando su propio líquido blanco a la uretra, así que abandonó su posición sentándose en el inodoro para después explotar dentro, llenando el agua del fruto de su perversión.
Ya con el juicio devuelta, Ángel horrorizado de sí mismo, se volvió a colocar su ajustada ropa, sin siquiera limpiarse y abandonó el baño a paso apresurado. Ni siquiera le importó cómo terminaba las aventuras del pequeño Maxito y Juan.
Mientras iba a paso veloz a su salón—iba super tarde—, Ángel notó que algunos niños en los pasillos lo miraban estupefactos. ¿Podían leer su expresión y adivinar lo que sentía?
Pero cuando bajó la vista, notó que esos niños miraban la entrepierna de su pantalón y como este se deformaba a la figura de su sexo aún voluptuoso.
Un profesor le sonreía al final del pasillo y antes de que él pudiera ver lo que le ocurría abajo, encontró su aula y entró rápidamente no sin antes saludar a ese profesor a la distancia.
«Muy cerca» pensó. Suspiró y cuándo volteó, cinco filas de niños con cuatro sillas cada uno, lo miraban sonrientemente. Su grupo, el tercer grado grupo A.
Del susto, su prominencia en la entrepierna, ya había disminuido, aún así la acomodó nuevamente hacia abajo. Sonrió y se presentó.
—Buenos días, niños. Soy el profesor Ángel Figueroa. —escribiendo sus datos en el pizarrón—. Lamento la demora, me perdí llegando.
Ángel era un maestro modelo, siempre carismático y muy suave. Se había preparado muy bien antes de llegar y estaba rindiendo frutos. En su escuela anterior era amado por cada grupo que asesoraba.
Su escuela anterior…
Llegando al final de su clase, mientras preguntaba qué esperaban del nuevo ciclo, un niño levantó la mano.
—¿Cuándo vamos a jugar?
—Habrá tiempo para hacer actividades en el salón… ¿Cuál es tu nombre?
—Jorge, hermano.
—Ah, yo no soy un hermano, solo díganme Maestro Ángel, ¿vale?
–¡Sí! —respondieron los veinte niños—.
—Te decía Jorgito, haremos juegos cuando la tarea lo necesite.
—Con el Hermano Sánchez, jugábamos todas las clases.
—Bueno, los mal acostumbró. Nosotros haremos muchas tareas.
Los niños comenzaron a replicar, argumentando lo injusto. Ese tal Hermano Sánchez los había malcriado demasiado y él pagaría las consecuencias.
— Ok, ok. También jugaremos. ¿Qué jugaban con él?
—Apagaba las luces, cerraba las cortinas y nos escondíamos. —relataba Jorgito, Ángel notó que ese flacucho niño, sería muy guapo de grande—. él sacaba…
De pronto tocaron la puerta de madera del salón, haciendo que Ángel interrumpiera al niño.
Al abrir, era Samuel. Ángel suspiró ampliamente, después de todo lo que vivió hoy, era agradable ver una cara conocida. Sonó la campana del recreo y mientras los dos profesores intercambiaban un amistoso abrazo, los niños abandonaban el aula rumbo al comedor para la bendición de alimentos.
— ¿Qué tal el primer día? -Samuel lucía muy contento, mientras sacudía su camisa blanca—. Espero la estés pasando bien.
Ángel apreciaba demasiado a Samuel, y aunque desde universidad ya había abandonado el enamoramiento a su amigo, todavía le gustaba admirar la belleza de su colega. Alto, moreno claro, con ese cabello ondulado y las pestañas largas.
—Nos vamos adaptando bien.
—En la noche nos reunimos en la capilla de maestros. Ya sabes, donde solo los profesores se confiesan. Cada inicio de ciclo los docentes celebran, comen y beben.
—¿Alcohol? ¿No es un internado católico?
–Ey, Jesús transformó el agua en vino, no en limonada. —la risa relajada de Samuel, lo hizo olvidar por un momento, todo lo que había vivido hoy—.
—No lo creo. Tuve un viaje largo, creo que dormiré hasta mañana.
La sonrisa de Samuel se desvaneció. Ángel temía haber decepcionado a su amigo, pero requeriría tiempo para digerir lo que vió… e hizo.
El miedo a confesar lo que pasó bajo los efectos del alcohol, era más grande que dar una mala impresión a sus colegas.
—Pero es tradición, nadie se lo ha perdido. —protestó Samuel—. Olvídalo, tenemos la capacitación este viernes. Y es obligatoria.
–¿Que no hay clases el viernes? ¿Por qué capacitación cuando ya inició el ciclo y no antes?
—Ay mi Angelito, ¿no leíste el programa? El viernes llega un padre para bendecir el nuevo ciclo, por ello, los niños se quedan con unos hermanos y él. Mientras nosotros tenemos la capacitación, además la escuela usa algunos niños para demostraciones de situaciones ficticias que se puedan presentar.
Ángel resopló y terminó almorzando con su amigo.
Reían y platicaban, y por primera vez desde que llegó, su mente no estaba ocupada por sus errores. Tenía un nuevo comienzo. Un mejor comienzo.
—A lo mejor, los demás te manden un regalo en la noche si faltas. —le dijo Samuel mientras regresaban a sus dormitorios luego de la jornada escolar—.
Ángel entró por primera vez a su habitación. Era lo suficientemente amplia, con un colchón matrimonial, una ventana con balcón y amueblada, siguiendo ese estilo colonial que tenía la escuela.
Pasó toda la tarde acomodando sus maletas y transformando su nuevo espacio, a algo más suyo.
Acabó entrada la noche. Debían ser casi 10:00 pm, cuando decidió entrar al baño de su habitación.
Al desvestirse, notó las manchas de semen en su ropa interior que habían quedado de su anécdota pasada. Tendría que lavarlos bien.
Miró su reflejo en el espejo.
Su abdomen blanco marcado, sus enormes brazos y pectorales, aquello lo tenía muy orgulloso.
Pero cuando se fijó en su sexo. Volvieron a su cabeza los recuerdos de esta mañana.
Cerró los ojos. Abrió la manguera y dejó que el agua lavara esos horribles pensamientos de su cabeza. «No otra vez, puta madre»
No pudo, nada era suficiente. Su virilidad nuevamente apuntaba al techo y ni el agua ligeramente fría, eran capaz de parar la calentura que subía por su cuerpo cada que recordaba la mirada perdida del adolescente, su gran erección entrando una y otra vez en aquella boquita blanca y rosita.
Se imaginaba cómo se sentiría tener una boquita pequeña y húmeda para sí mismo. No se culpó por pensarlo. Creía que si le daba a su cuerpo lo que pedía, lo ayudaría a no hacer una locura después.
Tomó su tronco y comenzó a masturbar suavemente su pene. Le dolía, porque este le imploraba ser atendido.
Con los ojos cerrados, no veía oscuridad.
Veía al niño. Sí. Veía como su saliva escurría de la verga del adolescente hasta humedecer su basto vello púbico, veía como el tronco moreno se tensaba cuando él niño posaba su lengüita.
Sí. Eso quería ver. Su verga se lo estaba agradeciendo. Sus huevos se tensaban, su verga se hinchaba. Sí. Eso merecía.
Veía como la piel del adolescente se erizaba. Como sus manos delicadas sostenía con fuerza al otro menor. ¿Qué se sentiría estar en su posición? ¿Cuándo aguantaría, si aquella boquita devoraba su sexo masculino? ¿Podría una boca tan pequeña manejar su gran prominencia?
Sí, sí, sí.
Escuchaba que tocaran la puerta de su habitación. Eso no era suficiente para sacarlo de su trance. Sentía que sus huevos se contraían, que el semen era bombeado hasta llegar a la uretra.
Él siguió concentrado y varios chorros cayeron a los azulejos del baño, se iban perdiendo mientras el agua que corría los expulsaba a la coladera.
Suspiró. No sabía si se sentía mejor o peor. Ya no era tiempo de pensarlo.
Terminó su baño. Se colocó solo el pantalón de pijama. Quería dormir cómodo.
Se asomó a la puerta y el pasillo estaba vacío. Quién fuera que hablaba, se hartó y se fue. No creía que fuera importante, pues no tardó la persona tocando.
Se acostó en su cama, y la culpa no se fue, pero era menor. Se preguntaba cómo sobreviviría a ver escenas así otra vez. ¿Debería reportarlo? No, no quería meterse en eso. Así que viviría de callar las voces con una buena masturbación.
Ángel creía que este sería su única prueba a la tentación, pero… no sabía que había llegado al lugar correcto para alguien como él.
Cerró los ojos ya muy tarde y así acabó su primer día.


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