Las clases de natación
En el vestuario, es frecuente que los chicos hagan bromas sobre sus cambios físicos y sobre el tamaño de sus miembros o los pelos que empiezan a brotar en su cuerpo. Lo que no me pareció tan normal fue lo que hizo después, cuando se encerró conmigo y empezó a desnudarse..
Este episodio verídico se remonta a mi segundo año de instituto (13-14 años), a esas semanas del año en que el profesor de Educación Física (o gimnasia) nos obligaba a hacer natación, conduciéndonos a la piscina climatizada local. Y digo «obligaba» porque ningún alumno quería. No nos gustaba, odiábamos ir cargados todo el día con ropa de cambio, toalla y bañador, de clase en clase, y más aún tener que mostrarnos semidesnudos ante nuestros compañeros de clase. Muchas chicas presentaban excusas más o menos argumentadas y conseguían librarse, pero los chicos teníamos que nadar quisiéramos o no.
Allá que íbamos, primer día de natación, algo nerviosos. La mayoría llevábamos el bañador debajo de los pantalones, y algunos incluso vestían calzoncillos bajo el bañador, lo que ya nos habían dicho que estaba prohibido. Nos quitamos la camiseta a prisa y salimos con las toallas en la mano o el hombro, presentándonos ante las chicas, sufriendo sus miradas punzantes. Nos juzgaban, escaneándonos de arriba abajo, y estoy seguro de que después comentaban nuestros cambios físicos o nuestro desarrollo, escogiendo quiénes eran los más guapos y más dotados o quiénes, probablemente mi caso, los más inmaduros y, todavía, subdesarrollados.
En mi caso, era de los más bajitos de clase. Tenía el cabello de color negro y estaba delgado, puede que demasiado para gustarles. Yo solo pensaba en acabar la clase para volver a vestirme y continuar la mañana con normalidad.
En mi clase no existía paridad o, mejor dicho, no había tantos chicos como chicas. Seríamos unos nueve varones frente a más de quince, y como alguno siempre se saltaba la clase de natación, sin importar que el profesor le suspendiera, el vestuario permanecía prácticamente vacío. Tampoco había otras personas. Por la mañana, en un pueblo pequeño, y a esas horas, era raro encontrar a clientes habituales de la piscina climatizada.
—No os cambiéis el bañador en el WC —nos pidió el profesor—. Que luego recibo quejas porque lo dejáis todo lleno de agua.
No sé qué me molestó más, si el hecho de que pretendiera que me desnudara delante de los demás o que entrase de un momento a otro al vestuario, a riesgo de encontrarnos en pelotas. Quizás a él no le importaba esa situación, pero a mí sí, y mucho.
Esa norma, como la de no entrar a la piscina con los calzoncillos bajo el bañador, nos la saltábamos. Entrábamos al cuarto de baño y salíamos ya con los pantalones puestos, sin exponer nuestros atributos al resto. Había alguno más atrevido que no se cortaba y se desnudaba ante los demás. En mi clase, ese uno era Juan, el repetidor. Tenía 15 años y un miembro que nos parecía, en comparación a los nuestros encogidos por el baño, descomunal. Cuando se quitaba el bañador, girábamos nuestras cabezas haciendo gestos de disgusto.
Sentado en uno de los bancos, en frente de las taquillas, esperando a que otros se cambiaran primero para ir al baño, me quedé mirando a Héctor, el más bromista de la clase, y no porque me llamara la atención su cuerpo ni nada parecido. En aquel momento, yo no me había planteado todavía mi sexualidad ni pensaba que pudieran atraerme los hombres. Era un muchacho nervioso, a veces impredecible, muy listo, pero con pintas de ser un idiota integral. Todos los chicos éramos idiotas, al fin y al cabo, teníamos 13-14 años, pero, aunque él no era el más tonto de la clase, me sorprendía por sus ocurrencias.
Hizo algún comentario sobre el miembro de Juan, el repetidor, y enseguida bromeó con que todos deberíamos aprender de él y cambiarnos juntos como hombres. Sin embargo, él tampoco se atrevía a desnudarse.
—Fran, tú entiendo que te cambies a escondidas, porque seguro que tienes un minipene —dijo, avergonzándolo. Fran le llamó «capullo» y se rio, pero estoy seguro de que aquello hirió su orgullo.
Ahora comprenderéis por qué observaba a Héctor. Tenía miedo de que la tomara conmigo o dijera algo parecido sobre mi pene. Y cuando vi que me se quedaba callado observándome me temí lo peor.
—¡Nico, tienes pelo en la barriga! —exclamó. Se refería a cuatro pelos finos apenas perceptibles que caían de mi ombligo a mi entrepierna—. ¡Seguro que te sale pelo en la polla!
Me pareció un comentario estúpido, tanto que no le di importancia alguna. No sabía si lo decía porque dudaba que alguien tan bajijto y con cara de niño pudiera desarrollar pelo en el cuerpo o porque realmente le sorprendía que un chico de su edad estuviera «tan avanzado». Yo lo veía como lo más normal del mundo. «¿Quién no tiene?», me pregunté, asumiendo que no habría nadie con el pubis liso a esas alturas de la vida.
Nadie participó de su comentario y enseguida se diluyó en el ambiente del vestuario. Terminamos de cambiarnos, unos en el WC, otros cubriéndose con la toalla y continuamos nuestras vidas, hasta la siguiente sesión de natación, una semana después.
Esta vez no esperó a después de natación, sino que lo dijo nada más quitarme la camiseta en el vestuario. «¡Tienes que tener pelo en…!». Empezaba a incomodarme. A decir verdad, no me había gustado que hiciera ese comentario la semana anterior, y mucho menos que lo repitiera. Acabaría centrando sobre mi cuerpo la atención del resto de chicos, y no es como si yo me sintiera orgulloso de él. Envidiaba a los demás: más fuertes, más altos, algo más desarrollados. ¿Qué tenía yo que no tuvieran ellos? Nada. Desde mi punto de vista, nada, porque no conocía más que lo que me enseñaban, es decir, el torso, las piernas y, a lo sumo, los pelos de las axilas, los dos chicos que tenían.
Ese día la clase de natación fue a última hora y, por tanto, cuando terminábamos de cambiarnos podíamos irnos a casa. Hubo cola para entrar a los cuartos de baño porque todos querían ser el primero en marcharse y yo esperé en el banco, hasta quedarme el último. Sin embargo, no fui el último. Cuando me disponía a correr el pestillo, un chico se coló rápidamente, dándome un susto de muerte: Héctor, el bromista, se plantó ante mí con su sonrisa bobalicona y, apartándome, cerró él mismo la puerta, encerrándose conmigo.
Quise preguntar qué hacía, pedir explicaciones y exigirle que saliera de inmediato o me dejara salir a mí. No quería estar tan cerca de él en un espacio tan diminuto, y mucho menos si corría el riesgo de que alguno de nuestros compañeros más rezagados se dieran cuenta e hicieran bromas a nuestra cosa. Él sabía perfectamente que yo no hablaría, por miedo a ser descubiertos, y haciéndome un gesto con las manos mandándome guardar silencio, procedió a desatar el nudo de su bañador y bajarlo de un tirón hasta los tobillos.
Levanté la mirada al techo, pero notaba perfectamente lo que estaba haciendo. Levantó una rodilla y después la otra, sacándose la prenda y colgándola a continuación del pomo de la puerta. Al contrario que yo, Héctor no había traído ropa de cambio. Tendría que volver a ponérselo o salir y pasearse desnudo hasta su taquilla. Con algo de suerte, los demás se habrían ido, a no ser que nos esperasen. También era probable que el profesor, en vistas de que un par de alumnos no salían, entrase a revisar que todo anduviera como Dios manda.
—¿Qué haces, gilipollas? —susurré, pretendiendo más que leyera mis labios a que lo escuchara.
Hizo un gesto con la barbilla. Lo interpreté como un «te toca», pero me negué. No me iba a desnudar delante de él. De pronto, agarró mi bañador y empezó a tirar. Sujeté sus manos, lo aparté, pero insistía en que lo hiciera y, al final, por acabar cuanto antes, cedí, colocándome de espaldas a él. Me lo bajé lentamente, esperando que le diera asco ver mi trasero y admitiera que solo había sido una broma, pero permaneció en su sitio, observándome por encima del hombro. Cuando levanté una rodilla y liberé la pierna derecha, noté su aliento en la oreja. Se había inclinado para comprobar si estaba en lo cierto, es decir, si tenía o no pelo.
Agarré rápidamente los calzoncillos e hice el amago de ponérmelos, pero él me los arrebató de un tirón, levantando el brazo para ponerlos lejos mi alcance. En un intento desesperado por recuperarlos, me di la vuelta, tal y como él deseaba, y expuse mi pene cubierto de espeso vello negro. Me planteé darle un puñetazo, incluso atacar y tratar de derribarlo, pero era demasiado arriesgado. Nos oirían y, por si eso fuera poco, tendría que enfrentarme a alguien desnudo.
Me detuvo con una mano, pidiéndome que me tranquilizara y, borrando la sonrisa de su rostro, se quedó pensativo, observando mi desnudez. Comprendí entonces su obsesión con el hecho de que yo tuviera pelo: a él aún no le había salido o, para ser más exactos, le había salido muy poco. No me había fijado hasta ese momento, pero sus axilas también eran claras y lisas. No es que nuestros otros compañeros y yo tuviéramos un bosque, pero ya empezábamos a notar cómo brotaba la promesa de una jungla. Y Héctor, que parecía tan atrevido y lucía tan alto y crecido, ansiaba el momento en que su miembro luciera como el de Juan o el mío, cubierto de pelo.
Sin embargo, no me pareció que estuviera poco desarrollado, o al menos, que tuviera un pene infantil. Parecía grande, mucho más que el mío, o esa fue la sensación que me dio, debido a que en realidad estaba experimentando una erección naciente.
Con la mano que tenía libre, me agarró del brazo y me lo levantó, despejando mi axila para echar un vistazo. Hizo lo mismo con mi otra axila y, sin previo aviso, plantó su nariz en ella, respirando lo que no debía ser sino olor al cloro de la piscina. Al acabar, balbuceó algo como «qué suerte tienes». Yo estaba tan sorprendido que no sabía qué decir ni cómo actuar. Casi me había olvidado del hecho de que estábamos desnudos juntos, mientras nuestros amigos se dirigían camino a casa.
Se colocó de nuevo el bañador, cubriendo lo que claramente era una erección, y me devolvió los calzoncillos, dejándome solo en el cuarto de baño.
Al salir al vestuario, Héctor había desaparecido.
No fue la única vez que actuó de una manera tan extraña. De hecho, tuve encuentros con él bastante más serios que ya no podrían confundirse con un juego de chicos pubescentes ni una broma entre colegas. Pero eso lo contaré en próximos relatos, si queréis que siga contando este tipo de intimidades y secretos.
Si es así, hacédmelo saber.
Yo también soy un chico gay de España y e ha encantado tu relato. Hace un tiempo escribí uno muy parecido jajajja.
gran relato como sigue