Noche de Deseos Prohibidos con mi Nietecita
La muerte de mi esposa dejó mi casa en silencio, pero la llegada de mi nieta Sofía, de 13 años, lo cambió todo. Mientras sus padres están de viaje, su naturaleza nudista y su provocación despiertan deseos prohibidos en mí, llevándonos a un juego peligroso apenas comienza..
Soy Antonio, un hombre de 58 años, con el pelo canoso que aún conserva un brillo plateado bajo la luz, y un cuerpo que, aunque marcado por el tiempo, sigue siendo firme gracias a mis caminatas diarias por el campo. La muerte de mi esposa, Clara, hace seis años dejó un vacío en mi casa modesta en las afueras de la ciudad, un lugar donde el aroma a pino y tierra húmeda se cuela por las ventanas abiertas. Los muebles de madera gastada, los retratos en las paredes y el silencio pesado de la soledad me rodeaban. Pero todo cambió cuando mi hija y su esposo se fueron de viaje por dos semanas, dejando a mi nieta, Sofía, de 13 añitos, a mi cuidado. Decían que era para que ella me “cuidara” tras la pérdida de Clara, pero yo sabía que era porque querían pasar un tiempo juntos sin que los interrumpieran mientras cogían como animales por toda la playa, sin embargo, pronto descubrí que Sofía traería una energía que sacudiría mi mundo.
Sofía llegó una tarde soleada, con una mochila colgada al hombro y una sonrisa que parecía iluminar el porche. Su cabello largo y oscuro caía en ondas suaves, brillando como el ébano bajo el sol, y sus ojos color avellana destellaban con una mezcla de inocencia y picardía. Su piel bronceada, ligeramente pecosa, reflejaba el verano, y su figura curvilínea, envuelta en una camiseta ajustada y unos shorts de mezclilla, me hizo desviar la mirada más de una vez. “¡Abuelo, aquí estoy para salvarte de la aburrida vida de jubilado!” bromeó, dejando caer su mochila en el suelo con un golpe sordo. Su voz era cálida, con un toque juguetón que me hizo sonreír a pesar de mi nerviosismo.
“No necesito que me salves, pequeña,” respondí, intentando sonar firme mientras la ayudaba a llevar sus cosas a la habitación de invitados. El aire olía a lavanda del jabón que Clara solía usar, un eco de su presencia que aún flotaba en la casa. Sofía se movía con una energía que llenaba cada rincón, y yo, acostumbrado a la quietud, sentía que el suelo bajo mis pies temblaba ligeramente.
La primera noche fue tranquila. Cenamos sopa de tomate casera, el vapor subiendo en volutas que llenaban la cocina con un aroma reconfortante. Hablamos de su universidad, de sus amigos, de cómo le iba en sus clases de arte. Sus manos gesticulaban con entusiasmo, las uñas pintadas de un rosa brillante que contrastaba con la mesa de madera oscura. Yo le conté historias de cuando Clara y yo viajábamos en nuestra juventud, aunque omití las partes más tristes. Pero al día siguiente, el mundo que conocía se tambaleó.
Era una mañana calurosa, el sol entrando a raudales por las ventanas abiertas, llevando consigo el canto de los pájaros y el aroma fresco de la hierba recién cortada. Yo estaba en el patio trasero, regando las rosas de Clara, el agua fría salpicando mis manos callosas. Entonces, escuché el crujido de la puerta trasera y vi a Sofía salir al porche… completamente desnuda. Mi corazón dio un vuelco, y la manguera casi se me escapa de las manos, el agua goteando sobre mis zapatos. Su piel brillaba bajo el sol, suave y dorada, con curvas que parecían esculpidas por un artista. Pero lo que me dejó sin aliento fue el destello de colores entre sus nalgas: un plug anal con luces parpadeantes, rojas, azules y verdes, que titilaban como un faro en la penumbra de su cuerpo. Caminaba con una confianza despreocupada, sus caderas balanceándose ligeramente, y el plug capturaba la luz del sol en un espectáculo hipnótico.
“¡Abue, no pongas esa cara!” dijo riendo, su voz como un cascabel que resonaba en el aire cálido. Se acercó descalza, el césped crujiendo bajo sus pies, sin intentar cubrirse. “Soy nudista, ¿sabes? Me gusta sentirme libre. Espero que no te moleste.”
Tragué saliva, el calor subiendo por mi cuello. “Sofía… esto es… inesperado,” logré decir, mi voz áspera como si hubiera tragado arena. “Tu abuela era más… tradicional.” Mis ojos traicioneros bajaron al plug, su brillo reflejándose en mis pupilas. Era imposible no mirar; era como si ese pequeño objeto fuera una declaración de intenciones, una provocación que despertaba algo profundo y prohibido en mí.
Estábamos sentados en la sala, el aroma a café recién hecho llenando el aire, cuando no pude contener más mi curiosidad. El brillo del plug anal de colores que Sofía llevaba con tanta naturalidad seguía rondando mi mente. Con la voz algo temblorosa, le pregunté: “Sofía, ¿de dónde sacaste… eso que llevas puesto? No es algo que uno ve todos los días.” Ella se rio, un sonido suave y travieso, mientras se acomodaba en el sofá, su piel desnuda rozando el cuero. “Oh, abuelo, ¿este pequeño juguete?” dijo, señalando con un guiño hacia su trasero, donde las luces parpadeaban. “Era de mamá. Lo vi en su cajón mientras ayudaba a empacar para su viaje. Digamos que me lo… tomé prestado sin que se dieran cuenta. ¡Es demasiado divertido para dejarlo guardado!” Su sonrisa pícara y la confesión despreocupada me dejaron sin palabras, el calor subiendo por mi rostro mientras imaginaba el secreto que ahora compartíamos.
Ella se giró lentamente, dándome una vista completa de su trasero redondo y firme, el plug centelleando como una joya exótica. “¿Te gusta mi pequeño accesorio?” preguntó, con un tono juguetón, casi desafiante. “Es divertido, ¿no? Me hace sentir… viva.” Se mordió el labio inferior, y sus ojos se encontraron con los míos, brillantes con algo que no era solo inocencia.
No supe qué responder. Mi vida con Clara había sido cálida, amorosa, pero limitada en ciertos aspectos. Ella nunca quiso explorar el sexo anal, aunque yo siempre lo había anhelado en secreto. En los últimos años, había recurrido a sexoservidoras para satisfacer ese deseo después de su fallecimiento, encuentros furtivos en moteles discretos donde el aroma a perfume barato y sábanas almidonadas llenaba mis sentidos. Pero ahora, ver a mi nieta así, desnuda y sin vergüenza, con ese plug que parecía burlarse de mi contención, era como si el universo me estuviera poniendo a prueba.
Los días siguientes fueron un torbellino de sensaciones. Sofía no se molestaba en vestirse dentro de la casa. He de confesar que me intrigó un poco el pensar en como reaccionarían los vecinos que la vieras desde afuera, pero ya que la casa se situaba en una de las calles menos transitadas la dejé que hiciera lo que quería. Desfilaba por la sala, el aroma de su loción de vainilla mezclándose con el olor a madera vieja del suelo. Se sentaba en el sofá de cuero, el material crujiendo bajo su peso, y el plug destellaba cada vez que se movía, como un faro que guiaba mis pensamientos a lugares oscuros. Yo intentaba mantenerme ocupado: cortaba leña, arreglaba muebles, cualquier cosa para no mirarla demasiado. Pero era imposible. Cada roce de su piel al pasar cerca, cada risa suya que llenaba el aire, me hacía sentir vivo de una manera que no había sentido en años.
Una noche, mientras veíamos una película en la sala, el ambiente cambió. La luz tenue de la lámpara de pie bañaba la habitación en un resplandor cálido, y el olor a palomitas recién hechas flotaba en el aire. Sofía estaba sentada en el otro extremo del sofá, sus piernas cruzadas, el plug brillando sutilmente entre sus muslos cuando se movía. De repente, se levantó y, sin decir nada, se acercó a mí. Antes de que pudiera reaccionar, se sentó en mis piernas, su trasero redondo y cálido presionándose contra mí. Sentí cada curva de su cuerpo, la suavidad de su piel contra el áspero tejido de mis jeans, y el calor que emanaba de ella me hizo contener el aliento.
“Abue, ¿nunca te sientes solo?” susurró, su voz baja, casi un ronroneo, mientras comenzaba a moverse lentamente, un balanceo sutil que hacía que su trasero se frotara contra mí. Cada movimiento era deliberado, como si quisiera que sintiera cada centímetro de su carne firme y redonda. El plug, aún en su lugar, añadía una presión extra, un recordatorio constante de su audacia.
“Sofía… esto no está bien,” murmuré, pero mi voz era débil, y mis manos, traicioneras, se posaron en sus caderas sintiendo la suavidad de su piel bajo mis dedos callosos. Podía oler su aroma, una mezcla embriagadora de vainilla y algo más primal, más animal. Mi cuerpo respondió de inmediato, y sentí cómo mi erección crecía, presionando contra ella a través de la tela. Era grande, dura, y ella lo notó, porque dejó escapar un pequeño gemido y se movió con más intención, frotándose contra mí como si quisiera memorizar cada detalle de mi “herramienta”, como ella la llamó después.
“Oh, abuelo… siento algo grande ahí abajo,” dijo con una risa suave, girando la cabeza para mirarme. Sus ojos brillaban con malicia, y sus labios, ligeramente entreabiertos, dejaban escapar un aliento cálido que olía a menta del chicle que había estado masticando. “¿Es por mí? ¿Te gusta cómo se siente mi culito?”
“Sofía, por Dios… eres mi nieta,” logré decir, pero mi cuerpo no estaba de acuerdo con mi mente. Mis manos apretaron sus caderas con más fuerza, y ella respondió moviéndose más rápido, un vaivén que hacía que el cuero del sofá crujiera rítmicamente. Sentía la redondez de su trasero, la forma en que se moldeaba contra mí, y el calor que emanaba de su piel era como una droga. El plug, con sus luces parpadeantes, rozaba ocasionalmente contra mi muslo, enviando una corriente eléctrica por mi cuerpo.
“Solo estamos jugando, abue,” susurró, inclinándose hacia atrás hasta que su espalda tocó mi pecho. Su cabello me rozó la cara, suave y con un leve olor a champú de coco. “Nadie tiene que saberlo. ¿No te gusta cómo se siente? Porque a mí sí… siento todo lo que tienes para mí.” Su voz era un susurro seductor, y cada palabra parecía derretir un poco más mi resistencia.
Quise detenerla, pero no pude. Mis manos subieron por sus costados, sintiendo la curva de su cintura, la suavidad de su piel que contrastaba con la aspereza de mis palmas. Ella seguía moviéndose, un baile lento y deliberado que me tenía al borde de la locura. “Sofía, esto es peligroso,” dije con mi voz ronca, casi suplicante. “Si seguimos así…”
“No vamos a hacer nada que no quieras,” me interrumpió, girándose para mirarme de frente, aún sentada en mis piernas. No me había percatado de lo grande que se había puesto esta niña, yo solía cambiar sus pañales y levantarla en mis brazos, pero ahora la tenía totalmente desnuda a mi gusto con su vagina sin un pelito aún y su culito rosando mi verga. Sus pechos, apenas hinchados y rosaditos típicos de una niña en desarrollo, estaban a centímetros de mi cara, y el aroma de su piel me envolvía. “Pero dime, abue… ¿te gusta mi culito? ¿Te gusta cómo se mueve para ti?” Se inclinó y rozó sus labios contra mi mejilla, un roce ligero que me hizo cerrar los ojos.
“Es… demasiado,” admití, mi voz apenas audible. “Eres demasiado, Sofía.”
Ella sonrió, una sonrisa que era mitad ángel, mitad demonio. “Esto es solo el comienzo, abue. Quiero que sientas todo lo que puedo darte… pero no hoy.” Se levantó lentamente, dejando un vacío frío en mis piernas. Se giró, dándome una última vista de su trasero y el plug que brillaba como un faro en la penumbra. “Mañana seguimos,” dijo, guiñándome un ojo antes de caminar hacia su habitación, el sonido de sus pies descalzos resonando en el suelo de madera.
Me quedé allí, en el sofá, con el corazón latiendo como un tambor y el cuerpo ardiendo de deseo. El aroma de su loción aún flotaba en el aire, y el eco de sus movimientos seguía grabado en mi piel. Sabía que esto estaba mal, que cruzar esa línea con mi nietecita era un pecado que no tenía nombre. Pero también sabía que no podía resistirme. No después de sentirla, no después de ese baile prohibido en mis piernas. El plug de colores, abandonado en la mesa de centro, parpadeaba como una promesa, un recordatorio de que esta historia apenas comenzaba.


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