¿Me volví una perra por 50,000? – Parte 3
En esta tercera parte, Kat despierta el domingo tras su maratón de sexo y $55,000, con el cuerpo relajado pero la cabeza revuelta. Decide que no merece el dinero y planea dárselo a su novio, mientras se autoinflige un castigo y un collar de perra para demostrar nueva lealtad..
Desperté el domingo 22 de diciembre de 2024 con el cuerpo como gelatina y la cabeza en blanco. Eran las 7 de la mañana, el sol apenas entraba por la ventana, y yo estaba tirada en la cama, desnuda bajo las sábanas. Mis tetas, esas 36F gordas y pesadas, estaban más ligeras después de que ese cabrón me las vaciara anoche. Mi coño estaba sensible, los labios carnosos todavía hinchados de las 2 horas de verga que me metieron, y mis muslos tenían rastros secos de semen y mis propios jugos o al menos eso sentía. Me sentía tranquila, como si me hubiera quitado un peso de encima, pero algo me picaba dentro.
La noche anterior había sido una locura. $50,000 por dejar que un desconocido me follara como zorra mientras me chupaba las tetas, más $5,000 de propina porque “le volé la cabeza”. Lo hice en mi propia casa, con Tooru y mi pequeño en el parque, y nadie supo una mierda. Me duché después, escondí el fajo de billetes en una caja de zapatos bajo la cama, y fingí que nada pasó cuando volvieron. Mi pequeño, mi cachorro de novio, ni sospechó; se sentó a jugar videojuegos mientras yo miraba a Tooru dormir, mis tetas aliviadas pero mi coño todavía palpitando de lo bien que me cogieron.
Pero esa mañana, la calma se mezcló con culpa. Me levanté, me miré al espejo: cara ovalada con ojos grandes y labios carnosos, tetas enormes colgando, caderas anchas y un culo gordo que todavía tenía marcas rojas de las nalgadas de ayer. Mi piel satinada brillaba de sudor, y mi coño, con ese monte de Venus carnoso, me miraba como diciendo “¿qué hiciste, puta?”. No merecía esos $55,000, pensé. Ese dinero no era para mí; era para mi pequeño, el que no me toca, el que se pajea en vez de metérmela. Decidí dárselo poco a poco, sin explicaciones, como un regalo silencioso por ser tan inútil en la cama.
Luego vino la idea del castigo. Si me había portado como zorra, tenía que pagar. Recordé una mierda medieval de una serie de rol que veía mi novio cuando era aún más chico: marcarse como ganado. Mi pequeño tiene un logo que usa para todo: un diseño estético, curvas afiladas con un corazón de dragón, algo que siempre me ha parecido bonito. Busqué alambre en el cajón de herramientas, lo moldeé con pinzas hasta formar ese logo, pequeño pero claro, como de 5 centímetros. Lo metí en un bowl con nitrógeno líquido que teníamos de un experimento viejo, cosas con fruta, y esperé a que se congelara, el metal humeando como si estuviera vivo.
Me bajé los pants, dejé mi coño al aire, y me senté en una silla con las piernas abiertas. Mi monte de Venus temblaba, los labios gordos de mi chocha todavía sensibles de ayer. Agarré el alambre con una pinza, lo saqué del nitrógeno, y sin pensarlo mucho, lo presioné contra mi piel, justo arriba del coño. El frío quemó como si me arrancaran la carne; grité entre dientes, lágrimas saltándome, y lo sostuve unos segundos hasta que el dolor me nubló la vista. Cuando lo quité, ahí estaba: una marca rosada, perfecta, el logo de mi pequeño grabado para siempre en mi cuerpo. Dolió como la mierda, pero lo merecía, pensé.
No paré ahí. Fui a una tienda esa mañana, con Tooru en la carriola y mi pequeño al lado. Compré un collar de perro: cuero negro, una placa metálica con “Kat” grabado, y una correa desmontable. En casa, me lo puse frente al espejo, ajustándolo al cuello fino que siempre me han elogiado. La placa brillaba contra el cuero, y mis tetas gordas sobresalían debajo como si dijeran “mírame”. Le di la correa a mi pequeño sin decir nada, solo lo miré con esos ojos almendrados que sé que lo ponen nervioso. “¿Qué es esto?”, preguntó, frunciendo el ceño. No respondí; él vio el collar, la placa con mi nombre, y algo hizo clic. No dijo más, solo guardó la correa en su mochila. No es sexual, me dije; él no me folla, pero soy suya, soy una perra, y esto lo prueba.
El resto del día fue raro. Mis tetas volvieron a llenarse de poco en poco con el tiempo, pesadas otra vez, goteando si las apretaba. Intenté con Tooru, quitándome la camisa, dejando mis chichis al aire para que los viera. Los tocó un segundo, pero me empujó como siempre, señalando la cocina. “Papilla, zorrita”, parecía decirme. El dolor volvió, una presión que me recordaba lo de ayer, pero ahora lo soportaba con gusto. Lo merecía, por puta, por dejar que un extraño me llenara el coño y me vaciara las tetas mientras mi pequeño jugaba en el parque.
Esa noche, a la 1:58 a.m., estaba despierta, escribiendo esto. Mi cuerpo estaba tranquilo, sí, pero mi cabeza no tanto. La marca en mi coño ardía un poco todavía por el desinfectante, el collar apretaba mi cuello, y los $55,000 seguían en la caja. Ya había hablado con mi suegra hace tiempo, confesándole el si llegara a sentir necesidades sexuales, podría atenderlas con su hijo, por el tema de la edad. “Si él está de acuerdo, no hay problema mija”, con ello recordé a cuando hicimos a Tooru. Para también recordar que luego de eso (porque yo se lo pedí) él no me busca, y yo me busqué a otro por $50,000. La culpa me picaba, pero también me sentía viva. ¿Qué carajos iba a hacer ahora?
Mientras escribía, mi pequeño dormía en su habitación, la correa en su mochila, y Tooru roncaba en su cuna. Mis tetas comenzarían a gotear otra vez, pensé, el dolor subiendo, y mi coño marcado me recordaba lo que hice. Había cerrado un capítulo con ese cabrón de ayer, pero algo nuevo empezaba: una mezcla de castigo y ganas de seguir. Lo que pasó después ese domingo, eso lo contaré en la próxima parte…
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