La máscara escarlata – parte 6
¿Será Clara capaz de detenerlos?.
El caos reinaba frente al Ministerio de Defensa. Las sirenas resonaban, los murmullos de la multitud llenaban el aire, las cámaras no paraban de grabar y los policías trataban de mantener el control.
De pronto, un chirrido cortó el ruido. Una ventana del quinto piso se abrió, y un hombre corpulento apareció con una cicatriz en la cara.
—¡Tres minutos, ciudad de mierda! ¡Su heroína no vendrá! La Máscara Escarlata es solo una zorra que se esconde en las sombras. ¡Este edificio y todos los rehenes arderán! ¡Jajajajaaja!
Reía desquiciadamente el líder de la banda. Haciendo que la gente se quedara helada. Algunos retrocedieron, otros no podían despegar los ojos de él.
Mientras tanto, a kilómetros de distancia Clara recorría la cuidad como un rayo. Sus botas golpeaban el suelo, el viento le pegaba en la cara y sus tetas rebotaban con cada paso. Cada movimiento hacia que sus glúteos se contraigan y se balanceen perfectamente. Pero también, el corazón le latía fuerte. No por miedo, si no porque salió a toda prisa sin un plan, y un error, podía costarle todo.
Así que cuando estuvo cerca del lugar, vio un edificio alto frente a la plaza. Frenó, y subió muy rápido por las escaleras hasta la terraza. Entró por una puerta entreabierta y vio a tres francotiradores nerviosos.
—¡Confirmen maldita sea! ¡Dennos la orden de disparar! ¡Vamos!
Entonces, Clara dio un paso hacia atrás e intento no hacer ruido, para que no la notarán. Pero nuevamente, la voz del cabecilla se hizo presente desde el megáfono.
—¡Dos minutos! Y por cierto, si quieren disparar… ¡Adelante, pero sepan que hay rehenes con chalecos falsos entre nosotros! ¡Si fallan, matarán inocentes!
Y el líder de los francotiradores, no paraba de decir:
—¡Dennos la orden! ¡Los tenemos en la mira! ¡La enmascarada no vendrá!
—¡De la orden señor, es mejor acabar con los que llevan los chalecos antes de que vuelen el edificio!
—¡Maldita sea, tienes razón, no voy a esperar más! ¡Atentos a mi orden!
Clara sabía que era hora de actuar. Nadie más los podía detener. Así que salió de las sombras del pasillo, y con la voz más sensual que pudo hacer, les dijo:
—Ey, chicos… ¿Pero por qué tanta prisa?
Al oír eso, los francotiradores se dieron vuelta y sus ojos se abrieron de par en par. No podían creerlo, la heroína estaba frente a ellos. Con sus tetas firmes, su cintura estrecha y con su vagina expuesta al aire libre.
—¡Es… es… es la Máscara Escarlata! —dijo uno, con la voz temblando.
Todos estaban hipnotizados, y el capitán, dejó caer el intercomunicador al piso. Mientras al fin se oyó la orden.
—¡Fuego! ¡Disparen! ¡ya! ¡ya!
Pero en un parpadeo, ella se puso frente al capitán. Su cuerpo desnudo casi lo rozaba y el tipo no reaccionaba.
—Tranquilo, amor… Deja que yo me encargue…
Decía Clara mientras se inclinaba lentamente ante él, tratando de recoger el intercomunicador.
—¡Fuego! ¡Fuego! ¡He dicho que disparen! —se oía desesperadamente.
Pero Clara, para evitar que actúen, fingió tropezar y se agarró de la pierna del capitán. Y él, la sujeto del brazo mientras la ayuda a levantarse. Entonces, ella notó sus bultos en los pantalones y les dijo:
—Guauuu, pero qué duros están… Qué lástima que no haya tiempo para jugar. Pórtense bien, que necesito hablar con su comandante.
Todos asintieron, y Clara encendió el intercomunicador.
—Comandante, cálmese por favor… No se me vaya a desmayar.
—¿Pero quién rayos eres? ¡Pásame a Rodríguez!
—Soy la Máscara Escarlata, cariño. Tengo a tus chicos acá arriba, si tan solo los vieras… los tengo tan duros y quietitos como esa cosita que les crece entre las piernas.
—¿Qué? ¿Pero cómo te atreves?
—Ay, comandante ¿Siempre es así de serio?
—Escúchame bien, no tengo tiempo para juegos. Te lo advierto, si no bajas ahora mismo…
—Ya ya, pero qué mandón eres…
Entonces, colgó y les dijo a los francotiradores:
—¿Les gusta mucho estas? ¿no?
Y ella, inmediatamente se puso el intercomunicador entre sus senos. Luego, los apretó y rompió el aparato en mil pedazos. Todos se quedaron sorprendidos.
—Nada de disparos, chicos. Guarden esas armas. A menos que me quieran mostrar… esas que tienen en los pantalones.
Ellos se quedaron fríos, y Clara corrió a la cornisa y se lanzó al vacío. Los francotiradores se asomaron pensando lo peor, pero un estruendo sacudió la plaza. Clara aterrizó de rodillas, dejando un cráter en el pavimento. Todos se quedaron callados, con los ojos fijos en su cuerpo desnudo. Y mientras se levantaba, sus tetas y su culo resaltaban con cada movimiento. Pero en eso, recordó las palabras de su padre: Enfrentas la justicia sin esconder nada. Así que sonrió y se levantó más segura.
Mientras la multitud suspiraba y murmuraba.
—¡Bajen las cámaras, no graben eso!
Decían algunos periodistas, y entonces, uno ellos agarró el micrófono.
—¡La Máscara Escarlata llegó! ¡La ciudad está salvada! Esta heroína, con su valentía y su… su… su cuerpo único, vino a parar esta tragedia. ¡Es… es un milagro!
Clara, aunque sentía vergüenza por dentro, se repetía: Esto es por la ciudad. Pero la ventana del quinto piso se abrió otra vez, y el cabecilla gritó.
—¡Así que al fin apareció la zorra! ¿Crees que con ese culo va a salvar a alguien?
Clara necesitaba responder, así que un parpadeo, tomo uno de los megáfonos de la policía y dijo:
—Oye, ¿por qué tanto alboroto? ¿Tan desesperado estabas por verme?
— Jaja, ¡Quería sacarte de las sombras, zorra! Pensé que no tendrías valor para mostrar ese cuerpo a toda la ciudad.
Clara rió, pasando un dedo por su teta y rozando su pezón sin vergüenza.
—Ya veo… Querías verme desnudita bajo el sol. Aquí estoy. ¿Y ahora qué? ¿Quieres que suba y te baje el pantalón?
El cabecilla soltó una risa nerviosa
—No estaría mal…
Clara sonrió, se mordió el labio y le dijo:
—Pues encuérate, que ya subo. Espero que la tengas dura para mí… Pero te lo advierto, quizá este cuerpo sea demasiado para ti.
La multitud se quedó sin aire. El cabecilla, rojo de ganas y rabia, gritó.
—¡No me tientes! ¡Puedo con lo que sea!
—No me hagas reír… Sé que tu cosita no daría la talla. Si me siento encima de ti, te vendrías en un segundo, lloriqueando como niño.
El cabecilla intentó responder, furioso.
—¡Maldita! ¡No tienes ni idea…!
Entonces, Clara apagó el megáfono y subió a toda velocidad al quinto piso. Se puso detrás del cabecilla, le sujeto el pantalón y se lo bajó. Y tal como ella lo había sospechado, el tipo tenia el miembro chiquitito. Su pene era más pequeño que su pulgar, así que se río y se le ocurrió algo. Tomó al hombre en sus brazos y lo llevó abajo.
Y en un parpadeo, el cabecilla notó que esta ahí, frente a la policía. Pero eso no era todo, pues al sentir una brisa entre sus piernas. Miró hacia abajo, y se dio cuenta.
—Bien, admítelo… ¿Acaso no tenía razón? Dile a todos que tu cosita es tan patética cómo este alboroto que has armado.
El cabecilla, atrapado y humillado, gritó con la voz rota.
—¡Maldita!
Y la plaza, explotó en un rugido de carcajadas y aplausos. La gente se tapaba la boca, los periodistas no sabían qué decir, y hasta el comandante, le costaba contener la risa.
El cabecilla, rojo de vergüenza, gritó.
—¡Debiste quitarme el detonador perra! ¡Mientras reían active las bombas! ¡Creo que tienes menos de 20 segundos!
Inmediatamente, Clara corrió de vuelta al edificio. Todo se volvió lento a su alrededor. Rompió una puerta de vidrio en pedazos y entró. Los rehenes se abrazaban en el piso, y los cronómetros de los chalecos marcaban 18 segundos.
Al principio, ella no sabía como distinguir los chalecos falsos. Pero al arrancar los dos primeros, notó una diferencia y supo que hacer. Recolectó únicamente los chalecos más pesados, llevándolos consigo, mientras recorría todo el edificio, piso por piso, hasta llegar al quinto. Al arrancar el último, ya había recolectado alrededor de 28 chalecos y los cronómetros marcaban 13 segundos.
No había tiempo para lanzar los chéquelos por los aires, algunos se dispersarían y causarían daño, su única alternativa, era abrazarlos a todos y saltar con ellos lo más alto que pudiera.
Mientras eso acontecía, la multitud la buscaba abajo con desesperación:
—¿Dónde está? ¡No la veo!
—¡Ahí! ¡Arriba! ¡Está en la terraza!
—¡Parece que esta abrazando los chalecos! ¡Va a…! ¡Va a saltar!
Y en efecto, Clara estaba inclinándose como una atleta a punto de despegar. Flexionó las piernas. Tomó aire y se impulsó hacia el cielo.
Mientras el cabecilla, contaba desde el suelo.
—Cuatro…
—Tres…
—Dos…
—Uno…
Y en lo más alto del cielo, lejos de todo, los chalecos detonaron. Los reporteros callaron. El público también. Nadie respiraba.
—¡Dios mío…!
—¡lo… lo… logro!
Pero lo que la gente no sabía, era que la onda explosiva golpeó el cuerpo de Clara como un fuerte latigazo, arrojándola por los aires sin rumbo. Voló fuera de control, hasta que terminó estrellándose contra las rocas del río, debajo del puente de la ciudad.
Todo le dolía. Apenas podía moverse. Su visión era borrosa, y el mundo le daba vueltas. Sentía que iba a perder la conciencia. Pero un maullido suave la hizo abrir apenas los ojos.
Era el mismo gato gris que ella intento salvar la noche que encontró la máscara.
—Hola, amiguito… ¿sigues aquí?
Clara sonrió débilmente, sus ojos se cerraron y se desmayó.
Entonces, el gato cambió su forma y se transformó en un adolescente de rostro sereno y piel morena, cubierto únicamente por un taparrabo. Y sin decir una palabra, se acercó y la levantó con cuidado entre sus brazos; para llevarla, a la cueva oculta entre las piedras bajo el puente.
Continuará…
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