Pinto de brocha gorda
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Mededicosm.
Durante una semana estuvieron pintando la vivienda de enfrente, donde vivía una familia
algo jaleosa, con dos niños insoportables. El nuestro era más pequeño, y les llevaría
apenas tres días. Y decidimos que cada día nos quedaríamos una de nosotras para
atender a los pintores y cuidar de nuestras propiedades.
Yo me pedí la última jornada de trabajo, pensando en que podrían acabar más temprano.
Cuando llegaron los dos pintores, según me habían dicho mis compañeras padre e hijo,
mis amigas ya se habían marchado. Yo estaba levantada, chateando un rato con unos
conocidos cuando llamaron al timbre. Hola, somos los pintores, Fernando y Luis…
El padre tendría unos 55 años y el hijo unos treinta y tantos. Mono blanco impoluto
ambos, el hijo venía con una caja de herramientas de plástico marrón. Después de dar
los buenos días, pasaron al salón donde tenían el tajo.
-Nos hemos retrasado porque he tenido que ir a comprar un juego completo de pinceles
nuevos. Los otros estaban muy desgastados, y soy muy meticuloso con estas
herramientas, dijo el pupilo pintor, de un metro 75 centímetros y de lengua vivaracha.
Mientras que ellos dos reanudaban su tarea del día anterior, yo volví a mi dormitorio a
seguir con lo mío.
Salí una hora después para tomar un café y les ofrecí otro, que compartimos los tres
charlando sobre las experiencias de ir pintando de casa en casa y tratando con personas
cada una de su padre y su madre.
Volví a mi dormitorio, y media hora después, y un poco más animada tras compartir un
ratito de charla con mi amigo Paco, me fui a la ducha para relajarme.
Necesito ducharme por lo menos una vez al día, cuanto menos. Y sobre todo,
embadurnarme de crema.Y en esa estaba cuando se abrió la puerta de repente. La
costumbre de convivir con amigas me había conducido a no preocuparme de cerrar la
puerta, incluso había empezado a hacerlo cuando volvía a casa de mis padres…
– Perdón, perdón, dijo Luis, el más joven de los pintores, creí que no había nadie.
Y por más que me eché las manos sobre los pechos y mi entrepierna, no evité que me
viera completamente desnuda.
– Qué buena que estás, niña, me espetó mientras salía. Si quieres, puedo seguir
extendiéndote la crema con mis pinceles nuevos.
Después de lanzar esa propuesta, cerró la puerta. Y como soy tan impulsiva como un
niño con las golosinas. Le dije: Espera, espera. ¿Dónde está tu padre?
Y sin terminar de abrir la puerta del todo me respondió, ha salido a comprar el tinte para
pintar la habitación de su amiga que va de morado.
Me puse una bata. Cogí el bote de crema y al pasar por el lado de Luis, con mucha
osadía por mi parte le dije, ¿me enseñas los pinceles? Y si me gustan te dejo que me
extiendas la crema.
Entré a la habitación, y a los pocos segundos entraba el pintor con su caja en la mano.
Habría por lo menos una veintena de pinceles diferentes. Mi imaginación se aceleró. Y a
partir de ese momento, Luis cogió las riendas de la situación.
Como si hubiera hecho esto antes, me pidió que le diese el bote de crema para el cuerpo
que tenía todavía en mis manos. Empezó a verterla sobre un cuenco de color azul y me
sugirió que cerrase los ojos y empezase a sentir la mano de un buen pintor…
Hay personas que sólo con su presencia me provocan intranquilidad. Y otras que me
transmiten bienestar. Desconozco si fue la voz de este chico, que como la de mi amigo
Paco, me ofrecía sosiego y confianza, o bien el estado de paz interior en el que me
encontraba esos días por no sé qué dichosas setas, que cerré los ojos y me dejé llevar.
Creo que lo echó entero porque sonaron las pedorretas finales.
– Te voy a ir untando de crema y explicándote el tipo de pincel con la que lo aplico, me
dijo. Éste es el pincel ultra redondo, sus celdas son naturales. Casi todas las brochas y
pinceles que utilizo son naturales, mejor para acabados finos.
Empecé a sentir el pincel impregnado en mi crema en mitad del pecho, debajo de la
barbilla.
Y mientras que lo deslizaba hacia abajo, abriendo la delgada bata a su paso me
explicaba, embaucándome con sus palabras, que éste es un pincel redondo con más
cuerpo que el redondo normal, pero con una punta ultra fina. Se utiliza sobre la punta,
como si fuera un pincel delineador. Su cuerpo extra redondo absorbe mucha pintura, y
por eso es ideal para pinceladas largas. Tanto, que sin volver a mojarlo en el cuenco,
llegó hasta el ombligo. Ya no me importó lo que hiciera, me había ganado. Era suya.
La bata se había abierto por completo. En otro momento me habría importado, pero
estaba pendiente al 100% de lo que estaba haciendo. No quería abrir los ojos por temor
a que terminase todo aquel sueño.
La habitación estaba templada. En otra situación habría sentido un poco de frío con tan
poca ropa. De hecho, sentí un cierto escalofrío cuando volvió a aplicarme crema, esta vez
la zona de cobertura era mayor. Pero el calor de mi cuerpo acababa rápido con cualquier
espasmo de fresco. Terminó de retirar la bata con una de sus manos mientras con la otra
cubría un hombro, y el otro, y ahora lo deslizaba por uno de los brazos hasta llegar a la
mano. Volvía a mojar y seguía explicándome que me estaba cubriendo de crema con una
brocha tipo abanico, que permite pintar el mayor espacio en menor tiempo. Las cerdas
son de pelos de oreja de becerro de una suavidad que simulaba una caricia tras otra
sobre mi cuerpo. Creo que no quedó ninguna extensión grande de mi cuerpo sin cubrir,
sin acariciar con ese abanico de seda.
– Siempre he querido tener un cuerpo como éste para pintarlo, para acariciarlo con mis
pinceles y mis brochas. Y explicar la sensibilidad que tenemos también los pintores de
brocha gorda, me soltó mientras seguía en su tarea.
– Este es un pincel cuyas celdas están hechas de pelo de ardilla gris y mango de madera.
Elaborado para dibujar círculos, por eso su interior está hueco.
En ese momento comprobé lo que me estaba explicando. Me pidió que me sentara en el
borde de la cama. Mis pezones se erizaron todavía más si cabe al sentir la crema sobre
ellos y la suavidad del pincel, que tenía el hueco exacto para los míos. Después de mojar
alternativamente ambos comenzó a girar el pincel sobre mi pezón izquierdo. El borde
interior del pincel rozaba el exterior del pezón, mientras que las puntas de las celdas
acariciaban la aureola. Ora a la izquierda, ora a la derecha, ora un poco de presión. Y
vuelta a empezar. No quería imaginar lo que me pasaría cuando atacase el pezón
derecho, mucho más sensible que el que está por encima de mi corazón. Me podía haber
muerto en ese momento por exceso de placidez, pero aún quedaba mucho por
experimentar.
Esa es la clave, experimentar. Es como si todo mi método personal para obtener
conocimiento fuese siempre la prueba ensayo error. Nunca creí que unos simples
pinceles podrían ofrecer tantas sensaciones en mi cuerpo.
Ahora recorría mi vientre hasta casi llegar al púbis y volvía a subir a la cara inferior de mis
pechos con más presión que los anteriores. Y luego hacia los costados. Sabía que es una
zona menos sensible y por lo tanto aplicaba mayor profusión en sus pinceladas. Un genio
de la pintura, sin duda. Cada vez que bajaba mis piernas hacían el intento de separarse o
eso creía yo.
– Es un pincel pata de venado, para realizar efectos de textura, como arbustos, follaje o
fondos difuminados. Se aplica en zigzag, mira así. Es redondo, con filamentos cortados
en ángulo.
Y aceleraba sus movimientos, después casi se paraba. Me mataba, porque quería gritarle
que acelerara más sus movimientos. Y cuando creía que no lo iba a hacer, arrancaba y
con ello se llevaba otro suspiro.
El interior de mi sexo se humedecía más. Y entre la crema que me había dejado
anteriormente en los carrillos de mi culo y lo que sentía en mi entrepierna, creía que la
cama estaba empapadísima. Y lo estaría. Pero no quería pensar en estas cosas ahora.
– Este es una lengua de gato, sus pinceladas tienen los cantos suaves. Ideal para pintar
motivos de pétalos o sombras. Tiene una forma ovalada y es de un pelo especial. Su
virola está especialmente fría.
No sabía lo que era esa maldita virola, pero pronto lo aprendí, es la parte que une las
celdas con el mango, y al rozar el interior de mis muslos noté su frialdad. Como si cada
vez que se acercaba a su piel sintiese el quemazón de un cubito. Estoy segura que debía
sentir la hinchazón de mi sexo y la humedad que desprendía, un hombre con tanto
conocimiento de la anatomía femenina no podía pasar esto por alto. Era como si la
lengua de un gato ( sin esa sensación de lija, sino todo lo contrario) me estuviese
relamiendo el interior de mis muslos. Lengüetazos pequeñitos, intensos, húmedos, y
continuados que estaban provocando que me desbocase y abriese los ojos para pedirle
que parara y me penetrara de una vez.
Paró. Y por lo menos no siguió aumentando mi excitación. Duró poco. No estoy depilada,
pero se las ingenió para localizar mi clítoris con otro de sus geniales pinceles.
– Es un pincel de estencil. Se usa seco con muy poca crema, en movimiento circular, y
con pequeños golpecitos. Sus celdas están hechas con pelo de marta.
Dios, me quería morir. Es como si cada una de sus celdas entrase en contacto con cada
una de las terminaciones nerviosas de mi clítoris y su alrededor. No sé cuántas
terminaciones hay en esa zona, pero seguro que la brocha las unió todas. Vaya que si me
conectó. Desconozco el tiempo que pasó aplicándose en ese motivo del paisaje, pero mi
cuerpo empezó a tensarse, mis dientes mordían mis labios y mis manos se enganchaban
a la colcha de la cama en uno de los orgasmos más especiales que he experimentado en
los últimos meses.
No quise abrir los ojos. ¿Estaba soñando, o quizás flipando con alguna droga de las
últimas que pasaron por mi cuerpo?
Sonó el timbre, abrí los ojos y Luis ya no estaba. Había ido a abrir a su padre.
Él había vuelto a retomar la pintura del comedor, pero sus pinceladas todavía siguen de
alguna forma en mi cuerpo. Y cada vez que paso por el lado de un andamio con pintores
de brocha gorda mi cuerpo se estremece y ando tentada en pedirle unas cuantas
pinceladas, eso sí, de crema.
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