RELATO SIN LA
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por MKG.
Aunque era una incipiente amistad, ambos tenían la extraña sensación de haberse conocido desde siempre. Tenían la edad suficiente para mezclar amistar y sexo sin complicaciones.
Mery, teniente de marines, regentaba hace años el centro de adiestramiento canino de la base de Lackland (Texas). Todavía se estremece cuando recuerda cómo se postraron sus dogos ante el paso firme y decidido de aquel hombre al cruzarse en el pasillo de acceso a boxes del circuito de Dover, en la última carrera de la NASCAR. Se dijo que tenía que conocer a ese hombre capaz de doblegar con una simple mirada a sus fieros dogos que nunca se habían achantado ante nada que no fuera su ama.
Jhon disfrutaba de un año sabático tras retirarse de su vertiginosa pero extenuante trayectoria como piloto de carreras. Había decidido, ahora que por fin disponía de tiempo libre, dedicarse a su gran pasión: los caballos.
Estaba Mery preparando una cena especial para sus invitados en su casa del campo, en el interior pero próxima a Miami, mientras recordaba con la misma rabia con la que Jhon le había contado, un día gris de otoño, la noticia de la anulación de la feria anual del caballo de Polonia. Llevaban todo el año esperando el acontecimiento. Fue en ese momento cuando le sugirió a Jhon que vinieran a pasar con ellos un fin de semana en el campo. En la sobremesa, Mery sirvió a Jhon una copa de pacharán ("jodía Mery", pensó Jhon, "no podía haber elegido otra, sabiendo que detesto el pacharán…"). Era la señal que solía usar para decirle "con público" que no debía acostarse, que el día no había terminado para ellos… Tras una larga velada, llegó la hora de retirarse a descansar (para algunos…).
– Jhon, voy a darles el último paseo a los perros. ¿Me acompañas?
Dieron un largo paseo por el campo, mientras se entretenían intentando ver una sola estrella lo que resultó tarea imposible ya que, a pesar de haber luna llena, el cielo estaba totalmente encapotado. De vuelta a la casa, Mery entró a los dogos en casa, y sin mediar palabra cogió a Jhon de la mano y, bajando las escaleras de 2 en 2, lo arrastró hacia el garaje segura de que aceptaría el reto.
– ¿Has visto a Zacarías con el café?, le dijo Mery (Zacarías era su esposo).
– Si, pobre hombre, vaya forma de atragantarse; parecía una fuente, cómo ha puesto el mantel.
– No se ha atragantado, no. He sido yo… que le he cambiado el azúcar por sal… jijiji… mira que soy mala eh…
– Nena mala y rebelde… mujer salvaje, voy a domarte, voy a castigarte, voy a poseerte y a hacerte mi esclava, mi dócil sumisa que me ofrecerá su cuerpo de hembra caliente para ser gozado y usado a mi antojo.
Jhon le arrancó el vestido, dejando a la intemperie sus hombros seductores, sus pechos armoniosos, la hermosa orografía de su espalda, el oasis de su vientre y de su ombligo, la vertiginosa curvatura de su cintura y de sus caderas, la prominencia lujuriosa de sus nalgas, la infinita belleza de sus muslos apretados… Iba dibujando sus contornos con profundas caricias, centímetro a centímetro de su suave y ardiente piel.
Le rodeó el cuello con el collar de uno de sus dogos, apretándolo lo justo -y necesario- para que ella no olvidara su presencia. A continuación la sentó en una silla y con una traílla ató sus pies y manos a la misma. Mery, en un principio, no opuso resistencia alguna. La dura instrucción de los marines incluía el entrenamiento, tanto físico como psicológio, para enfrentarse a situaciones de este tipo. Hasta que ¡sorpresa! Jhon agarró un pañuelo… y cubrió sus ojos con él… un escalofrío recorrió todo su cuerpo: para esto no estaba preparada.
Mery se rebelaba, se agitaba, indefensa e indócil, pretendiendo inútilmente escapar de los dedos de Jhon que conquistaban su carne de fuego, que apretaban sus pechos y pellizcaban sus pezones, y que separaban sus piernas para hurgar y penetrar la húmeda caverna de su coño, haciéndole gemir por vez primera, el primer arrebato de un placer al que acabaría sucumbiendo inevitablemente.
Se agitaba, jadeando suavemente, se le entrecortaba el aire entre los labios suspirantes. Los de Jhon le lamían y acariciaban, la llenan de saliva y de lujuria, mordiéndole con dulzura, devorándole la piel, anunciándole el castigo venidero que haría suplicar entre gemidos a esta niña indomable…
Sudorosa y jadeante, cumplió dócilmente su orden de arrodillarse cuando la desató. Se arrodilló ante él, desnuda y hermosa, su piel enrojecida por los azotes, sus ojos brillantes y profundos, sus labios lascivos, entreabiertos y excitantes, su rostro de hembra sometida, de sierva domada, dispuesta y ofrecida para el placer de su amo. Él se desnudó y le entregó la completa erección de su polla henchida de deseo para que sellara con su boca su absoluta sumisión.
Prisionera y de rodillas, salvajemente lamía su dura polla, tragaba y destragaba violentamente toda la carne palpitante y mojada por su ávida lengua (soportando con decisión las arcadas que le provocaba el roce de su polla a su paso por la campanilla), hasta hacerle gritar por el placer que recorría su cuerpo, cuando su polla escupió a borbotones su esperma caliente sobre su boca indomable de mujer salvaje.
A continuación la levantó de los hombros y la volteó salvajemente, poniéndola a 4 patas apoyada en la furgoneta, metiéndole acto seguido las bragas en la boca.
– Mierda, la fusta! (Jhon siempre llevaba encima su equipo de equitación, pero ese viaje y debido al disgusto de Polonia, había olvidado echarlo al coche).
Por primera vez se alegró de la existencia de los dogos de Mery: ahí enfrente encima de la silla estaba la manida traílla, brillante por el sudor desprendido por ella en su ardiente cautiverio. Rodeó su mano con ella y comenzó a azotar las nalgas de Mery, sin violencia pero lo suficiente para que adquirieran un apetecible tono sonrosado. Seguidamente y tarareando "hoy te la meto hasta las orejas" (una conocida canción de un grupo de rock español) agarró su dura polla y se la clavó sin aviso, de un golpe seco y rápido, arremetiendo en unos salvajes envites que hacían honor a la canción. Tras una eternidad, en la que Mery perdió la cuenta de los orgasmos que fueron sucediéndose unos a otros, la dura polla de Jhon estalló salvajemente, regando por completo el interior de aquella indomable hembra.
Una inmensa paz inundó a Mery que por primera vez en su vida cayó extenuada, prometiendo portarse bien de ahora en adelante. Se quitó el pañuelo de los ojos. Al recobrar la visión cayó en la cuenta de que en su estado de invidente temporal no había podido fijarse si Jhon se había enfundado el condón. Aunque no se atrevió a preguntar: temía la respuesta.
Pese a lo reciente de su promesa, bastaron escasos minutos para que Mery cambiara de opinión, diciéndose a sí misma: "- Voy a ser mala, muy mala…"
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