La mascara escarlata – parte 2
La mujer que encontró la máscara ¿podrá ser capaz de afrontar su destino?.
El timbre final sonó, y Clara dejó caer el marcador en su escritorio. Otro día de clases había terminado. Los estudiantes de su curso de literatura salieron en estampida, dejando atrás los pupitres vacíos y olvidados en el aula. Ella suspiró, recogió sus cosas y por fin salió del colegio. Afuera, el sol de la tarde calentaba las calles, y Clara caminaba con su bolso y el cansancio pesándole en los hombros. De pronto, a lo lejos vio su autobús en la parada, estaba punto de salir.
—¡No, no, no! — dijo, y empezó a correr con sus zapatillas golpeando el asfalto y esquivando a un par de peatones en el camino. Hasta que al fin, se acercó y de un salto, subió a la unidad antes de que las puertas se cerraran. Jadeando, pagó el pasaje y se dejó caer en un asiento junto a la ventana, apoyando su frente contra el vidrio frío. Todo, mientras el trayecto y el confort de los asientos parecían arrullarla. Pero no todo era tranquilidad, pues aún en su mente, los recuerdos de aquel acto heroico y vergonzoso en el banco, no la dejaban paz.
Ese día. Ese maldito día. La máscara en su rostro, su ropa desvaneciéndose, el corazón latiéndole en la garganta mientras desarmaba a los ladrones. ¿Había sido puro instinto? Quizá confió demasiado en la máscara y sus habilidades. Pero eso no era todo, aun el peso de todas esas miradas recorriendo su piel desnuda, la atormentaban. ¿Cómo fui capaz de eso aquel día?, pensó con las mejillas ardiendo de vergüenza. ¿A caso soy alguien diferente cuando me pongo esa cosa?
Entonces, de la nada, una conversación en los asientos de atrás la sacó de sus pensamientos. Una voz grave, cansada por los años, hablaba con mucho entusiasmo.
—Te juro, hija, fue como de película. ¡Una mujer! Salió de los pasillos, con una máscara que le cubría media cara, llevaba unos guantes rojos, botas rojas hasta los muslos… y nada más. —El anciano hizo una pausa, como saboreando el recuerdo—. Su cuerpo, era… ufff, todo un espectáculo. Sus curvas eran perfectas, su piel brillaba bajo las luces del banco. Y derrochaba mucha sensualidad al moverse atacando a esos delincuentes.
Clara se tensó al oír eso, su corazón dio un vuelco. ¿Están hablando de mí? dijo mientras pensaba, pero la vergüenza la obligo a hundirse más en su asiento, tratando de fingir que no había escuchado eso.
—¿Qué dices papá? —respondió una voz más joven, con un tono entre divertido y escéptico—. ¿Una mujer desnuda salvando el banco? ¿Tomaste tus pastillas hoy?
—Sí, y ¡No estoy loco! —replicó el anciano, ofendido—. La vi con estos ojos. Derribó a esos tipos como si fueran muñecos. La policía no hizo nada, hija, fue ella. ¡Ella merece el crédito!
La chica soltó una risita.
—Ay papá, pero si en las noticias dijeron que la policía lo controló todo. ¿Una superheroína nudista? Eso suena a algo que soñaste después de ver una de tus revistas ¿o me equivoco?
—No, o sea… bueno. ¡Ash! no me cambies el tema, yo sé lo te dijo… y sí, es cierto, ella era toda una superheroína.
Cuando Clara escuchó que se referían a ella como «superheroína», se mordió el labio y con sus manos apretó el bolso. Pues esa palabra, logró estremecerla. Ella no sabía si sentirse feliz, avergonzaba, o que. Quería gritar, salir corriendo, y hasta llegó a cuestionarse ¿Qué estoy haciendo con mi vida? De pronto, el autobús frenó y Clara se dio cuenta de que era su parada. Se levantó rápido, casi tropezando y bajó sin mirar atrás.
En el trayecto a su departamento, las palabras del anciano y su hija le daban vueltas la cabeza. Por lo que al llegar ahí, dejó el bolso en la sala y se dirigió a su alcoba, para desplomarse al fin en su cama. Y mientras miraba el techo, los recuerdos del banco volvieron otra vez. Pero no solo eso, pues con lo que acababa de escuchar en ese bus; su mente la llevo hasta uno de sus recuerdos más preciados, en su niñez. Cuando Clara era tan solo niña, una niña que se ataba una sábana al cuello para fingir que era heroína, corriendo y saltando por el patio mientras su madre la regañaba: “¡ya bájate de ahí, te vas a romper algo!” Pero su padre, con una sonrisa siempre le decía: “Sigue soñando, mi pequeña heroína”. Entonces, inmediatamente suspiró con un nudo en el pecho y se dijo ¿Y si esto es a lo que estaba destinada? ¿Y si me la pongo una vez más? Se debatía al sentarse casi de inmediato en la cama con el corazón acelerado. Mientras sus pies la guiaban hacia el armario, y sus manos temblorosas abrían el cajón donde la había dejado la última vez. Y sí, ahí estaba la máscara, roja, brillante, casi pulsando con vida. Ella no pudo resistirse a su encanto, y la tomó con manos, aún dividida entre el miedo y la emoción. Solo una vez más, se dijo, y se la puso.
En un instante, su ropa se desvaneció. Los guantes rojos aparecieron abrazando sus manos con firmeza. Las botas rojas treparon por sus piernas, ajustándose como una segunda piel. Sus pechos ahora lucían más firmes y redondeados, casi se alzaban con cada respiración, sus pezones lucían endurecidos por el aire fresco. Su cintura, era más estrecha que de costumbre y se curvaba perfectamente en sus muslos, guiando la mirada de cualquiera, hacia sus piernas atléticas que poco hacían al tratar de esconder sus zonas íntimas. De hecho, era casi inevitable no fijarse en su sexo, pues ahora, lucía completamente rasurado, carnoso y con sus labios rosados que eran toda una maravilla. Eso, sin mencionar su trasero, que era más redondo, firme y esculpido, tal como lo mencionó el anciano en el autobús.
Sin embargo, como ella ya se había visto así, no le dio mucha importancia, y se concentró más en lo poco que llevaba puesto.
—Dios mío… —susurró, tocándose la máscara. ¿Por qué tuve que encontrarte? Bueno, al menos las botas… sí, sí que son divinas. Tiene unos acabados perfectos, me fascinan. Dijo mientras se inclinaba para admirarlas mejor, cuando de la nada, una araña salió disparada debajo de la cama y paso entre sus pies. Al verla, Clara dio un grito y corrió hacia la cocina, bajando las escaleras a toda. Pero durante su trayecto, ella notó algo extraño. Mientras bajaba por las escaleras, recordó que había visto a una mosca flotando en el aire, inmóvil, como atrapada en el tiempo.
Así que Clara se preguntó ¿Qué fue todo eso? ¿Me estaré volviendo loca? Se iba preguntando. Haber, piensa Clara, que clase de superpoderes has visto en los comics? Creo que… ¿acaso tengo supervelocidad? bueno, no pierdo nada con comprobarlo!
Entonces, fue a la sala y movió los sillones como si fueran de papel, y encendió el televisor. Empezó a correr en círculos, y las imágenes de la pantalla se congelaron, como si el tiempo se hubiera detenido. Y así, se le dibujo una sonrisa en rostro y se llenó de alegría. ¡Lo tengo! ¡Tengo supervelocidad! Exclamaba, saltando de la emoción y casi marchando al compás de su algarabía.
Pero entonces, la duda volvió.
Espera… esto no cambia nada. No pienso volver a mostrarme así… se decía una y otra vez, como si pudiera convencer a su conciencia. Pero su mente no se callaba. Una nueva pregunta se abría paso entre la vergüenza:
¿Y si alguien necesita ayuda justo ahora?
Tal vez, en ese preciso instante, un padre o una madre están suplicando por sus vidas frente a un delincuente. Tal vez una chica está a punto de ser abusada. ¿Quién los protegerá? ¿Quién, en esta maldita ciudad, tendría el valor de no bajar la mirada ante el mal?
La ciudad se desangra día tras día… ¿y yo solo voy a quedarme aquí, sin hacer nada?
¿De verdad vale más mi pudor que la vida de alguien? ¿Acaso mi vergüenza justifica mirar hacia otro lado?
Tal vez no tenga que salir así a plena luz del día… pero en la noche, con la oscuridad de mi lado… tal vez sí. Las sombras pueden esconderme. Y ahora, con esta velocidad, ni siquiera me verán. Podría aparecer, actuar, desaparecer como un suspiro… Nadie sabría quién soy. Nadie tendría que verme.
Así que después de pensarlo bien, tomó una decisión. Esa noche saldría. Aunque fuera solo para ver. Aunque fuera solo para intentarlo. Era una locura, lo sabía. Salir desnuda otra vez, por voluntad propia, parecía inconcebible. Pero esta vez no era debilidad… era convicción. Ya no era solo Clara, la profesora tímida. Esta noche quería ser algo más. Quería, por una vez en su vida, atreverse.
Entonces, inspiró profundo. Una vez. Dos y Tres.
—Voy a hacerlo —murmuraba, mientras se ponía en posición, como una corredora lista para la salida… y corrió.
De pronto, ante sus ojos la calle se volvió un túnel de sombras. El viento pasaba por su cuerpo sin tocarla. Los semáforos titilaban en cámara lenta. Los borrachos parecían congelados, al igual que los fumadores con sus cigarrillos. Todo estaba inmóvil. Solo ella se movía. Y extrañamente, el frío no la alcanzaba. La máscara parecía regular su temperatura de forma mágica, casi envolviéndola para protegerla.
Y así, clara corría sin rumbo, sin miedo, sin que nadie pudiera verla… libre. Hasta que de pronto, sin planearlo, terminó en un callejón sin salida. Había tomado un camino que ni siquiera recordaba.
Entonces, una puerta metálica se abrió a pocos centímetros de ella con un chirrido que le erizó la piel. Clara se sobresaltó. Un hombre alto, de piel oscura, chaqueta de cuero brillosa y una cadena dorada colgando del cuello, salió con paso seguro. La vio de espaldas, inmóvil, en medio de la penumbra. Algo en su silueta le resultó familiar. Sin pensarlo mucho, se acercó con una sonrisa ladeada, convencido de que reconocía ese cuerpo.
—Vaya, Candy… pensé que no vendrías —dijo con voz grave, cargada de picardía.
Clara se congeló. ¿Candy? ¿Quién diablos es Candy? Tragó saliva, y giró apenas el rostro. A unos metros, un letrero parpadeaba con luces rojas: El Paraíso del Placer. Sus ojos se agrandaron. Un club de strippers. ¡Genial, Clara, genial! se recriminó. ¿Dónde te metiste?
—Estaba preocupado, ¿sabes? —continuó él, acercándose un poco más—. Hablamos por teléfono… ¿no te acuerdas? Pero bueno, ya estás aquí. Se nota que vienes preparada. —Sus ojos se paseaban por su cuerpo sin ningún pudor—. Hace tiempo que no te veía, y… wow, estás mejor que nunca.
El corazón de Clara latía como tambor. Tenía que pensar rápido.
—Oh… hola, grandote —respondió, imitando un tono coqueto mientras se giraba lentamente, mostrando sus curvas sin reparo—. Llegué hace poco, tampoco te vi adentro.
El hombre soltó una carcajada.
—Candy, me vas a matar del susto. ¡Y mírate! Tú siempre estás un paso adelante, ese atuendo, te queda perfecto. Ven, vamos, todos te están esperando.
Ella apenas sonrió, siguiendo su paso con cautela, buscando la mínima oportunidad para desaparecer. Pero entonces él soltó algo que le heló la sangre:
—Esta semana llegó un grupo nuevo de chicas. Todas vírgenes, asustadas, recién traídas. Les vendría bien que alguien como tú las… entrene un poco. Sabes cómo es esto, están muertas de miedo al principio.
Clara se detuvo. Algo le quemó el pecho por dentro. No era solo incomodidad… era furia. Trata de personas. ¿Cuántas chicas hay ahí dentro? ¿Cuántas esperan ser salvadas?
Respiró hondo.
—No te preocupes —dijo, firme y serena—. Yo me encargo.
El hombre sonrió satisfecho. Ambos caminaron hacia la entrada trasera, y cuando el tipo abrió la puerta y la dejó pasar. Justo cuando Clara cruzaba frente a él, le dio una palmada juguetona en las nalgas. El golpe fue suave, pero suficiente para encenderle una chispa de rabia. Se giró, le lanzó una mirada atrevida y le guiñó el ojo.
—Cuidado grandote, que este trasero es solo para los que pagan bien —dijo, con una sonrisa pícara que escondía un impulso muy distinto: el deseo de romperle la nariz.
Y así fue, como caminaron por un pasillo estrecho y oscuro, con paredes empapeladas que alguna vez fueron rojas y ahora se veían apagadas, como todo lo demás ahí dentro. El aire estaba saturado de perfume barato, sudor y humo, una mezcla que raspaba la garganta. A cada paso, Clara sentía cómo la tensión le subía por la espalda.
Llegaron a una puerta con pintura descascarada. Él la abrió sin anunciarse, y lo que Clara vio al otro lado le apretó el estómago.
Un camerino pequeño, con luces cálidas colgando del techo y un gran espejo manchado en el fondo. Allí estaban ellas: chicas jóvenes, todas con antifaces cubriéndoles el rostro, tacones altos que apenas podían sostener, y nada más. Algunas abrazaban sus cuerpos con los brazos; otras estaban sentadas, temblando, con la mirada perdida. Sus ojos gritaban miedo.
Clara dio un paso al frente. Sintió un nudo en la garganta, una punzada en el pecho. No podía simplemente verlas así.
—Bien, pues encárgate —dijo el hombre, satisfecho—. Yo voy a anunciar el show. Y se fue, cerrando la puerta tras él.
El silencio fue espeso durante un segundo. Luego, Clara respiró profundo, se acercó y les habló con voz baja, suave, casi como un susurro.
—Tranquilas… todo va a estar bien. Confíen en mí.
Algunas levantaron la mirada. Otras fruncieron el ceño, confundidas. Pero hubo algo en el tono de Clara, en su forma de hablar, que logró calmar el temblor en sus hombros. Nadie dijo nada, pero una chispa de esperanza titiló en el ambiente.
Entonces, la puerta se volvió a abrir. El hombre asomó la cabeza.
—Es hora, Candy. Vamos.
Al oírlo, Clara se giró lentamente. Ya no era solo la mujer con la máscara. Era otra cosa. Algo más fuerte. Tal vez, la última esperanza de esas chicas… pero ella no iba a conformarse con eso. No esta noche. No mientras aquel antro siguiera funcionando.
Dentro de sí, se juró que esa sería la última vez que un lugar así operaba en su ciudad. Esa promesa ardía como fuego bajo su piel. Iba a desmantelar todo, pero para hacerlo, necesitaba al jefe. Al verdadero cabecilla.
Así que conteniendo la rabia, se obligó a seguir con el juego. Enderezó la espalda, sacó pecho con naturalidad y caminó hacia el hombre con mucha sensualidad, casi pareciendo una felina en celo. Mientras el tipo la observaba con una sonrisa pervertida, creyéndose el dueño del mundo.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Clara lo arrinconó con sus encantos, contra la pared. El tipo prácticamente, podría sentir como los pezones de Candy, se aprisionaban contra sus pectorales. Y como su respiración era suave y sus labios, se le acercaba a una de sus orejas.
—Tengo una propuesta grandote—susurró, con una voz ardiente—. Esta noche, antes de que estas torpes salgan, quiero el escenario solo para mí. Vamos cariño, concedeme solo diez minutos… solo diez, ¿sí?. Que todos me vean primero. Que sea yo la culpable de ponérselas dura a todos. Quiero sentirme deseada, quiero ver como se les nota el bulto en esos pantalones, y quiero al más grande… solo para mí, anda cariño.
El hombre, sorprendido ante esa propuesta, sonrió de una forma más sucia que antes. Se relamió los labios, y sin dejar de verle los senos a Clara, le dijo:
—¿Diez minutos tú sola? Vaya… estás más ardiente que nunca, Candy. Me gusta. Vamos a calentar ese salón como nunca antes. Te daré ese privilegio.
Al oírlo, Clara le devolvió una sonrisa. Por dentro, solo contaba los minutos para acabar con todos ahí adentro.
—Entonces no perdamos tiempo, muñeca. El público ya debe estar impaciente.
Y así, sin imaginar lo que estaba por desatar, el tipo bajo sus manos hasta la cintura de clara y la separo, para llevársela al escenario. Sin saber, que ese iba a ser su peor error.
Minutos después, ya estaban frente a la puerta principal del lugar. Desde ahí, el ambiente se sentía cargado de humo espeso, licor derramado y deseo en el aire. Clara podía oír la música, los vasos golpeando las mesas, las risas sucias y los gritos de hombres ansiosos por el siguiente espectáculo.
El tipo se detuvo frente a ella, con una sonrisa de confianza.
—Espera aquí. Voy a anunciarte. En cuanto escuches mi señal… entras y haces lo tuyo. ¿Entendido?
Clara sostuvo su mirada y, sin decir palabra, asintió con la cabeza. Seguía en el juego. Seguía dentro del papel.
El hombre abrió la puerta, la música aumentó de volumen, y en cuestión de segundos su voz retumbó en todo el salón, vibrante, emocionada, casi triunfal:
—¡Prepárense, caballeros! ¡Porque esta noche, la estrella vuelve a brillar!
—¡Con ustedes… la única, la inigualable… Candy!
Inmediatamente, una ovación sacudió las paredes. Los gritos, los aplausos, las risas. Clara tragó saliva. El corazón le golpeaba el pecho con fuerza. Cerró los ojos un segundo y se dijo a sí misma: Hazlo por ellas. Entonces los abrió, tomó aire, apoyó una mano contra la puerta… y empujó.
Al entrar, las luces del lugar la bañaron de lleno. Quedó expuesta ante todos, con las manos en la cintura y una sonrisa fingida que apenas sostenía. Un silencio repentino congeló el ambiente. Docenas de ojos la recorrían, devorándola con miradas sucias, como si la estuvieran imaginando que hacer que esos senos, ese trasero y su vagina.
Mientras tanto, Clara estaba lista para actuar. En su mente ya se visualizaba reduciendo a cada uno de esos tipos a golpes. Pero entonces, una voz rompió el silencio y la hizo detenerse.
—Oigan… ¿no es una lástima que el jefe se esté perdiendo esto? —exclamó un hombre desde el fondo, provocando carcajadas.
Otro respondió con tono burlón:
—Tranquilos, dijo que no tardaría. Pero también dijo, que si traían a las chicas podíamos mirarlas, pero que a ella no la toquemos. Que él será el primero.
Las risas y silbidos estallaron al instante. El bullicio se apoderó del salón. Clara se quedó inmóvil, sintiendo que el suelo se le movía. Maldición… el jefe no está aquí. Apretó los dientes. No podía actuar todavía. Él era la pieza clave.
Pero las voces seguían. Unos le gritaban que se acercara, otros que les bailara, que se paseara entre ellos. Clara no tenía idea de cómo hacerlo. Era maestra, no bailarina exótica. No sabía cómo empezar, ni qué se suponía que debía hacer. Pero entonces, recordó a las chicas en el camerino… Y eso le bastó.
Levantó el mentón, forzó una sonrisa más atrevida, y comenzó a moverse. Con pasos lentos y una sensualidad torpe pero decidida, fue acercándose a la primera mesa, fingiendo confianza, dejando que su cuerpo hablara mientras en su interior solo rogaba una cosa: Aparece. Maldito jefe, aparece ya.
—¡Mira esas tetas, maldita sea! — le dijo un hombre mientras pasaba a su lado — Son tan grandes, tan perfectas, con esos pezones que parecen suplicar que los chupen. ¡Ven aquí, nena, déjame devorarlos! —
Al oir eso, Clara sintió un calor subirle por el pecho, pero mantuvo su compostura, y su sonrisa. Mientras otro hombre con ojos de deseo, le decía.
—Ufff… ¡Ese culo es tienes es una obra maestra! — Es tan rico, que solo quiero apretártelo y hacerte gemir. ¡Vamos, date la vuelta, quiero verlo mejor!
Y así lo hizo, giró lentamente, dejando que sus nalgas se movieran con un balanceo provocador, consciente de que cada gesto, los hacia perder más la cabeza. Además, por si fuera poco, un tercer hombre, con una botella en la mano se acercó más, su voz baja y cargada de anhelo.
—Nena, esa vagina que tienes… es puro fuego —susurró,—. Esos labios rosados, se ven tan húmedos y abiertos, que brillan como si me estuvieran llamando. Como quisiera perderme ahí, y lamer cada centímetro hasta que te retuerzas.
Un escalofrío recorrió la espalda de Clara, no de miedo, sino de una mezcla de poder y vulnerabilidad que la encendía. Sus labios carnosos esbozaron una sonrisa seductora mientras respondía, su voz un murmullo que cortaba el aire como seda.
—Cuidado con lo que pides, cariño —dijo, guiñándole un ojo—. Eso es solo para tu jefe, y para nadie más, puedes hacerte las ideas que quieras… es una lástima, conformate con eso.
Entonces, el público estalló en risas y silbidos, y los comentarios cada vez más subían de tono. Clara, no podía creer lo que estaba haciendo, su cuerpo parecía responder al deseo que flotaba en el aire, y al poder que tenía sobre todos ellos. Entonces, se decidió acercarse al escenario, primero, elevo una pierna y puso su pie al borde. Dejando expuesta toda su intimidad, y los hombres, se entusiasmaban cada vez más.
—¡Miren eso, miren eso! —gritó uno
—¡Pero que labios! ¡y esas bien mojatidos! La perra quiere que la cojamos —gritó otro
—¡Vamos Candy, has una excepción por nosotros esta vez! Dejanos tocarte, ¿sí? — decía uno, pero Clara, inmediatamente respondió:
—¡Lo siento mi vida! Pero eso no le gustaría a tu jefe. Aunque si quieres desafiarlo… adelante, tócame todo lo que quieras —
Las risas inmediatamente, no dejaron de estallar, y Clara aprovecho para subirse al escenario, ella parecía sentirse un poco más excitada. Así que intento, algo muy atrevido. Se puso de frente al tubo, se llevó las manos a sus nalgas, y cuando estaba dispuesta a inclinarse para abrírselas ante todos y exhibir sus agujeros. El lugar se apaciguó un poco. Y oyó a uno de los hombres decir:
—¡Miren, es el jefe, esta de vuelta!
Todos voltearon a verlo, y le ovacionaron, como si un famoso entrara algún ante sus fans. Clara, al darse cuenta, volvió en sí. Recordando el propósito por el que estaba ahí, así que no dudo, en continuar el juego.
—Oye, tú, jefecito? Ven, acércate —dijo Clara, su voz seductora
—¿No quieres ver de cerca lo que todos están deseando?
Inmediatamente, el jefe enfocó sus ojos en el escenario y le devolvió una sonrisa a Clara. Mientras le decía
—Joder, muñeca, eres un maldito espectáculo. Esas tetas tan grandes y ese culo, son los mejores que he visto… y veo, que… mmm, tienes esos labios bien humedecidos. Quiero tocar cada centímetro de ti.
—Entonces ven, ven acá… Toca todo lo que quieras. Este cuerpo está aquí para ti… si te atrevés.
Entonces, el jefe ni corto ni perezoso, subió al escenario y se detuvo a centímetros de ella. Sus ojos, estaban clavados en los pechos de Clara, y poco a poco, los recorrieron hasta bajar a su vagina.
Al darse cuenta que tenía al jefe hipnotizado, Clara dio un paso hacia atrás y giró ante él. Quedando totalmente de espaldas, con su trasero expuesto como una ofrenda. A continuación, se inclinó hacia adelante, arqueando la espalda, y dejando que sus nalgas se alzaran, firmes y redondas bajo la luz de los reflectores. Conjuntamente, con sus labios vaginales, húmedos y abiertos, que lo invitaban a tocárselos.
—¿Qué te parece esto, jefe? —dijo, Clara
—Este culo está aquí para ti. Toca, agarra, haz lo que quieras. ¿O es demasiado para ti?
En ese instante, el jefe gruñó diciendo:
—Maldita sea, Candy, estas segura? Quiero apretarte ese culo y dejarte mis manos marcadas en esa piel.
Entonces, Clara giró la cabeza, mirándolo por encima del hombro con una sonrisa tentadora. Mientras ella, movía sus caderas ligeramente, dejando que sus nalgas temblaran con cada movimiento.
—Ven más cerca, entonces, vamos papi, tocame el culo. Decía ella, sintiendo un escalofrío recorrerla por dentro. Mientras con ambas manos, se apoyaba de frente, sujetando el tubo.
Al ver eso el jefe, levanto sus manos y las llevó al trasero de Clara, haciéndola casi estremecerse. Ese movimiento, fue lo que volvió a despertar la furia de Clara, quién en ese instante, arrancó el tubo del escenario con una fuerza sobrehumana. Y sin previo aviso, lo estrelló contra la cabeza del jefe con un movimiento rápido y preciso; y el hombre, se desplomó inconsciente en el suelo.
Esto, despertó el bullicio del club y se volvió caos. Algunos hombres se levantaron, y otros al acercarse al cuerpo inconsciente de su líder, mientras le decían:
—¡Pero qué diablos hiciste! — Pero Clara, respondió:
—Es hora de pagar —
Entonces, sin previo aviso, bajó del escenario con un salto ágil y aterrizó sobre la mesa más cercana con la gracia de una acróbata. Las copas se sacudieron, los hombres retrocedieron confundidos, pero solo por un segundo. Uno de ellos se levantó y le gritó:
—Dejame adivinar, eres policía? No sabes con quién te has metido, esta noche, no saldrás de aquí si no es muerta. Pero antes… todos te violaremos, maldita perra!
—¡Ya basta! —rugió Clara.
Y con un giro veloz, descargó una patada lateral directa al pecho del tipo, lanzándolo contra la pared como un saco. El golpe hizo crujir la madera y la sala entera se congeló por un instante… luego, el caos estalló.
Otro hombre intentó sujetarla por detrás, pero Clara se agachó, tomó impulso con una pierna y, girando sobre sí misma, le propinó un codazo brutal en la mandíbula que lo dejó inconsciente antes de caer. Una botella voló hacia ella, pero la esquivó con una inclinación elegante del torso, que hicieron que sus senos rebotaran. Al reincorporarse, soltó un puñetazo directo al estómago del siguiente agresor, haciéndolo doblarse como un papel.
Los gritos se mezclaban con el estruendo de sillas cayendo. Tres más se abalanzaron sobre ella al mismo tiempo. Clara saltó, girando en el aire, y extendió ambas piernas en una doble patada dejándolos tendidos en el suelo. Al caer, no se detuvo: rodó sobre su espalda y se impulsó con las manos, lanzándose directo a otro que apenas levantaba una barra de metal. Lo detuvo con una patada al muslo que lo arrodilló, y un rodillazo en la cara lo terminó.
Los hombres, atónitos, retrocedían como ratas en estampida.
—¡Dispárenle! ¡Dispárenle ya! —gritó uno, desesperado.
Tres armas aparecieron al instante. Clara los miró, sin moverse. Una sonrisa lenta se dibujó bajo su máscara.
—¿En serio?
Las balas comenzaron a rugir… pero al tocar su piel, todas rebotaban y Clara soltó una carcajada que sacudió el salón.
—¡¿Eso era todo?! —se burló, avanzando sin apuro.
Y entonces, activó su supervelocidad.
En un parpadeo, desapareció. Solo quedó una estela roja ondeando entre mesas y cuerpos. Los hombres no sabían de dónde venían los golpes. Un arma salió volando. Luego otra. Un tercero intentó apuntar, pero Clara apareció a su lado y le arrancó el cargador con un tirón antes de estrellarlo contra la barra.
—¡¿Dónde está?! —gritaban, disparando al aire.
Pero ya era tarde.
Clara corría como una tormenta entre ellos, sus puños y piernas descargando justicia a una velocidad que no podían procesar. Cada golpe era certero, cada movimiento una danza imparable. Un tipo salió corriendo hacia la salida, pero Clara se adelantó y lo interceptó con una patada voladora que lo mandó de vuelta al suelo.
En segundos, todos los hombres estaban desarmados, inconscientes o demasiado aturdidos para levantarse.
Clara se detuvo en medio del salón, respirando hondo, con el pecho agitado por la adrenalina. El silencio era absoluto, salvo por el zumbido de las luces y algunos gemidos dispersos. Luego, caminó con calma hacia una de las mesas, pisando entre cuerpos vencidos, y soltó con una sonrisa fría:
—Y eso que ni siquiera se pelear… creo que necesito tomar unas clases de defensa personal.
A continuación, Clara corrió al camerino. El hombre de la chaqueta estaba justo en la puerta.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, frunciendo el ceño, confundido.
—Se emborracharon. Todos cayeron —mintió ella, sin vacilar.
Antes de que pudiera responder, Clara lo golpeó en la nuca con un movimiento certero. El hombre cayó pesadamente, inconsciente. Las chicas gritaron, sobresaltadas, pero Clara levantó las manos con calma, su voz como un refugio.
—Están a salvo. Pueden vestirse.
El silencio se hizo espeso, pero la firmeza de su mirada bastó. Las chicas asintieron temblorosas y comenzaron a buscar su ropa. Mientras tanto, Clara encontró unas cuerdas y un labial olvidado en un tocador. A supervelocidad, volvió al salón principal y ató a cada uno de los hombres desmayados, inmovilizándolos como si fueran muñecos. Luego, se agachó y escribió en el suelo, con una letra firme y sensual:
“Ups… creo que una chica mala, los dejó tiesos. Son todos suyos oficiales… XXOXO”
Al terminar, volvió al camerino. Las chicas ya estaban vestidas, aunque sus rostros todavía lucían asustados, pero ahora sentían una mezcla de alivio y asombro.
—Vamos —les dijo Clara
Pero justo cuando iban a salir del camerino, una de ellas, con la voz temblorosa, preguntó:
—¿Tú… piensas salir así? ¿A la calle?
Las demás se miraron entre sí, con pudor en los ojos. Clara, completamente desnuda salvo por la máscara, los guantes y las botas, se detuvo un instante y sonrió con complicidad.
—Chicas… —dijo, dando un paso hacia ellas con calma— ¿Después de todo lo que hemos vivido esta noche, creen que me preocupa un poco de piel al aire?
Se oyó una risa nerviosa. Otra chica bajó la mirada y murmuró:
—Es que… no sé, eres como… una heroína. Pero…
—Exacto —la interrumpió Clara suavemente—. Soy una heroína. No un maniquí. Lo que importa es lo que hacemos, no cómo nos vemos. ¿Sí?
Las chicas se quedaron calladas, procesando la respuesta. Clara les guiñó un ojo.
—Y además, créanme, con esta máscara y esta actitud… el mundo no se atreverá a mirarme mal.
Esa última frase soltó algunas risas. La tensión se alivió. Entonces, Clara retomó la urgencia.
—Vamos, antes de que se compliquen más las cosas.
Salieron del camerino y caminaron con prisa hacia la entrada. Al llegar, vieron la puerta principal cerrada con candado. Una de ellas se llevó las manos a la boca.
—¿Y ahora?
Clara la miró, se adelantó y, con una sonrisa tranquila, dijo:
—No se preocupen.
Entonces, levantó una pierna y, con una patada certera, hizo volar la puerta de par en par. El aire fresco de la noche las envolvió como un abrazo. Las chicas salieron juntas, y al ver que Clara seguía desnuda, la rodearon con sus cuerpos, formaron un pequeño círculo para cubrirla, protegiéndola a ella esta vez.
—Eres increíble —murmuró una.
—¿Cómo te llamas? —preguntó otra, aún con los ojos brillantes de emoción.
Clara las miró con ternura, pero su voz fue firme:
—Corran a la policía. Denúncienlos. No se detengan.
Avanzaron rápido por las calles desiertas hasta la delegación más cercana. Golpearon con fuerza la puerta, y al poco tiempo, un oficial salió. Era Diego, el detective. Tenía el rostro serio, con el uniforme arrugado por el sueño.
—¿Qué pasó?
Las chicas lo señalaron… pero Clara ya no estaba. Solo quedó un destello escarlata desapareciendo entre sombras, un borrón rojo perdido en la noche.
Ya en casa, Clara se apoyó contra la puerta, y se retiró la máscara. Mientras reía y una lágrima cálida le bajaba por la mejilla. Lo hice, pensó, sintiendo el pecho lleno de algo que era orgullo… y libertad.
A la mañana siguiente, desayunaba frente al televisor. El cereal en la mesa se enfriaba, olvidado, mientras las noticias estallaban en la pantalla:
—Banda de trata de blancas cae. En el lugar se encontró un mensaje en el suelo: ““Ups… creo que una chica mala, los dejó tiesos. Son todos suyos oficiales…”—
Una joven, con el rostro censurado, hablaba a la cámara:
—Una heroína nos salvó. Yo la llamo La Máscara Escarlata. Solo llevaba eso… una máscara, botas y guantes rojos.
—¿Qué trata de decirnos ? ¿Acaso ella estaba desnuda? —preguntó el reportero, sorprendido.
—Pues sí, pero lo importante, es que ella nos salvó —respondió ella, sin vacilar.
De pronto, la transmisión fue interrumpida, reemplazada por una disculpa en pantalla. Y Clara rió con el rostro encendido, con el corazón danzando con una emoción difícil de nombrar.
Máscara Escarlata. Esa Soy yo, pensó. La vergüenza la pinchó por un segundo… pero el nombre le gustaba. Sonaba a algo, que aquella niña que alguna vez jugó con volar con una sábana en la espalda, le hubiese gustado mucho.
Y justo cuando se permitió soñar con lo que vendría, miró el reloj. ¡Se le hacía tarde! Corrió a su habitación, tomó la máscara y la guardó en su bolso con una sonrisa cómplice.
—Por si acaso —susurró, mientras su corazón ardía lleno de nuevas esperanzas.
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