Pueblito mágico…..Parte 1
Una aventura de mucho placer y lujuria. Mi telegram @Danytranssola.
A mis 35 años, mi vida era un torbellino. De día, un caballero católico de 1.65, delgado, con pelo castaño ondulado y piel suave, vestido con jeans y camisetas discretas, siempre rezando el rosario y yendo a misa. Pero en la intimidad, era una nena zorra, adicta a que me usaran como puta, con mi culito redondo pidiendo vergas a gritos. Los problemas familiares y laborales me tenían harta, así que decidí escapar a un pueblito pequeño, bien católico y aislado, donde nadie me conociera y pudiera soltar mi lado puta sin miedo. Como decía en broma, mi reputación en ese pueblo solo tendría las primeras seis letras: “reputa”.
Empaqué una maleta ligera: algo de ropa de chico para las apariencias, pero sobre todo mis trapitos de nena —tanguitas, faldas, medias, ligueros— y mis juguetes favoritos: un dildo de 20 cm, un plug negro mediano y otro más grande para cuando me sintiera extra zorra. Con todo listo, tomé un autobús que me dejó, cinco horas después, en un pueblo polvoriento, de casas bajas y calles de tierra. Era justo como lo imaginaba: pequeño, con un 90% de adultos, casi todos hombres mayores, y pocas mujeres. Ni un niño a la vista, perfecto para mis planes de nena puta. El aire olía a campo, y el sol pegaba fuerte, haciéndome sudar bajo mi camiseta de chico.
Lo primero que hice fue entrar a una tienda pequeña, con estantes llenos de latas y un olor a tabaco rancio. El dueño, un señor maduro de unos 60, con ropa de campo desgastada y sombrero, me miró de arriba abajo. Saqué mi lado zorrita, hablando con una voz delicada y putona: “Disculpe, señor, ¿sabe si hay hoteles, moteles o algún lugar para arrendar?”. Él se rascó la barba, y noté que su pantalón marcaba una erección dura, el bulto saltando como si quisiera salir. “En la siguiente cuadra vive Don Rubén, él alquila cuartos para los finqueros”, dijo, su voz rasposa. Mientras me explicaba, no pude evitar mirarle el paquete, y cuando me despedí con un “Gracias, señor” y un guiño, él se agarró la verga descaradamente, sonriendo. “Viejo sucio”, pensé, feliz, sabiendo que este pueblo iba a ser mi paraíso de zorrita.
Caminé a la casa de Don Rubén, una construcción vieja con un patio lleno de gallinas. Todavía llevaba mi plug en el ano, metido desde la mañana, rozándome con cada paso y haciéndome mojar el culito bajo mis jeans de chico. Golpeé la puerta, y una voz potente gritó desde adentro: “¡Ya salgo!”. Me estremecí, mi pene pequeño endureciéndose en mis bóxers. Cuando la puerta se abrió, apareció Don Rubén: un hombre de unos 55, grande, con hombros anchos, camisa a cuadros desabotonada mostrando un pecho peludo, y unos ojos que me recorrieron de pies a cabeza. “¿Qué tal, señorita?”, dijo, riéndose, y yo, en lugar de corregirlo, sonreí como nena coqueta, dejando que me llamara así.
La conversación fluyó fácil. Me ofreció un cuarto a buen precio, y mientras me llevaba a verlo, sentía su mirada clavada en mi culito, el plug moviéndose dentro de mí con cada paso. “Siga, señorita”, dijo, y yo contoneé las caderas, sabiendo que él lo notaba. La habitación era pequeña, con una cama chirriante, una mesa coja y una ventana con cortinas rotas, pero perfecta para mis planes de zorrita. “Me la quedo”, dije, y él me guiñó el ojo, diciendo: “Ya luego hablamos más, señorita”. Su voz tenía un tono que me hizo apretar el culo alrededor del plug, cachonda perdida.
Esa misma tarde, decidí explorar el pueblo. Me puse ropa de chico por fuera —jeans y camiseta—, pero debajo llevaba una tanguita negra que me apretaba el pene, y el plug seguía en mi ano, dándome placer. Lo primero que vi fue una iglesia pequeña, con una cruz blanca en la entrada y un aire solemne. Como buena católica, entré a confesar mis pecados, algo que siempre hacía, aunque mi lado zorrita sabía que mis “pecados” eran más bien aventuras. Dentro, solo había dos señoras mayores rezando y una esperando para confesarse. Me formé, nerviosa, el plug rozándome mientras esperaba.
Cuando me tocó, entré al confesionario, un cuartito oscuro con una rejilla que apenas dejaba ver al cura. Su voz, grave y autoritaria, me hizo temblar: “¿Qué pasó, hija?”. Nerviosa, empecé a contarle todo, mi voz de nena saliendo sin querer: “Padre, he sido mala… me he portado como zorrita, dejando que hombres me usen, metiéndome juguetes en el culito, deseando vergas todo el tiempo”. Le conté mis putiaventuras, desde taxistas hasta chicos de redes sociales, y sentí el plug en mi ano como recordatorio de mi lujuria. El cura escuchó en silencio, y cuando terminé, dijo con voz seria: “Hija, tienes muchos pecados. Tendré que ponerte una penitencia más fuerte. Sal y al fondo del pasillo, espérame”.
Salí, confundida pero excitada, y miré alrededor: la iglesia estaba vacía, las señoras se habían ido. Me paré al final del pasillo, como me dijo, el corazón latiéndome fuerte. Cuando volví a mirar, el cura salió del confesionario, y mi boca se abrió: era un hombre de unos 45, alto, con una sotana negra que no escondía su erección. Su verga, dura y recta, empujaba la tela, apuntando hacia mí como si me llamara. Tenía el pelo canoso, una barba corta y unos ojos que brillaban de deseo. Me quedé mirando esa verga, mi culito mojándose, y no supe qué hacer.
Él se acercó, su sotana rozando el suelo, y dijo: “Hija, tus pecados hay que sacarlos desde aquí, o no estarás liberada”. Me empujó a un cuarto pequeño detrás del altar, lleno de velas y libros viejos, y cerró la puerta. “Desnúdate y ponte en cuatro”, ordenó, su voz como un mandato divino. Temblando de excitación, me quité los jeans y la camiseta, quedándome en mi tanguita negra, mi pene duro asomando. Cuando me puse en cuatro en el suelo frío, él vio el plug en mi ano y gruñó: “Hija, estás lista para pedir perdón por tus pecados”.
Sin decir más, sacó el plug de un jalón, haciéndome gemir, y se levantó la sotana. Su verga era gloriosa: unos 20 cm, gruesa, con venas marcadas y una cabeza gorda que goteaba. Sin aviso, me la metió, abriéndome el culo con un empujón que me hizo gritar como zorrita. “Toma, hija, purifícate”, dijo, y empezó a follarme duro, sus manos agarrándome las caderas, la sotana rozándome la espalda. Cada embestida era profunda, su verga golpeándome el fondo, y yo gemía: “Sí, padre, límpiame, soy tu puta”. Él cacheteaba mi culito, gruñendo: “Qué zorra pecadora”, mientras el cuarto se llenaba del sonido de su piel contra la mía.
Me dio por media hora, cambiándome de posición: primero en cuatro, luego boca arriba en una mesa llena de biblias, mis piernas en sus hombros mientras me follaba cara a cara, sus ojos clavados en los míos. Mi pene goteaba, y cuando me pajeé, me corrí, salpicando mi tanguita mientras él seguía embistiendo. Finalmente, se corrió con un rugido, llenándome el culo con chorros calientes que me chorrearon por las piernas. “Estás libre de pecado, hija”, dijo, limpiándose la verga con mi tanguita. “Mañana, a la misma hora. Ven con un hilo y el plug puesto”. Me dejó tirada, temblando, mi culito roto y lleno de leche, sabiendo que volvería por más.
Segunda parte?
Recuerden que me pueden escribir al telegram @Danytranssola
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!