🔥 Entre Varones
Carlos y Eduardo, eran amigos, esos que se conocen desde la adolescencia, que han llorado juntos, vomitado juntos, criado hijos casi al mismo tiempo. Conocían los silencios y también sus sombras. La confianza había ido tan lejos, que ya no sabían dónde terminaba la amistad y empezaba algo más..
🔥 Entre Varones
Relato de deseo masculino. Confesión y entrega entre hermanos de vida.
Por L’ Varonista
Carlos (27) y Eduardo (29) no eran solo amigos.
Eran hermanos.
De esos que se conocen desde la adolescencia, que han llorado juntos, vomitado juntos, criado hijos casi al mismo tiempo.
Conocían los silencios del otro. Y también sus sombras.
La confianza había ido tan lejos, que ya no sabían dónde terminaba la amistad y empezaba algo más.
Primero fueron bromas.
Videos entre esposas.
Un clip sin ropa. Un gemido compartido.
Luego, las líneas se desdibujaron.
Carlos enviaba grabaciones de su esposa montándolo sin piedad.
Eduardo respondía con su mujer en cuatro, mordiéndose los labios.
Pero con el tiempo, lo que Eduardo realmente miraba… no era a ella.
Era a él.
¿Por qué me detengo tanto en su verga?
¿Por qué rebobino justo cuando entra?
¿Por qué mi mano se aprieta cuando lo veo empujar?
No lo decía. No lo entendía del todo.
Pero lo sentía.
Y Carlos también lo notaba.
Le gustaba provocar.
Jugaba con fuego.
Hasta que una tarde, cerveza en mano, Eduardo lo dijo:
—Mi esposa dice que quiere ver tu verga.
Carlos lo miró fijo.
No se rió.
—¿Tú también?
Silencio.
Luego una risa floja.
—Tal vez sí —dijo Eduardo.
—Me da curiosidad. Morbo.
Morbo.
Esa palabra pesaba en el aire como el humo del cigarro entre ambos.
Días después, el mensaje de Carlos llegó:
—¿Todavía quiere verla?
Eduardo escribió sin emoticonos, sin titubeo:
—Manda.
Y lo que mandó… lo dejó sin aire.
Una foto.
De frente.
Verga firme, brillante, blanca, rosada.
Como una promesa de algo que no se dice.
Eduardo sintió un latido entre las piernas.
Uno que no venía de la foto, sino de lo que despertaba en él.
Esa noche, salieron como siempre.
Cerveza. Música. Silencio.
Pero esta vez, el silencio pesaba más.
Carlos conducía. Eduardo miraba por la ventana.
—¿Y? —preguntó Carlos sin mirarlo—. ¿Qué dijo tu esposa?
—Que le encantó.
—¿O tu también querías verla?
Eduardo respiró hondo.
—Quizás, también.
Carlos bajó la velocidad.
—¿Te gustaría tocarla?
No hubo respuesta inmediata.
—Sí —dijo Eduardo finalmente, casi en un susurro—. Me gustaría saber. No quiero engañar a nadie. Solo… saber.
Carlos giró el volante hacia un callejón vacío.
Aquí es donde uno decide si reprime… o se permite vivir.
No es juego. No es burla. Es deseo. Y también respeto.
—Yo estoy aquí —dijo Carlos—. Y si necesitas saber… conmigo puedes.
Eduardo tragó saliva. No respondió.
Pero su cuerpo sí.
La erección era su confesión muda.
Subieron en silencio.
La sala estaba en penumbra.
Carlos se quitó la franela.
Luego el pantalón.
Sin pose, sin apuro.
Su verga cayó con libertad.
Gruesa. Blanca, rosada. Venosa.
Una columna de carne palpitante.
Eduardo no podía dejar de mirarla.
—¿Puedo…?
Carlos asintió.
—Tócalo. Sin miedo, aprovecha yo no te voy a juzgar.
Eduardo extendió la mano.
Temblaba.
Acarició el tronco como quien explora una textura sagrada.
Luego lo envolvió con firmeza.
Está caliente. Viva. Fuerte. ¿Así es como me imaginaba?
No… es más. Mucho más.
Se inclinó.
Sus labios rozaron el glande.
Lo olió.
Lo probó.
Luego, sin aviso, lo metió en su boca.
Carlos soltó un gemido seco.
Esto está pasando. Está mamando. Y lo hace con hambre.
La barba de Eduardo rozaba su pelvis.
Su lengua giraba, tanteaba, lamía.
No era técnica.
Era entrega.
—¿Estás bien? —susurró Carlos.
Eduardo lo miró desde abajo.
Ojos húmedos.
Y siguió.
El sabia justo lo que hombre deseaba sentir.
Lo mamaba con fuerza y ritmo.
Lo sacaba, lo escupía, lo volvía a chupar.
Como si cada centímetro respondiera una pregunta antigua.
Carlos sujetó su cabeza.
La movía suave.
Lo guiaba con un ritmo de fuego contenido.
—Mírame —dijo—. No te escondas.
Y Eduardo lo hizo.
Gemía. Respiraba agitado.
La leche estaba cerca.
Carlos avisó.
—Ya voy a terminar…
Eduardo no se apartó.
Se quedó.
Lo sostuvo con fuerza.
Y recibió todo.
Uno, dos, tres chorros calientes.
En la lengua. En la garganta.
No escupió. No tembló.
Solo tragó. Como un pacto.
Cuando todo terminó, se quedaron en silencio.
Carlos se recostó en el sofá.
Eduardo se sentó a su lado.
La boca aún húmeda.
Las manos temblando.
—¿Y ahora? —preguntó.
Carlos lo miró. Le tendió un cigarro.
—Ahora sabes.
Y por dentro, ambos sabían que ese “saber” ya no tenía marcha atrás.
No era amor. No era traición. No era confusión.
Era deseo. Crudo. Compartido. Permitido.
Y quizás… solo el inicio.
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