Lo que recuerda Lara con 17 años…
Una adolescente que especula una infancia más feliz… .
Los “qué hubiera pasado si” son mi pornografía mental. No necesito internet. Tengo mi propia filmoteca de escenas alternativas donde yo no era la niña que recibía, sino la que tomaba.
Qué hubiera pasado si… en vez de trepar a la cama de mis padres y montar la oruga dormida, hubiera hecho otra cosa. Me veo a mí misma, con ocho años, deslizándome entre ellos. En la memoria, solo me monté. En el “qué hubiera pasado si”, soy más audaz. Con la misma naturalidad con que un niño roba un caramelo, me veo separando los labios de mamá con los dedos, mirando su jardín secreto dormido, y luego… posando mi propio sexo infantil sobre el de ella. Frotándome suavemente, buscando su calor, no el de papá. ¿Habría gemido ella en sueños? ¿Se habría despertado papá y nos habría encontrado, a su mujer y a su hija, conectadas por un roce que no era para él? En esa versión, yo no espero a que la verga de mi padre se ponga dura. La despierto yo, con la humedad prestada de mi madre.
Qué hubiera pasado si… en vez de hacer equilibrio sobre la punta del mástil de Leo, me hubiera sentado de verdad. El recuerdo es claro: él tumbado, yo encima, su erección peligrosa justo en mi entrada, un milímetro de piel infantil separándonos. Yo movía las caderas, jugando al “casi”. En el “qué hubiera pasado si”, dejo de jugar. En esa escena nueva y perversa, a los siete años, tomo aire, miro a Leo a los ojos—no a los de mamá que espía desde la puerta—y bajo. Un descenso lento, infinito, desgarrador. En mi fantasía, siento el desgarro, el dolor, el grito que me sale a mí y no a él. Y luego, su cara de pánico y éxtasis, sus manos que ya no me sostienen por la cintura, sino que me hunden en sus caderas. En ese “qué hubiera pasado si”, yo decido. Yo elijo el dolor. Y me convierto, de una vez, en algo más que una hermana: en una herida viva que él tendría que llevar consigo para siempre.
Qué hubiera pasado si… hubiera usado mi boca de otra manera. No solo para sorber la leche cuando salía, sino para morder. Suavemente al principio, luego con fuerza. En la verga de papá… o en la de Leo. Dejar mi marca en su piel mientras ellos dejaban la suya en la mía. Ver su sorpresa convertida en otra excitación más oscura. Haberles enseñado que la niña también tenía dientes.
Qué hubiera pasado si… hubiera dirigido el juego. Haberles dicho: “Hoy no. Hoy vosotros dos, papá y Leo, os tocáis el uno al otro. Y yo miro y tomo notas, como hace mamá”. Haberles hecho sentirse observados, juzgados, convertidos en un espectáculo para mis ojos de niña. Haber invertido los papeles y ver cómo se les secaba la boca, cómo su complicidad de hombres se quebraba bajo mi mirada.
Estos pensamientos me vienen por las noches, no cuando estoy excitada, sino cuando estoy más sola y más lúcida. No son dulces. Son venganzas imaginarias.
Lo que pasó en realidad: Un juego inventado por mamá. Yo era la doctora, ellos los pacientes. «Doctora, me duele aquí», decía papá, señalándose el bajo vientre. Yo, con un estetoscopio de juguete, «auscultaba» su pene, seriamente. «Necesita una inyección», diagnosticaba. Y él, con cara de dolor fingido, gemía cuando mis dedos (la «jeringuilla») le pinchaban suavemente. Con Leo era más dramático: «¡Doctora, me voy a morir!», y se agarraba la entrepierna. Yo le «operaba» con una cuchara de palo. Reíamos. Era un teatro absurdo donde la excusa para tocar era médica, y por tanto, inocente. El placer estaba en la risa compartida, en la complicidad del guión.
Qué hubiera pasado si… yo, la doctora de nueve años, hubiera decidido cambiar el diagnóstico. «La enfermedad es grave. Necesito una muestra de su líquido interno». Y con una solemnidad aterradora, hubiera empezado a masturbarlos a los dos, no como un juego, sino como un procedimiento clínico necesario. Sin sonreír. Tomando notas imaginarias en una libreta. ¿Habrían seguido el juego, excitados por la perversión del nuevo guion? ¿O se habrían asustado al ver a la niña interpretar un papel tan fríamente dominante? En esa fantasía, yo uso su propio teatro en su contra. Convierto su «juego inocente» en un examen real, donde ellos son los conejillos de indias de mi curiosidad ahora científica y cruel.
Recuerdo los sábados por la mañana, metida en la bañera con él. La espuma nos cubría hasta el cuello, y yo, con siete años, jugaba a hacer islas y montañas sobre su pecho. Debajo del agua caliente, mis pies rozaban su entrepierna sin querer. O quizás queriendo, pero sin saber exactamente por qué. Él cerraba los ojos, y yo sentía cómo bajo la espuma, bajo el agua, algo se movía despacio contra mi tobillo. Era un juego silencioso: yo deslizaba el pie, él dejaba que rozara. A veces se ponía duro y yo apretaba el arco del pie alrededor, sintiendo ese latido familiar que tanto me gustaba. Él suspiraba y yo reía, creyendo que era cosquillas. Mamá pasaba por el baño y decía: “Qué bien se portan mis peces”. Qué hubiera pasado si… en vez de usar solo el pie, me hubiera sumergido completamente bajo la espuma y lo hubiera tomado con la boca, ahí, bajo el agua turbia. Ahogando su sorpresa en burbujas. Convirtiendo ese suspiro en un gemido ahogado que ni mamá, desde la puerta, hubiera podido escuchar.
Con mamá paraban cosas que también me encantaban… Ella me enseñaba con su propio cuerpo. “Esto es el clítoris, Lara. El centro del placer.” Y me guiaba mi mano para que lo tocara, en ella. Yo, con siete u ocho años, sentía la piel suave y húmeda, diferente a todo lo demás. No me excitaba, me intrigaba. Era como estudiar un mapa. A veces, ella se excitaba y cerraba los ojos, y yo retiraba la mano, confundida. Ella abría los ojos y sonreía: “Así es la vida, hija”. Qué hubiera pasado si… en vez de retirar la mano, hubiera introducido dos dedos, despacio, mientras con la otra mano le tapaba la boca. “Callada, mamá. Esta lección la doy yo hoy.” Y ver cómo sus ojos de filósofa se abrían de par en par, no con aprobación, sino con puro shock. Devolverle la mirada de observadora convertida en observada.
Otro de los recuerdos que se me vienen a la cabeza es de cuando tenia seis años. Mis hombres —papá y Leo— eran gigantes juguetones. Papá, con su cuerpo ancho y velludo, era la montaña. Leo, era el río, todos tendones y huesos puntiagudos. Y yo, la piedrita que intentaba alterar su curso.
En la memoria, todo es movimiento y roce. Yo me lanzaba sobre la espalda de papá, aferrándome a sus hombros, y él rodaba suavemente para no aplastarme. Leo se unía, sus brazos adolescentes rodeándonos a los dos, y caíamos en un montón de extremidades y risas. Mis manos, pequeñas y ágiles, se aferraban a donde podían: al antebrazo velludo de papá, al costado liso de Leo. Mis piernas se enganchaban alrededor de caderas, y en ese forcejeo caótico, mi vaginita —limpia, sin vello, tan simple entonces— rozaba contra todo.
Contra el muslo recio de papá.
Contra la cadera huesuda de Leo.
Y, siempre, sin falta, contra el mástil.
Porque Leo siempre estaba erecto en esos juegos. No era una erección agresiva, sino una presencia constante, como un dedo más que apuntaba hacia su ombligo. En el tumulto, mi muslo, mi nalga, incluso mi sexo plano de niña, rozaban esa piel tirante y caliente. Era solo otro punto de contacto en el caos, pero uno que llevaba un voltaje diferente. Papá también se excitaba, pero su cuerpo respondía más lento, más tarde; el de Leo era un resorte siempre cargado.
Ellos reían. Yo reía. Sus manos grandes me agarraban por la cintura, me alzaban, y a veces, en el giro, una palma se cerraba por un instante sobre un pecho que no existía, sobre una nalga, sobre mi pubis infantil. Era un contacto fugaz, “accidental”, inmediatamente seguido de otro movimiento que lo borraba. La permisividad estaba en la risa, en la ausencia de pausa. Si nadie se detenía, no había nada de qué detenerse.
Mamá observaba desde el sofá, con su taza de té y su sonrisa… Anotaba mentalmente, seguro. “La manada en su ritual de cohesión”, debía pensar.
Una felicidad animal. Yo era el centro absoluto de atención de sus dos hombres. Sus cuerpos grandes me rodeaban, me envolvían, me hacían sentir a la vez poderosa y protegida. El roce del pene de Leo contra mi piel no era sexual; era otra textura, más firme, más interesante. El juego era puro: la persecución, la captura, la liberación. El placer estaba en el sudor compartido, en la respiración agitada, en el hecho de que papá y Leo bajaran a mi nivel, se hicieran niños otra vez por mí. Era mi reino.
Hoy me llega el qué hubiera pasado si…
En medio de un forcejeo, con el costado de Leo presionado contra mi espalda y el brazo de papá rodeando mi barriga, me hubiera quedado completamente quieta. De repente. Dejando caer los brazos a los lados. El silencio habría detenido sus risas.
Con voz serena, clara de niña que aún no domina el temblor, les hubiera dicho:
—Quietos. Los dos.
Ellos, sorprendidos, se habrían separado un poco, jadeantes, mirándome con curiosidad. Yo, sentada en la moqueta entre ellos, desnuda y sudorosa, los habría mirado a cada uno a los ojos, turnándome.
—Ahora no es un juego —habría dicho, y mi tono habría tenido una imitación perfecta de la seriedad de mamá—. Papá, tú pones tu mano aquí. —Y habría guiado su mano grande y velluda hasta mi muslo interno, alto, muy alto, hasta rozar el borde mismo de mi vagina.
—Leo, tú pones la tuya aquí. —Y habría colocado la mano más delgada, más temblorosa de mi hermano, en mi otro muslo, en el mismo lugar simétrico, un espejo de posesión.
Y entonces, la orden final:
—Y ahora… compitan. Tóquenme al mismo tiempo. A ver cuál de los dos me hace reaccionar. A ver quién gana.
En esa escena que sólo existe en mi cabeza ahora, veo cómo sus sonrisas de jugadores se desvanecen. La sangre les baja de la cara. La erección de Leo, que rozaba mi cadera, se pone tan dura que duele sólo de verla. La de papá emerge lentamente, pesada, entre sus piernas. Ya no es el juego de la manada. Es una subasta. Y yo soy el trofeo.
Veo la duda en sus ojos. Se miran entre ellos, una rápida mirada de hombres que comparten un secreto que acaba de volverse demasiado real. La complicidad se quiebra. Ya no son padre e hijo jugando con la niña; son dos machos midiéndose, con mi cuerpo infantil como campo de batalla.
Mamá, desde el sofá, habría dejado de sonreír. Habría bajado la taza. Por primera vez, el experimento habría salido de su control. Porque la transgresión última no era el contacto, sino **la elección**. Y yo, de seis años en esta fantasía, habría elegido ser el juez, no el juguete.
Extraño el calor de esos cuerpos apilados, la libertad de estar desnuda sin ser vista, porque para ellos yo no era un cuerpo *a ver*, era Lara, el remolino que los desafiaba. Extraño mi propio poder inconsciente: el de paralizar una erección adolescente con una rodilla mal colocada, el de hacer que un hombre adulto contuviera su fuerza para no hacerme daño.
El orgullo viene de saber que, incluso entonces, sin malicia, yo *era* el premio. Ellos luchaban, sí, pero alrededor de mí. Yo era el centro de gravedad. Hoy, ese “qué hubiera pasado si” es mi forma de reclamar esa centralidad con la conciencia que no tenía. De convertirme, en la retrospectiva, no en la niña usada, sino en la niña que pudo haber usado a los demás, de haber tenido la malicia que el Edén, irónicamente, nunca me enseñó. Porque me enseñó a recibir, a explorar, a ser libre. Pero no me enseñó a dominar.
Así que este recuerdo me llena de un orgullo agridulce. Fui el trofeo de un juego que no entendía. Y en mi mente, ahora, me concedo la victoria póstuma.


(11 votos)
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!