La mascara escarlata – parte 1
Una mujer común y corriente, descubre un día inesperado, una mascara misteriosa que le otorga habilidades especiales. Pero el precio a pagar, es exponerse a mostrar su desnudez al mundo ¿podrá hacerlo?.
La Máscara Escarlata
El sol se hundía tras los edificios, bañando las calles de la ciudad en un resplandor anaranjado. Clara, una profesora de 27 años, caminaba agotada por la acera, con los hombros caídos tras un día corrigiendo exámenes en el colegio. Sus rizos oscuros, un enredo salvaje, se escapaban de un moño desordenado. Las gafas grandes se le deslizaban por la nariz, y su suéter holgado escondía una figura que pocos notaban. Con tiza en las manos y una sonrisa torpe, Clara era pura dulzura, aunque sus ojos castaños brillaban con un anhelo soñador.
Un maullido agudo la sacó de sus pensamientos. Frente a un callejón, un gato flaco de ojos verdes temblaba, mirándola fijamente.
—¡Ay, pequeño, qué flaco estás! —dijo Clara, agachándose con una sonrisa—. Ven, te doy algo de comer.
El gato, en cambio, dio un salto y echó a correr. Clara, sin pensarlo, dejó caer su bolso en la acera y lo persiguió, sus zapatillas chirriando.
—¡Oye, no te escapes! —gritó, tropezando con una lata que rodó con estrépito—. ¡Solo quiero ayudarte, gatito traicionero!
El gato la llevó por callejones estrechos hasta un puente viejo sobre el río turbio. Se detuvo en el borde, la miró con esos ojos brillantes y saltó al vacío.
—¡No! —chilló Clara, lanzándose para atraparlo.
Su pie resbaló, y cayó. El agua fría la envolvió, golpeándola como un balde de hielo. Nadó a la superficie, tosiendo y buscando al gato.
—¿Dónde estás, pequeño demonio? —murmuró, escupiendo agua.
Nada. Solo el río y su ropa empapada pegándose a la piel. Tiritando, se arrastró hasta la orilla bajo el puente, maldiciendo su impulsividad. Entonces lo vio: una cueva, oculta entre las rocas. La entrada era estrecha, pero algo la llamó, un cosquilleo de curiosidad. Sacudiéndose el agua del cabello, entró con cautela. El aire era húmedo, y el suelo crujía bajo sus zapatillas. De pronto, antorchas en las paredes cobraron vida, bañando la cueva en un resplandor anaranjado.
—¿Qué es esto, una película de aventuras? —susurró Clara, avanzando con los ojos muy abiertos.
Al fondo, sobre una piedra lisa, descansaba una tela roja, brillante como la sangre. Clara frunció el ceño, acercándose.
—Qué cosa tan rara —murmuró, tocándola. Era suave, casi sedosa, y un leve calor le recorrió las manos—. Bueno, no puedo dejarla aquí, ¿no?
Se la guardó en el bolsillo y salió, empapada pero intrigada. De vuelta en casa, arrojó la tela a un cajón, sin darle importancia. Los días siguientes transcurrieron en su rutina: clases, café tibio, exámenes por corregir. Pero las noticias en la radio la perseguían. La ciudad se hundía en el caos: robos, corrupción policial, violencia.
—Otra vez asaltaron la tienda de don Pepe —dijo una compañera en la sala de profesores, suspirando—. Esta ciudad se está cayendo a pedazos.
Clara asintió, con un nudo en el estómago. Recordaba su infancia, cuando soñaba con ser una heroína, como las de los cómics que escondía bajo la cama.
—Alguien debería hacer algo —murmuró, pero su voz se perdió entre el ruido de la cafetera.
El sábado por la mañana, mientras revolvía su armario, Clara tropezó con el cajón, y la tela roja cayó al suelo. La recogió, frunciendo el ceño. No era solo una tela. Era una máscara, fina y elegante, con bordes que brillaban bajo la luz.
—Vaya, qué bonita —dijo, sonriendo—. Parece sacada de un cómic.
Por pura diversión, se la llevó al rostro.
—¿Y si soy la próxima superheroína? —bromeó, poniéndosela.
Un calor intenso le recorrió el cuerpo, como si un rayo la hubiera atravesado. Clara jadeó, tambaleándose, y corrió a su habitación, frente al espejo de cuerpo entero. Lo que vio la dejó boquiabierta. La máscara cubría la mitad de su rostro, dándole un aire misterioso. Pero eso no era todo. Estaba desnuda, salvo por unas botas rojas de cuero que le llegaban bajo las rodillas y unos guantes a juego. Soltó un grito, cubriéndose con las manos, el rostro ardiendo.
—¡Ay, no, no, no! —chilló, girando para mirarse—. ¡Esto no puede estar pasando!
Nadie estaba en casa, así que, tras unos segundos de pánico, se relajó. Bajó las manos, observándose. Su cuerpo era… diferente. Sus caderas más pronunciadas, sus senos firmes y elevados, su abdomen ligeramente marcado. Sus piernas parecían más fuertes, y su trasero, redondo y firme, relucía bajo la luz.
—¿Quién eres tú? —susurró al espejo, riendo nerviosa. Hizo una pose de modelo, sacando la cadera—. ¡Mírame, lista para la pasarela!
Luego flexionó los brazos como fisicoculturista.
—¡La campeona del mundo! —dijo, riendo hasta que dio un paso atrás y se enredó con una alfombra.
Intentó agarrarse de la puerta, pero con un crujido, la arrancó de sus bisagras. La puerta cayó con un estruendo, y Clara se quedó congelada.
—¿Qué demonios? —susurró, levantando la puerta como si fuera una pluma. La dejó caer, y el suelo tembló—. ¡No, no, esto es demasiado!
Quiso sentarse en la cama, pero aplastó el colchón, haciendo gemir los resortes. Se levantó de un salto, solo para derribar una lámpara que se hizo añicos.
—¡Para, Clara, para! —se regañó, corriendo a la ventana para tomar aire. La abrió con tanta fuerza que el marco se astilló.
—¡Mi departamento! —gimió, tapándose la cara.
Se arrancó la máscara, y el calor se desvaneció. Frente al espejo, volvió a ser la Clara de siempre: linda, con sus rizos desordenados, pero sin ese brillo sobrenatural. Miró el desastre: puerta rota, cama hundida, lámpara en pedazos.
—Soy un peligro público —murmuró, riendo a medias mientras empezaba a limpiar.
Los días siguientes, Clara intentó olvidar la máscara, escondida en su cajón. Pero la ciudad no la dejaba en paz. Una tarde, al volver del trabajo, vio a unos policías extorsionando a un vendedor ambulante.
—Dame algo, viejo, o te cierro el puesto —gruñó uno, con una sonrisa torcida.
Clara apretó los puños, pero siguió caminando. Otra vez, vio a una anciana llorando en la calle, su bolso robado.
—Mi dinero, mis medicinas… —sollozaba la mujer.
—Tranquila, ya pasó —dijo Clara, ayudándola a levantarse, pero se sintió inútil.
La máscara la tentaba, pero el precio era alto. ¿Desnudarse ante el mundo? Imposible. Ella, que se sonrojaba si alguien la miraba demasiado.
—No soy una heroína —se dijo, sacudiendo la cabeza.
Finalmente, decidió sacarla de su vida. Al día siguiente, iría al banco y la guardaría en su caja de seguridad. Pero el destino tenía otros planes.
Esa mañana, Clara entró al banco con la máscara en su bolso, nerviosa. Hizo cola, tamborileando los dedos.
—Esto es lo correcto —se dijo, aunque su corazón latía rápido.
Un retortijón la traicionó. Se volvió hacia una señora en la fila.
—Disculpe, ¿me guarda el puesto? ¡Vuelvo en un segundo! —dijo, sonriendo torpemente.
—Tranquila, hija, ve —respondió la señora, agitando la mano.
Clara corrió al baño. Apenas se sentó cuando un grito atravesó las paredes. Voces ásperas, amenazas, el sonido de armas.
—¡Todos al suelo, ahora! —rugió una voz.
Clara abrió la puerta con cautela, asomándose. Cuatro hombres enmascarados, armados, tenían a todos de rodillas. Las cajeras temblaban, vaciando las cajas.
—¡Más rápido, o les vuelo la cabeza! —gritó uno, apuntando.
Un disparo resonó, y una cajera cayó, gimiendo. Clara se tapó la boca, retrocediendo. Los gritos continuaban. Sabía lo que tenía que hacer. Con manos temblorosas, sacó la máscara del bolso. Brillaba, como si la llamara.
—No quiero, pero… —susurró, poniéndosela.
El calor la envolvió. Frente al espejo del baño, vio su transformación. Desnuda, salvo por las botas y guantes rojos, su cuerpo era una escultura de curvas y fuerza. Se cubrió, el rostro ardiendo.
—Esto es una locura —murmuró, pero un nuevo disparo la empujó.
Abrió la puerta, dando pasos pequeños, intentando cubrirse. Los tacones de sus botas resonaron en el mármol. Las luces titilaban, y los asaltantes giraron hacia ella. La silueta de Clara, medio oculta en la penumbra, se acercó. Cuando la luz la iluminó, un silencio atónito llenó el lugar. Estaba desnuda, cubriéndose torpemente, la máscara escarlata brillando.
—Ehm… —carraspeó, su voz temblando—. Tienen que… irse. Por favor.
Los asaltantes estallaron en risas. Uno, con una cicatriz en la mejilla, se acercó.
—¿Qué es esto? ¿Una broma? —dijo, burlón—. Mira, muñeca, estás en el lugar equivocado.
—S-solo déjenlos ir —balbuceó Clara, roja de vergüenza.
Otro asaltante se unió, riendo.
—¡Vaya espectáculo! ¿Cobras por esto? —gritó, y los rehenes murmuraron, nerviosos.
El líder alzó su arma, apuntándole a la cabeza.
—Basta de tonterías —gruñó—. Adiós, princesa.
Disparó. Clara llevó las manos a la frente, esperando sangre. Nada. El proyectil rebotó, cayendo al suelo. Bajó las manos, exponiéndose sin querer, y los asaltantes palidecieron.
—¿Qué demonios eres? —susurró uno, retrocediendo.
Clara parpadeó, sintiendo cosquillas donde las balas la golpeaban. Dispararon de nuevo, pero solo le hacían reír.
—¿Eso es todo? —dijo, sonriendo bajo la máscara—. Mi turno.
Avanzó, arrancando el arma del líder y doblándola como plastilina.
—¡Suelta eso, loca! —gritó él, pero Clara lo levantó con una mano y lo colgó de un candelabro.
Los otros dispararon, pero ella los desarmó, sus golpes torpes pero poderosos. Uno intentó huir, pero Clara lo atrapó.
—¡No tan rápido! —dijo, riendo, y lo dejó atado con su propio cinturón.
Los rehenes, aún en el suelo, la miraban boquiabiertos.
—¡Eres una heroína! —gritó una mujer mayor, aplaudiendo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó un joven, con los ojos brillantes.
—¡Sí, dinos tu nombre! —coreó otra voz.
Clara abrió la boca, pero un estruendo la interrumpió. La policía irrumpió, gritando.
—¡Manos arriba, todos! —rugió un oficial.
Clara, presa del pánico, corrió a la puerta trasera, sus botas resonando. Salió a un callejón, la brisa fría rozando su piel desnuda. Se arrancó la máscara, y su ropa reapareció. Guardó la máscara en el bolsillo de su chaqueta, jadeando.
Un hombre alto, con cabello oscuro y una sonrisa torcida, apareció frente a ella. Llevaba una placa de detective.
—Oye, para ahí —dijo, alzando una mano—. Hay un robo en el banco. Quédate atrás, es peligroso.
Clara, aún agitada, forzó una sonrisa.
—Uy, justo iba al banco, pero… parece que hoy no es mi día —dijo, encogiéndose de hombros—. ¿Crees que pueda ir por un café en paz?
El detective rió, mirándola con curiosidad.
—Eres valiente, ¿eh? —dijo, caminando a su lado—. Vamos, te escolto fuera del perímetro. Esta ciudad está loca.
—Dímelo a mí —respondió Clara, con una chispa traviesa—. Pero, oye, ¿siempre eres tan serio, señor detective?
Él alzó una ceja, sonriendo.
—Solo cuando hay superheroínas desnudas corriendo por ahí —bromeó, guiñándole un ojo.
Clara se sonrojó, riendo nerviosa. Cruzaron el cordón policial, y él se detuvo.
—Cuídate, ¿eh? —dijo, extendiendo una mano—. Soy Diego, por cierto.
—Clara —respondió ella, apretándola—. Y… gracias, Diego.
Se despidieron, y Clara caminó hacia su casa, la máscara pesando en su bolsillo. Al abrir la puerta de su apartamento, se dejó caer en el sofá, mirando el techo. Orgullo, alegría, vergüenza: un torbellino de emociones. Todos la habían visto desnuda, pero había salvado el día. Sonrió, sonrojándose. La Máscara Escarlata había nacido.
Fin de la Parte 1
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!