Stregoika – Manoseador de Colegialas confeso
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Stregoika.
Hace unos años me envicié con el morbo de tocar a las colegialas en los transportes públicos. Las jovencitas deliciosas siempre me habían gustado, pero nunca había podido satisfacer mi morbosa curiosidad por ellas. Las prostitutas que podía pagar no llegaban a parecérseles ni con mucha imaginación. Fue en un prolongado trancón al interior de un bus urbano repleto que tuve mi primera experiencia como acosador y experimenté un placer tal que luego no pude dejar. Estaba cansado y estresado, es más, estaba malhumorado. Me estorbaba la gente, me estorbaba ir de pie y odiaba a todos los imbéciles que iban sentados. El bus no se movía y aun así se seguía subiendo gente. Parecía haber sido el día más largo de mi vida. Pero las risillas de unas chicas me sacaron de mi oscura cueva mental. Se habían cansado de esperar y se abrían paso entre la masa humana para salir. Hacía muchos años, desde que yo mismo era un colegial, que no tenía una joven hermosa tan cerca. Peor aún, las de mi época no eran tan atractivas, desarrolladas ni coquetas como las de entonces. Pasaron una a una delante de mí, restregándome sus cuerpos. No sé cómo pudo ser tan claro, dado que no tenía visual, quizá el tacto fue tan intenso que me formó una visión en la mente. Vi sus falditas azules de acordeón quedarse atascadas en mi pantalón mientras sus caderas se arrastraban. La combinación del desmesurado tacto, el perfume natural de sus cabellos y el haber detallado los costados de sus cabezas tan de cerca, me enloqueció. Sentí una inyección de horrible ácido en mi vientre cuyo ardor me duró hasta la noche. Cuando intentaba conciliar el sueño, las imágenes se repetían una y otra vez, más allá de mi control. El interior de mis párpados servía como una pantalla de cine, solo que mejor, porque la escena incluía e tacto y el aroma, pero sobre todo el tacto. Qué cuerpos tan perfectos se habían restregado ese día con el mío.
Prostitutas, de una calle y la que seguía. Pero ninguna se parecía en lo más mínimo a ese obseso deseo. Mujeres tetonas, caderonas, gordas y otras flacas, pieles de todos colores, pero ninguna tersa y prolija, sino todas marchitas por la miseria y el tiempo. Todos los olores, pero artificiales, mostrencos. Y lo peor de todo, ojos con surcos hechos por el tiempo y las lágrimas, labios rotos, manos erosionadas y senos tristes. Ellas habían sido mis concubinas por años, pero desde aquél maldito día, una obsesión con ángeles las rebajó a ser solo viejas amigas.
Pasaban los días y veía andar las colegialas en grupos, siempre riendo, mientras yo, tan sombrío y viejo como cualquiera de mis putas, me limitaba a pasar saliva, con las manos en los bolsillos y la tez tan seria como la de un muerto. El veneno seguía viniendo de ninguna parte hacia mi estómago, haciéndome pasar tan mal como nunca antes en toda mi vida. Dormía menos, comía más y cuando tenía sexo, me venía en minutos.
Nunca tuve la suficiente educación para pensarlo conscientemente, pero el instinto me fue llevando a la perversión. El vacío de haber estado siempre con mujeres alcanzables, y no por mérito sino por dinero, me estaba matando de ansiedad. Pero había una salida, la más corta, la menos sana, la más desquiciada. No iba a soportar más el solo mirar, el solo desear. Todo se desató, sin que yo lo buscara, porque para esta clase de cosas, el universo empezó a conspirar a mi favor. Nunca lo había hecho para nada más, pero para esto, para ser un pervertido, las cosas empezaron a salirme bien, y siempre bien. Parecía que el mismo dios me apoyaba en mi empresa de depravación y satisfacción por el puro morbo de actuar contra la voluntad de mis víctimas.
Las colegialas ya no me pasaban desapercibidas desde hacía meses. Al principio, y siempre que el espacio me lo permitiera, me contentaba con hacerme un poco de lejos para verles las piernas, pues era muy común que usaran la jardinera tremendamente corta, sin exagerar; al filo del bicicletero que llevaban debajo. Usaban también las medias altas, a mitad de muslo, y en el nombre de dios y el diablo, no hay nada que entre por los ojos que sea más provocativo. Se le comparan otras imágenes, todas de mujeres, enfermeras, azafatas, chicas en lencería, mallas, ¡lo que sea! La colegiala las supera a todas. Pero que sea una de verdad, pues jamás una mujer adulta vestida de colegiala, por hermosa que fuera, igualaría a una de verdad.
Con el tiempo, en vez de mitigar el ardor en mi estómago, lo fui aumentando a punta de solo mirar. Necesitaba más, pero aún me quedaba algo de vergüenza para ir más allá. Fue cuando el universo actuó. Uno no puede, por más que lo intente, controlarse en ese momento. Quizá somos cavernícolas, o yo en especial y otros degenerados como yo lo seamos. El caso es que yo no lo pedí, pero se me sirvió en bandeja la oportunidad. Hice una parada no programada en un punto intermedio entre el camino del trabajo a la casa, y cuando quise volver a esperar transporte, todo estaba desbordado. Duré más de una hora andando sobre la acera de una cuadra con muchas más personas esperando que un bus parara. Todos iban con gente colgada hasta la puerta. Llevaba un tiempo relativamente largo de sobriedad, sin pensar si quiera en mi obsesión. Pero las cosas suceden. Un colegio cercano acababa de dar salida y el panorama se inundó de diosas de falda corta, coquetas y escandalosas, con largas cabelleras cogidas en colas. El veneno empezó a segregarse y a hacerme sentir miserable. Sentí deseos de habitar un mundo solo, sin nadie más, sin congéneres que me produjeran tan doloroso efecto. Pero no pude conservar el uso de razón. La lucidez se me diluyó como una gota de tinta en un vaso de agua. No pude mantener la cabeza en su lugar cuando un grupo de chicas estalló en risas. Volteé y las vi contonearse mientras se burlaban de sí mismas interpretando movimientos de reggaetón. Sus caderas iban y venían, desestabilizadas sobre unas piernas tan separadas que darían espacio al paso de un pequeño niño. Sus escasas jardineras se batían sin censura, pero con una maldita limitación natural que define el encanto siniestro de todas las mujeres. Un misterioso ‘hasta ahí’, un incomprensible ‘mira hasta donde nace la pierna, el siguiente centímetro está prohibido’. Y lo estaba, porque no importaba cuán corta fuera una falda, ni cuanto se moviera como una puta quien la vistiera. El objetivo natural de provocar a un hombre y alterarlo hasta las entrañas, se cumplía a carta cabal. Muchas veces me había puesto al tanto de la existencia de tan horrible poder, de tan macabra desventaja y debilidad que teníamos los hombres. Ese dominio exclusivo para alguien cuya dueña decida, con libertad total de elección, duración y frecuencia. Lo que era tabú para los hombres pero entre ellas sí podían mirar y tocar, por derecho natural.
No sé en qué había fallado la evolución, o cuándo ni cómo la habíamos hecho fallar, pero la provocación ya me había transformado. No iba a soportar más que el ácido me deshiciera el vientre, por simplemente esquivar todo haciéndome el que no soy hombre, la constante calentura. No me interesaban las explicaciones, y no solo no me interesaban a mí, sino que no lo interesaban a la sociedad. Lo que estaba a punto de hacer estaba mal y punto, sin beneficio de la duda razonable, sin defensa, sólo una determinación irrefutable y solemne ensamblada por una sociedad hipócrita.
Varias de las chicas del grupo subieron a un bus y fueron quienes terminaron de colmarlo. La ruta ni siquiera iba a mi barrio, pero la abordé. Quedé flotando entre la nada y dos de ellas, que ni siquiera habían podido traspasar la registradora. El bus ascendía por calles empinadas a gran velocidad y la inercia las empujaba a mí, o a mí hacia ellas. Había oído y leído historias de refregones, pero acababa de darme cuenta que no era mi estilo. Era muy evidente, difícil y arriesgado. Prefería mil veces recurrir a la sensibilidad de mi mano. No solo era más seguro, sino más divertido. Agarré con mi mano derecha uno de los tubos para sujetarme, pero muy cerca del trasero de una de ellas. Me pregunté si acaso alguien podía estar adivinando lo que yo pretendía, así que inspeccioné los al rededores. Todos estaban sumidos en sus pensamientos, y nadie veía lo que tenía en frente, si quiera. “¿Cómo puede ser tan fácil ser un manoseador?” Me pregunté. Llevaba al menos un minuto esperando la siguiente sacudida del bus para que su perfecto culo se separara del tubo, meter mi mano, y que quedara desde entonces apoyada en mí. El momento llegó y metí la mano. No pude disfrutar de semejante gloria se tener sus nalgas firmes el dorso de mi mano, por el nerviosismo de la primera vez. Empecé a sentir una erección fuertísima. Volví a echar un ojo, pero con el pulso cardiaco acelerado y todo, pude volar mentalmente alrededor de la escena y comprobar que nadie, repito, nadie; tenía acceso visual a mi mano en su trasero. Por último la miré a ella y seguí hablando tranquilamente con su amiga. “Si a mí me tocaran el culo, definitivamente lo sentiría” razoné. Y empecé a hilar la teoría de todo depravado, “debe estarlo disfrutando”. El bus paró y recogió a alguien más. Un sujeto se paró detrás de mí y aproveché para cerrarme más sobre mis deliciosas colegialas. Ya no podía tener más la mano entre el tubo y sus redondas nalgas, pero no importaba, pues ya estábamos tan cerca que podía tocarla mucho mejor. Ya estaba cogiendo confianza, y justo detrás de ella, puse el dorso de mi mano sobre su jardinera, justo encima de una de sus nalgas. Sentí que me iba a dar un infarto. La respiración se me había enloquecido y sentía el pulso hasta en el cuello. Sentí que tenía que parar o algo malo iría a suceder. A la siguiente parada me bajaría sin más. Pero daría una valiente estocada final. El momento llegó y, al momento de girarme para pedirle espacio gentilmente al sujeto detrás de mí, en una fracción de segundo, le acaricié toda la cola a la chica con mi mano. Descendí del bus sin aire. Tenía los calzoncillos empapados en lubricante que recién empezaba a sentirse frío. No pensaba en más que en irme a mi casa para masturbarme.
Tenía un diluvio de emociones dentro de mí, algunas de ellas un poco razonables. La sensación de impunidad, nunca antes tenida, el haber violado el estatus sacramental de intocabilidad que tanto me había torturado, la culpa, muy poca a decir verdad; y por encima de todo, el placer. El enorme e incontenible placer.
Dejé por mucho tiempo de tocar a nadie. El líquido desgarrador casi no se sentía y el alivio fue duradero. Sin embargo, la confianza cultivada por la primera experiencia y la falta de consecuencias, me llevaría a un nuevo estadio de perversión. Como antes, no lo planeé, sino que la bandeja se sirvió sola. Sí, adivinaron, otro bus urbano lleno. Esta colegiala de uniforme azul oscuro y faldita de puta, tenía el mejor cuerpo que había visto. Y encima, la belleza absurda de su rostro, una combinación que me hizo mal. Mucho mal. Esa clase de cuerpo bien desarrollado y que lleva la ropa por código, no por necesidad. El uniforme le colgaba de las tetas, por delante, y de las nalgas, por detrás. Me hacía pensar en una chocolatina blanca y desnuda, a la que alguien descuidadamente le puso encima su papelito de seda creyendo que la cubriría. El cabello negro le brillaba en cada mechón arremolinado, que caía tan indiferentemente como los pliegues de su corta falda. Tenía sus ojos enormes viendo el paisaje pasar a través de la ventana, con la mirada altiva, como si no tuviera ya la nariz lo suficientemente respingada. Me inquietaba como una criatura podía estar tan buena, y vivir con eso. ¿En qué pensaría en ese momento? ¿En sus tareas, en su puto novio? Si yo fuera ella, no podría pensar más que en mi propio culo. El sentido de la vida sería el placer, ¿qué otra puta cosa podría tener la mínima importancia si se es un ángel, incluso bello para los demás ángeles como ella?
Mientras pensaba todas esas boludeces, sin que me diera cuenta, de hecho, la ansiedad volvió. El ardorcito mamón ascendió desde mi abdomen hasta el corazón y de un salto me dije “ah no, ni mierda, yo no vuelvo a aguantarme este infierno”. Con disimulo me le acerqué, entre el ir y venir y la inercia fluctuante. Los minutos pasaron y mi perversa paciencia cultivaba frutos. El bus se colmaba de gente a cortos plazos y al fin, al fin, cuando ya había terminado de oscurecer, me le pegué. “mamacita, vamos a gozar un rato” pensé. No estaba detrás de ella, sino entre al lado y detrás, la mejor posición, según juzgaría mucho después. Su hombro derecho parecía meterse en el lado izquierdo de mi pecho. Ya tenía el corazón acelerado, pues sabía qué cosa venía y el sentimiento de culpa marcado por la reincidencia me empezaba a invadir. Pero como lo he explicado, nada es más grande que la arrechera. Bajé mi mano izquierda y la puse en mi bolsillo. Evalué miradas y campos visuales de otros, evalué la expresión de mi querida colegiala, y todo estaba a pedir de boca. La gente estaba metida en sus vidas miserables y sus trabajos grises, mientras yo rompía todo reducto de moralidad y decencia y la pasaba en grande. Siempre, con la maléfica confianza que crecía en mí de no ser descubierto, de no levantar si quiera sospechas o dudas, del karma de ser un acosador.
El dorso de mi mano medio metida en mi bolsillo tocaba una parte intermedia entre su nalga y su cadera. Pero eso ya no significaba nada para mí. Quería más, mucho más. En un saltito del bus, saqué mi mano del bolsillo. La sensación en el tacto era mucho mayor, pero aun así me parecía una nimiedad. Lentamente giré y abrí la mano. Hasta entonces empecé a sentir placer, tanto que me olvidaba del miedo y la ansiedad. Tenía su nalga derecha rozando la palma de mi mano en las zonas más afortunadas. Me olvidé de cada centímetro de más en mí y llevé toda mi consciencia a mi mano izquierda. Yo era mi mano izquierda, dándole una probada al paraíso. Y lo que lo hacía más delicioso, era un paraíso que yo no merecía, al que no estaba invitado, el que invadía por voluntad, la voluntad que había sido tan pisoteada por la proverbial belleza de las mujeres.
Quizá llevaba un minuto o menos disfrutando del leve roce. Tenía una erección mediana en progreso, y trataba de mantener la respiración estable. Qué rico, venir en un bus con la nalguita de una reina en la mano. ¿En la mano? ¡Pero si sólo era un ridículo roce! Pensaba en que tan absoluta beldad, aunque fuera abusiva, subterfugia y suciamente, al menos ya no me humillaba. La venía manoseando delicioso. Repentinamente, alguien pasó detrás de nosotros, una mujer. “perdón” dijo. Con su cuerpo, en medio del escasísimo espacio, empujó mi mano y me hizo sentir esa nalga como nunca había sentido una antes, en toda su magnitud física, su curva, La textura de la tela electrizante de su jardinera, hasta qué punto era suave y hasta qué punto dura. Mi pene se puso como cañón. El movimiento dentro del bus se pausó cuando dos sujetos se pararon detrás de mí. En el espacio diminuto entre ellos estaba el dorso de mi mano. Y en la palma de mi mano, la nalga de mi querida colegiala, a todo dar. Solo faltaba apretar un poco a voluntad, pero yo estaba seguro de que eso me delataría. La fricción ya no sería excusa para un apretón intencional, ni para la más distraída muchacha. La sensación era tal que yo no podía abrir los ojos y estoy seguro de que hacía una fuercecilla en mis labios, concentrado con toda mi mente en ese contacto prohibido y exquisito. Semejante ricura de colegiala, todo el día para aquí y para allá arrechando a todo el mundo y dándole placer sólo a quien ella quisiera… pero yo, estaba ahí abasteciéndome de su miel sin necesidad de permiso. Yo estaba sobre las reglas, sobre la lógica instaurada y hedionda, donde las poderosas provocan con derecho y los débiles y estos no tienen derecho a provocarse.
Hasta entonces, casi no había superado la experiencia anterior. En tiempo, llevaba ventaja de sobra, pero eso no me satisfacía. Como la vez anterior, avanzaría en terreno aunque fuera efímero en tiempo. Me propuse firmemente a meterle su atarriada. Lógico, eso sería para terminar, volverme, hacerme el inocente y salir victorioso, con mi dedo corazón impregnado en su coqueto culo, en medio de sus nalgas deliciosas, con o sin bicicletero, no me importaba. Quería tener la sensación arrechadora de meterle mi dedo en el culo a esa reina prohibida, de restregarle en la cara a la vida ese odioso ‘ver y no tocar’. Quería tocar, estirar mi dedo a donde estaba ese inalcanzable templo vaginal, cuya rica humedad se celaba de manera egoísta por un panty y muy probablemente por un bicicletero. Luego, subir el dedo con buena fuerza en medio de sus enormes nalgas y proporcionarle la sensación más intensa de su vida. Que se sintiera tocada en parte de su vagina, al menos, y en su ano, su orificio aquél del que la vida la dotó para darle placer sólo a quien ella quisiera. Una parte muy pequeña de mí se preguntó si yo podría llegar a violar, y la respuesta fue “sí, rico”.
Mi mano aún estaba ahí en su portento de nalga, y ella y todos seguían ensimismados. Obviamente no podía arrastrar mi mano, así que debía quitarla y volverla a poner. Planeaba hacerlo, invirtiendo todo el tiempo que costara, aun pasándome de mi parada. Mi trofeo ese día sería llevarme el olorcito y el calorcito de en medio de sus nalgas en mi dedo. Planeaba olérmelo y lamérmelo mientras me pajeaba frenéticamente. No sin esfuerzo retiré mi mano, pues todo cambio podría levantar sospechas. La acomodé en la posición normal para atarrear, con el dedo corazón estirado y apuntando hacia la concha, con la mano tan torcida que me dolían los tendones. Sentía el ruedo de su faldita escocesa reposando en mis nudillos. Faltaba un centímetro, menos, iba a tocarle la unión de sus nalgas, a meter el dedo en el nacimiento de sus piernas, a sentir su calor, su humedad, su concha… pero ella se retiró. Algún hijo de puta llegó a su destino, se levantó y lo movió todo. Con reflejo felino relajé y disimulé mi mano. Sentía frío y soledad en mi palma, el segundo anterior estaba tocándole el culo a una hermosísima colegiala y en el siguiente no tenía nada. Estaba otra vez en mi sitio, en el suelo como el gusano que en efecto era. Heces aguadas de un animal enfermo, despreciables como fertilizante. Sólo era otro imbécil en el bus, que viajaba al lado de una criatura de sin igual belleza sin poder disfrutar de ella. Miré mi reflejo en la luz del bus que se devolvía por el vidrio. No me gusté, me odié.
Hacerme detrás de ella con tanta gente apretándonos que los hombros duelan. Que pudiera sacar mi miembro con esa erección incontenible, y asomarlo debajo de su falda. No atarrearla con el dedo, sino con mi pene. Debería sentir el ruedo de su falda no en mis nudillos sino en el pubis, mientras mi glande se encajara deliciosamente, mojando de lubricante tibio su culo aún empacado en ese odioso panty. Ella me vuelve a mirar y no puede hacer nada, pues la pena es más grande. Solo puede dejarse culear. Ya experto en moverme en medio de apretones, le bajo el calzón. Vuelvo a poner mi pene rígido y ya no siento inerte tela, sino su culo vivo y acalorado. La mitad izquierda de mi glande tiene encima su nalga izquierda, y la mitad derecha tiene encima su nalga derecha. Un leve empujón y me la estaría culeando en medio de todos. La penetro y la violo, tan sutilmente que ella lo disfruta. No tengo si quiera que perrear mucho porque la inercia nos ayuda, nos pone a pichar como dioses.
Ella vuelve a mirarme y aprieta los labios. Entiendo el mensaje: “quiero por el culo”. Lo saco de su concha, empapado, y lo subo un centímetro. El agujero está custodiado por sus enormes nalgas, pero no hay modo humanamente en el que ella ni yo podamos usar las manos para abrirlas. Todo el trabajo le toca a mi pene, superar esa barrera de suave curvatura y alcanzar su culo. Con esfuerzo, logro encularla y ella ahoga un gemido. Uno que otro voltea a mirar pero nadie sospecha nada. “Estamos culiando, le estoy dando por el culo a esta colegiala mientras viajamos, qué pena con ustedes” pienso. Ella dilata su pequeña argolla como si cagara y se siente tan rico que me vengo. Una ola de semen caliente baja desde mi interior y atraviesa mi pene, pero.. se queda allí. Tan apretado estaba el culo de esta colegiala en el bus que la eyaculación se pausó. Estoy temblando, gozando de un orgasmo que suma todas las putas y todas las masturbaciones desde mi juventud, esperando por una culminación que no ocurre, por su culo tan apretado. Sigo perdiendo fuerzas y cediendo, ahogando gemidos y temblando, las piernas me ceden. Mis rodillas se doblan y el pene se sale, chispeando una explosión de semen en el reverso de su falda y sus nalgas. Ella se percata de inmediato de que he terminado de violarla y se retuerce para alcanzar sus panties y subírselos, como si le sirviera de algo. Si me muevo, despierto sospechas. La veo desde atrás por un segundo con la mano temblorosa cubriéndose la boca. “Acabas de ser deliciosamente comida en el bus, mi amor” pienso. Han pasado suficientes minutos, y siento que puedo volverme a acomodar. Ya tenía frío en la verga, descolgada escurriendo semen en su jardinera. Me la guardo no sin antes limpiármela bien con los pliegues de su faldita. Le dejo un hermoso recuerdo, con mucho amor en su jardinera, de color blancuzco y con aspecto de pegante. Salgo airoso, descremado y muy relajado a la calle, pensando en que mañana sería otro día para pegarle su violada a otra reina de colegio en uniforme.
Vi mi rostro en el reflejo de la ventana. Mi mano se sentía frustrada, y ese culo y esa vagina de esa diosa colegiala estaban allá, intactos, como debían estar. Lo que me acababa de imaginar sólo aumentó mi ansiedad.
Ya habrá otros días y otras colegialas con culos hermosos en los buses atestados de gente, susceptibles de ser acariciadas y amadas en secreto, sin sus permisos. Ya habrá más oportunidades para medir hasta donde puedo llegar, para huir espuriamente de la triste realidad de ser un hombre feo, sin gracia, que no es divertido ni atractivo, que a veces anda errático por los puentes peatonales a horas de salida de clases para ver colegialas por debajo. A veces tienen bicicletero, pero no siempre. A veces veo sus calzones, frutas prohibidas que se supone no deben verse. Ya habrá otros días para seguir siendo un depravado manoseador de colegialas, porque mientras ellas existan y yo siga vivo, las veré señorear por ahí su atractivo, en fotos de Facebook, con falditas que dejan ver hasta el último centímetro permitido y jamás se pasan y dejan ver justo lo que uno más quiere ver, ver y tocar. Siempre que pueda, las tocaré y me iré a la casa a jalármela como loco. Leche y más leche por ustedes, mis amadas colegialas.
Disfruté mucho tu relato.
Escribes muy bien.
Me gustaría ponerme en contacto contigo.
Hola, aqui estoy
stregoika tiene muy buenos relatos