La noche que descubrí lo que hacía mi madre
En el silencio de la noche, descubrí su otro yo: un mundo de bares VIP, rituales de libertad y una sonrisa que desafiaba todos los tabúes. Esta es la crónica de mi madre, la mujer que convirtió su cuerpo en un manifiesto de autonomía..
El Secreto en el Teléfono de mi madre
La primera vez que supe la verdad completa sobre mi madre no fue porque me lo contara, sino por una notificación a las 11 de la noche. Ella había salido, diciendo que iba a beber con unos amigos y que llegaría tarde. Esa noche, por curiosidad, tomé su celular, que había dejado olvidado en casa —algo raro en ella— y entré a una aplicación que no sabía que usaba: Telegram.
Ahí, descubrí un grupo privado. No era un chat cualquiera; era su santuario digital. En él, mi madre compartía fotografías de sí misma que revelaban una faceta que yo solo intuía. Pero lo que más me impactó no era el contenido, sino la atmósfera de aquellos mensajes. Los hombres no escribían con grosería. Sus comentarios eran de caballeros, respetuosos, aunque cargados de admiración. La veneraban. Aunque sabía a dónde querían llegar.
Ese día, había un hilo de conversación particular. Un hombre la invitaba a un bar VIP. Le pedía, como un favor especial, que vistiera su tradicional vestimenta indígena otavaleña. Ella aceptó con una simple palabra: «Voy». Ahí entendí por qué había dejado el celular: sabía que la noche sería intensa, que iba a emborracharse, y no quería riesgos.
Horas después, cuando el silencio de la casa era absoluto, llegó un video a su chat privado. Lo abrí. La escena era borrosa, pero inconfundible. Estaba en el bar, bajo luces tenues, con su traje típico, siendo el centro de atención absoluto. La vi bailar, interactuar, y luego…arrodillarse mientras los hombres la mojaban con cerveza, los hombres ya estaban desnudos. Mi madre estaba en medio recibiendo la cerveza en su cuerpo, mientras se meneaba al ritmo de la música, se quitaba la ropa y chupaba el pene de los hombres.
Más videos llegaron. En uno, la vi… Encima de una mesa desnuda mientras la penetraban dos por su ano, otro hombre por su vagina. Otro hombre más estaba con el pene en la boca de mi madre.
En otro, la amarraban con una correa —una correa que, me di cuenta, ella misma había entregado— mientras otro hombre grababa con su teléfono.
Esperé hasta la madrugada. La vi llegar en el auto de uno de esos hombres, estaba desnuda, solo con la mitad de sus bragas, cargando una bolsa de regalos. Volteó donde estaba el chofer y él simplemente metió sus dedos en la vagina de mi madre. Al entrar a casa, su cuerpo mostraba las huellas sutiles de la noche: el cabello desarreglado, la sonrisa cansada pero triunfal. En sus ojos no había vergüenza, ni arrepentimiento. Solo la quietud satisfecha de quien ha vivido una experiencia a su medida.
Desde ese día noté que los hombres que venían a casa seguido eran hombres que se acostaban con mi madre y que ella estaba sexualmente muy activa.




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